—Eran las prostitutas quienes tenían acceso a todo el mundo, del dux hacia abajo, y éramos nosotras quienes teníamos acceso a las prostitutas. Por la noche yacían junto a políticos, príncipes, comerciantes, incluso papas, y las confidencias susurradas al oído al acabar su trabajo llegaban directamente a nosotras. En una ciudad de máscaras, donde las identidades estaban ocultas, resultaba muy fácil para cualquiera, casado o clérigo (incluso el propio dux), moverse por Venecia sin ser reconocido, visitar a cualquiera sin temor a ser descubierto. Es por eso por lo que a menudo se dice que aquello que las prostitutas de Venecia ignoran no merece ser conocido.
—Los monjes debían de odiar que ustedes tuviesen recursos a los que ellos no podían acceder.
—Por supuesto que sí, y nos hicieron la vida imposible por esa razón. Ellos conocían la naturaleza de nuestras transgresiones. Sabían también que no podíamos quejarnos o ir de un sitio a otro, ya que no podíamos atraer esa clase de atención. Después de todo, somos mujeres, no podemos confesar, dar la comunión ni pronunciar sermones, de modo que incluso nosotras, que nos aventurábamos más allá de las paredes enclaustradas para promocionar nuestra orden, somos de alguna manera prisioneras.
—Nada ha cambiado —dijo sor Maffia di Albori—. Es como te he explicado.
—Lo recuerdo —asintió Jenny—. No me dejaré derrotar por Venecia.
—Bien, bien. —Arcángela se movió hasta que sus dedos como garras tocaron los de Jenny sobre los barrotes. Su piel era suave como la seda—. Ahora responderé a tu pregunta.
Jenny frunció el ceño.
—Pero si aún no he preguntado nada.
—No es necesario que lo hagas —dijo la abadesa—. Acaba de llegar un emisario del hombre al que deseas ver. Sor Maffia di Albori te llevará hasta él.
—¿El hombre? ¿Quién…?
—Zorzi, por supuesto. Paolo Zorzi —dijo Arcángela escuetamente—. Ahora vete —agitó la mano con un gesto vago—. No estoy acostumbrada a hablar tanto y me duele la cabeza.
Jordan Muhlmann pasó de la Ciudad del Vaticano al caos de la Roma propiamente dicha. Afortunadamente el coche que había alquilado tenía aire acondicionado, porque el calor era sofocante. Al llegar a la piazza Venetia giró, pasando frente al Foro, que estaba tan atestado de turistas que resultaba imposible ver los pisos inferiores. Subió hacia el Camoidiglio, atravesó el
centro storico
—el corazón de Roma— y llegó a la Boca della Verità y poco después al Aventino, un distrito tranquilo y frondoso de villas grandes y antiguas, salpicado de embajadas y lujosos edificios de apartamentos.
Jordan observaba el paisaje urbano a través de las ventanillas tintadas y alejado del caos bochornoso de la tarde romana.
Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Camille. Cuando ella contestó, le pidió que le hiciera un resumen de cómo estaba la situación en Venecia.
—No debes preocuparte por nada. Todo se desarrolla según lo previsto, querido —dijo ella.
—Bien, porque Canesi ha estado ejercitando nuevamente sus músculos. —Soltó una breve risa—. Lamentablemente para él, sus músculos han comenzado a atrofiarse.
—Qué pena.
—¿Cómo se está comportando el signore Cornadoro?
—Perfectamente, cariño. Y ahora debo preguntarte lo mismo con respecto al signore Spagna.
—Osman no es asunto tuyo, madre. Tu interés debería estar centrado en Bravo.
—¿Cuándo has tenido algún motivo para dudar de dónde debía estar centrado mi interés?
Jordan sintió una desagradable aceleración de los latidos del corazón, una respuesta a la muestra de desagrado de su madre, que había sido como un latigazo. Su ira hacia sí mismo aumentó.
—Camille, los resultados son lo único que importa en este momento. Resultados. Todas las demás cuestiones son insignificantes. Tu mundo es Bravo y sólo Bravo. Todo descansa ahora sobre tus hombros.
Luego cortó la comunicación con una mezcla de ansiedad y júbilo antes de que ella pudiese replicarle. Detuvo el coche delante del majestuoso edificio de una embajada flanqueada de delgados cipreses y buganvillas coralinas y apagó deliberadamente su móvil. Al salir del coche lo asaltó una oleada de calor que hizo que Jordan se tambaleara. Mientras subía los peldaños de piedra de Istria, la puerta principal de la embajada se abrió y Osman Spagna, inclinando ligeramente la cabeza, lo hizo pasar al fresco interior climatizado por el aire acondicionado.
—Es un placer volver a verlo, gran maestre.
Jordan asintió mientras seguía a Spagna a través de la fachada de las oficinas de la embajada de Chipre. En realidad, no había ninguna embajada chipriota en Roma. Esas tareas las llevaba el embajador de Nueva Zelanda en representación de Chipre. Ese edificio, de hecho, albergaba el cuartel general de los caballeros de San Clemente de la Sangre Sagrada.
Spagna utilizó una llave especial para abrir una puerta empotrada en el panel de madera y, un momento después, Jordan y él estaban sentados a una lustrosa mesa de madera de tulipanero en una habitación de techos altos, con puertas dobles en un extremo y, en el otro, ventanas que daban a los jardines y los terrenos perfectamente cuidados. No obstante, el magnífico paisaje no era visible, ya que las pesadas cortinas de terciopelo estaban corridas delante de los cristales. Las paredes carecían de toda decoración; allí no había absolutamente nada que pudiese sugerir su uso.
—Los documentos están completos, gran maestre —dijo Spagna, empujando una carpeta a través de la mesa para que Jordan los examinase—. Todo se ha hecho según sus especificaciones.
Jordan leyó ávidamente el contrato firmado por el que se vendía el edificio en el que ahora se encontraban, el que había alojado a los caballeros durante décadas.
—¿Estás seguro de que nadie sabe nada de esto?
—Completamente —dijo Spagna. Era un hombre bajo y fornido, con la tez oscura, una gran nariz y astutos ojos de hurón. Con su mente matemática y calculadora, era el complemento natural de Jordan, el ingeniero esencial para el constructor del imperio—. Como puede ver en la página cinco, párrafo siete, el texto es muy específico. El comprador no puede revelar la transacción durante tres meses después de haber tomado posesión. Puesto que ésta será su residencia, no representó ningún problema para él.
Jordan suspiró mientras alzaba la vista.
—Finalmente nos marchamos de aquí, por fin nos libraremos de Roma, del Vaticano y del cardenal Canesi.
Spagna asintió.
—Es, sin duda, el último paso hacia nuestra libertad —dijo—. Usted y yo hemos pasado la última década utilizando los recursos y los contactos de Lusignan et Cie. para reemplazar secretamente el poder y el capital que nos proporcionaron el cardenal y su camarilla de miembros del Vaticano.
Ésa era la razón de la presencia de Jordan en Roma; no para mostrar su servilismo al cardenal Canesi ni para presentar sus respetos al papa, sino para recoger la última pieza de su plan.
—Está terminado, entonces… mi sueño se ha convertido en realidad. Desde este momento, los caballeros ya no están sujetos a Canesi o a los caprichos del papa. Somos libres para forjar nuestro propio destino.
Se levantó y Spagna hizo lo propio, y juntos abrieron la doble puerta que daba a una enorme sala de conferencias. Cuando cruzaron el umbral, las treinta y cinco personas —hombres de negocios, políticos, economistas, gestores financieros, operadores de divisas y mercancías, y miembros de organizaciones de asesoramiento político, económico y militar de veinte países— se levantaron al unísono de sus asientos alrededor de la mesa de palo de rosa y permanecieron de pie bajo un estandarte bordado con la cruz púrpura de siete puntas, el emblema de los caballeros de San Clemente.
—Caballeros —dijo Jordan—, traigo la noticia vital que todos estábamos esperando. —Rodeó la mesa hasta quedar justo debajo del estandarte. Un instante después tiró de él hacia abajo por una de sus esquinas. El estandarte cayó y quedó apilado a sus pies. Debajo pudo verse otro estandarte, uno que describía un escudo jironado y líneas que partían hacia afuera desde un punto central, dividiendo el campo en seis secciones triangulares. En su centro había un Gryllus, una bestia mítica, un saltamontes monstruoso con la cabeza de un león gruñendo. Ése era el emblema de los Muhlmann.
Jordan, con el rostro encendido por la victoria, se volvió hacia los presentes.
—Los caballeros de San Clemente, como los hemos conocido, han muerto —anunció—. ¡Larga vida a los caballeros que nosotros hemos creado!
Un destino glorioso, pensó en medio del encendido clamor de los asambleístas, hecho posible por la muerte de Dexter Shaw, por el lento derrumbe de Braverman Shaw. Porque cuando Bravo encontrase finalmente el escondite de los secretos de los observantes gnósticos, Jordan se apoderaría de todos ellos, incluido el Testamento de Jesús y la Quintaesencia, que nunca había tenido intención de entregarle a Canesi. No, sería suya para hacer con ella lo que deseara. Ni siquiera Camille sabía que pensaba untarse con la Quintaesencia y, de ese modo, ser casi tan inmortal como Matusalén.
Pero ahora no estaba pensando en la divinidad, eso quedaba para el futuro. Por el momento se conformaba con imaginar el final del juego, cuando Bravo estaría de rodillas, cuando él le diría la verdad. Quería ver la conmoción y la traición en el rostro del joven un instante antes de acabar con su vida.
B
RAVO se encontraba en Washington Square Park, en Greenwich Village. Estaba sentado frente a su padre. Entre ambos había una mesa cuadrada de piedra y cemento con un tablero de ajedrez grabado en su superficie. Él había elegido la defensa Giuoco Piano/Dos Caballos como movimiento de apertura porque le daba dos opciones en lugar de una. Pero después del sexto movimiento se dio cuenta de que era inútil; lenta pero seguramente, como siempre sucedía, su padre le iba comiendo el terreno.
La luz moteada del sol se filtraba a través de los árboles y los gritos de los niños que patinaban o lanzaban los
frisbees
flotaban como globos en el aire suave de finales de primavera. Las palomas —las ratas voladoras de Nueva York— caminaban velozmente sobre los grandes bloques de cemento hexagonales, buscando ávidamente las migas extraviadas.
Cuando Bravo estaba moviendo su caballo a c3, Dexter dijo:
—¿Qué crees que pasaría si decidieras no sacrificar ese peón?
Bravo pensó en ello un momento, y entonces se dio cuenta de que había sido un error táctico llevar su caballo a c3; a su manera, su padre se lo había advertido. Llevando la estrategia hasta el final, vio el fallo, luego rebuscó en su cabeza tratando de encontrar alternativas y, finalmente, movió su alfil a d2.
Dexter se echó hacia atrás con expresión satisfecha. Ésa era la metodología habitual que aplicaba para enseñar a su hijo. Nunca le decía a Bravo lo que tenía que hacer, sino que le daba suaves codazos para que volviese a pensar su estrategia, encontrara por sí mismo dónde estaba el error y luego, armado con ese conocimiento, llegase a la mejor solución.
Cuando concluyeron la partida juntaron las piezas, según la costumbre de reyes y reinas primero y los peones en último lugar.
—¿Recuerdas cuando corrías alrededor de la fuente con aquel coche que yo te había fabricado? —dijo Dexter.
—Era un coche increíble, papá. Con él podía derrotar a todos los otros chicos.
—El mérito era tuyo, Bravo. Naciste con mentalidad de ganador.
—Sin embargo, aquella vez perdí.
Dexter asintió.
—Ante Donovan Bateman, lo recuerdo como si fuese hoy.
—Me empujó y caí al suelo.
—Volviste a casa con la rodilla cubierta de sangre, y cuando te quitaste la ropa y tu madre vio que tenías todo el costado negro y azul, estuvo a punto de desmayarse.
—Pero tú me curaste, papá, y me dejaste como nuevo. Me dijiste que estabas orgulloso de mí.
—Y así era. —Dexter colocó la tapa de la caja blanca y negra que guardaba las piezas de ajedrez—. No lloraste, ni siquiera te encogiste cuando yo te quitaba la grava adherida a la rodilla, aunque debía de dolerle muchísimo.
—Sabía que, mientras tú estuvieras allí, todo saldría bien.
Dexter colocó la caja debajo del brazo y ambos se levantaron.
—Me gustaría que volvieses a casa y te quedaras un tiempo.
—¿Te sientes bien, papá?
Habían incinerado a Steffi hacía menos de una semana. Dexter de pie, en silencio y con la cabeza inclinada, Bravo a un lado, Emma al otro, mientras el ataúd entraba en el horno crematorio. Dexter había querido —tal vez necesitado— ver todo el proceso de principio a fin, y ellos querían lo que él quería. El fuego estaría encendido durante dos horas, les habían dicho, de modo que fueron a un pequeño y anticuado restaurante. En él había un mostrador donde vendían bebidas y helados con taburetes cromados a un lado y reservados revestidos en vinilo del otro. La vieja camarera iba vestida de negro, como si estuviese de duelo, y los diminutos mosaicos negros y blancos del suelo eran hexagonales como la máquina que aplastaba los huesos en el crematorio. Los tres vieron sus rostros grises y conmocionados en un largo espejo colocado encima del mostrador. Aunque resulte extraño decirlo, durante esas dos horas la familia estuvo más unida que nunca. Comieron bocadillos de pavo, que venían acompañados de aderezo y un vaso de cartón con salsa de arándanos, bebieron batidos de chocolate y recordaron a Steffi. Había algo que resultaba liberador en el hecho de reducir el cuerpo humano a su forma de carbono básica. Eso fue, al menos, lo que Dexter les dijo a sus hijos entonces y más tarde, cuando esparcieron las cenizas de Steffi en el pequeño jardín que había en la parte trasera de la casa de piedra rojiza donde, algunos meses más tarde, crecerían las dalias y las rosas.
—Se me pasará pronto. —Su padre lo miró y, por primera vez, reveló todo el dolor que había desatado en él el sufrimiento y la muerte de Steffi—. Es sólo que cuando paso por delante de tu habitación por la noche quiero ver tu cabeza apoyada en la almohada, eso es todo. Sólo durante algún tiempo, ¿de acuerdo?
—Claro.
Dexter se detuvo junto a un árbol, y pasó la mano por la corteza bañada por la luz del sol, moteada como la cubierta de su vecino.
—A veces, Bravo, cuando camino de madrugada por la casa, la veo o la oigo acercarse a través de la puerta, su voz llamándome, tan cálida y tierna, ¿sabes?, como esta luz…