El testamento (48 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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«Que le den al palco presidencial, no vuelvas a abandonarme…».

Los destellos sobre el agua parecían seguirlos en la estela gris de la embarcación. El cielo y el mar estaban pintados con los mismos tonos de negro y morado, y las islas bajas de la laguna se extendían como si de un gigantesco código se tratara. De pie junto a su tío Tony, con el motor del
motoscafo
vibrando bajo las suelas de sus zapatos, moviéndose a través de esa laguna oscura y brumosa de la antigüedad, Bravo tuvo la impresión de que Venecia pertenecía a su padre. Unas luces de origen desconocido bailaban sobre el agua, refractadas y reflejadas en forma de llamas frías que iluminaban las breves olas oscuras como la tinta, suaves como el cristal.

Bravo sacó la SIG Sauer, al tiempo que trataba de no pensar en el tío Tony quitándosela de las manos y disparándole a Paolo Zorzi a quemarropa. Tal vez en el Voire Dei eso fuese lo que había que hacer en ese momento, no lo sabía.

—No lo entiendo —dijo, apartando la mente de esos negros pensamientos—. Comprobé el mecanismo después de que Zorzi me la devolvió.

Rule le echó un vistazo.

—Pero no pudiste disparar, ¿verdad? El gatillo no llega a completar todo el recorrido. Zorzi lo saboteó antes de devolverte la pistola.

Bravo estaba completamente seguro de que la pistola funcionaba bien, pero luego oyó el ruido seco e inquietante del hielo al quebrarse y se estremeció. Lo último que necesitaba ahora era que su imaginación volara al pasado. Se concentró en el trabajo que tenía entre manos y, sentándose en el reluciente banco de caoba que había en cubierta, separó con cuidado cada pieza de la pistola a medida que la desmontaba. Cuando llegó al mecanismo que activaba el gatillo descubrió algo que había escapado a su primera inspección superficial: allí había algo encajado que lo obturaba.

—¿Lo ves? —dijo Rule.

Bravo extrajo el objeto y lo examinó cuidadosamente.

—Esto no es obra de Zorzi. Mi padre lo dejó aquí para que yo lo encontrase. Él me enseñó a desmontar una arma antes de usarla, ésa era la regla número uno. Nunca tuve tiempo de hacerlo.

Rule volvió a mirar el objeto que Bravo había sacado del mecanismo del gatillo.

—Todo lo que veo es una pelota de tela vieja.

—Pero no de cualquier tela. —Bravo la extendió—. Es un tejido basto mezcla de algodón y lana del que se decía que fue el material que se utilizó para confeccionar el pañuelo que María llevaba en la cabeza y para el manto de Lázaro.

En ese momento estaba recordando el código que su padre había dejado para él en el monedero de acero: «Recuerda dónde estabas el día que naciste». Hospital Santa María de Nazaret.

No María de Nazaret, como había pensado en un principio.

—¿No hay una isla en la laguna con una iglesia que se llama María de Lázaro o algo parecido?

Rule asintió.

—Se la utilizaba como una estación de tránsito para los peregrinos en su viaje a Tierra Santa. La iglesia desapareció hace tiempo. —Pensó durante un momento—. Lazzaretto Vecchio se encuentra hacia el sur, justo debajo del Lido. —Desvió el rumbo del
motoscafo
en esa dirección—. En el antiguo dialecto veneciano, el nombre de María se convirtió en
n azare tum
y, por último, del mismo modo que sucede en todas las lenguas, se distorsionó aún más hasta llegar a
lazaretto
. A lo largo de los siglos, la isla ha servido para diversos cometidos. En el siglo xiv, por ejemplo, se utilizó para aislar en cuarentena a las víctimas de la peste durante la primera gran epidemia que asoló la ciudad. —Apartándose del canal e internándose en la laguna propiamente dicha, Rule aumentó la velocidad del
motoscafo
—. Sigue siendo un lugar encantador, pero actualmente es sólo un centro para perros perdidos.

«Recuerda el nombre de tu tercera mascota».
Bark
.

Bravo se echó a reír.

Jenny, en compañía del emisario de Paolo Zorzi, llegó a San Francesco del Deserto para encontrar a su mentor con un aparatoso vendaje en la cabeza y con un humor de perros. La joven estaba nerviosa y trastornada, pero su emoción más intensa, con diferencia, era la culpa.

Ambos se sentaron en el refectorio, un lugar que ella encontró opresivo y sombrío. Las velas titilaban a su alrededor y se percibía el hollín en el aire. Ante su sorpresa, en la habitación había otros cuatro guardianes. Esperó a que Zorzi hablase, pero él no pareció percatarse de su presencia. En cambio se concentró en el mensaje que aparentemente acababa de recibir. Jenny habría dado cualquier cosa por saber qué decía. Cuando su mirada se dirigió nuevamente hacia Zorzi, advirtió sus ojos enrojecidos. Parecía que no hubiese dormido en dos o tres días.

Finalmente, él dijo:

—El padre Mosto ha sido asesinado.

—Y Bravo ha desaparecido hace más de cuatro horas y usted me ha tenido esperando todo ese tiempo —dijo ella a modo de respuesta—. ¿De qué otro modo seguirá castigándome?

Zorzi levantó la vista, empalándola con sus ojos implacables.

—Hablando de Braverman Shaw —dijo suavemente—, nunca le entregaste el mensaje que te ordené que le dieses, ¿verdad?

—¿Que Anthony Rule es el traidor? No.

—¿Por qué?

Jenny conocía muy bien esa voz aterciopelada y se encogió al pensar en el puño de hierro que se escondía detrás.

—Porque no creo que sea verdad.

—¡No te corresponde a ti decidir sobre estas cuestiones!

La joven, muy nerviosa de por sí, se sobresaltó más aún ante la dureza de su voz.

—Tenía razón cuando le aconsejé a Dexter Shaw que no te asignara la protección de su hijo.

—Usted fue quien me entrenó.

Jenny ya no pudo seguir ocultando su amargura.

—Precisamente por eso.

—Usted fue más duro conmigo que con sus pupilos varones; se aseguró de que así fuese.

Zorzi ignoró su exabrupto.

—Nunca tendría que haber escuchado a Dexter. Todos mis instintos me decían que estaba cometiendo un error.

Zorzi la miró con una expresión que reservaba sólo para aquellas personas que le habían decepcionado. Ella pudo sentir en su interior que él se había apartado de su esfera, que cualquier cosa que pudiese decirle —cualquier excusa que ella pudiera esgrimir— caería ahora en oídos sordos. Zorzi había terminado con ella.

Jenny, asimilando todo lo que esto significaba, estaba sumida en la desesperación. Estaba de pie, la cabeza hundida entre los hombros ligeramente encorvados, como si necesitase protegerse del ataque de las palabras de Zorzi. Siempre había pensado que él creía en ella; ahora sabía que, si no hubiese sido por la intervención directa de Dexter, Zorzi la habría rechazado como los demás miembros de la orden. La fe de Zorzi estaba depositada en Dexter, no en ella.

No obstante, aún no estaba dispuesta a rendirse.

—¿Por qué estamos aquí sentados cuando deberíamos estar buscando a Bravo?

—Yo preferiría que hablásemos de ti —dijo Zorzi—. Cuéntame qué ocurrió.

—Estaba montando guardia delante de la rectoría donde Bravo y el padre Mosto estaban reunidos, y de pronto alguien me atacó por detrás y me dejó sin sentido. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en una especie de trastero. Cuando salí al corredor encontré al padre Mosto con el cuello cortado y mi cuchillo junto a él en un charco de sangre.

—Tu cuchillo.

—Sí.

—¿Cómo supones que llegó tu cuchillo hasta allí?

—Obviamente me lo quitó la misma persona que me atacó.

—¿Cómo podía saber esa persona que llevabas el cuchillo encima?

El corazón de Jenny dio un pequeño vuelco. Miró a su alrededor a los otros cuatro guardianes, que parecían estar pendientes de todas y cada una de sus palabras. Por primera vez vio su situación bajo un prisma completamente diferente.

—¿Esto es un interrogatorio? ¿Cree que yo maté al padre Mosto?

Zorzi se levantó y comenzó a pasearse delante de ella.

—Como sabes, hay un traidor entre nosotros. En este último tiempo, cuando el número de muertes ha aumentado, se me ha ocurrido que quizá haya más de un traidor. —Hizo una pausa y la miró fijamente—. Ya sabes a qué me refiero.

—Todo lo que sé es que debo ir a buscar a Bravo —dijo ella obstinadamente—. Cometí un fallo; es mi responsabilidad…

—Me temo que no puedo permitirlo.

—Usted cree que soy una traidora —repuso Jenny con voz sofocada.

Allí estaba otra vez esa expresión que confirmaba la distancia que Zorzi había puesto entre ellos, y cuando habló, su tono era frío e implacable.

—Has fracasado en la protección de nuestro bien más preciado; eso es imperdonable. Y por si eso no fuera suficiente, consideremos la situación desde el punto de vista de Bravo. Él encuentra el cuerpo del padre Mosto, el cuello cortado, tu cuchillo ensangrentado junto al cadáver, y tú desaparecida. ¿Qué pensarías tú si fueses Bravo? —Zorzi aplastó el mensaje en su mano con una especie de furia helada que aterrorizó a Jenny—. Su posición es la misma que la mía, no puedo permitirme confiar en ti.

Ella se levantó.

—No puede… —Se interrumpió, volviéndose cuando los cuatro guardianes se acercaron a ella—. Esto no es justo —dijo con voz débil, y de inmediato se sintió como una estúpida, porque si ella hubiese estado en el lugar de Zorzi, habría hecho exactamente lo mismo que estaba haciendo él.

—Ahora debo marcharme —dijo él—, para tratar de arreglar el desastre que has causado. —Se volvió—. Reza por mí. Reza para que pueda encontrar a Braverman Shaw antes de que sea demasiado tarde.

Con esta concluyente acusación, Zorzi y dos de los guardianes abandonaron el refectorio. La pesada puerta de madera y hierro se cerró con estrépito a sus espaldas.

Otra oleada de desesperación se abatió entonces sobre Jenny, alimentada por su sensación de indignación e impotencia. Había perdido la confianza de su mentor y estaba retenida por su propia gente, todo a causa de su negligencia, su enamoramiento de colegiala, su propia estupidez. ¿Por qué no se había mantenido libre de compromisos emocionales?

Los dos guardianes que habían quedado en el refectorio la miraban con una mezcla de compasión y hostilidad. Ella apartó la vista. Podía hacer frente a la hostilidad, siempre lo había hecho; era la compasión lo que no podía soportar. Para agravar su estupidez dio unos pasos alocados hacia los dos guardianes. Uno la abofeteó mientras el otro se apartaba para poder cubrirla desde un ángulo diferente. Jenny retrocedió tambaleándose y el guardián la obligó a que se sentara y le dijo que no se moviera de allí.

Ella miró con odio su expresión burlona.

—Siempre supe que acabarías así. —El guardián la contempló como si fuese una cucaracha que estaba a punto de aplastar bajo su bota—. Eres un fracaso; peor aún, eres una deshonra.

El tipo escupió al suelo, entre las rodillas de Jenny, antes de alejarse.

Ella se dio media vuelta y apoyó los brazos encima de la mesa. Pensó entonces en el desastre en que había convertido su vida. Pensó en Ronnie Kavanaugh y en Dexter Shaw. Pensó en el otro camino que podría haber sido suyo, el camino que le habían arrebatado, en cuya terrible secuela había aparecido Dexter para salvarla. Pero ¿la había salvado realmente?, pensó con amargura. ¿Para qué? ¿Para eso?

Apoyó la cabeza en los antebrazos. Por último, pensó en Bravo. No había querido pensar en él, pero ahora, en su desesperación, no pudo evitarlo. Él podría haber sido quien la salvara, verdadera y finalmente, como Dexter no había sido capaz de hacer. Pensó que ahora entendía por qué Dexter había querido que fuese ella quien protegiese a su hijo. Con su extraña anticipación del futuro, él lo supo, debió de saberlo, Jenny estaba segura de ello.

De pronto oyó las risas burlonas de sus guardianes —sus antiguos compañeros—, y ese sonido la atravesó como la hoja de un cuchillo. Se sintió inmediatamente avergonzada; ellos podían ver la debilidad que siempre habían sospechado que un día acabaría por hundirla en la miseria.

Entonces, en su mente apareció la imagen de Arcángela, y con ella el recuerdo de la vida que la monja había llevado, de las privaciones casi insoportables que había resistido para que sus pupilas pudieran seguir adelante con su trabajo. «Sacrificio» parecía una palabra inadecuada para el camino que esa mujer había elegido. En cualquier caso, pensó, era su coraje lo que parecía recorrer ahora las venas de Jenny como una enredadera que, a pesar de las agresiones de la helada y el hacha, se niega a morir. En cambio, crecía con un verde brillante en la primavera de sus emociones. Y ahora comprendió que Arcángela le había dado algo incluso más precioso que el consejo y el apoyo que había recibido de Dex: la Anacoreta le había dado la oportunidad de recuperar su vida.

Ahora, a través de la lente de los misteriosos ojos de Arcángela, Jenny vio claramente cómo estaba repitiendo con Bravo los errores que había cometido con Ronnie y, hasta cierto punto, también con Dex. Había caído bajo el hechizo de ambos. ¿Por qué? Porque sentía que, de algún modo, ellos la salvarían. Pero nadie había acudido a salvar a Arcángela; ella tenía la fuerza interior necesaria para salvarse a sí misma.

Mientras estaba reunida con la Anacoreta se había sentido admirada y, en cierta medida, acobardada tanto por lo extremo de las circunstancias de Arcángela como por la profundidad de su fuerza interior. Ahora se daba cuenta de que ella poseía el mismo coraje; sólo debía reclamarlo.

Era más fácil decirlo que hacerlo, porque allí estaba, prisionera, con Paolo Zorzi de camino para encontrar a Bravo, mientras ella tenía la cabeza entre las manos, llorando. No era de extrañar que los dos guardianes se mofaran de ella. Estaba a punto de alzar la cabeza, de desafiarlos una vez más, cuando le pareció que sentía la mano de Arcángela apoyada sobre su hombro derrotado, impidiéndoselo.

«Espera —susurró una voz dentro de su cabeza—, hay una manera mejor». Permaneció donde estaba, la cabeza apoyada en los antebrazos, y siguió sollozando. Mientras tanto, su mente funcionaba a toda máquina. Si ellos pensaban que era débil, entonces dejaría que lo creyeran, permitiendo por una vez que la percepción que tenían de ella actuase en su beneficio. Eso era lo que Arcángela haría, estaba segura de ello. La Anacoreta, que había utilizado los medios que le habían impuesto, los medios que nadie más quería, para alcanzar extraordinarios fines.

Entonces comenzó a sollozar, los hombros encorvados y temblando de manera ostensible.

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