Reflexioné al escuchar aquellas palabras en la razón que habían tenido Petrós y Marcos al insistir en concluir una obra para la que apenas les quedaba tiempo. ¿Habría logrado el pescador terminar su testamento y, en caso de que así hubiera sido, quién sería su albacea?
—Tengo la impresión de que esto sólo ha sido el principio de mayores desastres —dije a Roscio al concluir su relato—. Lo más seguro es que Nerón piense que la sangre de esos inocentes le ha lavado de cualquier infamia, pero me temo que no tendrá esa fortuna. ¿Por qué no te quedas conmigo?
Roscio aceptó y yo no me equivoqué. En realidad, a lo largo de los siguientes años todos los acontecimientos se fueron encadenando de una forma tras la que yo veía la acción de un Dios muy diferente de los de Roma o las naciones bárbaras. Primero, Nerón tuvo que enfrentarse con una revuelta militar e incapaz de sofocarla, optó por suicidarse. Luego, los judíos, que se habían sublevado contra una Roma a la que creían fácil de vencer, asistieron a la destrucción de Jerusalén —la ciudad donde había sido crucificado Jesús— y de su templo. Tan sólo se salvaron aquellos seguidores del
Jristós
que, recordando sus profecías, se apresuraron a abandonar la ciudad.
Al fin y a la postre, ninguno de los enemigos del
Jristós
y de sus seguidores ha sobrevivido más de unos años. De Nerón, el césar que pretendió ser un dios de Egipto, nadie desea acordarse actualmente; de los antiguos sacerdotes que condenaron a Jesús ninguno sigue vivo y en no pocos casos fueron sus propios correligionarios los que les dieron muerte. Sin embargo, los llamados nazarenos persisten hasta el día de hoy. Como bien señaló el
Jristós
, los últimos años han demostrado hasta la saciedad que de nada le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma. Por mi parte, estoy convencido de que, al final, no será la fe en la Buena noticia la que desaparezca en medio de las guerras y desastres que con seguridad se sucederán a lo largo de la Historia del género humano. Incluso aunque en el curso de alguna generación pueda parecer que su causa está perdida, como sucedió durante la persecución desatada por el césar Nerón, al fin y a la postre no será así. Jesús, aquel que murió por nosotros en la cruz y se levantó de entre los muertos, regresará como sabían Petrós y tantos otros que lo habían acompañado durante años. Cuando eso suceda, los muertos volverán a la vida para ser juzgados por el
Jristós
; el dolor, la enfermedad y la muerte desaparecerán para siempre, y el reino de Dios quedará establecido por los siglos de los siglos. Entonces los que lo hayan proclamado públicamente, aquellos que acudieron a él en busca del perdón que sólo él puede dispensar, ocuparán un lugar al lado suyo. Ese día, yo mismo, que sé que la muerte está cerca y muy pronto me arrojará en las playas de otro mundo, yo, Marco junio Vitalis, pecador arrepentido de la codicia, del expolio, del derramamiento de sangre, de todos mis torpes apetitos, contemplaré cara a cara a Aquel que murió en una cruz para salvarme y que me habló por primera vez a través de los labios de un viejo pescador.
A pesar de la profusión de literatura amarillista que continuamente pretende presentar disparatadas versiones de la vida y de la enseñanza de Jesús, lo cierto es que su perfil histórico puede ser reconstruido con relativa facilidad a partir de los datos contenidos en múltiples fuentes históricas. Quizá resulte una desilusión para algunos, pero Jesús nada tuvo que ver con los documentos del mar Muerto, ni con las guerrillas de los denominados movimientos de liberación, ni con el ocultismo y todavía menos si cabe con los extraterrestres o con las filosofías orientales. Nunca defendió la violencia armada, nunca estuvo en el Tíbet o en Cachemira, y nunca fue iniciado en doctrinas esotéricas. Los datos que aparecen en fuentes clásicas como Tácito, Suetonio, Flavio Josefo y Plinio el joven; en docenas de referencias —generalmente no citadas por desconocidas— de la literatura rabínica y, por supuesto, en los escritos del cristianismo primitivo nos permiten trazar su perfil con tanta o más seguridad de la que disfrutaríamos para hacer lo mismo con Sócrates, Platón, Aristóteles y otros personajes célebres de la Antigüedad. En esta novela, de hecho, sólo Vitalis y su amigo Roscio son personajes imaginarios, mientras que el resto tuvo una indudable existencia histórica. Tanto Nerón como Petrós y Paulo —a los que nosotros conocemos como Pedro y Pablo— o Marcos, Alejandro y Rufo contaron con una existencia corroborada por distintos, y en ocasiones numerosos, documentos.
También son históricos los datos referidos al incendio de Roma; la ciudadanía romana de Pablo y su proceso; el parentesco de Alejandro y Rufo con Simón de Cirene, el hombre que ayudó a llevar la cruz a Jesús; el incendio de Roma; las características de la persecución neroniana; la vida de Pedro; el papel de Marcos como intérprete suyo; las referencias al proceso de Jesús y las apariciones que siguieron a su crucifixión, incluida la contemplada por varios centenares de personas de las que la mayoría estaba viva todavía en la década de los años cincuenta del siglo primero. Por lo que se refiere a las menciones sobre la consideración que los romanos tenían de los judíos, su opinión sobre el abandono de niños especialmente hembras e incluso la referencia a las alcantarillas atascadas por los cadáveres de las criaturas abandonadas se sustentan rigurosamente en las fuentes históricas. Mi intención ha sido escribir una novela pero, al mismo tiempo, que el relato se atuviera a lo que conocemos fundadamente sobre la época.
En ese sentido, he procurado a través de la figura de Vitalis pero también del vocabulario de la obra mostrar lo que significó la predicación del cristianismo para un romano. Al escuchar palabras como bautizar, un romano promedio sólo entendía la utilización de un verbo —baptizoo— que en griego significa «sumergir» y la referencia a Cristo no pasaba de ser el uso del término helénico para «ungido». De la misma manera, la resurrección no era sino levantarse (se entiende de entre los muertos) y los nombres tan familiares para nosotros al cabo de los siglos de Santiago, Pedro o Pablo sonaban a algo similar a Jacob, Petrós y Paulo. Todas esas peculiaridades las he mantenido precisamente por esas razones en el curso de la novela. Sin embargo, a pesar de esas circunstancias, también los romanos pudieron captar lo esencial del mensaje evangélico, el que todos los seres humanos son enfermos espirituales necesitados de la curación que sólo puede dispensar Jesús el mesías; que la entrada en su reino nunca es el fruto de nuestros merecimientos sino una consecuencia del amor de Dios por nosotros y que la vía para con sumar ese proceso es creer en Jesús, que murió en una cruz por nuestros pecados y resucitó demostrando la veracidad de sus pretensiones. Ante ese mensaje, el género humano ha respondido históricamente de maneras muy similares a las mencionadas en la parábola del sembrador pero, sea cual sea la elección particular, persiste la tremenda pregunta de Jesús: ¿de qué le sirve a alguien ganar el mundo si pierde su alma?
La necesidad de que ese mensaje pudiera ser entendido por todos los pueblos sin excluir a la potencia romana se encontró muy relacionada con la presuposición sobre la que gira la acción de esta novela, es decir, que el Evangelio de Marcos fue sustancialmente una recopilación de predicaciones de Simón Pedro que su intérprete había escuchado vez tras vez a lo largo de los años de actividad misionera y pastoral del apóstol. Esa circunstancia, que aparece señalada en varias fuentes históricas muy antiguas, explicaría, entre otras cosas, la modestia con que es tratada la figura de Pedro —en relación, por ejemplo, con la manera en que lo presenta el Evangelio de Mateo o el de Juan—; la multitud de detalles propios del recuerdo de un testigo ocular; la referencia a miembros de la comunidad romana como Alejandro y Rufo, los hijos de Simón de Cirene; la simplificación de los datos relacionados con el contexto judío de Jesús; o la abundancia de notas explicativas para gente que procediera de un trasfondo romano. La misma figura de Jesús fue presentada acentuando su lado más humilde —como el Siervo sufriente de Dios profetizado en el capítulo 53 del profeta Isaíasprecisamente porque el cristianismo no sólo no se dejaba influir en sus planteamientos por el paganismo (como tan papanatescamente se repite a menudo), sino que incluso se oponía a ellos frontalmente. Jesús era el Hijo de Dios que se había hecho hombre y no el hombre que soberbiamente como Nerón o Calígula pretendía ser un dios. También a diferencia de ellos y de los que se enseñorean de los gobernados, había venido no a servirse de los demás sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.
A diferencia, por lo tanto, de lo que buena parte de la crítica viene afirmando durante las últimas décadas, posiblemente Marcos no fue el primer Evangelio sino uno de los últimos, quizá incluso el postrero. Su redacción habría tenido lugar en un momento cercano a la persecución neroniana y hubiera pretendido conservar para la posteridad el testimonio directo de un personaje tan relevante como Pedro, con cuyas epístolas presenta notables paralelos. De sus páginas se podría desprender toda una cadena de testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, precisamente aquellos que le habían visto curar enfermos, expulsar demonios, anunciar su muerte, morir en la cruz y que, desmoralizados por esta catástrofe, sólo se habían podido recuperar al verlo después de muerto e incluso comer en su compañía. Estos acontecimientos cambiaron su vida de manera radical y tuvieron como consecuencia directa el que no temieran proclamar que un día Jesús el mesías regresaría para implantar definitivamente su reino. De entre todos estos testigos, el más cualificado —pero de ninguna manera el único— sería Pedro, cuyas palabras habría recogido su intérprete Marcos. En ese sentido, este Evangelio, el segundo de los canónicos, merecería más que sobradamente el sobrenombre de Testamento del pescador.
Madrid-Jerusalén-Madrid, primavera-verano de 2002
«El pescador miró fijamente a Nerón y, por un instante, me pareció percibir en sus pupilas algo extraño que distaba mucho de asemejarse al rencor, al odio o al desprecio y que recordaba enormemente a la tristeza que sentimos cuando no podemos ayudar a alguien a quien amamos a salir de su desdicha.»
Año 62 d. de C. El emperador Nerón ordena a Marco Junio Vitalis, un aguerrido militar con experiencia de años en Asia, que le asesore en el curso de un extraño y peculiar proceso. El acusado es un anciano pescador judío que fue, varias décadas atrás, amigo de un tal Jesús, ajusticiado en Jerusalén por el gobernador Poncio Pilato. Marco Junio Vitalis intentará que se haga justicia y, a la vez, que se establezca la verdad. Así, a lo largo de los sucesivos interrogatorios del pescador y con la ayuda del erudito Roscio, el veterano soldado irá descubriendo los perfiles de una historia capaz de trastornar no sólo las bases del imperio sino las de todo corazón humano.
Sólidamente apoyada en fuentes históricas de la más diversa extracción
, El testamento del pescador
es una novela que nos acerca al verdadero Jesús que tantos han querido silenciar a lo largo de los siglos
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CÉSAR VIDAL (1958) es doctor en Historia (premio extraordinario de fin de carrera), en Teología y en Filosofía, y licenciado en Derecho. Ha ejercido la docencia en distintas universidades de Europa y América. En la actualidad, dirige los programas "La Linterna" de la Cope —por el que ha recibido entre otros los premios Antena de oro 2005, Micrófono de plata 2005 y Hazte oír 2005— y "Camino del Sur" de Cadena-100, y colabora en medios como La Razón, Libertad Digital, Antena 3 o Muy interesante. Defensor infatigable de los derechos humanos, ha sido distinguido con el Premio Humanismo de la Fundación Hebraica (1996) y ha recibido el reconocimiento de organizaciones como Yad-Vashem, Supervivientes del Holocausto (Venezuela), ORT (México) o Jóvenes Contra la Intolerancia. Entre otros premios literarios ha recibido el de la Crítica a la mejor novela histórica (2000) por "La mandrágora de las doce lunas", el Premio Las Luces de Biografía (2002) por "Lincoln", el Premio de Espiritualidad 2004 por "El testamento del pescador", el Premio Jaén de Literatura Juvenil 2004 y el del CCEI 2004 por "El último tren a Zúrich" y el Premio de Novela Ciudad de Torrevieja 2005 por "Los hijos de la luz". Entre sus últimas obras destacan "España frente al islam" (2004), "Paracuellos-Katyn" (2005), "Los masones (2005), El médico del sultán" (2005), "Bienvenidos a la Linterna" (2005) y "Jesús y los documentos del mar Muerto" (2006).
[1]
Del huevo a las manzanas. (N. del A.)
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