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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (15 page)

BOOK: El testamento del pescador
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XIX

—No vas a poder creer lo que he hallado —me dijo Roscio apenas me encontré a su altura.

—Me temo que hoy nada va a sorprenderme… —respondí con gesto cansino.

—Esto sí lo hará —insistió indicándome con la mirada varios rollos manuscritos que asomaban por el extremo de una bolsa que pendía de su hombro.

No le dije nada e hice una seña al esclavo que me esperaba a la salida para que avisara a los porteadores. Durante el camino de ida a mi casa, no permití a Roscio que pronunciara una sola palabra mientras me frotaba el lugar en que se une la nariz con la frente en un infructuoso intento de aliviar la despiadada jaqueca que había comenzado a atormentarme. Una grata sensación de frescor nos recibió al llegar al edificio donde vivía. La solidez de los muros, el diseño de los tejados y la disposición de las plantas permitía que la casa quedara aislada tanto del calor veraniego como del frío invernal. Ahora, cuando la temperatura no dejaba de subir prácticamente hasta que el sol desaparecía por completo del firmamento, encontraba un placer especial en la configuración de la vivienda. Crucé el aireado atrio seguido por Roscio y ordené a un esclavo que lo condujera a una de las dependencias más cómodas y le sirviera algún refresco mientras yo me cambiaba de ropa. A decir verdad, lo último que hubiera deseado en aquel momento era mantener una conversación con mi erudito amigo. Después de tantas horas de inacabable interrogatorio, hubiera querido tumbarme en el lecho fresco y mullido y no levantarme hasta pasado un par de días. Por supuesto, sabía que tal posibilidad no se podía ni plantear, pero hubiera estado dispuesto a conformarme con dormir un rato antes de acudir a mi cita nocturna con el césar. Vertí un poco de agua en una jofaina y me lavé las manos y la cara. Luego dejé pasar unos instantes antes de secarme para sentir la frescura del líquido sobre mi piel recalentada. Así hubiera permanecido un buen rato, pero no me parecía correcto prolongar la espera de alguien que, en puridad, me estaba haciendo un favor. Me cambié con la mayor rapidez y saliendo de la habitación fui a su encuentro.

—¿Y bien? —indagué mientras entraba en la estancia donde me aguardaba mi erudito amigo.

—Pues verás —comenzó a decir Roscio mientras comenzaba a desenrollar uno de los manuscritos que llevaba consigo—. El otro día me preguntaste por el nacimiento de ese tal Jesús… No me diste muchos datos, la verdad sea dicha. Que había nacido durante el reinado de Herodes el grande, que si tal año del principado de Augusto, que si Quirino era gobernador… Bueno, el caso es que me puse a buscar y a cruzar los datos que me iban viniendo a las manos y… y creo que he encontrado lo que buscabas.

—¿Qué quieres decir? —pregunté mientras un peso metálico se me asentaba en la boca del estómago.

—Es bastante fácil de entender —dijo Roscio con una sonrisa—. Nuestro hombre nació hace ahora unos setenta años. ¿Sucedió algún acontecimiento notable en los cielos en esa época?

—Te agradecería que fueras al grano y te evitarás estos recursos retóricos —dije con aspereza—. No hace falta que te esfuerces en despertar mi interés.

—Está bien —dijo Roscio como disculpándose—. La respuesta es que sí. Hace ahora unos setenta años se produjo una conjunción de Júpiter y de Saturno en la constelación de Piscis. Mira lo que me han dibujado mis astrónomos.

Roscio desplegó ante mí una carta en la que se apiñaban líneas y círculos en una confusión no del todo carente de armonía.

—Según me han explicado —prosiguió—, la conjunción debió realizarse en tres ocasiones. La primera tuvo lugar en febrero. Entonces Júpiter pasó de la constelación de Acuario para encontrarse con Saturno en Piscis. No debió verse muy bien este fenómeno pero a mediados de abril los dos planetas se encontraron en la constelación de Piscis. La conjunción volvió a repetirse en mayo y a inicios de octubre y de diciembre. Luego, en enero, Júpiter pasó de la constelación de Piscis a la de Capricornio. En otras palabras…

—… en otras palabras —le interrumpí estupefacto—: El nacimiento de ese Jesús pudo verse acompañado de una conjunción astral especialmente vistosa.

—Espectacularmente vistosa, diría yo —respondió Roscio—, aunque la gente que la viera pensaría que se trataba de una estrella, de un cometa o de un astro cualquiera.

—¿Y pudo verla mucha gente? —indagué.

—Con toda seguridad eso fue lo que sucedió en oriente —respondió Roscio—. Al menos hasta el territorio del reino de los persas. Guardé silencio. Entregar aquella información al césar no resultaría prudente y más si deseaba que Petrós no sufriera ningún daño. Sin embargo, debía reconocer ante mí mismo que era tentador hacerlo y más después de escuchar sus comentarios sobre la humildad del origen de Jesús.

—Tengo algo más —comentó Roscio con una sonrisa.

—¿De qué se trata?

—Anduve indagando en la historia de ese rey Herodes —respondió Roscio. Ciertamente esos tiranos de oriente no son gente fiable pero Herodes es de lo más repugnante que me ha sido dado conocer. De entrada, ni siquiera era judío.

—Ah, ¿no? —dije sorprendido—. ¿Y cómo logró ceñirse su corona?

—No, no lo era —sonrió Roscio—. Procedía de Idumea, una zona desértica situada al otro lado del Jordán, pero supo aprovechar los problemas políticos de Israel y cuando los judíos quisieron darse cuenta se había deshecho de la dinastía anterior y convertido en su rey.

—A eso se le llama saber elegir aliados… —comenté irónicamente.

—Ahí te equivocas, Vitalis —repuso Roscio—. Herodes se equivocaba al elegir aliados pero siempre logró sobrevivir.

—No te entiendo —reconocí.

—Verás —dijo con una sonrisa burlona—, cuando César cayó acribillado a puñaladas hace algo más de un siglo, Herodes pensó que la persona que se alzaría con el poder en Roma sería Marco Antonio.

—¿Marco Antonio? —exclamé sorprendido.

—Ja, ja, ja! Sí, Marco Antonio. Incluso llegó a regalarle un palmeral a Cleopatra, su amante egipcia, en el interior de su reino. Sí, tenía que reconocer que Roscio tenía razón. En el enfrentamiento entre Octavio y Marco Antonio, Herodes no podía haber podido escoger peor el bando.

—¿Y cómo salió del embrollo?

—Con la soltura que lo caracterizaba —respondió Roscio—. En cuanto que supo que Octavio era el vencedor, acudió arrepentido a su lado y le convenció de que el mejor aliado con que podía contar en la zona era él.

—Y lo convenció…

—Efectivamente. Lo convenció hasta el punto de que aumentó considerablemente las dimensiones de su reino.

—Supongo que Octavio sabía de sobra con quién trataba… —dije—. Disculpa mi falta de cortesía. ¿Deseas beber algo? Ya sabes que la bodega de esta casa es muy buena.

Roscio rechazó el ofrecimiento con un movimiento de la diestra.

—Sólo bebo agua… fresca, si puede ser.

Di una palmada y al instante apareció un esclavo.

—Trae el agua más fresca que haya en la casa para mi amigo y para mí una jarra de vino… de ese que he bebido últimamente. Apenas hubo el fámulo abandonado la habitación, Roscio volvió a tomar la palabra:

—Lo sabía sobradamente. Solía decir que era más seguro ser el cerdo de Herodes que su hijo.

—Creo que no entiendo bien la expresión —reconocí.

—Sí, claro —exclamó Roscio—. Las palabras «hijo» y «cerdo» son, como tú sabes, casi similares en griego, pero es que además Herodes, como practicante de la religión de los judíos, no hubiera matado jamás un cerdo para comérselo. En cambio no tuvo ningún inconveniente en ir eliminando a todos los miembros de su familia de los que sospechaba.

—Comprendo.

—Por orden suya fueron cayendo su mujer, sus hijos y, por supuesto, centenares de judíos sobre cuya lealtad abrigaba dudas —explicó Roscio—. En los últimos tiempos, tengo la impresión de que no pegaba ojo, aterrado por la idea de que alguien le privara del trono.

—Ésa fue la época en que nació Jesús…

—Exactamente y ahora es cuando tengo que referirme a otra sorpresa que te tenía reservada —repuso Roscio con un tono misterioso de voz.

—Te escucho.

—Resulta que más o menos en la fecha en que debió de nacer ese tal Jesús, Herodes dio orden de asesinar a los niños que tuvieran menos de dos años de edad —dijo Roscio.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando escuché las palabras pronunciadas por mi amigo. Así que todo encajaba a la perfección…

—¿Se produjo alguna reacción durante la matanza? —pregunté.

—Al parecer ninguna —respondió Roscio—. Herodes expulsaba del mundo de los vivos a docenas de personas cada mes que, por supuesto, eran mucho más importantes que esas criaturas. Además el número no debió de ser muy grande… veinticinco, treinta niños en medio de aquel baño de sangre en que desaparecían familias enteras no debieron de llamar mucho la atención.

El esclavo entró en la habitación y yo guardé silencio mientras nos servía los refrescos. Además de las bebidas, dejó ante nosotros una bandeja con golosinas dulces y saladas especialmente fabricadas para darnos más sed e impulsamos a seguir bebiendo.

—¿Crees que esos asesinatos pudieron tener relación con el miedo de Herodes a perder el trono? —pregunté tras apartarme la copa de los labios.

—Casi apostaría mi mano derecha —respondió Roscio—. Desde luego, no puede decirse que asesinara por placer. Se equivocó más de una vez al elegir sus víctimas, sin duda, pero lo que le guiaba siempre era el deseo de apartar de su camino a alguien que, de manera real o supuesta, pudiera amenazar su condición de rey.

Apuré la copa que tenía entre las manos y comencé a pasar el extremo del índice por la embocadura.

—Debo agradecerte tus esfuerzos para dar con ese… astro que pudo acompañar el nacimiento de Jesús y también por los datos que me has proporcionado sobre Herodes… No se puede negar que se trata de cosas verdaderamente sensacionales pero… pero lo que he tenido ocasión de escuchar en la última sesión de interrogatorios…

—Es todavía más impresionante —concluyó Roscio la frase por mí.

—Así es —reconocí—, pero antes de contarte nada déjame que te sirva más agua fresca.

Empleé un buen rato en resumirle el relato que Petrós había hecho de la desaparición del cadáver de Jesús y de la manera en que luego le habían vuelto a ver vivo.

—No tenemos razones para negar las apariciones —comentó pensativo Roscio cuando concluí mi relato—. Existen docenas de testimonios que aseveran que los espíritus se comunican con este mundo de vivos.

—Me temo —dije— que existen diferencias notables entre lo que tú y yo conocemos y este caso. No se trató de un cuerpo que se pudrió en la tumba y cuyo espíritu protagonizó apariciones fantasmales. No, en absoluto. Ese cuerpo se levantó de entre los muertos y fue al encuentro no sólo de los discípulos sino también de gente que antes no había creído en él o incluso lo aborrecía. Le escucharon pero también pudieron tocarle. ¡Comió incluso con ellos! ¿Cuándo se ha sabido de un espíritu que tenga carne y huesos y coma?

—También podría tratarse de un fraude —dijo Roscio—. Quizá ni la tumba quedó nunca vacía o si fue así se debió simplemente a que robaron el cadáver… los discípulos podrían mentir… las mujeres ser unas locas febriles…

—¡Ya me gustaría que la explicación resultara tan fácil! —exclamé—. Por un momento, piensa en la posibilidad de que el cuerpo lo hubiera robado alguien. Está bien. Aceptemos esa hipótesis pero ¿quién pudo hacerlo? A mi juicio sólo hay tres opciones. Opción primera: nuestros hombres. Si ése fuera el caso, una vez que Petrós y sus amigos hubieran comenzado a anunciar que el
Jristós
había vuelto de entre los muertos, habría bastado con sacar el cadáver a la luz o con que los que se habían apoderado de él hubieran dado testimonio de lo sucedido. ¿Fue eso lo que pasó? No. Opción segunda: los sacerdotes que detuvieron a Jesús y que lograron convencer a Pilato para que lo condenara a muerte. Se habrían apoderado del cadáver para evitar que la gente fuera a honrar su tumba o por cualquier otra causa. De haber sido así, hubieran tardado menos tiempo todavía que Pilato en exponerlo en cuanto que los seguidores de Jesús hubieran comenzado a proclamar que se había levantado de entre los muertos. ¿Lo hicieron? ¡No! Pasemos, por lo tanto, a la opción tercera: los discípulos robaron el cadáver. Para ser sinceros, me parece la más absurda. Sólo unas horas antes todos ellos habían corrido como nuestros conejos campestres a fin de que nadie pudiera ponerles la mano encima. ¡No! ¡Todavía más! Del grupo más cercano a Jesús, uno lo había vendido, otro lo había negado tres veces y el resto… cualquiera sabe lo que sucedió con el resto aparte de que lloriqueaban de miedo como si fueran mujerucas. Entonces, de repente, cuando menos lo esperaba nadie, esa gente experimenta un cambio inexplicable y comienzan a predicar que el muerto está vivo, que el crucificado es el Hijo de Dios, que el fracaso es un triunfo… Nunca hubieran podido hacer una cosa así y más arriesgándose a que los detuvieran o Pilato o los sacerdotes si todo hubiera sido un fraude perpetrado por ellos. En realidad, creo que la única explicación sensata del cambio que experimentaron fue que, efectivamente, vieron a Jesús, al crucificado, que había regresado de entre los muertos. Y no fueron uno ni dos, sino centenares, sin excluir a indigentes e incluso adversarios declarados.

Guardé silencio mientras en mi interior rugía una incómoda mezcla de furor y desconcierto, de interrogación y certezas.

—Entonces… entonces… —comenzó a decir Roscio—, ¿tú crees de verdad que lo… que lo vieron vivo de nuevo, regresado del mundo de los muertos, que comieron y bebieron con él?

Asentí con la cabeza.

—Roscio —dije al fin—, a lo largo de mis años de servicio a Roma he tenido ocasión de llevar a cabo docenas, quizá centenares de interrogatorios. He visto a testigos mentirosos, a testigos equivocados, a testigos sobornados, a testigos mudos por el miedo… Los he visto de todas las clases y maneras. He aprendido a distinguir cuándo una historia es verdadera, cuándo es falsa, cuándo le faltan elementos esenciales, cuándo esconde algo. Hice una pausa y miré en silencio a Roscio.

—Amigo mío —dije al fin—, no tengo ninguna duda de que el relato del pescador se ajusta a la realidad, de que es completamente cierto, de que sobran los testigos fidedignos de que ese Jesús regresó de entre los muertos.

Roscio guardó silencio. Sobre su mirada había descendido una nube de pesadumbre, precisamente la que se siente al comprobar que un amigo se encuentra en peligro.

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