Authors: Agatha Christie
Se sentía desesperadamente desgraciada. La desagradaba la inactividad en cualquier situación, con todo el vigor y las firmes creencias de su edad. Pero en las circunstancias actuales no podía decidir su forma de actuar.
Había momentos en que desconfiaba de sus propias facultades y recuerdos sobre lo ocurrido. Y no había nadie, absolutamente nadie, en quien poder confiar.
Media hora después, cuando la señorita Lawson entró de puntillas en el dormitorio, llevando una taza de extracto de carne, quedó un tanto indecisa viendo que su señora tenía los ojos cerrados. Pero de pronto Emily pronunció dos palabras con tanta fuerza y decisión, que Minnie casi dejó caer la taza.
—Mary Fox —dijo la señora Arundell.
—¿Una caja? —preguntó Minnie—. ¿Ha dicho que necesita una caja?
[1]
—Se está volviendo sorda. No he dicho nada sobre ninguna caja. Dije Mary Fox. La señora que conocí en Cheltenham el año pasado. Es la hermana de uno de los canónigos de la catedral de Exeter. Déme esa taza. Va a derramar su contenido en el platillo. Y no camine de puntillas. No sabe usted lo irritante que resulta. Ahora vaya abajo y tráigame la guía telefónica de Londres.
—¿Quiere que le busque el número? ¿O la dirección?
—Si quisiera que lo buscara ya se lo hubiera dicho. Haga lo que le dije. Tráigala y prepáreme el recado de escribir.
La señorita Lawson obedeció.
Cuando salía del dormitorio, una vez acabó de hacer lo ordenado, Emily Arundell le dijo de improviso:
—Es usted una buena persona, Minnie. No haga caso de mis gritos. Ladro, pero no muerdo. Es usted muy buena y muy paciente conmigo.
La mujer salió de la habitación con la cara sonrojada, mientras de sus labios brotaban palabras incoherentes.
Sentada en la cama, Emily escribió una carta. La redactó despacio y cuidadosamente, haciendo largas pausas y subrayando gran número de palabras. Llenó el papel por las dos caras, porque se había educado en una escuela donde aprendió a no malgastarlo. Al fin, con un gesto de satisfacción, firmó y metió el pliego en un sobre en el que escribió un nombre. Luego cogió una nueva hoja. Esta vez escribió la carta de un tirón y después de haberla repasado y borrado alguna palabra, la copió en una hoja limpia. Volvió a leer con detenimiento lo que había escrito y satisfecha de haber expresado sus pensamientos, metió esta nueva carta en un sobre y lo dirigió a William Purvis. Esq. Señores Purvis, Charlesworth y Purvis. Procuradores. Harchester.
Tomó otra vez el sobre que escribiera anteriormente, el cual estaba dirigido a «Mr. Hércules Poirot». Abrió la guía telefónica y después de encontrar la dirección la añadió bajo su nombre.
Se oyó un golpecito en la puerta.
La señorita Arundell escondió apresuradamente el sobre que tenía en la mano, es decir, el que acababa de dirigir a Hércules Poirot, bajo la tapa de la carpeta en que había estado escribiendo las dos mencionadas epístolas.
No tenía intención de despertar la curiosidad de Minnie. Era demasiado fisgona.
—Pase —dijo al mismo tiempo que se recostaba en los almohadones con gesto de alivio.
Había tomado medidas para enfrentarse a la situación.
Los hechos que acabo de relatar no llegaron a mi conocimiento hasta mucho tiempo después de haber sucedido. Pero interrogando a varios miembros de la familia, por separado, creo que conseguí un resultado bastante fiel de lo ocurrido.
Tanto Poirot como yo no nos vimos envueltos en el asunto hasta que mi amigo recibió la carta de la señorita Arundell.
Recuerdo muy bien aquel día. Era una mañana calurosa y sin viento, hacia finales de junio.
Poirot seguía una rutina peculiar para abrir el correo que recibía por la mañana. Tomaba cada uno de los sobres, lo escudriñaba cuidadosamente y luego lo abría con limpieza usando la plegadera. Repasaba el contenido y después colocaba la carta en uno de los cuatro montoncitos que iba formando al lado de la chocolatera. (Poirot bebía siempre chocolate en el desayuno. Una costumbre bastante original.) Y todo esto lo hacía con la regularidad de una máquina.
Así es que la menor interrupción de su ritmo llamaba inmediatamente la atención de quien estuviera a su lado.
Yo estaba situado cerca la ventana, mirando el tránsito callejero. Hacía poco que había vuelto de Argentina y era algo particularmente agradable para mí el encontrarme una vez más rodeado por el ajetreo cotidiano del inmenso Londres.
Volví la cabeza y dije, mientras sonreía:
—Oiga, Poirot. Yo, el modesto Watson, voy a aventurar una deducción.
—Encantado, mi querido amigo. ¿Qué es ello?
Adopté una actitud adecuada y dije pomposamente:
—Usted ha recibido esta mañana una carta de particular interés.
—¡En realidad es usted Sherlock Holmes! Sí; está usted en lo cierto.
Reí de buena gana.
—Ya ve que conozco sus métodos, Poirot. Si se determina a leer detenidamente una carta por dos veces, es seguro, que reúne un interés especial para usted.
—Juzgue por sí mismo, Hastings.
Sonriendo, mi amigo me tendió la carta en cuestión.
La tomé con no poco interés, pero inmediatamente hice un ligero gesto de sorpresa. Estaba escrita con un estilo de caligrafía pasado de moda y, además, ocupaba las dos caras de una misma hoja de papel.
—¿Debo leer todo esto, Poirot? —pregunté.
—¡Ah, no! No hay necesidad. Claro que no.
—¿Puede explicarme lo que dice?
—Preferiría que formara usted su propio juicio. Pero no lo haga si le molesta.
—No, no. Deseo saber de qué se trata —protesté.
Mi amigo comentó:
—Difícilmente podrá sacar nada en claro. En realidad, la carta no dice nada en concreto.
Considerando que esto era una exageración, me enfrasqué sin más contemplaciones en la lectura de la misiva.
Mister Hércules Poirot.
Apreciado señor:
Después de muchas dudas e indecisiones, le escribo (la última palabra estaba tachada y la carta proseguía), me he decidido a escribirle con la esperanza de que le será posible ayudarme en un asunto de naturaleza estrictamente privada. (Las palabras «estrictamente privada» estaban subrayadas por tres veces.) Puedo decir que su nombre no me es completamente desconocido. Me lo dio a conocer una tal señorita Fox, de Exeter, y aunque ella no tenía el gusto de conocerle a usted personalmente, dijo que la hermana de su cuñado, cuyo nombre, sintiéndolo mucho, no puedo recordar, se había referido a la amabilidad y discreción de usted en los más encomiásticos términos. (Estas dos últimas palabras subrayadas.) No traté de averiguar, desde luego, la naturaleza (subrayado) de la investigación que llevó usted a cabo por cuenta de dicha señora, pero por lo que pude deducir de las manifestaciones de la señorita Fox, se trataba de un asunto difícil y confidencial. (Las cuatro últimas palabras subrayadas con trazo grueso.)
Interrumpí la laboriosa tarea de descifrar la enrevesada caligrafía.
—¿Debo seguir, Poirot? —pregunté—. ¿Es que alguna vez trata esa señora de la cuestión fundamental?
—Continúe, amigo. Paciencia.
—¡Paciencia! —refunfuñé—. Es exactamente igual que si una araña hubiera caído en un tintero y se hubiera paseado luego sobre una hoja de papel. Recuerdo que mi tía abuela Mary tenía una escritura parecida a ésta.
Proseguí la lectura.
En mi presente dilema se me ha ocurrido que usted podría hacerse cargo de las investigaciones necesarias que preciso se lleven a cabo. El asunto es de tal especie, como comprenderá usted en seguida, que requiere la máxima de las discreciones, aunque, desde luego, puedo estar completamente equivocada lo cual deseo sinceramente y ruego (subrayado por dos veces) que suceda así. Una se encuentra a veces dispuesta a atribuir demasiada significación a hechos que pueden explicarse naturalmente.
—¿Todavía no ha terminado una hoja? —murmuré, perplejo. Poirot cloqueó:
—No, no.
—Esto parece no tener sentido. ¿Qué es lo que quiere decir esa mujer?
—
Continuez toujours
.
El asunto es de tal especie, que comprenderá usted en seguida...
—No; esto ya lo he leído. Oh, aquí estaba.
Dadas las circunstancias, estoy segura de que usted también lo apreciará así, me es completamente imposible consultar a nadie en Market Basing.
Miré el encabezamiento de la carta, en el que constataba la dirección: Littlegreen House, Market Basing, Berks.
Pero al mismo tiempo comprenderá usted, como es natural, que me siento intranquila. (Esta última palabra, subrayada.) Durante los últimos días he estado reprochándome el ser imaginativa con exceso (subrayado tres veces) pero sólo he conseguido que mis preocupaciones aumenten. Puede ser que esté atribuyendo demasiada importancia a lo que, después de todo, es una bagatela (subrayado dos veces), pero persiste mi intranquilidad. Creo que, en definitiva, debo hacer lo necesario para que mi pensamiento deje de preocuparse por este asunto. Porque esto en realidad pesa sobre mi conciencia y afecta a mi salud; aparte como es lógico de la difícil posición en que me coloca el no poder decir nada a nadie. («Nada a nadie» subrayado con trazo grueso.) Con su conocimiento de estas cosas puede usted decir que todo esto no es sino agua de borrajas. Lo sucedido puede tener perfectamente la más inocente de las explicaciones «inocentes» (subrayado). Sin embargo, a pesar de lo trivial que parece, desde el incidente de la pelota del perro, estoy cada vez más alarmada y dudosa. Por lo tanto, agradeceré sus opiniones y consejos sobre el particular. Estoy segura de que eso me quitará un gran peso de mi conciencia. Quizá tendrá usted la amabilidad de decirme a cuánto ascienden sus honorarios, y qué es lo que debo hacer en este asunto.
Vuelvo a insistir en que nadie conoce nada sobre el particular. Reconozco que los hechos son muy triviales y sin importancia, pero mi salud no es perfecta y mis nervios (subrayado por tres veces) no se comportan como de costumbre. Estoy convencida de que las preocupaciones de esta clase no me sientan bien y cuanto más recapacito sobre lo ocurrido, más me persuado de que estoy completamente en lo cierto y que no puedo haberme equivocado. Desde luego, no pienso, ni por imaginación, decir nada a nadie. (Subrayado.)
Esperando recibir sus opiniones sobre este asunto, a la mayor brevedad, quedo de usted afectuosamente,
Emily Arundell.
Di la vuelta a la carta y escudriñé atentamente sus dos carillas.
—Mas, Poirot —exclamé—, ¿a qué se refiere todo esto?
Mi amigo se encogió de hombros.
—¿No lo ve? ¿De veras?
Golpeé la hoja con impaciencia.
—Pero, ¡qué mujer! ¿Por qué no puede esta señora... o señorita...?
—Señorita, según creo. Es la típica carta de una solterona.
—Sí —convine—. Una vieja muy minuciosa y exigente. ¿Por qué no ha expresado claramente lo que quería decir?
Poirot suspiró:
—Como dice usted, ha sido un lamentable descuido en el empleo del orden y el método en el proceso mental. Y sin orden ni método, Hastings...
—De acuerdo —interrumpí—. Las pequeñas células grises no existen prácticamente.
—No quería decir eso, amigo mío.
—¡Pues yo sí! ¿Cuál es la razón de escribir una carta como ésa?
—No veo muchas... ésa es la verdad —añadió Poirot.
—Tan gran galimatías para nada —proseguí—. Probablemente, algo asustó a su falderillo, bien sea un perrillo asmático o un escandaloso peniques.
Miré con curiosidad a mi amigo.
—Y, sin embargo, leyó completamente la carta por dos veces. No logro comprenderlo, amigo Poirot.
El detective sonrió.
—De acuerdo que usted la hubiera enviado directamente a la papelera.
—Me temo que sí —dije, volviendo a mirar la carta con el ceño fruncido. Supongo que estaré ofuscado, como de costumbre, pero no puedo ver nada interesante en ella.
—No obstante contiene un punto de gran importancia... un punto que me chocó en seguida.
—Espere —exclamé—. No me lo diga. Déjeme ver si lo descubro yo mismo.
Quizá fue una chiquillada por mi parte. Examiné otra vez minuciosamente la carta. Luego moví la cabeza negativamente.
—No; no lo encuentro. La anciana sospecha algo. Me doy cuenta de que... pero no; esta clase de damas lo hacen a menudo. Puede que no sea nada... o puede que sea sobre algo, pero no comprendo cómo asegura usted una cosa así. A no ser que su instinto...
Poirot levantó una mano con actitud ofendida.
—¡Instinto! Ya sabe usted lo que me desagrada esa palabra. «Algo parece que me dice...», eso es lo que supone usted.
Jamáis de la vie
. Yo no; yo razono. Empleo las pequeñas células grises. Hay un punto muy interesante en esa carta que le ha pasado totalmente inadvertido, Hastings.
—Vaya —dije con expresión cansada—. Ya me la he ganado.
—¿Ganado? ¿Qué?
—Es una forma de expresar que he procedido de forma tal que he permitido encontrar una razón para decirme justamente lo tonto que soy.
—Tonto, no, Hastings. Solamente mal observador.
—Bueno: sáquese de la manga lo que sea. ¿Cuál es ese punto interesante? Supongo que, como no sea en el «incidente del perro», la cuestión es que no hay ningún punto de verdadero interés.
Poirot no hizo caso de mi comentario y dijo calmosamente:
—El punto interesante es la fecha.
—¿La fecha?
Volví a coger la carta. En el ángulo superior izquierdo se leía: «17 de abril».
—Sí —dijo lentamente—. Es extraño. Diecisiete de abril.
—Y hoy estamos a veintiocho de junio. C
'est curieux, n'est-ce-pas?
Hace ya más de dos meses.
Moví la cabeza con aire de duda.
—Seguramente eso no significa nada. Un error. Quería escribir junio y puso abril.
—Aun admitiendo eso, la carta se hubiera retrasado diez u once días... una cosa muy rara. Pero, desde luego, está usted equivocado. Fíjese en el color de la tinta. Esta carta fue escrita hace más de diez días. No; la fecha es, sin duda, diecisiete de abril. ¿Por qué no se cursó esta carta?
Me encogí de hombros.
—Eso tiene fácil explicación. La señora cambió de parecer.
—Entonces, ¿por qué no la destruyó? ¿Por qué la guardó durante dos meses y la envía ahora?