En la penumbra que se extendía entre el estado de conciencia y el de inconsciencia, Bravo se resistía a dejar que su padre se marchara. Mientras el rostro de Dexter amenazaba con disolverse en la niebla, Bravo pensó en la Quintaesencia y su corazón dio un vuelco al pensar en aplicarla al cuerpo de su padre, de verlo resucitar. Pero casi de inmediato supo que eso no sería posible. La resurrección no era lo que su padre hubiese deseado. ¿Cómo podía saberlo con una certeza tan absoluta? Porque sabía que su padre debía de haber tenido exactamente esos mismos pensamientos después de la muerte de Steffi. Él había tenido acceso al escondite de los secretos y, en consecuencia, a la Quintaesencia. ¿Por qué no usarla para devolverle la vida a su amada Steffi? Porque estaba de acuerdo con su tío Tony en que la Quintaesencia no era para los seres humanos. Era algo que iba contra las leyes de la naturaleza: usar la Quintaesencia alteraría el delicado equilibrio de la vida, provocando consecuencias desconocidas y probablemente desastrosas. Era por esta razón por lo que la orden había guardado tan celosamente esos secretos durante tantos siglos, por esta razón él no debía fracasar en la tarea que le había encomendado su padre. Ahora lo sabía de un modo visceral, de un modo que antes no podría haber entendido. Porque si bien sabía que no estaba bien, podía sentir la poderosa fascinación, la posibilidad, aunque pudiese parecer improbable, de hacer que su padre resucitase, que volviese a la vida. Entonces podrían completar todas las vacilantes conversaciones que, como adultos, habían dejado pendientes, podrían bajar la guardia, darse explicaciones mutuas con respecto a sus pensamientos y sus acciones. Podrían por fin empezar a entenderse por completo, y en presencia del otro alcanzar el sereno estado del perdón.
Bravo llegó, finalmente, a la conciencia total y rodó sobre un lado al tiempo que dejaba escapar un gemido. Sintió que había algo básico que era diferente, y le llevó un momento darse cuenta de que ya no se oía el sonido del agua, ya no se encontraba en el
motoscafo
. Abrió los ojos y descubrió que le habían quitado la capucha. Se hallaba en una habitación pequeña y estrecha con un simple catre y ropa de cama sobre el que estaba tendido, una cómoda de madera sencilla sobre la que había una jarra y una palangana de porcelana blancas. En la pared encima del catre había colgado un crucifijo de madera. Estaba en una celda monástica.
La luz se filtraba a través de la ventana. Aunque pequeña, estaba abierta y carecía de barrotes, algo extraño para la celda de una prisión, ya que debía suponer que había sido capturado por los caballeros de San Clemente. La misión de Jenny había consistido en matar al padre Mosto y luego llevarlo a él hasta la parte más elevada del puente, donde los caballeros estaban esperándolo. Permaneció unos minutos más tendido en el camastro reflexionando acerca de su traición. Ella le había engañado, del mismo modo en que había engañado a su padre. Bravo se juró a sí mismo que si conseguía salir de allí eso jamás volvería a ocurrir.
Se levantó dolorosamente y se acercó a la ventana. Fuera vio un hermoso claustro y, detrás de un muro de piedra, filas de árboles cuidadosamente cultivados. Dos figuras aparecieron entonces en su campo visual como si hubiesen estado esperando que se acercara a la ventana. Ambos llevaban hábitos monásticos con capuchas, como los capuchinos, pero sus rostros mostraban una expresión sombría.
—Supongo que se estará preguntando si son guardias.
Bravo se volvió para encontrarse frente a un hombre corpulento con las mejillas azuladas y ojos curiosos. Estaba prácticamente calvo, con un mechón de pelo fino y rubio alrededor del borde de su coronilla profundamente bronceada. Él también vestía un hábito monástico.
—Lo son —continuó diciendo el hombre—, pero no de la manera que imagina. Están aquí para protegerlo.
Bravo se echó a reír.
—¿Se refiere a los hombres que me lanzaron por encima del puente y me golpearon hasta dejarme sin sentido, o está hablando de alguien más?
—Mi gente se defendió con excesivo celo. Me contaron que es usted un hombre excepcionalmente fuerte. Un toro, me dijeron.
—No le creo una sola palabra —dijo Bravo—. Sea lo que sea lo que los caballeros de San Clemente puedan querer de mí, no se lo daré, no importa lo que puedan hacerme.
El hombre mostró una dentadura muy blanca al sonreír.
—Bien, me siento muy complacido al oír eso, Braverman Shaw. Habla usted como un auténtico custodio.
—Es obvio que sabe quién soy. Pero yo no tengo ni idea de quién es usted.
—Mi nombre es Paolo Zorzi. —Sus pobladas cejas se alzaron—. Ah, veo que ya ha oído hablar de mí.
—Usted no es Zorzi ni nadie relacionado con los observantes gnósticos.
—Sí lo soy.
—Convénzame.
—Entiendo su escepticismo y nuevamente le aplaudo por ello. —Sacó algo del interior de su cinturón—. Paso número uno. —Le ofreció la SIG Sauer que Bravo había cogido de la caja de seguridad de su padre.
Bravo miró el arma y luego a Zorzi.
—O la pistola no está cargada o bien le han quitado el percutor.
El hombre que decía llamarse Zorzi se encogió de hombros.
—Amigo mío, sólo hay una manera de averiguarlo.
Bravo cogió la pistola de la palma extendida del hombre. Comprobó la recámara, el cargador y el percutor. Hasta donde podía ver, el arma estaba exactamente igual que cuando él la había cogido de la caja de seguridad.
El hombre irguió la cabeza.
—Cómo la obtuvo es realmente un misterio para mí, pero debo decir que me alegra que esté armado.
Hizo un gesto con la mano.
—Paso número dos, ¿se siente con fuerzas para dar un pequeño paseo?
Cuando Bravo no se movió, el hombre se acercó a la puerta y la abrió de par en par. Bravo pudo ver que en el corredor no había ningún guardia.
—Por favor. Contestaré a todas sus preguntas. Mi nombre es Paolo Zorzi, de verdad.
Echaron a andar por el corredor y salieron a través de una pequeña puerta de madera con la parte superior redondeada y pesados cerrojos de hierro. Una vez fuera, ambos permanecieron a la sombra. A pesar de la proximidad de la laguna, hacía calor y el aire era sofocante. Un momento después reanudaron el paseo y Bravo no vio a ningún guardia. Comenzó a relajarse un poco… ¿o era eso precisamente lo que ese hombre quería?, se preguntó. En ese momento se levantó una pequeña brisa que encrespó levemente las aguas oscuras y lo refrescó.
—Muy bien,
signore
Zorzi, ¿dónde estoy?
—En la isla de San Francesco del Deserto. En la laguna, no muy lejos de Burano. Más específicamente, en un monasterio… un lugar sagrado, de hecho. En el siglo XIII, san Francisco regresaba de Tierra Santa, donde había estado predicando el Evangelio. Su barco fue sorprendido por una terrible tormenta y estaba a punto de partirse en dos cuando, de pronto, la tempestad amainó y, en el posterior retazo de cielo azul que se abrió encima de sus cabezas, apareció una bandada de aves blancas. Estas comenzaron a cantar dulcemente y guiaron a san Francisco hasta esta isla.
Al ver que Bravo hacía un gesto de dolor al sentarse, Zorzi dijo:
—Debería ver las magulladuras que tienen dos de mis guardias.
De pronto, Bravo recordó la voz apremiante que había oído junto a él en el
motoscafo
. No había escuchado, no había querido escuchar. Ahora supo que debería haberlo hecho.
—¿Por qué me han traído a este lugar? —preguntó.
—Porque cuando escapó de la iglesia corría usted un grave peligro. Los caballeros habían empezado a rodear toda la zona.
Detrás de ellos se alzaba el monasterio, protegido como si de una fortaleza se tratara. Un extremo se había desmoronado. Su paso alteró la tierra blanda y de debajo de las semillas y las hierbas le llegó el olor dulce de la materia descompuesta.
—Me parece que en este momento debo hacer frente a otro peligro mucho más cercano. Estoy hablando de mi guardián.
—¿Quién? —La mirada de Zorzi se endureció—. ¿Jen?
Bravo asintió.
—Tonterías. Yo la entrené, pero creo que eso ya lo sabe, ¿no? —La expresión de Zorzi se ensombreció, congestionada por la ira—. ¿Pretende desacreditarme? Ella es mi alumna más brillante, un verdadero prodigio, podría decirse.
—No pretendo ofenderlo, algo le sucedió a Jenny. Ella asesinó al padre Mosto y me atacó. Eso ocurrió pocos minutos después de que el padre Mosto me advirtió de que mi padre sospechaba que ella podía ser una traidora.
Bravo no le dijo a Zorzi que en la lista que el sacerdote le había mostrado también figuraba el nombre de Zorzi. ¿A quién debía creer? ¿En quién podía confiar?
—Pero lo que dice es algo monstruoso. Ella nada menos…
—Ella nada menos, sí. Recelada e injuriada por la orden, Jenny tenía muchos motivos para traicionarnos.
Zorzi negó con la cabeza.
—Pero no a mí, ella jamás me traicionaría. Tiene que haber otra explicación.
—Dígamela, por favor.
Pero no hubo ninguna respuesta por parte de Zorzi, que se volvió con las manos convertidas en puños. En la distancia, Bravo alcanzó a ver una embarcación, pero a través de la calina parecía un espejismo o un antiguo trirreme romano. La laguna estaba completamente en calma, ¿por qué no iba a producir espejismos? Pensó en Jenny, la expresión de sus ojos, el olor de su piel, el tacto de su pelo. El grado en el que había confiado en ella sólo se hacía evidente ahora, y esa confianza lo había llevado a bajar la guardia con ella. ¿Habría hecho lo mismo su padre? ¿Se había metido Jenny debajo de su piel igual que había hecho con él? El padre Mosto estaba seguro de ello. «Yo la temo —había dicho—, porque ella fue capaz de llegar a Dexter de un modo que nadie más pudo conseguir». Jenny lo había asesinado, ella era la traidora, como Dexter había temido. Al mirar hacia la laguna, Bravo vio el cielo reflejado en el agua… ¿o acaso era el cielo donde veía reflejada la laguna? Mareado, ya no podía asegurarlo; todo lo que había dado por sentado había resultado ser todo lo contrario.
—Después de todo lo que he hecho por ella… —La voz de Zorzi se quebró—. La interrogaré. Y, si es culpable, yo mismo la mataré.
—Y yo estaré a su lado —dijo Bravo.
Zorzi se volvió hacia él.
—Usted no hará nada de eso, amigo mío. Usted es el custodio, sabe cuál es su misión. Nada debe detenerlo o siquiera retrasarlo. Debe encontrar el escondite de los secretos y mantenerlo a salvo de los caballeros.
—Pero yo no sé dónde están escondidos los secretos.
—¿No lo sabe? —Zorzi sacó el monedero de acero que Bravo había descubierto dentro del armario de las limosnas—. Paso número tres —dijo, tendiendo la mano con el monedero hacia Bravo.
—¿Me lo quitó a mí?
—Sólo para protegerlo, se lo aseguro.
El brazo de Zorzi aún estaba extendido, y Bravo vio una águila en pleno vuelo tatuada en su antebrazo.
Al ver la dirección de su mirada, Zorzi sonrió.
—Llevo esta águila con orgullo, Braverman. Sólo seis o siete familias en toda Venecia podían exhibir el águila o el lirio en su escudo de armas. Mi familia se remonta al siglo vii, más atrás dicen algunos, hasta la fundación de Roma.
—Zorzi, sí —dijo Bravo con expresión pensativa—. Su familia es una de las
case vecchie
, las casas antiguas. Las veinticuatro familias fundadoras de la República.
Zorzi enarcó las cejas.
—Ahora estoy realmente impresionado. Hay muy pocas personas que sepan eso, y otros simplemente no lo creen. No obstante, es una historia auténtica.
Continuaron caminando un poco más junto a la orilla. La intensa luz del sol se abatía sobre el agua de la laguna tornándola del color del metal fundido. Las aves de la costa se lanzaban en picado y se llamaban unas a otras entre los juncos. Un poco más allá se extendían una serie de
barene
, bancos de sal —arcilla y arena, en realidad— depositados durante años por las corrientes, donde se alimentaban las arpellas y las currucas.
—Ahora lo dejaré solo para que lea las hojas de té que le legó su padre —dijo Zorzi, y se alejó en dirección a dos de sus hombres que se encontraban a unos trescientos metros en la costa del islote.
Bravo, agradecido de poder quedarse a solas durante este proceso, miró la cerradura cuadrada. Era del mismo tamaño y profundidad que la cerradura de la caja de seguridad submarina que había encontrado en Saint Malo. Acto seguido, insertó la segunda llave en forma de gemelo dentro de la cerradura, la hizo girar hacia un lado y luego hacia el otro. El monedero de acero se abrió.
En su interior había un rollo de papel con otra clave escrita en él. Bravo la estudió con detenimiento. Esta nueva clave era, obviamente, de una naturaleza diferente y más compleja que el código de sustitución modificado ideado por César. Bravo comprendió que necesitaría un libro de claves, de modo que parecía lógico que su padre le hubiese proporcionado uno.
Sacó la pequeña y gastada libreta de notas. Era el único lugar en el que su padre podría haber escrito el protocolo del código. Subió por el rompeolas y se sentó sobre la piedra blanca, mirando hacia la laguna cubierta por la calina. El agua y el cielo resultaban indiscernibles, todo era un puro reflejo, y se sintió nuevamente invadido por ese sentido de la inversión, como si la propia Venecia fuese una lente a través de la cual ahora se veía obligado a mirar.
Con una paciencia casi obsesiva, estudió la libreta de notas, buscando números de página, línea y letra, las fuentes habituales para encontrar la clave para esa clase de código. Por supuesto, podía empezar haciendo una lista de las frecuencias de letras en el texto cifrado. Por ejemplo, en inglés la e era la letra más utilizada del alfabeto, y la? la segunda más usada. Cada letra del alfabeto tenía un porcentaje de frecuencia. Asimismo, las vocales tendían a asociarse entre sí, como en los casos de
ou
e
ie
, mientras que las consonantes raramente lo hacían.
La descodificación de la frecuencia de las letras se remontaba al siglo ix. El científico árabe Abu Yusuf al-Kindi aportó la primera descripción conocida de este proceso. No obstante, el método de descodificación ideado por al-Kindi resultaba más útil en los mensajes largos —cuanto más extenso fuese el texto codificado, mejor funcionaba el método de frecuencia de letras—, y ese texto era corto. En segundo lugar, y lo que era más importante en ese caso, era que la frecuencia de las letras cambiaba según el idioma que uno estuviese usando. Por ejemplo, las dos letras más utilizadas en árabe eran la
a
y la
l
. Bravo sabía, sin embargo, que en el texto no se emplearían menos de cinco idiomas. Eso era típico de su padre, a quien no había nada que le gustase más que coger un código clásico y ponerlo patas arriba, de modo que confundiese incluso a un experto descodificador.