El tercer gemelo (17 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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Todos tuvieron que quitarse el reloj y la bisutería y ponerse una especie de bata de papel blanco encima de la ropa de calle. Mientras se preparaban entró en la estancia un joven vestido con traje y pregunto:

—Por favor, ¿quién de vosotros es el sospechoso?

—Ese soy yo —dijo Steve.

—Pues yo soy Lew Tanner, el defensor de oficio —se presentó el hombre—. Estoy aquí para comprobar que la rueda de reconocimiento se realiza correctamente. ¿Alguna pregunta?

—¿Cuánto tiempo tardaré en salir de aquí, después de eso? —quiso saber Steve.

—Dando por sentado que no seas el elegido en la rueda de reconocimiento, un par de horas.

—¡Dos horas! —exclamo Steve, indignado—. ¿Tengo que volver a esa jodida celda?

—Me temo que sí.

—¡Por Dios!

—Les pediré que tramiten tu libertad lo antes posible —dijo Lew—. ¿Algo más?

—No, gracias.

—Muy bien.

Salió.

Un celador hizo pasar a los siete hombres a través de la puerta que daba a un estrado. Había un telón de fondo con una escala graduada que mostraba la estatura y la posición de los hombres, numerados de uno a diez. La luz de un potente foco se proyectó sobre ellos, y una cortina separó el estrado del resto de la sala. Los hombres no podían ver nada a través de aquella pantalla, pero sí llegaba a sus oídos lo que ocurría al otro lado de la misma.

Durante unos minutos sólo se produjo rumor de pasos y el murmullo de alguna que otra voz en tono bajo. Todas las voces eran masculinas. Luego Steve distinguió el sonido inconfundible de unos pasos de mujer. Al cabo de unos instantes se oyó una voz masculina, que sonaba como si estuviese leyendo algo de una tarjeta o repitiéndolo tras habérselo aprendido de memoria.

—De pie ante usted hay siete personas. Sólo las conocerá por el número. Si alguno de esos individuos le ha hecho algo a usted o ha hecho algo en presencia de usted, quiero que pronuncie su número y nada más que su número. Si desea que algunos de ellos digan determinadas palabras específicas, les pediremos que digan esas palabras. Si quiere que den media vuelta o se coloquen de perfil, lo harán todos en grupo. (Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted?

Silencio. Los nervios de Steve se tensaron como cuerdas de guitarra, aunque estaba seguro de que no se citaría su número.

Una voz femenina dijo muy bajo: —Llevaba la cabeza cubierta.

A Steve le sonó como la voz de una mujer educada, de clase media y de su misma edad, más o menos.

—Tenemos sombreros —dijo la voz masculina—. ¿Quiere usted que se pongan sombrero?

—Era más bien una gorra. Una gorra de béisbol.

Steve percibió angustia y tensión en la voz femenina, pero también determinación. Ni asomo de falsedad. Parecía la clase de mujer que diría la verdad, por muy atribulada que estuviese. Se sintió un poco mejor.

—Dave, mira a ver si hay gorras de béisbol en ese armario.

Hubo una pausa de varios minutos. Steve apretó los dientes con impaciencia. Una voz musitó:

—Santo Dios, no sabía que tuviésemos aquí todo este material... gafas, bigotes...

—Nada de murmuraciones, Dave —reprochó el primer hombre—. Esto es un procedimiento legal.

Finalmente, un detective entró en el estrado por una parte lateral y tendió una gorra de béisbol a cada uno de los integrantes de la rueda de reconocimiento. Todos se la pusieron y el detective se retiró.

Del otro lado de la cortina llegó el llanto de una mujer.

La voz masculina repitió la fórmula verbal empleada antes:

—¿Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted? Si es así, pronuncie su número y nada más que su número.

—El número cuatro —dijo la mujer, con un sollozo en la voz.

Steve volvió la cabeza y miró el telón de fondo.

El numero cuatro era él.

—¡No! —gritó—. ¡Eso no puede ser verdad! ¡No era yo!

—Número cuatro, ¿ha oído eso? —habló la voz masculina.

—Claro que lo he oído, ¡pero yo no lo hice!

Los demás hombres de la hilera de reconocimiento abandonaban ya el estrado.

—¡Por el amor de Cristo! —Steve se quedó mirando la opaca cortina, extendidos los brazos en gesto de súplica—. ¿Cómo puede haberme señalado a mí? ¡Ni siquiera sé qué aspecto tiene usted!

La voz del otro lado aconsejó:

—No diga nada, señora, por favor. Muchas gracias por su colaboración. La salida es por aquí.

—¡Tiene que haber alguna equivocación! ¿No lo comprenden? —chilló Steve.

Apareció el carcelero.

—Todo ha terminado, hijo, vamos —instó.

La mirada de Steve se clavó en él. Por unos segundos estuvo tentado de romperle los dientes a aquel hombrecillo y mandárselos garganta abajo.

Spike observó la expresión de sus ojos y endureció el gesto.

—Tengamos la fiesta en paz —aconsejó—. No tienes escapatoria. Su mano se cerró en torno al brazo de Steve, que tuvo la impresión de que le apretaba un cepo de acero. Era inútil protestar.

Steve se sentía como si le hubieran sacudido por la espalda con una cachiporra. Aquel golpe le había llegado de la nada. Se le hundieron los hombros y una furia estéril se apodero de él.

—¿Cómo ocurrió esto? —articuló—. ¿Cómo es posible?

12

—¿Papá? —se sorprendió Berrington.

Jeannie deseó haberse mordido la lengua. Decir: «¿Cuándo saliste de la cárcel, papá?», fue lo más estúpido que pudo habérsele ocurrido. Apenas unos minutos antes Berrington había calificado a los moradores de la cárcel municipal de “Escoria de la Tierra”.

Se sentía mortificada. Ya era bastante grave que su jefe se enterara de que su padre era un ladrón profesional. Pero que Berrington lo conociese personalmente resultaba incluso peor. Posiblemente, a consecuencia de una caída el intruso tenía el rostro magullado, además de cubierto por una barba de varios días. Sus ropas estaban sucias y despedía un leve pero desagradable olor. Jeannie sintió tal bochorno que no pudo mirar a Berrington a la cara.

Hubo un tiempo, muchos años atrás, en que no se avergonzaba de él. Por el contrario, su padre hacía que los de sus amigas le pareciesen aburridos y pelmas. Era un hombre guapo y al que le encantaba divertirse, que solía volver de sus viajes con traje nuevo y los bolsillos llenos de dinero. Entonces iban al cine, estrenaban vestidos, se tomaban helados de frutas y mamá se compraba un camisón bonito y se ponía a régimen. Pero el volvía a marcharse y, a la edad de nueve años, Jeannie se enteró del motivo. Se lo dijo Tammy Fontane. Jeannie no olvidaría nunca aquella conversación.

—Tu vestido es una birria —había dicho Tammy.

—Más birria es tu nariz —replicó Jeannie vivamente, y las otras niñas se apresuraron a meter la cuchara.

—Tu mamá te compra vestidos que son algo así como verdaderos adefesios.

—Tu mamá es gorda.

—Tu papá está en la cárcel.

—No es verdad.

—Sí.

—¡No!

—He oído que papá se lo decía a mamá. Estaba leyendo el periódico. «Aquí dice que han vuelto a meter otra vez en la cárcel a Pete Ferrami», dijo.

—Mentira, mentira, alza el rabo y tira —había cantado Jeannie, pero en el fondo de su corazón creyó a Tammy.

Aquello lo explicaba todo: la súbita prosperidad económica, la igualmente repentina desaparición, las prolongadas ausencias.

Jeannie nunca volvió a mantener otro intercambio de provocaciones verbales con las compañeras de clase. Cualquiera podía hacerla callar con sólo citar a su padre. A los nueve años, eso era como estar lisiada de por vida. Cada vez que en el colegio se extraviaba algo, Jeannie tenía la impresión de que todos la miraban acusadoramente. Nunca consiguió desterrar de su ánimo aquella sensación de culpabilidad. Si alguna mujer echaba un vistazo al interior de su bolso y comentaba: «Maldita sea, creí que llevaba un billete de diez dólares», Jeannie se ponía como la grana. Se convirtió en una persona obsesivamente honrada: recorría kilómetro y medio para devolver un bolígrafo barato, le aterraba la idea de que, si lo conservaba, su dueño dijera que ella era una ladrona como su padre.

Y ahora su padre estaba allí, de pie ante Berrington, su jefe, sucio, sin afeitar y probablemente sin un centavo.

—Aquí, el profesor Berrington Jones —dijo Jeannie—. Berry, te presento a mi padre, Pete Ferrami.

Berrington se mostró amable. Estrechó la mano del padre.

—Celebro conocerle, señor Ferrami —dijo—. Su hija es una mujer muy especial.

—¿Verdad que sí? —repuso el padre, con una sonrisa complacida.

—Bueno, Berry, ya conoces el secreto de la familia —dijo Jeannie en tono resignado—. Enviaron a papa a la cárcel el mismo día en que me licencié cum laude por Princeton. Se ha pasado en prisión los últimos ocho años.

—Pudieron ser quince —añadió Pete Ferrami—. Íbamos armados en aquel golpe.

—Gracias por compartir con nosotros ese dato, papá. Seguro que impresiona a mi Jefe.

El padre pareció dolido y desconcertado y, a pesar de su resentimiento, Jeannie sintió un ramalazo de compasión por él. A Pete Ferrami su punto flaco le hería tanto como a su familia. Era uno de sus defectos naturales. El fabuloso sistema de reproducción de la raza humana —el profundamente complejo mecanismo del ADN que Jeannie estudiaba— estaba programado para operar de forma que cada individuo fuese un poco distinto a los demás. Era como una fotocopiadora con un error de fabricación. A veces, el resultado era bueno: un Einstein, un Louis Armstrong, un Andrew Carnegie. Y a veces producía un Pete Ferrami.

Jeannie debía desembarazarse de Berrington enseguida.

—Si quieres hacer esa llamada, Berry, puedes utilizar el teléfono del dormitorio.

—Ah, la haré luego —dijo Berrington.

«A Dios gracias.»

—Muy bien, gracias por una velada tan estupenda.

Jeannie tendió la mano para estrechar la de Berrington.

—Fue un placer. Buenas noches.

Estrecho desmañadamente la mano de Jeannie y se fue. Jeannie se encaró con su padre.

—¿Qué ha pasado?

—Me soltaron antes de tiempo por buena conducta. Estoy libre. Y, naturalmente, mi primer deseo fue venir a ver a mi hijita.

—Inmediatamente después de una borrachera de tres días.

Era de una hipocresía tan diáfana que resultaba insultante. Jeannie sintió crecer en su interior la cólera que tan bien conocía. (Por qué no podía tener un padre como el de otras personas?

—Vamos, se buena —pidió Pete Ferrami.

La rabia se transformó en tristeza. Nunca había tenido un verdadero padre y jamás lo tendría.

—Dame esa botella —ordenó—. Haré café.

A regañadientes, el hombre le entregó el vodka y Jeannie lo puso en el frigorífico. Echó agua a la cafetera y la puso al fuego.

—Pareces algo mayor —dijo Pete—. Veo un poco de gris en tu pelo.

—¡Caramba, muchas gracias!

Jeannie sacó tazas, crema y azúcar.

—Tu madre encaneció temprano.

—Siempre creí que fue por culpa tuya.

—He ido a su casa —informó Pete Ferrami en tono de suave indignación—. Ya no vive allí.

—Ahora está en Bella Vista.

—Eso es lo que me dijo su vecina, la señora Mendoza. Ella me dio tu dirección. No me hace ninguna gracia pensar que tu madre está en un sitio como ese.

—¡Sácala de allí entonces! —conminó Jeannie, irritada—. Todavía sigue siendo tu esposa. Consíguete un trabajo y un piso decente y empieza a cuidar de ella.

—Sabes que no puedo hacer eso. Nunca podría.

—Entonces no me critiques a mí por no hacerlo.

El hombre adoptó un tono zalamero.

—No he dicho nada de ti, tesoro. Sólo dije que no me gusta pensar que tu madre está en un asilo de esos, ni más ni menos.

—A mí tampoco me gusta, ni a Patty. Estamos intentando recaudar el dinero preciso para sacarla de allí. —Jeannie experimentó una súbita oleada de emoción y tuvo que esforzarse para contener las lágrimas—. Maldita sea, papá, ya es bastante duro todo esto, sin necesidad de tenerte ahí en plan quejica.

—Vale, vale —dijo Pete Ferrami.

Jeannie tragó saliva. «No debería dejarle que me sacara de quicio así.» Cambió de tema.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tienes algún plan?

—Pasaré unos días echando un vistazo por ahí.

Lo que significaba que exploraría el terreno en busca de un sitio que robar. Jeannie no dijo nada. Era un ladrón y ella no podía cambiarle.

Pete Ferrami tosió.

—Tal vez pudieras dejarme unos cuantos pavos para tener algo con qué empezar.

La petición volvió a sulfurar a Jeannie.

—Te diré lo que voy a hacer —pronunció, tensa la voz—. Te permitiré tomar una ducha y afeitarte mientras te lavo la ropa. Si mantienes las manos apartadas de la botella de vodka, te prepararé unos huevos y te haré unas tostadas. Te prestaré un pijama y podrás dormir en el sofá. Pero no voy a darte ni cinco. Estoy esforzándome desesperadamente en conseguir dinero para que mamá pueda quedarse en algún sitio en el que la traten como a un ser humano y no tengo un solo dólar de sobra.

—Está bien, cariño. —El hombre adoptó aire de mártir—. Lo comprendo.

Al final, cuando perdió fuerza el confuso torbellino de bochorno, rabia y compasión, Jeannie se encontró con que todo lo que sentía era melancolía. Deseaba con toda el alma que su padre pudiera cuidar de sí mismo, que fuese capaz de permanecer en un sitio más de unas pocas semanas, que le fuera posible conservar un empleo normal, que pudiera ser cariñoso, compasivo y estable. Anhelaba un padre que fuera un padre. Y sabía que nunca, jamás, vería cumplido su deseo. En su corazón había un lugar destinado a un padre, pero ese lugar estaría siempre vacío.

Sonó el teléfono.

Jeannie descolgó.

—¡Diga!

Era Lisa, parecía alterada.

—¡Jeannie, era él!

—¿Quién? ¿Qué?

—Ese chico al que arrestaron cuando estaba contigo. Lo reconocí en la rueda. Es el que me violó. Steve Logan.

—¿Que es el violador? —articuló Jeannie, incrédula—. ¿Estás segura?

—No cabe la menor duda, Jeannie —insistió Lisa—. ¡Oh, Dios mío, fue horrible ver su cara otra vez! Al principio no dije nada, porque parecía distinto, con la cabeza descubierta. Luego el detective hizo que todos se pusieran gorra de béisbol y lo conocí con absoluta certeza.

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