Mientras Rule y Bravo observaban la escena, otro monje se acercó hacia la embarcación para ayudar a su compañero a llevar los barriles al monasterio. Cuando los monjes estuvieron fuera de la vista, ambos echaron a correr hacia la embarcación y saltaron a bordo. Los dos monjes regresaron y cogieron otros tantos barriles. El último turista había subido al transbordador y el enorme barco hizo sonar nuevamente la sirena mientras los motores se ponían en marcha.
Rule se colocó detrás del timón y pulsó el botón del encendido, al tiempo que Bravo soltaba los cabos que mantenían sujeto el
motoscafo
al muelle. Los monjes acababan de desaparecer dentro del monasterio y Rule aprovechó el momento para alejarse del muelle. Su oportunidad era escasa, ya que los monjes podían volver a aparecer en cualquier instante, pero resistió la urgencia de lanzarse hacia adelante y mantuvo la velocidad del
motoscafo
a la misma que llevaba el transbordador. Ambas embarcaciones se movían en tándem, el
motoscafo
oculto de la mirada de los guardianes por la enorme mole del transbordador. Una garza nocturna se cruzó en su camino, silenciosa como la muerte, y mientras la tierra se alejaba a través del agua negra y susurrante, les llegó un último soplo fragante de los pinos de San Francesco del Deserto.
Luego las luces amarillas estuvieron sobre ellos y se encontraron en medio del canal, libres.
Después de muchas horas, la celebración de los nuevos caballeros —los caballeros de Muhlmann, como los llamaba Jordan en privado— seguía en pleno festejo. Los invitados habían consumido una cena de doce platos servida por Ostaria dell'Orso, uno de los mejores restaurantes de Roma, acompañados de cinco cajas de Brunello di Montalcino añejo. Los presentes habían disfrutado de habanos Montecristo, copas de coñac y trufas de chocolate negro, cada una de ellas impresa con una miniatura del escudo de Muhlmann, transportadas por avión desde Bélgica ese mismo día.
Jordan, con el estómago lleno y la cabeza encendida por su victoria, estaba acabando su segunda copa del delicioso Hiñe cosecha de 1960 cuando Osman Spagna le dio unos discretos golpecitos en el hombro. Una mirada a su expresión fue suficiente para que Jordan se levantase y siguiera al hombre bajo a la habitación donde había firmado el contrato de venta de la villa. Nada más entrar, Spagna cerró la doble puerta tras de sí. Jordan vio delante de él a cuatro de los caballeros más ricos e influyentes de la orden: un comerciante en diamantes del cártel de los Países Bajos, un miembro del Parlamento inglés, un gestor financiero norteamericano y el presidente de un conglomerado de empresas metalúrgicas australianas y sudafricanas.
—Caballeros —dijo Jordan, acercándose a ellos—. ¿Qué es todo esto? —Se echó a reír—. ¿Una reunión de cerebros?
—Eso esperamos fervientemente, gran maestre.
Dejaron que el miembro del Parlamento fuese el portavoz, lo que constituyó una pequeña sorpresa para Jordan, que esperaba que fuera el norteamericano quien se encargase de ese papel. Pero habían decidido escoger la vía menos agresiva, una acción propia de un caballero.
—Nos gustaría mantener una breve conversación con usted —dijo el parlamentario inglés con su tono más suave y afectado—. En teoría, no tenemos ningún problema con la acción que usted ha llevado a cabo…
—El
coup
—dijo el norteamericano, balanceándose sobre los talones.
—Aquí hay algo que apesta. —Jordan miró duramente al norteamericano—. ¿Es un motín lo que huelo en el aire?
El parlamentario inglés se movió al instante para alisar las plumas que el imprudente comentario del norteamericano había agitado.
—Nada de eso, se lo aseguro. Todos lo reconocemos como gran maestre, todos creemos que es usted el hombre indicado para el cargo.
Jordan, esperando lo peor, no dijo nada. Era muy bueno esperando, mejor que ellos cuatro juntos, se atrevería a apostar.
El parlamentario, delgado como un raíl y muy pálido, se aclaró la garganta.
—No obstante, prevemos un problema potencial.
—Un gran problema —interrumpió el norteamericano. Era un hombre grande, grueso, con acento del Medio Oeste y la pose agresiva de un matón.
Jordan se percató de que nadie quería contener al norteamericano, y eso significaba que era el perro de ataque que habían designado. Un movimiento inteligente de su parte.
—¿Y cuál sería ese problema? —dijo Jordan.
—Su madre —respondió el parlamentario suavemente—. No es ningún secreto que ha querido hacerse con el control de los caballeros. Todos nosotros hemos tolerado sus maquinaciones por respeto a usted, gran maestre, pero ahora… ahora ella se ha metido en el campo de acción en compañía de Damon Cornadoro, y nos preguntamos… bueno, nos preguntamos si desempeñaría un papel tan activo en esta empresa si no fuese su madre.
Un silencio sofocante descendió ahora sobre los seis hombres. El parlamentario inglés volvió a aclararse la garganta y alguien —el holandés, quizá— tosió nerviosamente.
—Yo planeé que así fuese —dijo Jordan con voz neutra—. ¿Acaso están cuestionando mi decisión?
—No, en absoluto —respondió inmediatamente el inglés—. No obstante, nos han llegado algunos informes acerca de las actividades de su madre y creemos que se debe hacer algo para contenerla.
—Ustedes no conocen a mi madre —repuso Jordan.
—Al contrario, creo que la conocemos muy bien.
El sudafricano se adelantó entonces y apoyó sobre la mesa un voluminoso dossier. Observó a Jordan cuando éste lo abrió. En su interior había una serie de fotografías de Camille y Cornadoro fundidos en un abrazo amoroso.
Después de un momento, el parlamentario inglés dijo:
—Éste es un cóctel muy peligroso, gran maestre. Estoy seguro de que entiende nuestra preocupación.
No había ninguna duda que Jordan la entendía, mucho mejor que cualquiera de ellos. ¡Maldita sea! Con una mano que apenas si sentía fue examinando las fotos, cada una más explícita que la siguiente. Cuidando de mantener su expresión absolutamente neutra, dijo:
—Aprecio su diligencia en este asunto, caballeros, pero ya conozco la indiscreción de mi madre.
Era mentira, pero una mentira necesaria al fin y al cabo. Esos hombres no debían saber que tenían más datos que él acerca de su familia.
—Seguramente puede ver que se trata de algo más que de una indiscreción —dijo el parlamentario inglés.
El norteamericano avanzó unos pasos.
—Creo que lo que huele, gran maestre, es una conspiración entre ellos dos.
—Tengo la situación perfectamente controlada —dijo Jordan—, se lo aseguro.
—Excelente —asintió el parlamentario. Ahora estaba radiante—. Eso es todo lo que necesitábamos saber, gran maestre. Dejamos el resto en sus manos. —Señaló entonces el dossier—. Puede estar seguro de que todas las copias han sido destruidas.
Spagna abrió la doble puerta, el murmullo y el humo aromático de los puros llegaron desde el gran salón, y los cuatro hombres, con su tarea cumplida, se dirigieron rápidamente hacia la salida. El último miembro del grupo era el norteamericano. Mientras los demás se marchaban, él se volvió como si lo hubiese pensado mejor y, dirigiéndose hacia donde estaba Jordan, susurró algo de modo que sólo él pudo oírlo.
—Ya sabe lo que tiene que hacer, ¿verdad? ¿Cómo es ese dicho inglés? —Sonrió—. Oh, sí: «¡Que le corten la cabeza!
[2]
»
C
ÓMO van tus cosas, hijo? —preguntó Dexter Shaw.
Bravo bajó la vista y luego la desvió.
—Ya sabes. Todo igual.
—No nos hemos visto desde hace meses. Tú has estado en Stanford y yo he estado fuera.
Padre e hijo estaban sentados a una mesa en un restaurante birmano al aire libre cerca de la calle M. Era verano, y Georgetown se estaba calcinando. Bravo había ido allí a ver a su padre y Dexter se había tomado la tarde libre. Aquella noche habían programado ir a escuchar a la Orquesta Filarmónica de Washington desde el palco presidencial.
—En cualquier caso —continuó Dexter—, me refería a las chicas. —Trató de encontrar la mirada de su hijo—. ¿Tienes alguna… una chica especial, quiero decir?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —Dexter levantó la cabeza—. No puedes hablar en serio. —Luego, tras una larga pausa, añadió—: Ah, ya entiendo. No quieres contármelo. Está bien, Bravo, si no te apetece compartir…
—¿Compartir? ¿Por qué debería compartir nada? —preguntó Bravo abruptamente—. ¿Cuándo has compartido tú algo conmigo?
Dexter parpadeó.
—En este momento podría pensar en un montón de…
—Algo importante, papá. —Bravo no había sido capaz de mantener el tono de exasperación ausente de su voz—. Y, hablando de ello, ¿cuándo has ido a Stanford…?
—Hace un año, en octubre creo que fue.
—Claro, fue cuando estabas de camino hacia… ¿dónde era?
—Bangkok.
—Exacto, Bangkok, íbamos a almorzar y luego iríamos al teatro. Yo tenía las entradas y entonces…
—Mi programa cambió. Ya te lo dije entonces, Bravo, lo siento mucho, pero no había nada que yo pudiese hacer.
—Podrías haberte quedado.
—No, no podía —contestó Dexter—, no tengo esa clase de trabajo.
En ese momento les llevaron el almuerzo y ambos se quedaron en silencio, agradecidos por la distracción que suponía la comida. El humo fragante del horno de carbón flotaba en el aire del frondoso jardín, lleno de coloridos faroles de papel; se oían risas y el murmullo de otras voces, el sonido de los cubiertos contra los platos, camareras vestidas al modo tradicional birmano recorriendo en silencio las mesas.
Finalmente, Dexter dejó su tenedor y dijo:
—Honestamente, me gustaría que me contaras algo sobre cualquier persona especial que pueda haber en tu vida.
Bravo alzó la vista y su padre le sonrió, una expresión que lo retrotrajo a la infancia, a los mejores días de su relación. No obstante, obcecadamente, no dijo nada. Sentía el rencor que le provocaba la inconstante atención de su padre, la decepción por sus largas ausencias, su negativa a hablar de ello.
—De acuerdo —dijo Dexter—, entonces te hablaré yo de mi primer amor. —Bebió un trago de cerveza y su expresión se volvió aún más pensativa—. Era inteligente y muy guapa, pero su característica principal era que salía con un amigo mío. Yo la había conocido en una fiesta (un evento con mucho alcohol de por medio) y comenzamos a hablar mientras mi amigo estaba completamente borracho, con la cabeza apoyada en el regazo de otra chica que también estaba inconsciente.
»Bien, el caso es que nos enrollamos, y luego los dos estábamos tan turbados que no sabíamos qué hacer, vagando durante días en una especie de ofuscamiento dolorosamente placentero, ya sabes de lo que estoy hablando… ninguno de los dos podía dormir o comer. En lo único que podíamos pensar era, bueno…
»Finalmente no pudimos resistirlo más y nos encontramos a escondidas. Después me pregunté si había sido eso lo que había echado a perder la relación. Fue bastante ardiente y, aunque no duró mucho, parecía que duraría toda la eternidad.
Dexter apoyó sus manos de hierro encima de la mesa.
—Uno podría pensar que el engaño necesario para mantener la relación me había agotado, pero, realmente, ése no era un problema para mí. Sin embargo, lo que descubrí… verás, era joven y estaba tan solo como solamente la gente joven puede estarlo. Había cortado temporalmente, y de un modo bastante irreflexivo, la relación con mis padres, nunca fui un tío muy sociable, de modo que me sentía solo. Esa chica… vi en ella una manera de establecer un contacto, de salir de mi encierro.
Dexter se echó a reír.
—A veces los seres humanos son tan estúpidos… piensan que el sexo podrá aliviar su soledad existencial. De hecho, el sexo no hace más que reforzar la realidad, es un recordatorio vivido de cuán solos estamos verdaderamente.
»Verás, Bravo, la cuestión no es si uno está solo o no; de lo que se trata es de lo que uno hace con su soledad. —Volvió a levantar la cabeza—. ¿Entregarse al malhumor y a la desesperación, o comenzar a aprender cosas sobre uno mismo? Sin ese conocimiento, ¿cómo podemos empezar a establecer contacto con nadie?
—¿Ésta es otra de tus lecciones? —preguntó Bravo, aburrido—. Ya no tengo diez años.
—No se trata de ninguna lección, Bravo. Sólo estaba tratando de decirte… de hacer aquello que querías… compartir algo contigo.
Bravo apartó la mirada y se mordió el labio.
—Lo que intento decirte, hijo, es que tú y yo… somos diferentes de los demás. Nosotros somos… bueno, supongo que podrías llamarnos
outsiders
o algo así; nos resulta mucho más difícil encontrarnos a nosotros mismos. A veces me pregunto qué es lo que debo hacer para salvarme.
—¿Salvarte? —Bravo volvió la cabeza y miró a su padre a los ojos—. ¿Salvarte de qué?
—Del mal —dijo Dexter—. Oh, no me refiero a la clase de mal que se encuentra en las cruzadas, en Auschwitz y Buchenwald, Hiroshima, Angola o Bosnia. No estoy hablando de la asombrosa crueldad del ser humano. Ese mal se apodera de tu mente y no te suelta. Es una especie de náusea del alma, cuando piensas que nada de lo que posees puede salvarte. «¿Qué estoy haciendo aquí?, te preguntas. ¿Cuál es mi propósito?». Dexter sostuvo su vaso de cerveza entre sus poderosas manos como si de un tallo de trigo se tratase.
—Tú y yo, Bravo, no somos lo que hemos supuesto que somos. Es natural, supongo, preguntar porqué. La respuesta es: porque hay un poder dentro de nosotros. ¿Acaso somos superhombres? No. Pero tal vez somos como artistas; no somos hombres huecos, como tan bien los definió Eliot, aunque ésa pueda ser nuestra primera reacción. Como todos los artistas de todas clases, nuestro deseo, entonces, es escapar, escapar del horror de lo mundano, convertirnos en algo mejor, conducir a los demás a través del mismo camino, para, de alguna manera, salvarlos de sí mismos.
Bravo estaba fascinado. Entendía cada palabra dicha por su padre, la entendía con cada fibra de su ser, la entendía hasta lo más profundo de su alma. Esta toma de conciencia lo conmovió hasta la médula.
Dexter se encogió de hombros.
—Si no lo entiendes ahora, confío en que lo hagas algún día.
«Sí lo entiendo», pensó Bravo, y estaba a punto de decírselo a su padre cuando Dexter miró su reloj.
«Dios mío, papá, no. No lo hagas…»— Lo siento, Bravo, pero debo ir a al aeropuerto. Me temo que tengo que marcharme otra vez. —Dexter empujó las dos entradas con un pase lujosamente adornado con el sello presidencial—. Lleva a tu chica, la chica de la que no quieres hablarme, a escuchar a la Filarmónica. Confía en mí, a ella le encantará sentarse en el palco presidencial.