Authors: Ken Follett
Encendió el televisor y, mientras se calentaba la cena, se entretuvo viendo Prime Time Live. La fragancia de las hierbas que Marianne empleaba en sus guisos saturaba la estancia. Era una cocinera magnífica. Acaso porque la Martinica era posesión francesa.
Cuando retiraba del horno la cazuela, volvió a sonar el teléfono. En esa ocasión era Preston Barck. Parecía agitado.
—Acabo de hablar con Dick Minsky, de Filadelfia —anunció—. Jeannie Ferrami ha concertado una cita para mañana en la Clínica Aventina.
Berrington se dejó caer pesadamente en la silla.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo diablos ha llegado a dar con la clínica?
—No lo sé. Dick no estaba allí, la llamada la tomó el jefe del servicio nocturno. Pero, al parecer, Jeannie Ferrami dijo que algunos de los sujetos de su estudio recibieron tratamiento allí años atrás y que deseaba examinar sus historiales médicos. Remitió por fax las autorizaciones y dijo que se presentaría en la clínica a las dos de la tarde. A Dios gracias, Dick telefoneó casualmente para otro asunto y el jefe del servicio de noche se lo comentó.
Dick Minsky había sido uno de los primeros empleados que contrató la Genético, allá por los años setenta. Empezó encargándose de la sección de correos; ahora era director general de las clínicas. Nunca fue miembro del círculo interior —sólo Jim, Preston y Berrington pudieron pertenecer a ese club—, pero conocía los secretos mejor guardados de la empresa. La discreción era algo innato en el.
—¿Qué le dijiste a Dick que hiciera?
—Que cancelara la cita, naturalmente. Y que, si de todas formas la doctora apareciese, que se la quitase de encima sin más. Que le dijera que no podía ver los archivos.
Berrington sacudió la cabeza.
—No es suficiente.
—¿Por qué?
Berrington suspiró. Preston podía alcanzar el vacío absoluto en cuanto a imaginación.
—Bueno, si yo fuera Jeannie Ferrami, llamaría a la Landsmann, pediría que se pusiera al teléfono la secretaria de Michael Madigan y le aconsejaría que examinara los archivos de la Clínica Aventina, de los últimos veintitrés años, antes de cerrar el trato conducente a la toma de posesión. Eso induciría a Madigan a hacer preguntas, ¿no te parece?
—Bien, ¿qué propones? —preguntó Preston, picajoso.
—Creo que vamos a tener que desembarazarnos de todas las tarjetas de registro, desde los setenta.
Hubo unos instantes de silencio.
—Berry, esos archivos son únicos. Científicamente, su valor es incalculable.
—¿Crees que no lo sé? —replicó Berrington, abrupto.
—Tiene que haber otro medio.
Berrington suspiró. Aquello le hacía sentirse tan mal como a Preston. Había acariciado la ilusión de que algún día, dentro de muchos años, en el futuro, alguien escribiría la crónica de unos experimentos que abrieron nuevos caminos y se revelaría al mundo la audacia y la brillantez científica de los pioneros que los llevaron a cabo. Le destrozaba el corazón ver desaparecer aquella evidencia histórica bajo el peso de la culpa y el secreto. Pero eso era ahora inevitable.
—Mientras esos archivos existan, serán una amenaza para nosotros. Hay que destruirlos. Y lo mejor sería hacerlo ahora mismo.
—¿Qué vamos a decir al personal?
—Mierda, no lo sé, Preston, pero imagina algo por una vez en tu vida, santo Dios. Nueva estrategia de la gerencia en cuanto a documentación. No me importa lo que les digas, con tal de que empiecen a hacerlos trizas a primera hora de la mañana.
—Supongo que tienes razón. Conforme, entraré en contacto con Dick ahora mismo. ¿Quieres llamar a Jim y ponerle al corriente?
—Claro.
—Adiós.
Berrington marcó el número del domicilio de Jim Proust. Su esposa, una mujer delgadísima y con aire de persona siempre avasallada, descolgó el aparato y le pasó a Jim.
—Estoy en la cama, Berry, ¿qué infiernos pasa ahora?
Los tres empezaban a tratarse unos a otros con malos modos.
Berrington le informó de lo que le había comunicado Preston y de lo que habían decidido hacer.
—Una resolución acertada —encomió Jim—. Pero no bastará. Esa Ferrami puede llegar a nosotros por otros caminos.
Berrington sintió un espasmo de irritación. Nada era suficiente para Jim. Le propusieran lo que le propusiesen, Jim siempre deseaba una acción más enérgica, medidas más extremas. Luego superó el acceso de fastidio. Esa vez, Jim hablaba con sentido común, reflexionó. Jeannie había demostrado ser un auténtico sabueso, que cuando olfateaba una pista no se desviaba lo más mínimo en su seguimiento. Un simple revés no la impulsaría a darse por vencida.
—Estoy de acuerdo contigo —le dijo a Jim—. Y Steve Logan se encuentra fuera de la cárcel, me enteré hace un rato, así que no está completamente sola. A largo plazo, tendremos que enfrentarnos a ella.
—Hay que darle un susto de muerte.
—Por el amor de Dios, Jim...
—Ya sé que esto hace que aflore la debilidad que llevas dentro, Berry, pero debe hacerse.
—Olvídalo.
—Mira...
—Tengo una idea mejor, Jim, haz el favor de escucharme durante un minuto.
—Está bien, te escucho.
—Voy a hacer que la despidan.
Jim meditó unos instantes.
—No sé... ¿Con eso lo solucionaremos?
—Seguro. Veras, la Ferrami imagina que ha tropezado con una anomalía biológica. Es la clase de descubrimiento con el que un científico joven puede hacer carrera. La muchacha no tiene idea de lo que subyace debajo de todo esto; cree que la universidad sólo teme la mala publicidad. Si Jeannie Ferrami pierde su empleo, no dispondrá de instalaciones ni de medios para continuar con su investigación, ni motivo alguno para aferrarse a ella. Además, estará demasiado ocupada buscando otro trabajo. Da la casualidad de que sé que necesita dinero.
—Tal vez tengas razón.
Berrington empezó a recelar. Jim mostraba una sospechosamente excesiva facilidad en estar de acuerdo con él.
—No estarás planeando hacer algo por tu cuenta y riesgo, ¿verdad? —preguntó.
Jim eludió la respuesta.
—¿Puedes hacer eso, puedes conseguir que la despidan?
—Desde luego.
—Pero tú me dijiste el martes que eso es una universidad, no el jodido ejército.
—Cierto, uno no puede gritar al personal para que hagan lo que se les ordena. Pero me he pasado en el mundo académico la mayor parte de los últimos cuarenta años. Sé cómo funciona la maquinaria. Cuando es realmente imprescindible, puedo desembarazarme de un profesor adjunto sin casi mover un dedo.
—Vale.
Berrington frunció el entrecejo.
—Estamos juntos en esto, ¿no, Jim?
—Exacto.
—De acuerdo. Que duermas bien.
—Buenas noches.
Berrington colgó el teléfono. Su pollo a la provenzal estaba frío. Lo arrojó al cubo de la basura y se metió en la cama.
Permaneció despierto largo tiempo, pensando en Jeannie Ferrami. A las dos de la madrugada se levantó y tomó un Dalmane. El somnífero hizo efecto y, por fin, se quedó dormido.
Hacía mucho calor aquella noche en Filadelfia. En el edificio de viviendas estaban abiertas de par en par todas las puertas y ventanas, ninguno de los cuartos tenía aire acondicionado. Los ruidos de calle ascendían hasta el apartamento 5A del último piso: bocinazos, carcajadas, fragmentos de música. Sobre una barata mesa de pino llena de señales de rasguños y quemaduras de cigarrillo, sonaba un teléfono.
El muchacho descolgó.
—Habla Jim —dijo una voz que parecía un ladrido.
—Hola, tío Jim, ¿cómo estás?
—Preocupado por ti.
—¿Y eso?
—Sé lo que ocurrió el domingo por la noche.
El chico titubeó, no muy seguro de lo que debía responder.
—Ya detuvieron a alguien por eso.
—Pero su amiguita cree que es inocente.
—¿Y?...
—Va a ir a Filadelfia mañana.
—¿Para qué?
—No lo sé a ciencia cierta. Pero creo que esa mujer es un peligro.
—Mierda.
—Puede que desearas hacer algo respecto a ella.
—¿Cómo qué?
—Eso es cosa tuya.
—¿Cómo puedo encontrarla?
—¿Conoces la Clínica Aventina? Está en tu barrio.
—Claro, en Chestnut, todos los días paso por delante.
—Se encontrará allí mañana a las dos de la tarde.
—¿Cómo la reconoceré?
—Alta, pelo oscuro, nariz perforada, de unos treinta años.
—Esas señas podrían ser las de un montón de mujeres.
—Probablemente conducirá un viejo Mercedes rojo.
—Eso reduce el número de candidatas.
—Ahora, piensa que el otro chaval está en libertad bajo fianza.
El muchacho enarcó las cejas.
—¿Y qué?
—Pues que si la moza sufriese un accidente, después de que alguien la viera en tu compañía...
—Comprendo. Darían por supuesto que yo era él.
—Siempre tuviste rapidez de reflejos, hijo mío.
El chico se echo a reír.
—Y tú siempre tuviste malas intenciones, tío.
—Una cosa más.
—Soy todo oídos.
—Es un bombón precioso. Así que disfrútala.
—Adiós, tío Jim. Y gracias.
Jeannie volvía a tener el sueño del Thunderbird.
La primera parte de ese sueño era algo que realmente le sucedió, cuando ella tenía nueve años y su hermana seis, y su padre estaba viviendo —brevemente— con ellos. Papá rebosaba dinero en aquellos días (hasta varios años después no comprendió Jeannie que aquella fortuna debió de ser el fruto de un robo fructífero). Su padre llevó a casa un Ford Thunderbird de carrocería azul turquesa y tapicería también del mismo color, a juego: para una niña de nueve años, el automóvil más bonito que pudiera imaginarse. Fueron a dar una vuelta, con Jeannie y Penny en el asiento delantero, entre papá y mamá. Cuando rodaban por la George Washington Memorial Parkway, papá se puso a Jeannie en el regazo y le permitió coger el volante.
En la vida real, Jeannie desvió el coche hacia el carril de la izquierda y se sobresaltó cuando el conductor de un vehículo que en aquel momento trataba de adelantarles tocó la bocina ruidosamente y papá dobló el volante y llevó el Thunderbird de nuevo al carril del que no debió haberse apartado. Pero en el sueño, el padre no estaba presente, Jeannie conducía sin ayuda y mamá y Patty permanecían sentadas a su lado, impertérritas, incluso aunque sabían que Jeannie era incapaz de ver nada por encima del salpicadero y que lo único que hacía era apretar, apretar y apretar el volante, cada vez con más fuerza, y esperar el impacto del choque, mientras los otros automóviles tocaban el timbre de la puerta cada vez con mayor estruendo.
Jeannie se despertó con las uñas hundidas en las palmas de las manos y los insistentes timbrazos de la puerta clavados en los oídos. Eran las seis de la mañana. Continuó tendida en la cama durante unos segundos, gozándose en el alivio que la inundó al darse cuenta de que sólo había sufrido una pesadilla. Luego saltó de la cama y se precipitó hacia el interfono del portero automático.
—¿Quién es?
—Ghita. Anda, despierta y déjame entrar.
Ghita vivía en Baltimore y trabajaba en la sede del FBI en Washington. Jeannie pensó que sin duda iba camino de la oficina, para empezar a trabajar temprano. Pulsó el botón que abría la puerta de la calle.
Jeannie se pasó por la cabeza una camiseta de manga corta tan grande que casi le llegaba a las rodillas; una prenda bastante decente para recibir a una amiga. La Ghita que subió las escaleras era la imagen de un ejecutivo con un bien cortado traje sastre de hilo azul pelo negro muy corto, pendientes de bolita, gafas enormes, de material ligero, y un ejemplar del New York Times bajo el brazo.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Ghita sin preámbulos.
—No sé —dijo Jeannie—, acabo de despertarme.
Aquello sonaba a malas noticias, podía adivinarlo.
—Mi jefe me llamó anoche, muy tarde, y me ordenó que no tuviese ningún trato más contigo.
—¡No! —Jeannie necesitaba el resultado del FBI para demostrar que su método funcionaba, a pesar del rompecabezas de Steven y Dennis—. ¡Maldita sea! ¿Te dijo por qué?
—Alegó que tus sistemas violan la intimidad de las personas.
—No deja de ser insólito que el FBI se preocupe de una cosa tan insignificante como esa.
—Parece que el New York Times es de la misma opinión.
Ghita enseñó a Jeannie el periódico. El titular de un artículo proclamaba en primera página:
Jeannie se temió que el «conflicto» fuese una referencia a su propia situación. Y estaba en lo cierto.
Jean Ferrami es una joven decidida. En contra de los deseos de sus colegas científicos y del presidente de la Universidad Jones Falls de Baltimore (Maryland) insiste obstinadamente en seguir con su exploración de archivos médicos, en busca de gemelos.
«Tengo un contrato —afirma—. No pueden darme órdenes.» Y las dudas que surgen respecto a la ética de su trabajo no hacen flaquear su determinación.
Una sensación de vértigo se aposentó de pronto en la boca del estómago de Jeannie.
—¡Dios mío, esto es terrible! —exclamó.
El reportaje pasaba luego a otro tema, la investigación sobre embriones humanos y Jeannie tuvo que llegar a la página diecinueve para encontrar otra referencia a su persona.
El caso de la doctora Jean Ferrami, del departamento de Psicología de la Jones Falls ha creado un nuevo quebradero de cabeza a las autoridades académicas. Pese a que el presidente de la universidad, el doctor Maurice Obell, y el eminente psicólogo profesor Berrington Jones coinciden en opinar que la labor de la doctora Jean Ferrami es inmoral, ella se niega a suspenderla... y cabe la posibilidad de que no puedan hacer nada para obligarla a ello.
Jeannie leyó hasta el final, pero el periódico no informaba de la insistencia de la doctora en que su trabajo era éticamente irreprochable. El enfoque se proyectaba exclusivamente sobre el sensacionalismo dramático de su desafío.
Era horrible y penoso que la atacasen de aquella manera. Se sentía dolida y ultrajada al mismo tiempo, como aquella vez, años atrás, en que un ladrón la derribó con un golpe y le arrebató el billetero en un supermercado de Minneapolis. Aunque sabía que la periodista era malévola y carecía de escrúpulos, Jeannie se sentía avergonzada, como si verdaderamente hubiese hecho algo malo. Y también se sentía expuesta a las burlas de todo el país.