El tercer gemelo (66 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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—¡Eh! —exclamó el hombre.

Jeannie se volvió en el umbral.

—Ah, dentro tienen café y bebidas de sobra.

—Esto es té de jazmín, un pedido especial.

—¿Para quién es?

Jeannie pensó a toda velocidad.

—Para el senador Proust. Rezó para que estuviese allí.

—Bueno, vale. Adelante.

Jeannie volvió a sonreír, abrió la puerta y entró en la sala de conferencias. Al fondo, tres hombres vestidos con elegantes trajes permanecían sentados ante una mesa colocada en una tarima. Tenían frente a sí un montón de documentos legales. Uno de los miembros del trío dirigía su parlamento a los asistentes. El auditorio estaba formado por unas cuarenta personas con cuadernos de notas, pequeñas grabadoras y cámaras de televisión manuales.

Jeannie anduvo hacia el frente. De pie, a un lado de la tarima había una mujer con traje chaqueta negro y gafas. Llevaba una insignia en la que se leía:

CAREN BEAMISH
¡COMUNICACIÓN TOTAL!

Era la relaciones públicas que Jeannie vio anteriormente disponiendo el telón de fondo. Miró a Jeannie con curiosidad, pero no intentó detenerla; sin duda asumió —tal como Jeannie pretendía— que alguien había pedido una consumición al servicio de habitaciones.

Cada uno de los hombres del estrado tenía delante de sí una tarjeta con su nombre. Jeannie reconoció al senador Proust, que se encontraba a su derecha. A la izquierda estaba Preston Barck. El situado en el centro, que estaba haciendo uso de la palabra, era Michael Madigan.

—La Genético no es sólo una empresa dedicada al apasionante sector de la biotecnología... —peroraba en tono tedioso.

Jeannie sonrió y depositó la bandeja delante de él. Madigan la miró levemente sorprendido e interrumpió su discurso durante un momento.

Jeannie se volvió de cara al auditorio.

—He de hacer un anuncio muy especial —declaró.

Steve se encontraba sentado en el suelo de los servicios, con la mano izquierda esposada al tubo de desagüe del lavabo; le dominaban la rabia y la desesperación. Berrington lo había descubierto apenas unos segundos antes de que se le acabara el tiempo. Ahora estaría buscando a Jeannie y, si la encontraba, probablemente desbrozaría todo el plan. Steve tenía que liberarse y correr a avisarla.

En su parte superior, el tubo estaba unido a la pieza de la base del lavabo. El tubo formaba un sifón y luego desaparecía al hundirse en la pared. Contorsionándose, Steve apoyó el pie en el tubo, echó hacia atrás la pierna y propinó una patada. El sanitario en pleno se estremeció a causa del impacto. Repitió la patada. La argamasa que rodeaba el tubo, allí donde éste se hundía en la pared, empezó a desmenuzarse. Repitió los golpes varias veces. La argamasa caía, pero el tubo continuaba firme.

Decepcionado, escudriñó el punto donde el tubo se unía a la parte inferior del lavabo. Tal vez aquella junta fuese más débil. Agarró el tubo con las dos manos y lo sacudió frenéticamente. De nuevo, todo tembló, pero no se quebró nada. Miró el sifón. Sobresalía una tuerca alrededor del tubo inmediatamente encima de la curva. Los fontaneros la desenroscaban para desatascarla, pero utilizaban la herramienta adecuada. Steve cerró la mano izquierda en torno a la tuerca y trató con todas sus fuerzas de desenroscarla. Le resbalaron los dedos y se despellejó los nudillos dolorosamente.

Golpeó la parte inferior del lavabo. Estaba hecho de algún tipo de mármol artificial bastante fuerte. Volvió a observar el punto donde la tubería conectaba con el orificio del desagüe. Si pudiese romper aquella placa le sería posible quitar el tubo. Entonces no tendría ninguna dificultad en pasar las esposas por el extremo del tubo y verse libre.

Cambio de postura, echo la pierna hacia atrás y empezó otra vez a dar patadas.

—Hace veintitrés años —dijo Jeannie—, la Genético realizó experimentos ilegales e irresponsables con ocho mujeres estadounidenses ajenas a lo que se estaba haciendo con ellas. —Jeannie empezó a recuperar el aliento rápidamente y se esforzó en hablar con normalidad y proyectar su voz hacia el auditorio—. Todas esas mujeres eran esposas de oficiales del ejército.

Busco a Steve con la mirada, pero no lo encontró. ¿Dónde diablos se habría metido? Se suponía que iba a estar allí... ¡era la prueba!

Con voz temblorosa, Caren Beamish protestó:

—Este es un acto privado, haga el favor de marcharse inmediatamente.

Jeannie no le hizo caso.

—Las mujeres acudieron a la clínica de la Genético en Filadelfia para recibir hormonas como tratamiento de la baja fertilidad.

—Dejó que saliera a la superficie su indignación—: Y sin su permiso fueron fecundadas con embriones de perfectos desconocidos.

Surgió un murmullo de comentarios entre los periodistas reunidos en la sala. Jeannie tuvo la certeza de que había despertado su interés.

—Preston Barck —alzó Jeannie la voz—, en teoría un científico responsable, estaba tan obsesionado con su obra pionera en el terreno de la clonación que dividió un embrión siete veces, creando así ocho embriones idénticos, que fueron implantados en ocho mujeres, sin que éstas llegaran a sospecharlo.

Jeannie localizó a Mish Delaware. La detective estaba sentada en la parte de atrás y miraba con expresión ligeramente divertida.

Pero Berrington no se encontraba en la sala. Eso era sorprendente... y preocupante.

En el estrado, Preston Barck se puso en pie y habló: —Damas y caballeros, les pido disculpas por este incidente. Se nos había advertido que era posible que se produjese una alteración.

Jeannie siguió adelante: —El atropello se ha mantenido en secreto durante veintitrés años. Los tres hombres que lo perpetraron, Preston Barck, el senador Proust y el profesor Berrington Jones, no han dudado nunca en hacer lo necesario para mantenerlo oculto, como sé por propia y amarga experiencia.

Caren Beamish estaba hablando por un teléfono del hotel. Jeannie la oyó decir: —Que venga aquí inmediatamente alguien del maldito servicio de seguridad, por favor.

Debajo de la bandeja, Jeannie llevaba un fajo de ejemplares del comunicado de prensa que redactó y que Lisa había fotocopiado.

—Todos los detalles están en esta nota de prensa —dijo, y empezó a distribuirlas mientras seguía hablando—: Los ocho embriones se desarrollaron y nacieron, y siete de ellos están vivos actualmente.

Los reconocerán, porque todos ellos son idénticos.

A juzgar por la expresión de los rostros de los periodistas, Jeannie comprendió que los tenía donde deseaba tenerlos. Al lanzar un vistazo al estrado observó que Proust tenía cara de pocos amigos y que Preston Barck daba la impresión de desear que le fulminase una muerte instantánea.

Aproximadamente en aquel momento se suponía que iba a irrumpir en la sala el señor Oliver con Harvey, de forma que todos pudieran comprobar que tenía el mismo aspecto físico que Steve y posiblemente también que George Dassault. Pero no había el menor indicio de ninguno de ellos. «¡No lleguéis demasiado tarde!».

Jeannie continuó con su conferencia particular: —Pensarían ustedes que eran gemelos univitelinos, a decir verdad tienen ADN idénticos, pero los alumbraron ocho madres distintas. Yo realizo un estudio sobre los gemelos y el rompecabezas de los gemelos que tenían madres distintas fue lo que en principio me impulsó a investigar esta vergonzosa historia.

Se abrió de golpe la puerta del fondo de la sala. Jeannie miró hacia allí, con la esperanza de ver a uno de los clones. Pero el que irrumpió en la Sala Regencia fue Berrington.

Jadeante, como si llegara corriendo, Berrington manifestó:

—Damas y caballeros, esta señora sufre un colapso nervioso y últimamente fue despedida de su empleo. Era investigadora en un proyecto de la Genético y actúa ahora llevada por su resentimiento hacia la empresa. La seguridad del hotel acaba de detener en otra planta a un cómplice suyo. Por favor, continúen con nosotros mientras los guardias de seguridad acompañan a esta persona fuera del edificio y luego reanudaremos nuestra conferencia de prensa.

Jeannie se quedó de una pieza. ¿Dónde estaban el señor Oliver y Harvey? ¿Y qué había sido de Steve? Su discurso y su nota de prensa no tenían ningún valor si no los respaldaban pruebas. Sólo disponía ya de unos segundos. Algo se había torcido terriblemente.

De alguna manera, Berrington se las había arreglado para tirar por tierra su plan.

Un guardia de seguridad uniformado entró en la sala e intercambió unas palabras con Berrington.

Desesperada, Jeannie recurrió a Michael Madigan. La expresión del hombre era gélida y Jeannie supuso que pertenecía a la clase de individuos a los que les fastidiaba las interrupciones de su monótona y organizada rutina. A pesar de todo, lo intentó.

—Veo que tiene usted delante toda la documentación legal, señor Madigan —dijo—. ¿No cree que debería verificar esta historia antes de firmar? Suponga por un momento que tengo razón... ¡Imagínese por cuánto dinero le van a demandar judicialmente esas ocho mujeres!

Madigan repuso suavemente:

—No tengo por costumbre tomar decisiones comerciales basadas en informes de locos.

Los periodistas soltaron la carcajada, y Berrington empezó a dar muestras de sentirse más confiado. El guardia de seguridad se acercó a Jeannie.

La muchacha se dirigió al auditorio:

—Esperaba poder mostrarle dos o tres clones, a modo de evidencia. Pero... no se han presentado.

Los reporteros soltaron otra carcajada, y Jeannie comprendió que se había convertido en el hazmerreír del acto. Todo había terminado y había perdido...

El guardia la cogió firmemente de un brazo y la empujó hacia la puerta. Jeannie hubiera podido resistirse, pero era inútil.

Pasó por delante de Berrington y observó su sonrisa. Notó que los ojos amenazaban con llenársele de lágrimas, pero se las tragó y mantuvo alta la cabeza. Id todos al infierno, pensó; algún día descubriréis que estaba en lo cierto.

A su espalda, oyó que Caren Beamish decía:

—Señor Madigan, ¿desea usted reanudar su parlamento?

Cuando Jeannie y el guardia de seguridad llegaban a la puerta, ésta se abrió para dar paso a Lisa.

Boquiabierta, Jeannie vio que inmediatamente detrás de ella iba uno de los clones.

Debía de ser George Dassault. ¡Había venido! Pero uno no era suficiente. ¡Si apareciese Steve, o el señor Oliver con Harvey!

Luego, con cegadora alegría, vio entrar un segundo clon. Debía de ser Henry King. Se zafó del guardia de seguridad.

—¡Miren! —chilló—. ¡Miren ahí!

No había terminado de decirlo cuando entró un tercer clon. Su cabellera negra le informó de que se trataba de Wayne Stattner.

—¡Miren! —gritó Jeannie—. ¡Ahí los tienen! ¡Son idénticos!

Todas las cámaras se alejaron de la tarima para enfocar a los recién llegados. Centellearon los fogonazos de los flashes cuando los fotógrafos se lanzaron a tomar instantáneas de lo que ocurría.

—¡Se lo dije! —manifestó Jeannie triunfalmente a los periodistas—. ¡Pregunten ahora por sus padres! No son trillizos... ¡sus madres no han llegado a conocerse entre sí! Pregúntenles. ¡Vamos, pregúntenles!

Se dio cuenta de que su eufórica agitación era un tanto excesiva e hizo un esfuerzo por calmarse, pero le resultaba difícil con lo feliz que se sentía. Varios reporteros saltaron de sus asientos y se aproximaron a los clones para entrevistarlos. El guardia volvió a coger a Jeannie del brazo, pero la mujer se hallaba ahora en el centro de una multitud y no podía moverse.

Oyó al fondo la voz de Berrington, que se elevaba por encima de los murmullos de los periodistas.

—¡Damas y caballeros!, por favor, ¿pueden prestarme un poco de atención? —Empezó sonando irritada, pero no tardó en trocarse francamente colérica—. ¡Nos gustaría continuar con la conferencia de prensa!

No resultó. La jauría acababa de olfatear una historia de verdad y habían perdido todo interés por los discursos.

Por el rabillo del ojo Jeannie observó que el senador Proust se escabullía silenciosamente de la sala.

Un joven le puso un micrófono delante y preguntó a Jeannie:

—¿Cómo descubrió el caso de los experimentos?

Jeannie dijo por el micrófono:

—Soy la doctora Jean Ferrami y desempeño funciones científicas en el departamento de Psicología de la Universidad Jones Falls. En el curso de mi trabajo me tropecé con este grupo de personas que parecen ser gemelos idénticos, pero que no tienen ninguna relación. Investigué. Berrington Jones intentó despedirme al objeto de impedir que descubriese la verdad. A pesar de ello, logré averiguar que los clones son el resultado de un experimento militar realizado por la Genético.

Efectuó un reconocimiento visual de la sala. ¿Dónde estaría Steve?

Steve aplicó una patada más y la tubería de desagüe saltó de la parte inferior del lavabo entre una lluvia de argamasa y esquirlas de mármol. Tiró del tubo, lo apartó de la base del lavabo y sacó la manilla por el hueco. Una vez libre, se puso en pie. Hundió la mano izquierda en el bolsillo para ocultar las esposas que le colgaban de la muñeca y abandonó el cuarto de aseo.

La sala de personalidades estaba vacía.

Al no saber con certeza lo que encontraría en la sala de conferencias, salió al pasillo.

Contigua a la sala de personalidades había una puerta con el rótulo «Sala Regencia». Más allá, corredor adelante, uno de sus dobles estaba esperando el ascensor.

—¿Quién sería? El hombre se frotaba las muñecas, como si las tuviese doloridas; y tenía una señal roja que le cruzaba ambas mejillas, como si hubiese tenido allí una mordaza muy apretada. Aquél era Harvey, que se pasó la noche atado como un fardo.

El muchacho levanto la cabeza y captó la mirada de Steve.

Los dos se contemplaron mutuamente durante un momento. Era como mirarse en un espejo. Steve trató de profundizar, de ir más allá de la apariencia de Harvey, de leer en su rostro, mirar en su corazón y ver el cáncer que ponía maldad en su persona. Pero no pudo. Lo único que vio fue un hombre exactamente igual que él, que había avanzado por la misma carretera y luego tomó un ramal distinto.

Apartó los ojos de Harvey y entró en la Sala Regencia.

Era un pandemónium. Jeannie y Lisa estaban en medio de un hormiguero de cámaras. Vio junto a ella a un..., no dos, tres clones.

Empezó a abrirse camino hacia la muchacha.

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