Authors: Ken Follett
Al dirigirle Marianne una mirada sorprendida, Steve comprendió que seguramente Harvey no le daba las «gracias» con demasiada frecuencia. Observó que Preston Barck había fruncido el ceño. «¡Cuidado, cuidado! No lo estropees ahora que los tienes donde querías tenerlos. Todo lo que tienes que hacer es aguantar una hora más, que es lo que falta para irse a dormir.»
Empezó a comer.
—¿Te acuerdas —dijo Barck— que te llevé al hotel Plaza de Nueva York cuando tenías diez años?
Steve estaba a punto de decir «Sí» cuando captó la expresión de perplejidad que reflejaba el rostro de Berrington. «¿Me está sometiendo a prueba? ¿Desconfía Barck?»
—¿El Plaza? —preguntó a su vez, fruncido el entrecejo. Aparte de eso, la única respuesta que podía dar era—: Caray, tío Preston, no me acuerdo de eso.
—Tal vez fue el chico de mi hermana —se echó atrás Barck.
«Uffff»
Berrington se puso en pie. —Toda esta cerveza me está haciendo orinar como un caballo —dijo. Salió del estudio.
—Necesito un whisky —manifestó Proust.
—Mira en el último departamento del archivador —sugirió Steve—. Ahí es donde papá suele guardarlo.
Proust se acercó al archivador y tiró del cajón.
—¡Bien dicho, chaval! —jaleó. Sacó la botella y unos vasos.
—Conozco ese escondite desde que tenía doce años —confesó Steve—. Por esas fechas fue cuando empecé a meterle mano.
Proust dejó escapar una sonora risotada. Steve lanzó a Barck una mirada de reojo. La expresión de desconfianza había desaparecido de su rostro. Sonreía.
El señor Oliver sacó un descomunal pistolón que guardaba desde la Segunda Guerra Mundial.
—Se lo quité a un prisionero alemán —explicó—. En aquellas fechas no se permitía llevar armas a los soldados de color.
Estaba sentado en el sofá de Jeannie y encañonaba a Harvey con el arma.
Al teléfono, Lisa trataba de localizar a George Dassault.
—Voy a registrarme en el hotel —dijo Jeannie— y dar una batida de reconocimiento.
Puso unas cuantas cosas en una maleta y condujo rumbo al hotel Stouffer, mientras pensaba en cómo se las arreglaría para introducir a Harvey en una habitación sin que los miembros de la seguridad del hotel se percatasen de la jugada.
El Stouffer tenía garaje subterráneo; lo cual era un buen principio. Jeannie dejó allí el automóvil y cogió el ascensor. Observó que sólo llevaba al vestíbulo, no a las habitaciones. Para llegar a éstas era preciso tomar otro ascensor. Pero todos los ascensores estaban juntos en un pasillo que partía del vestíbulo principal, no eran visibles desde la recepción y para trasladarse del ascensor del garaje a los de las habitaciones sólo se tardaría escasos segundos.
¿Llevarían a Harvey en peso, lo tendrían que arrastrar o se mostraría dispuesto a colaborar e iría andando? Le resultó difícil aventurarlo.
Se inscribió, fue a la habitación, dejó la maleta, volvió a salir del cuarto al instante y regresó a su apartamento.
—¿Ya he entrado en contacto con George Dassault! —anunció Lisa, exultante, en cuanto vio entrar a Jeannie.
—¡Eso es formidable! ¿Dónde?
—Localicé a su madre en Buffalo y me dio su número de Nueva York. Es actor e interviene en una obra experimental de las que se representan en cafés y pequeñas salas de Broadway.
—¿Vendrá mañana?
—Sí. Dijo: «Me haré un poco de publicidad». Le concerté el vuelo y he quedado en encontrarme con él en el aeropuerto.
—¡Eso es maravilloso!
—Tendremos tres clones; en televisión parecerá increíble.
—Si podemos colar a Harvey en el hotel. —Jeannie se volvió hacia el señor Oliver—. Podemos evitar al portero del hotel dejando el coche en el garaje subterráneo. El ascensor sólo llega a la planta baja. Tienes que apearte allí y luego coger otro para subir a las habitaciones. Pero la batería de ascensores queda bastante escondida.
El señor Oliver manifestó, dubitativo:
—Con todo y con eso, vamos a tener que obligarle a estar calladito durante sus buenos cinco o incluso diez minutos, mientras lo trasladamos desde el coche hasta la habitación. ¿Y qué pasará si alguno de los huéspedes del hotel lo ve maniatado? Puede que les dé por hacer preguntas o por avisar a la seguridad.
Jeannie miró a Harvey, atado, amordazado y tirado en el suelo. El chico no le quitaba ojo y era todo oídos.
—He pensado en todo eso y se me han ocurrido algunas ideas —dijo Jeannie—. ¿Es posible volver a atarle los tobillos de forma que pueda andar pero no muy deprisa?
—Claro.
Mientras el señor Oliver lo hacía, Jeannie entró en su dormitorio. Sacó del armario un pareo de colores que había comprado para la playa, un chal, un pañuelo y una careta de Nancy Reagan que le habían dado en una fiesta y que se le olvidó tirar.
El señor Oliver estaba poniendo en pie a Harvey. En cuanto estuvo erguido, Harvey lanzó un golpe al señor Oliver con las manos atadas. Jeannie jadeó y Lisa dejó escapar un grito. Pero el señor Oliver parecía estar esperando aquello. Esquivó el golpe con facilidad y sacudió a Harvey en el estómago con la culata del arma de fuego. Harvey emitió un gruñido, se dobló sobre sí mismo y el señor Oliver le asestó otro culatazo, pero esa vez en la cabeza. Harvey cayó de rodillas. El señor Oliver volvió a enderezarlo. Harvey optó entonces por mostrarse más dócil.
—Quiero vestirlo —dijo Jeannie.
—Adelante —dijo el señor Oliver—. Yo sólo me quedaré a su lado y le sacudiré de vez en cuando para convencerle de que debe colaborar.
Nerviosamente, Jeannie ciñó el pareo alrededor de la cintura de Harvey y lo ató como si fuera una falda. No tenía las manos todo lo firmes que deseaba; estar tan cerca de Harvey le producía repulsión. La falda era larga, cubría los tobillos de Harvey y ocultaba los cables que le trababan. Le echó el chal sobre los hombros y prendió con imperdibles las puntas en torno a las muñecas de Harvey, de forma que pareciese que las sujetaba con las manos, como una anciana. Acto seguido, enrolló el pañuelo, lo puso sobre la boca y lo anudó en la nuca, para evitar que cayese el paño de cocina. Por último, colocó encima la careta de Nancy Reagan para ocultar la mordaza.
—Ha ido a un baile de disfraces, vestido como Nancy Reagan, y está borracho —determinó Jeannie.
—Queda pero que muy bien —alabó el señor Oliver.
Sonó el teléfono. Jeannie descolgó:
—¡Dígame!
—Aquí Mish Delaware.
Jeannie se había olvidado por completo de la detective. Habían transcurrido catorce o quince horas desde que intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella.
—Hola.
—Tenías razón. Lo hizo Harvey Jones.
—¿Cómo lo sabes?
—La policía de Filadelfia se dio bastante prisa en poner manos a la obra. Se presentaron en su piso. No estaba allí, pero un vecino les franqueó la entrada. Encontraron la gorra y comprobaron que encajaba perfectamente con la descripción que tenían.
—¡Estupendo!
—Voy a arrestarle, pero no sé donde está. ¿Y tú?
Jeannie miró a Harvey, vestido como una Nancy Reagan de metro ochenta y ocho de estatura.
—Ni idea —repuso—. Pero puedo decirte donde estará mañana al mediodía.
—Soy toda oídos.
—Sala Regencia, hotel Stouffer, en una conferencia de prensa.
—Gracias.
—Mish, ¿me harías un favor?
—¿Cuál?
—No le detengas hasta que haya acabado la conferencia de prensa. Es realmente importante para mí que él esté allí.
Mish titubeó, para, por último, conceder:
—De acuerdo.
—Gracias. Te quedo muy reconocida. —Jeannie colgó—. Venga, llevémoslo al coche.
—Ve delante y abre las puertas. Yo me encargo de llevarle —dijo el señor Oliver.
Jeannie cogió las llaves, corrió escaleras abajo y salió a la calle.
Era noche cerrada, pero las estrellas que brillaban en el cielo y la tenue iluminación de los faroles proporcionaban bastante claridad.
Jeannie miró a lo largo de la calle. En dirección opuesta caminaban despacio, cogidos de la mano, una pareja vestida con rotos pantalones vaqueros. Al otro lado de la calzada, un hombre con sombrero de paja paseaba a un perro labrador canelo. Verían con toda claridad lo que pasaba. ¿Mirarían? ¿Se interesarían?
Jeannie aplicó la llave y abrió una portezuela trasera.
Harvey y el señor Oliver salieron de la casa, muy juntos. El señor Oliver empujaba a su prisionero, Harvey iba dando traspiés. Lisa salió tras ellos y cerró la puerta de la casa.
Durante un momento, la escena sorprendió a Jeannie por lo absurda. Una risa histérica le burbujeó garganta arriba. Se llevo el puño a la boca para silenciarla.
Harvey llegó al coche y el señor Oliver le dio el empujón final. Harvey cayó sobre el asiento trasero. El señor Oliver cerró de golpe la portezuela.
A Jeannie se le pasó el instante de hilaridad. Volvió a mirar a las otras personas de la calle. El hombre del sombrero de paja contemplaba la micción de su perro sobre el neumático de un Subaru. La pareja de jóvenes no había vuelto la cabeza.
«Hasta ahora, de maravilla»
—Iré detrás con él —dijo el señor Oliver.
—Muy bien.
Jeannie se puso al volante y Lisa ocupó el asiento de copiloto.
La noche de domingo el centro urbano estaba tranquilo. Entraron en el aparcamiento subterráneo del hotel y Jeannie dejó el automóvil lo más cerca que pudo del ascensor, para reducir en lo posible la distancia que tenían que recorrer llevando a rastras a Harvey. El garaje no estaba desierto. Tuvieron que esperar dentro del coche a que una pareja vestida elegantemente se apeara de un Lexus y emprendiera el ascenso al hotel. Luego, cuando no hubo nadie a la vista, salieron del vehículo.
Jeannie cogió una llave inglesa del maletero, se la enseñó amenazadoramente a Harvey y la guardó en el bolsillo de sus pantalones azules. El señor Oliver llevaba al cinto, oculto bajo los faldones de la camisa, el pistolón de sus tiempos guerreros. A tirones, sacaron a Harvey del coche. Jeannie esperaba que de un momento a otro se tornase violento, pero Harvey anduvo pacíficamente hasta el ascensor.
Les llevó un buen rato llegar. Una vez allí, lo metieron dentro del ascensor y Jeannie pulsó el botón que los subiría al vestíbulo.
En marcha hacia el ascensor, el señor Oliver le lanzó otro viaje al estómago de Harvey.
Jeannie se sobresaltó: no había habido provocación.
Harvey gimió y se dobló por la cintura en el momento en que se abrían las puertas. Dos hombres que esperaban el ascensor se quedaron mirando a Harvey. El señor Oliver dirigió los tumbos de Harvey, al tiempo que decía:
—Perdón, caballeros, este joven tiene una copa de más.
Los dos hombres se apresuraron a apartarse.
Esperaron otro ascensor libre. Pusieron a Harvey en él y Jeannie oprimió el botón de la octava planta. Suspiró aliviada cuando se cerraron las puertas. Llegaron a su piso sin incidente alguno. Harvey se estaba recobrando del último golpe del señor Oliver, pero casi habían llegado a su destino. Jeannie encabezó la marcha hacia la habitación que había alquilado. Al llegar a ella vieron consternados que la puerta estaba abierta. Del picaporte colgaba una tarjeta que decía: «Estamos arreglando la habitación». La doncella debía de estar haciendo la cama o algo así. Jeannie gimió.
De pronto, Harvey empezó a debatirse, a emitir gritos guturales de protesta y a revolverse violentamente con las manos atadas. El señor Oliver intentó arrearle un mandado, pero Harvey le hizo un regate y dio tres pasos por el corredor.
Jeannie se agachó delante de él, agarró con ambas manos la cuerda que le sujetaba los tobillos y dio un tirón. Harvey trastabilló. Jeannie dio otro tirón, pero esta vez sin resultado. «Dios, lo que pesa.» Harvey levantó las manos con intención de golpearla. La muchacha asentó las piernas y dio otro tirón con todas sus fuerzas.
Harvey perdió pie y fue a parar al suelo con cierto estrépito.
—Santo Dios, ¿qué ocurre, en nombre del cielo? —se oyó una voz remilgada. La doncella, una mujer negra de alrededor de sesenta años y ataviada con inmaculado uniforme, había salido del cuarto.
El señor Oliver se arrodilló junto a la cabeza de Harvey y le alzó los hombros.
—Este joven se ha corrido una juerga por todo lo alto —explicó—. Ha soltado hasta la primera papilla sobre el capó de mi limusina.
«Ya entiendo. Se ha convertido en nuestro chofer, en honor de la doncella.»
—¿Una juerga? —respondió la mujer—. A mí me parece más bien que en lo que se ha liado es en una pelea.
El señor Oliver se dirigió a Jeannie:
—¿Tendría usted la bondad de levantarle los pies, señora?
Jeannie lo hizo así.
Pusieron en pie a Harvey. El muchacho se retorció. El señor Oliver hizo como que se le escapaba, pero levantó la rodilla y Harvey cayó sobre ella y se quedó sin resuello.
—¡Tenga cuidado, puede hacerle daño! —advirtió la doncella.
—Levantémoslo otra vez, señora —pidió Oliver.
Lo cogieron y lo llevaron dentro del cuarto. Lo depositaron muy cerca de las dos camas.
La doncella entró en la habitación tras ellos.
—Espero que no vomite aquí.
El señor Oliver le sonrió.
—¿Cómo es que no la he visto antes por aquí? No hay joven guapa que se les pase por alto a estos ojitos míos, pero no recuerdo haberla visto a usted.
—No se pase de listo —dijo ella, pero sonreía—. No soy ninguna joven.
—Yo tengo setenta y uno, y usted no puede haber pasado un día de los cuarenta y cinco.
—He cumplido los cincuenta y nueve, demasiado vieja para escuchar sus bobadas.
El señor Oliver la tomó de la mano y la condujo amablemente fuera de la habitación.
—Vamos, casi he terminado ya con esta gente. ¿Quiere dar un paseo en mi limusina?
—¿Ese coche cubierto de vómitos? ¡Ni hablar! —rió la doncella.
—Podría limpiarlo.
—En casa me espera un marido que, si le oyera a usted hablar así, habría algo más que vómitos en su capó, don Limu.
—¡Oh, oh! —El señor Oliver alzó las manos en gesto defensivo—. No he pretendido ofender a nadie. Hizo una bonita representación cómica de miedo, retrocedió hacia el interior del cuarto y cerró la puerta.
Jeannie se dejó caer en una silla.
—Dios mío, lo conseguimos —dijo.
Tan pronto hubo terminado de cenar, Steve se levantó y dijo: