El tercer gemelo (37 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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—Al diablo con ella —dijo en voz alta, y volvió hacia su mesa. La reunión de por la mañana había ido sobre ruedas hasta que surgió la revelación acerca de Jack Budgen. Berrington se las había ingeniado previamente para poner a Maurice a tono y sacarlo de quicio, y luego consiguió evitar limpiamente todo acercamiento. Pero no dejaba de ser una mala noticia la de que el presidente de la comisión de disciplina sería el compañero de tenis de Jeannie. A Berrington se le pasó comprobar aquello por anticipado; dio por supuesto que podría ejercer alguna influencia sobre la elección y le dejó consternado enterarse de que el nombramiento ya estaba hecho.

Existía el grave peligro de que Jack considerase la historia desde el punto de vista de Jeannie.

Se rascó la cabeza, preocupado. Berrington nunca había alternado socialmente con sus colegas académicos: prefería para él la más sugestiva compañía de políticos y miembros de los medios de comunicación. Pero conocía el historial de Jack Budgen. Jack se había retirado del tenis profesional a los treinta años y volvió a la universidad para sacar un doctorado. Demasiado viejo para iniciar químicas, la carrera que deseaba, acabó convirtiéndose en administrador. Llevar el complejo de bibliotecas de la universidad y equilibrar las conflictivas exigencias de los departamentos rivales requería una naturaleza diplomática y servicial, y Jack se las arreglaba muy bien.

¿Cómo se podía convencer a Jack? No era hombre tortuoso; más bien todo lo contrario: su carácter sencillo, tendente a la manga ancha, no estaba exento de ingenuidad. Se ofendería si Berrington le abordara y, de manera abierta o evidente, le ofreciese alguna clase de soborno. Pero puede que fuese factible influir en él obrando de modo discreto.

El propio Berrington había aceptado soborno en una ocasión. Cada vez que pensaba en ello se le revolvían los intestinos. Ocurrió al principio de su carrera, antes de que alcanzase la condición de profesor titular. A una estudiante la sorprendieron intentando un fraude: pagando a otra estudiante para que le preparase el ejercicio de final de trimestre. La transgresora se llamaba Judy Gilmore y era bonita de verdad. Había que expulsarla de la universidad, pero el director del departamento tenía atribuciones para imponer un castigo menos drástico. Judy acudió al despacho de Berrington para «tratar del problema». La chica cruzó y descruzó las piernas, le miró a los ojos con cara de cordero a medio degollar y se inclinó hacia delante para brindar a Berrington la oportunidad de echar una mirada al escote de la blusa y la transparencia del sostén de encaje. Berrington se mostró compasivo y prometió interceder por ella. La moza lloró y le dio las gracias; luego le cogió la mano, le besó en los labios y, como remate previo, le bajó la cremallera de la bragueta.

En ningún momento le propuso trato alguno. No le había ofrecido sexo antes de que el accediese a ayudarla y, después del revolcón por el suelo, la chica se vistió con toda la calma del mundo, se peinó, le dio un beso y abandonó el despacho. Pero al día siguiente, Berrington convenció al director del departamento para que no aplicase a la estudiante más castigo que una simple advertencia.

Berrington aceptó el soborno porque no fue capaz de confesarse que fuese tal. Judy le había pedido ayuda, él se la había concedido, la chica quedó embelesada por sus encantos masculinos e hicieron el amor. Con el paso del tiempo, Berrington había llegado a darse cuenta de que eso era puro sofisma. La oferta de sexo estuvo implícita desde el principio en el comportamiento de la joven, y cuando el prometió lo que se le pedía, Judy selló el trato sabiamente. A Berrington le gustaba pensar de sí mismo que era hombre de principios, no había hecho nada absolutamente vergonzoso.

Sobornar a alguien era casi tan infame como aceptar el soborno. Con todo, sobornaría a Budgen si podía. La idea le provocó una mueca de repugnancia, pero había que hacerlo. Estaba desesperado.

Lo iba a llevar a cabo imitando el ejemplo de Judy: proporcionaría a Jack la oportunidad de engañarse a sí mismo.

Berrington meditó unos instantes más y luego cogió el teléfono y llamó a Jack.

—Gracias por enviarme una copia del memorándum sobre el anexo de biofísica de la biblioteca —dijo a guisa de saludo.

Una pausa sorprendida.

—Ah, sí. Eso fue hace días... pero me alegro de que encontrases tiempo para leerlo.

Berrington apenas había echado un rápido vistazo al documento.

—Creo que tu propuesta tiene un mérito enorme. Te llamo para decirte que puedes contar con mi respaldo cuando llegue el momento de presentarlo ante la junta de asignación.

—Gracias. Te quedo muy reconocido.

—En realidad, es posible que consiga convencer a la Genético para que ponga una parte de los fondos.

Jack se lanzó sobre la sugerencia sin vacilar.

—Podríamos llamar al anexo Biblioteca Genético de Biofísica.

—Buena idea. Hablaré con ellos sobre el particular. —Berrington deseaba que Jack sacase a colación el tema de Jeannie. Tal vez pudiera llegar a ella por la vía tenis. Preguntó—: ¿Qué tal el verano? ¿Fuiste a Wimbledon?

—Este año no. Demasiado trabajo.

—Mala suerte. —Con cierta inquietud, Berrington fingió disponerse a colgar—. Hablaré contigo más adelante.

Como había supuesto, Jack le retuvo.

—Ejem... Berry, ¿qué opinas respecto a esa basura de la prensa? Acerca de Jeannie.

Berrington disimuló su alivio y habló como quitando importancia al asunto.

—Oh, eso... una tempestad en un vaso de agua.

—He intentado ponerme en contacto con ella, pero no está en su despacho.

—No te preocupes por la Genético —dijo Berrington, aunque Jack no había mencionado para nada a la empresa—. Están tranquilos en lo que concierne a todo este asunto. Por suerte, Maurice Obell actuó rápida y decisivamente.

—¿Te refieres a la audiencia disciplinaria?

—Imagino que será un mero formulismo. Esa chica está poniendo a la universidad en una situación desairada, se niega a interrumpir sus trabajos y ha ido a la prensa. Dudo que ella se moleste siquiera en defenderse. Ya he dicho a los de la Genético que tenemos la situación bajo control. En estos instantes nada amenaza las relaciones entre la universidad y ellos.

—Eso está bien.

—Naturalmente, si, por algún motivo, la comisión se pusiera de parte de Jeannie y contra Maurice, nos veríamos en dificultades. Pero no creo que eso sea muy probable... ¿no te parece?

Berrington contuvo la respiración.

—¿Sabes que soy el presidente de la comisión?

Jack había eludido la pregunta. «Maldito seas.»

—Sí, y me complace mucho que al cargo del procedimiento haya, una cabeza fría como la tuya. —Aludió a la cabeza afeitada del profesor de filosofía—. Si Malcolm Barnet ocupara esa presidencia Dios sabe lo que podría suceder.

Jack se echó a reír.

—El consejo tiene más sentido común que todo eso. A Malcolm no lo pondrían siquiera al frente del comité de aparcamientos... trataría de sacar partido utilizándolo como instrumento de trueque social.

—Pero contigo empuñando las riendas doy por sentado que la comisión apoyará al presidente.

De nuevo, la respuesta de Jack fue torturadoramente ambigua.

—No todos los miembros de la comisión son previsibles.

«Hijo de mala madre, ¿lo dices para torturarme?»

—Pero la presidencia de la comisión no es una pieza de artillería sin punto de mira, de eso estoy seguro.

Berrington se secó una gota de sudor de la frente.

Hubo una pausa.

—Berry, sería un error por mi parte prejuzgar la decisión...

«¡Vete al infierno!»

—... pero creo que puedes decir a la Genético que no tiene por qué preocuparse.

«¡Al fin!»

—Que quede esto estrictamente entre nosotros, claro.

—Desde luego.

—Entonces, te veré mañana.

—Adiós.

Berrington colgó. «¡Jesús, lo que le había costado!»

¿De verdad no se dio cuenta Jack de que acababa de comprarle? ¿Se había engañado a sí mismo? ¿O lo comprendió todo a la perfección, pero simplemente fingió estar in albis?

Eso carecía de importancia, siempre que condujese a la comisión por el derrotero adecuado.

Naturalmente, eso no podía ser el fin. El dictamen de la comisión tenía que ratificarse en una sesión plenaria del consejo. En aquella instancia, puede que Jeannie hubiera contratado a un abogado brillante y presentado una querella contra la universidad reclamando toda clase de compensaciones. El caso podría alargarse años y años. Pero las investigaciones de Jeannie quedarían de momento en suspenso, y eso era lo que importaba.

No obstante, el fallo de la comisión aún no estaba en el bote. Si al día siguiente por la mañana las cosas se torcían, era posible que Jeannie estuviese de nuevo en su despacho al mediodía, lanzada otra vez sobre la pista de los secretos culpables de la Genético. Berrington se estremeció: Dios no lo permita. Se acercó un cuaderno de apuntes y escribió los nombres de los miembros de la comisión.

Jack Budgen
Biblioteca
Tenniel Biddenham
Historia del arte
Milton Powers
Matemáticas
Mark Trader
Antropología
Jane Edelsborough
Física

Biddenham, Powers y Trader eran hombres rutinarios, profesores con muchos años de ejercicio a sus espaldas y cuya carrera estaba ligada a la Jones Falls y dependía del prestigio y la prosperidad del centro. Podía confiarse en que respaldarían al presidente de la universidad. El garbanzo negro era la mujer, Jane Edelsborough.

Tendría que darle un toque enseguida.

33

Camino de Filadelfia por la I95, Jeannie volvió a sorprenderse con la mente puesta otra vez en Steve Logan.

La noche anterior le había dado un beso de despedida en la zona de aparcamiento del campus de la Jones Falls. Lamentaba que aquel beso hubiera sido tan fugaz. Los labios de Steve eran carnosos y secos, la piel cálida. A Jeannie le gustaba la idea de volver a repetir aquello.

¿Por qué sentía tanta prevención respecto a la edad del chico? ¿Qué tenía de maravilloso el que los hombres fuesen mayores? Will Temple, de treinta y nueve años, la había dejado por una heredera cabeza hueca. Vaya con las garantías de la madurez.

Pulsó la tecla de búsqueda de la radio, a la caza de una buena emisora, y dio con Nirvana, que interpretaba Come As You Are. Siempre que pensaba en salir con un hombre de su edad, o más joven, la sacudía una especie de sobresalto, algo así como el temblor del peligro que acompañaba a una cinta de Nirvana. Los hombres mayores eran tranquilizadores; sabían qué hacer.

¿Soy yo?, pensó. ¿Jeannie Ferrami, la mujer que hace lo que le da la gana y dice al mundo que se vaya a tomar viento? ¿Necesito seguridad? ¡Fuera de aquí!

Sin embargo, era cierto. Quizá la culpa la tuviera su padre. Después de él, Jeannie nunca quiso tener en su vida otro hombre irresponsable. Por otra parte, su padre era la prueba viviente de que los hombres mayores podían ser tan irresponsables como los jóvenes.

Supuso que su padre estaría durmiendo en hoteluchos baratos de Baltimore. Cuando se hubiese bebido y jugado el dinero que le pagaran por el ordenador y el televisor —cosa que no tardaría mucho en suceder—, robaría alguna otra cosa o se pondría a merced de su otra hija, Patty. Jeannie le odiaba por haberle robado sus cosas. Sin embargo, el incidente había servido para sacar a la superficie lo mejor de Steve Logan. Había sido un príncipe. Qué diablos, pensó, la próxima vez que vea a Steve Logan volveré a besarle, y en esa ocasión será un beso de los buenos.

Se puso tensa y condujo el Mercedes a través del atiborrado centro de Filadelfia. Aquél podía ser el gran paso adelante. Podía encontrar la solución al rompecabezas de Steve y Dennis.

La Clínica Aventina estaba en la Ciudad Universitaria, al oeste del río Schuylkill, un distrito de edificios académicos y apartamentos de estudiantes. La propia clínica era un agradable inmueble entre los cincuenta que había en el recinto, rodeado de árboles. Jeannie estacionó el coche en un parquímetro de la calle y entró en el edificio.

Había cuatro personas en la sala de espera: una pareja joven, formada por una mujer que parecía en tensión y un hombre que era un manojo de nervios, y otras dos mujeres de aproximadamente la misma edad de Jeannie. Todos miraban revistas, sentados en un rectángulo de sofás. Una gorjeante recepcionista le indicó que tomara asiento y Jeannie cogió un fastuoso folleto de la Genético, S.A. Lo mantuvo abierto sobre el regazo, sin leerlo; en vez de ello se dedicó a contemplar el sosegadamente insulso arte abstracto que decoraba las paredes del vestíbulo y a taconear nerviosa sobre el alfombrado suelo.

Aborrecía los hospitales. Como paciente sólo había estado una vez en uno. A los veintitrés años tuvo un aborto. El padre era un aspirante a director de cine. Jeannie dejó de tomar la píldora porque se habían separado, pero el hombre volvió al cabo de unos días, celebraron una reconciliación amorosa, sin tomar las precauciones oportunas, y ella quedó embarazada. La operación se llevó a cabo sin complicaciones, pero Jeannie se pasó varios días llorando y perdió todo el cariño que le inspiraba el director cinematográfico, aunque él estuvo a su lado, apoyándola, durante todo el proceso.

Acababa de realizar su primera película en Hollywood, un filme de acción. Jeannie fue sola a ver la cinta al cine Charles de Baltimore. El único toque de humanidad de la por otra parte maquinal historia de hombres que no paraban de dispararse unos a otros se daba cuando la novia del protagonista sufría un ataque de depresión, a raíz de un aborto, y echaba de su lado al héroe. Este, un detective de la policía, se quedaba perplejo y destrozado. Jeannie lloró. El recuerdo aún le hacía daño. Se puso en pie y empezó a pasear por la sala. Unos minutos después, emergió un hombre del fondo del vestíbulo y, en voz alta, llamó:

—¡Doctora Ferrami!

Era un individuo angustiosamente jovial, cincuentón, de calva coronilla y frailuno flequillo rojizo.

—¡Hola, encantado de conocerla! —aseguró con injustificado entusiasmo.

Jeannie le estrechó la mano.

—Anoche hablé con el señor Ringwood.

—¡Si, si! Soy colega suyo, me llamo Dick Minsky. ¿Cómo está usted?

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