—Pero eso que dice no tiene ningún sentido. —Bravo meneó la cabeza—. Prácticamente todos la detestan y se sienten agraviados por ella. ¿No la convierte eso en la primera en caer bajo sospecha?
—En realidad, Jenny sería la última persona de la que sospecharían. Piensa en esto: es injuriada, los demás se burlan de ella, siempre está en primer plano, nunca en las sombras.
—A menos que esté cumpliendo una misión sobre el terreno.
El sacerdote no dijo nada, no había necesidad de hacerlo.
—¿Habló mi padre con Paolo Zorzi acerca de Jenny? Después de todo, Zorzi fue quien la entrenó.
—No olvides que Paolo Zorzi también figura en esa lista —dijo el padre Mosto.
Bravo miró por encima del hombro hacia la puerta cerrada.
—¿Usted cree que ella puede ser el traidor?
—Yo… —comenzó a decir el sacerdote, pero luego dudó—. Yo la temo, porque fue capaz de llegar a Dexter de un modo que nadie más pudo conseguir. Ni siquiera tu madre, diría yo.
Algo aulló dentro de la cabeza de Bravo.
—No puedo creerlo. ¿Mi padre tenía una aventura con Jenny?
—Yo conocía a Dexter desde hacía más tiempo que cualquiera de los demás. Eso es un hecho. —Los ojos del padre Mosto rebosaban comprensión—. Debes encontrar el perdón en tu corazón, hijo mío. Tu padre era un hombre realmente extraordinario, consiguió cosas extraordinarias.
—Pero nunca nos lo dijo.
—¿Por qué iba a hacerlo? Dexter llevaba una doble vida, Braverman, ahora lo sabes mejor que nadie.
—Pero mi padre le doblaba la edad. —Bravo alzó la cabeza—. ¿Es posible que usted, un sacerdote, perdone lo que hizo?
—¿Acaso esperas que lo condene? —Se sentó frente a Bravo, tan cerca de él que sus rodillas se tocaron—. Yo era, antes que nada, amigo de Dexter. Le aconsejaba de la mejor manera posible pero… no es necesario que te diga que tu padre era un hombre con muchos secretos. Podía separar perfectamente sus dos vidas; una no interfería en la otra. Por razones que ni siquiera soy capaz de empezar a imaginar, Dexter vivía profundamente dentro de sí mismo.
El padre Mosto se levantó y apoyó una mano sobre el hombro de Bravo.
—Hay algo de lo que estoy seguro: Dexter amaba a tu madre, profunda y completamente. Nada de lo que hizo podría cambiar eso.
Bravo asintió en silencio, perdido en sus propios y confusos pensamientos.
—Cuando somos pequeños vemos a nuestros padres a través de los ojos de un niño. Si se pelean pensamos que se odian. Pero cuando nos convertimos en adultos descubrimos que la gente, incluidos nuestros padres, es muy compleja. Es posible discutir y pelearse y aun así estar enamorados. Lo que debes tener en cuenta es que tu padre jamás abandonó a tu madre, jamás os abandonó a ti y a tu hermana. Cuando tu madre enfermó, estuvo a su lado todo el tiempo. Y cuando murió… Dios mío, sufrió un terrible dolor. Una parte de él también murió ese día, eso puedo asegurarlo.
El padre Mosto suspiró.
—Es una información dura, Braverman, pero es mejor conocer la verdad, ¿no crees? Todas tus decisiones deben surgir de la verdad.
Bravo alzó la vista.
—Pero Jenny y yo…
No pudo acabar la frase. ¿Acaso Jenny había seducido a su padre del mismo modo que lo había seducido a él en aquella habitación de hotel en Venecia? Por supuesto, también había habido aquella relación sexual apasionada en el mont Saint Michel, pero, incluso entonces, ¿no había sido ella quien lo había buscado? Sí, él había sentido ternura hacia ella, pero ella lo había buscado, había sentido su calor, había visto el deseo reflejado en sus ojos…
En los ojos del sacerdote se advertía un gran cansancio y cierta tristeza.
—Te ruego que no le entregues tu confianza como lo hizo tu padre. Te ruego que te mantengas en guardia.
«Demasiado tarde —pensó Bravo amargamente—. Jodidamente tarde».
El padre Mosto permaneció en silencio, dando a Bravo el tiempo que necesitaba mientras luchaba por aclarar sus pensamientos.
Finalmente, Bravo se levantó.
—Es hora de que hablemos de la razón que impulsó a mi padre a enviarme aquí.
El sacerdote asintió con una expresión de preocupación en el rostro.
—Por supuesto.
—El armario de las limosnas.
—Ah, sospechaba que se trataba de un objeto de mi rectoría. Dexter se pasaba muchas horas solo aquí, estudiando e investigando.
El padre Mosto sacó una llave y abrió el enorme armario de madera quitando la cadena.
En ese momento sonó un timbre en su escritorio. Por un momento, lo ignoró, retirando el candado y la cadena del armario. Luego, como el timbre continuaba sonando, dijo:
—Debes perdonarme un momento, me necesitan en la iglesia.
Cuando el padre Mosto giró en la esquina del corredor, comprobó que varias de las lámparas estaban apagadas y tomó nota mentalmente de que debía volver a encenderlas a su regreso a la rectoría. Apuró el paso, concentrado en Braverman y Dexter, que sin duda fue la razón de que no oyese nada. El ataque fue tan silencioso, tan veloz, que no sintió nada, hasta que la hoja del cuchillo le rebanó el cuello. Sintió un gran latido en su interior y se agitó violentamente mientras la sangre comenzaba a manar. Intentó gritar pero, casi de inmediato, la oscuridad se cernió sobre su conciencia y sintió una curiosa lasitud, de modo que quiso dormir incluso mientras trataba de luchar. Pero ¿luchar contra qué? La vida escapaba de su cuerpo con cada latido del corazón.
Su último pensamiento… no tuvo ningún último pensamiento. Estaba muerto antes de caer pesadamente sobre el suelo de piedra cubierto de sangre.
Sin esperar a que el padre Mosto regresara, Bravo abrió las pesadas puertas del armario. El interior olía a siglos y a cedro; las paredes del armario estaban forradas con paneles de esa madera aromática. En él había tres estantes de madera separados por un amplio espacio. Abrió el cepillo para las limosnas y revisó el contenido, que incluía el libro mayor y otros papeles y archivos diversos, sin encontrar lo que estaba buscando. Se quedó un momento, confuso y pensativo, respirando el aroma penetrante del cedro. Estaba seguro de que no había interpretado mal el código de su padre. ¿Dónde estaba el monedero?
Entonces algo le sucedió. Aunque su apariencia era antigua, los paneles de cedro ricamente aromáticos eran relativamente nuevos, y ese armario parecía tener más de doscientos años. Picado por la curiosidad, comenzó a dar golpes secos y cortos en los paneles.
Su oído, afinado a los pequeños sonidos, percibió lo que esperaba: un hueco especial. Introdujo las uñas en el intersticio que había entre los paneles y tiró hacia afuera. Al quitar uno de los paneles descubrió una pequeña cavidad de la que extrajo un curioso objeto; era frío al tacto y brillaba bajo la luz de la lámpara. Una investigación más minuciosa reveló que estaba hecho de acero maravillosamente trabajado para darle la forma de un pequeño monedero. La parte superior redondeada carecía de asa. Advirtió, en cambio, un minúsculo cuadrado. Había visto antes esa forma de cerrojo.
Sacó los gemelos e insertó el que no servía para abrir la cerradura en Saint Malo. Éste encajó perfectamente, tal como esperaba. En el momento en que iba a abrir el monedero oyó un ruido, el impacto seco de una ventana batiente agitada por el viento, seguido de lo que sonó como un gemido proferido por una garganta estrangulada.
Llegó a la puerta en dos zancadas y la abrió de par en par.
—¿Jenny? ¿Padre Mosto?
El corredor desierto se extendía en ambas direcciones, y en él reinaba un silencio espectral. Bravo podía sentir el latido del corazón y la sangre golpeando detrás de sus oídos. Entonces oyó agua que goteaba a pocos pasos. ¿Dónde demonios estaba Jenny?
Guardó rápidamente el monedero en el bolsillo y se aventuró por el corredor apenas iluminado. Al girar en el primer recodo vio una forma tendida en el suelo de piedra.
—¿Jenny?
Echó a correr y resbaló. Las piedras estaban mojadas por la humedad del canal y algo más, algo pringoso y ligeramente viscoso. Sangre. A sus pies había un cuerpo grotescamente tendido y vestido con el hábito de un sacerdote. El rostro del padre Mosto, pálido y casi verde, lo miraba con los ojos fijos y vidriosos. Tenía un tajo en el cuello y la sangre, que al principio había brotado a borbotones, aún goteaba de la herida. Junto a él, en el creciente charco de sangre, estaba el arma asesina: un cuchillo.
Bravo se arrodilló y lo examinó detenidamente sin tocarlo. Era una navaja estrecha con madreperla, la misma que Jenny había utilizado para descorchar la botella de vino.
¿Jenny había asesinado al padre Mosto? No podía creerlo. Pero si era inocente, ¿dónde estaba?
En ese momento oyó una suave raspadura en el suelo de piedra, se levantó y corrió hacia lo que sonaba como unas pisadas furtivas y ligeras. Las lámparas estaban apagadas en esa sección del corredor y, cuanto más se alejaba Bravo del cuerpo sin vida tendido en un charco de sangre, más se adentraba en la penumbra del húmedo pasadizo, hasta que ya no pudo ver más allá de sus pies.
Aun así, continuó andando. ¿Qué otra cosa podía hacer? De pronto, algo le indicó que había alguien a su espalda y se volvió justo para recibir un golpe en la frente que hizo que la cabeza se le doblara hacia atrás. Trastabilló hasta chocar contra una pared húmeda y legamosa y recibió un nuevo golpe.
Bravo permitió que su atacante descargase otro golpe, pero esta vez consiguió coger la muñeca del brazo extendido y se asombró al descubrir lo fina que era, la extrema suavidad de la piel. Estaba siendo atacado por una mujer.
—Jenny —jadeó—, ¿por qué haces esto?
Otro golpe lo sacudió violentamente, pero se negó a soltar la muñeca de su atacante y la dobló con fuerza hacia atrás, al tiempo que oía el instantáneo siseo de dolor que escapaba de los labios de su rival. Rozándola al intentar esquivar otro golpe, Bravo sintió la turgencia de sus pechos y la hizo girar con intención de rodearle el cuello con el brazo, pero ella lo golpeó en la nariz con el canto de la mano. Su cabeza salió disparada hacia atrás y la visión se tornó borrosa cuando las lágrimas afluyeron a sus ojos, cegándolo por un instante. Su adversaria aprovechó el momento para liberar su muñeca. Bravo tuvo entonces la fugaz impresión de una figura femenina que se alejaba corriendo; luego su silueta se hizo más nítida contra la blanca luminosidad del día cuando ella abrió una puerta lateral y desapareció.
Bravo sacudió la cabeza tratando de aclarársela. Luego avanzó tambaleándose en dirección a la puerta de salida. Y una vez allí se encontró en un estrecho callejón que discurría junto a las aguas del canal. Un cúmulo de reflejos, moviéndose y ondulándose, se elevó hacia él como si procedieran de una pintura alterada por el pincel de un artista.
Un poco más adelante se veía el arco de piedra de un puente. La luz del sol le golpeó el rostro y, al entornar los ojos, creyó ver una figura femenina que cruzaba apresuradamente el puente en medio de la multitud. Enjugándose las últimas lágrimas, se abrió pasó entre la masa de turistas sudorosos, pero llegó a la parte superior del puente sin haber sido capaz de identificar a Jenny. Permaneció allí un momento, de espaldas a la multitud, estudiando a la gente que ocupaba la plaza que se abría al otro lado del puente. De pronto comenzó a tambalearse; la cabeza le daba vueltas, no sólo a causa de la claridad y el intenso calor, sino también por los golpes que había recibido en el corredor fuera de la rectoría.
¿Qué otra mujer habría tenido la potencia física y la habilidad para luchar cuerpo a cuerpo de ese modo? Y entonces, como si una fotografía quedase súbitamente enfocada, recordó lo que Jenny había dicho cuando él le mostró la SIG Sauer de su padre: «Tal vez deberías dejar que yo llevase el arma». Si ella fuese la traidora, evidentemente habría querido tener el arma.
Bravo estaba tan perdido en esta dolorosa línea de conjeturas que no se percató de la presencia de los dos hombres que se acercaban por su espalda y, antes de que pudiera comprender lo que estaba pasando, lo empujaron por encima del borde del puente. Cayó sobre la cubierta de un
motoscafo
. Un segundo después alguien le cubrió la cabeza con un saco y la embarcación se puso en marcha. Lo cogieron de los pies y oyó que alguien decía algo con tono urgente muy cerca de él; ignoró al hombre y luchó denodadamente, pero muy pronto le sujetaron los brazos al costado del cuerpo. Usando la frente a modo de ariete, Bravo se lanzó hacia adelante y alcanzó a uno de sus captores. Intentó repetir el golpe aprovechando la momentánea ventaja, pero un impacto preciso detrás de su oreja derecha lo dejó inconsciente.
C
UANDO Jenny despertó estaba rodeada de una absoluta oscuridad. Dejó escapar un gemido. Incluso el leve roce de la zona posterior de la cabeza le producía una oleada de mareo y náusea que la hacía gemir de dolor. Sostuvo su dolorida cabeza entre las manos durante un momento. ¿Qué había pasado? Estaba hablando con aquel sacerdote y luego…
Con un gran esfuerzo logró apoyarse contra la pared; estaba húmeda y fría. Extendió la mano y encontró una superficie de piedra. Luego se movió lentamente a lo largo de la pared hasta encontrar una puerta. Intentó accionar el picaporte de hierro forjado, pero la puerta estaba cerrada con llave. Retrocedió un par de pasos, respiró profundamente y luego dejó escapar el aire poco a poco. Repitió el proceso tres veces, cada inhalación y exhalación más profunda que la última. Luego, cobrando fuerzas, abrió la puerta de un violento puntapié. Se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de caer al suelo, el esfuerzo le había provocado otra oleada de vértigo y náusea. Esta vez volvió la cabeza hacia un lado y vomitó todo lo que tenía en el estómago.
Cuando salió al corredor se encontró con más oscuridad. Fue entonces cuando recordó la pequeña linterna que llevaba en el bolsillo. La encendió y orientó la luz en ambas direcciones. Le llevó un momento descubrir el cuerpo tendido en el suelo. Al principio pensó que era Bravo y el corazón le dio un vuelco, al tiempo que se acentuaba el dolor en su cabeza. Sin embargo, al acercarse al cuerpo inmóvil vio las vestiduras de un sacerdote y reconoció al padre Mosto.
Con suma cautela continuó acercándose al lugar donde el cuerpo yacía torcido y ensangrentado. Un súbito reflejo concitó su atención, una superficie metálica reflejada por el haz de luz dela linterna. Se acercó aún más y se encontró contemplando un charco de sangre que se había tornado negra y brillante como el aceite bajo la luz. En el charco, brillando con destellos malignos, había un pequeño cuchillo que parecía… ¡no, no podía ser! Buscó en el bolsillo y descubrió que su navaja había desaparecido. Acto seguido examinó con mayor atención la navaja de resorte que había en el suelo. La recogió, ya que necesitaba una confirmación visceral.