El tercer gemelo (19 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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Berrington se encogió de hombros. Apenas se había molestado en confirmar si Lisa trabajaba o no en la Loquería. La cinta prosiguió:

«Como quiera que usted es el patrono de la señora Hoxton y la violación tuvo lugar en el campus, me considero obligada a informarle de que esta tarde hemos arrestado a un hombre. La verdad es que se trataba de una persona a la que durante el día de hoy estuvieron sometiendo a diversas pruebas en sus laboratorios. Se llama Steve Logan.»

—¿Jesús! —estalló Berrington.

«La víctima lo señaló en la rueda de reconocimiento, de modo que estoy segura de que la prueba de ADN confirmará que se trata del violador. Le ruego transmita esta información a cuantos miembros de la universidad considere usted oportuno. Gracias.»

—¡No! —exclamo Berrington. Se dejó caer pesadamente en una silla. Repitió, en tono más bajo—: No.

Luego rompió a llorar.

Se levantó al cabo de un momento, todavía llorando, y cerró la puerta del estudio por temor a que la doncella apareciese por allí. Después regresó al escritorio y enterró la cabeza entre las manos.

Permaneció así un buen rato.

Cuando por fin suspendió el llanto, tomó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria.

—Que no responda el contestador automático, por favor, Dios mío —dijo en voz alta, mientras escuchaba la señal.

—¡Diga! —sonó la voz de un joven.

—Soy yo —dijo Berrington.

—¡Hombre! ¿Cómo estás?

—Desolado.

—¡Oh! —el tono era de culpabilidad.

Si Berrington albergaba alguna duda, aquella nota la barrió definitivamente.

—Cuéntame.

—No trates de quedarte conmigo, por favor. Hablo del domingo por la noche.

El joven suspiró.

—Vale.

—Maldito estúpido. Fuiste al campus, ¿verdad? Lo... —Se dio cuenta de que por teléfono no debía hablar más de la cuenta—. Volviste a las andadas.

—Lo siento...

—¡Lo sientes!

—¿Cómo lo supiste?

—Al principio no se me ocurrió sospechar de ti... pensé que habías abandonado la ciudad. Luego arrestaron a alguien que tiene la misma apariencia que tú.

—¡Vaya! Eso significa que estoy...

—Fuera del anzuelo.

—¡Anda! ¡Qué potra! Escucha...

—¿Qué?

—No irás a decir nada, ¿eh? A la policía o a alguien.

—No, no diré una palabra —dijo Berrington, abatido—. Puedes confiar en mí.

MARTES
15

La ciudad de Richmond tenía un aire de perdido esplendor, y Jeannie pensó que los padres de Dennis Pinker estaban perfectamente a tono con él. Charlotte Pinker, pecosa pelirroja embutida en un susurrante vestido de seda, conservaba el aura de una gran dama de Virginia, a pesar de que vivía en una casa de madera levantada en un solar de reducidas dimensiones. Confesó cincuenta y cinco años, pero Jeannie sospechó que andaba muy cerca de los sesenta.

Su esposo, al que siempre se refería llamándole «el comandante», sería aproximadamente de la misma edad, pero se ataviaba con cierto descuido y tenía el aire parsimonioso del hombre que lleva mucho tiempo jubilado. Dirigió un guiño pícaro a Jeannie y Lisa, al tiempo que ofrecía:

—¿No os apetecería un cóctel, muchachas?

Su esposa tenía un refinado acento del sur y hablaba en un tono un poco alto, como si estuviese dirigiendo continuamente la palabra a los asistentes a un mitin.

—¡Por el amor de Dios, comandante, son las diez de la mañana!

El comandante se encogió de hombros.

—Sólo pretendía que esta reunión empezase con buen pie.

—Esto no es ninguna reunión... estas damas están aquí para estudiarnos. Han venido porque nuestro hijo es un asesino.

Jeannie observó que había dicho «nuestro hijo»; pero eso no significaba gran cosa. Aún podía ser un hijo adoptado. Anhelaba desesperadamente hacer preguntas acerca de la ascendencia de Dennis Pinker. Si los Pinker reconocían que el chico era adoptado, quedaría resuelta la mitad del rompecabezas. Pero Jeannie tenía que andar con ojo. Era una cuestión delicada. Si formulaba las preguntas con excesiva brusquedad, era más que probable que le mintieran.

Se obligó a esperar la llegada del momento oportuno.

Estaba también sobre ascuas respecto a la apariencia física de Dennis. ¿Sería o no sería el doble de Steve Logan? Miró con impaciencia las fotos colocadas en marcos baratos y distribuidas por la pequeña sala de estar. Todas se habían tomado años atrás. El pequeño Dennis en un cochecito infantil, pedaleando en un triciclo, vestido con equipo de béisbol y estrechando la mano a Mickey Mouse en Disneylandia. No había ningún retrato suyo en el que se le viera de adulto. Sin duda los padres querían recordar al niño inocente, antes de que se convirtiera en un asesino convicto. En consecuencia, Jeannie no se enteró de nada a través de las fotos. Aquel chaval rubio de doce años puede que ahora tuviese exactamente el mismo aspecto que Steve Logan, pero igualmente podía haberse desarrollado como un chico feo, achaparrado y moreno.

Charlotte y el comandante habían rellenado previamente diversos cuestionarios y ahora se trataba de entrevistarlos personalmente a cada uno de ellos durante cosa de una hora.

Lisa se llevo al comandante a la cocina y Jeannie se encargó de interrogar a Charlotte.

A Jeannie le costaba concentrarse en las preguntas de rutina. Su mente vagaba de continuo hacia la idea de que Steve se encontraba en la cárcel. Seguía pareciéndole imposible de creer que fuese un violador. Y no sólo porque eso echaría a perder su hipótesis. Le caía bien el muchacho: era inteligente y simpático, y parecía buen chico. También tenía su lado vulnerable: la perplejidad y angustia que le produjo la noticia de que tenía un hermano psicópata le hizo a Jeannie desear echarle los brazos al cuello y consolarle.

Cuando Jeannie preguntó a Charlotte si algún otro miembro de su familia había tenido conflictos con la ley, Charlotte le lanzo una mirada altanera y respondió, arrastrando las sílabas:

—Los hombres de mi familia siempre han sido terriblemente violentos. —Respiró expulsando el aire por las fosas nasales como si lanzase llamaradas—. Soy una Marlowe por nacimiento, y somos una familia que nos hierve la sangre.

Lo cual sugería que Dennis no era adoptado ni tampoco que su adopción no estuviese reconocida. Jeannie disimuló su decepción. ¿Iba a negar Charlotte que Dennis pudiera tener un hermano gemelo?

Era una pregunta de obligada formalidad. Jeannie dijo:

—Señora Pinker, ¿existe alguna posibilidad de que Dennis tenga un hermano gemelo?

—No.

La respuesta fue tajante: ni indignación ni jactancia, sólo exposición de un hecho.

—Está usted segura...

Charlotte se echó a reír.

—Querida mía, ¿eso es algo en lo que difícilmente podría equivocarse una madre!

—Decididamente no es un niño adoptado.

—Llevé a ese chico en mi vientre, y que Dios me perdone.

A Jeannie se le cayó el alma a los pies. Charlotte Pinker podía mentir con la misma facilidad que Lorraine Logan, consideró Jeannie, pero, con todo, no dejaba de ser extraño y preocupante que ambas coincidiesen en negar que sus hijos fueran gemelos.

Al despedirse de los Pinker se sentía pesimista. Albergaba la impresión de que cuando conociese personalmente a Dennis se encontraría con que no guardaba ninguna semejanza física con Steve.

Tenían aparcado en la calle el Ford Aspire que alquilaron. Era un día caluroso. Jeannie llevaba un vestido sin mangas, sobre el que se había puesto una chaqueta para que le confiriese un aire de respetabilidad. El aire acondicionado del Ford expulsó aire tibio. Jeannie se quitó los pantis y colgó la chaqueta en la percha del asiento trasero.

Se puso al volante. Cuando salieron a la autopista v tomaron la dirección de la cárcel, Lisa comentó:

—Realmente me inquieta pensar que señalé en la rueda al individuo que no era.

—También a mí —dijo Jeannie—. Pero sé que no lo hubieras hecho de no tener una certeza absoluta.

—¿Cómo puedes estar tan segura de que me equivoco?

—No estoy segura de nada. Sólo tengo un acusado presentimiento acerca de Steve Logan.

—A mí me parece que deberías comparar ese presentimiento con la certeza de un testigo ocular, y creer a dicho testigo ocular.

—Ya lo sé. Pero ¿viste alguna vez la serie de Alfred Hitchcock? Es en blanco y negro, pero de vez en cuando la reponen por cable.

—Sé lo que vas a decir. Se trata de aquel episodio en el que cuatro testigos presencian un accidente de carretera y cada uno de ellos da una versión del suceso algo distinta.

—¿Te sientes ofendida?

—Debería estarlo —suspiró Lisa—, pero te aprecio demasiado para enfadarme contigo por este asunto.

Jeannie alargó el brazo y apretó la mano de Lisa.

—Gracias.

Se produjo un largo silencio, al cabo del cual Lisa dijo:

—Me fastidian las personas que creen que soy débil.

Jeannie frunció el ceño.

—No creo que seas débil.

—La mayoría de la gente si que lo cree. Porque soy menuda, tengo una naricilla mona y estoy llena de pecas.

—Bueno, no das la imagen de chica fortachona, eso es cierto.

—Pero soy fuerte. Vivo sola, cuido de mí misma, cumplo con mi trabajo y nadie me folla. Mejor dicho, creía serlo... hasta el domingo. Ahora pienso que la gente tiene razón: soy débil. ¡En absoluto puedo cuidar de mí misma! Cualquier psicópata que pase por la calle puede echarme mano, ponerme un cuchillo delante de los ojos y hacer lo que le plazca con mi cuerpo y dejar su esperma dentro de mí.

Jeannie le lanzó una mirada. El rostro de Lisa estaba blanco de pasión. Jeannie confió en obrar adecuadamente al hacer que Lisa se desfogara.

—No eres débil —aseveró.

—Tú eres dura —replicó Lisa.

—Yo tengo el problema contrario... La gente cree que soy invulnerable. Porque mido metro ochenta y tres, llevo perforada la aleta de la nariz y adopto una actitud malvada, se imaginan que no se me puede hacer daño.

—No tienes una actitud malvada.

—Debo estar en un error.

—¿Quién cree que eres invulnerable? Yo no.

—La mujer que dirige Bella Vista, la residencia donde está mi madre. Me dijo claramente: «Su madre no cumplirá los sesenta y cinco». Así como suena. «Se que usted prefiere que le sea sincera», añadió. Me quedé con las ganas de soltarle que el que yo lleve un aro en la nariz no significa que no tenga sentimientos.

—Mish Delaware dice que a los violadores no les interesa realmente el sexo. Que disfrutan ejerciendo su poder sobre una mujer, dominándola, asustándola y lastimándola. Eligió a alguien que supuso se asustaría fácilmente.

—¿Quién no se asustaría?

—Sin embargo, no te eligió a ti. Tú probablemente le hubieras zurrado.

—Me gustaría tener la oportunidad de hacerlo.

—De todas formas, tú le habrías plantado cara con más energía que yo y, desde luego, no te habrías sentido tan impotente y aterrada. Así que él no te eligió a ti.

Jeannie vio adonde conducía todo aquello.

—Lisa, eso puede que sea cierto, pero no hace que la violación sea culpa tuya, conforme? No tienes ninguna culpa, ni un ápice. Te viste involucrada: podía haberle pasado a cualquiera.

—Tienes razón —convino Lisa.

Dieciséis kilómetros después de haber abandonado la ciudad se desviaron de la interestatal al llegar a un indicador que rezaba: «Penitenciaría Greenwood». Era una prisión anticuada, un conjunto de edificios de piedra gris rodeado por altos muros con alambrada de espino. Dejaron el coche a la sombra de un árbol, en la zona de aparcamiento destinada a los visitantes. Jeannie volvió a ponerse la chaqueta, pero no los pantis.

—¿Estás preparada para esto? —preguntó Jeannie—. Dennis tendrá el mismo aspecto que el individuo que te violó, a menos que mi metodología esté equivocada de medio a medio.

Lisa asintió con gesto grave.

—Estoy lista.

Se abrió la puerta principal para dejar paso a un camión de reparto y ambas entraron sin que nadie les diera el alto. Jeannie sacó la conclusión de que, a pesar de la alambrada de espino, la vigilancia no era nada estricta. Las estaban esperando. Un guardia comprobó sus tarjetas de identificación y las acompañó a través de un patio en el que reinaba un calor de horno y donde un puñado de jóvenes negros jugaban al baloncesto. El edificio de la administración tenía aire acondicionado. Las anunciaron en el despacho del alcaide, John Temoigne. Vestía camisa de manga corta y corbata; en su cenicero había dos colillas de puro. Jeannie le estrechó la mano.

—Soy la doctora Jean Ferrami, de la Universidad Jones Falls.

—¿Cómo estás, Jean?

Evidentemente, Temoigne era el tipo de hombre al que le resulta difícil tratar de usted y dirigirse a una mujer por el apellido. Jeannie se abstuvo deliberadamente de citar el nombre de Lisa.

—Aquí, mi ayudante, la señora Hoxton.

—Hola, encanto.

—En la carta que te escribí ya explicaba en qué consiste nuestro trabajo, alcaide, pero si tienes alguna pregunta, la contestaré con sumo gusto.

Jeannie tuvo que decirlo, aunque le consumía la impaciencia por ver a Dennis Pinker.

—Es preciso que comprendáis que Pinker es un sujeto violento y peligroso —advirtió Temoigne—. ¡Conocéis los detalles de su delito!

—Creo que agredió sexualmente a una mujer en una sala cinematográfica y que la mató cuando ella intentó resistirse.

—Estás muy cerca. Fue en el cine Eldorado, en Greensburg. Proyectaban una película de terror. Pinker bajó al sótano y cortó la corriente eléctrica. A continuación, cuando los espectadores eran presa del pánico en la oscuridad, Pinker se dedicó a sobar a las chicas.

Jeannie intercambió con Lisa una mirada sobrecogida. Se parecía mucho a lo sucedido el domingo en la Universidad Jones Falls. Una maniobra de diversión creó el desconcierto y el pánico y proporcionó al agresor su oportunidad. También había un toque similar de fantasía adolescente en las dos escenas del crimen: manoseo de jóvenes en la sala del cine sumida en la oscuridad y observación de mujeres corriendo desnudas de un lado para otro en el vestuario del gimnasio. Si Steve Logan y Dennis Pinker eran gemelos idénticos, al parecer habían cometido delitos muy semejantes.

—Una mujer cometió la imprudencia de resistírsele —prosiguió Temoigne— y la estranguló.

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