Authors: Agatha Christie
—La señorita Jenkins entró apresuradamente llevando una hoja de papel escrita a máquina. La puso delante de su jefe y éste, con un gesto, la despidió.
—Aquí lo tenemos —dijo el señor Gabler, leyendo luego con una rapidez hija de larga práctica—. «Casa de estilo georgiano, con las siguientes notas características: Cuatro salones, ocho dormitorios con gabinete; servicios en proporción; espaciosa cocina; amplias dependencias accesorias, establos, etc. Agua corriente, jardines de estilo antiguo; gastos de conservación insignificantes, ocupando todo el conjunto unos trece acres; dos pabellones de verano, etcétera. Todo ello por el precio de 2.840 libras u oferta aproximada.»
—¿Puede facilitarme un permiso para ver la casa?
—No faltaba más.
El corredor de fincas empezó a escribir con un florido estilo caligráfico y con toda pausa.
—¿Su nombre y dirección? —preguntó.
Sin inmutarse lo más mínimo y con gran sorpresa por mi parte, Poirot dio su nombre algo cambiado: señor Parotti.
—Tenemos una o dos fincas más en venta que quizá puedan interesarle —prosiguió el señor Glaber.
Mi amigo le dejó que añadiera unos cuantos permisos más al que ya tenía extendido.
—¿Podemos ver Littlegreen House a cualquier hora? —preguntó.
—Claro que sí, caballero. En la casa viven unos cuantos sirvientes. Quizá convenga que llame por teléfono para asegurarme. ¿Quiere ir en seguida? ¿O después de comer?
—Tal vez sea preferible después de comer.
—Naturalmente... naturalmente. Llamaré y diré que irá usted a eso de las dos. ¿Le parece bien?
—Sí. Muchas gracias. Dijo usted que la propietaria de la casa es una tal señorita Arundell... Creo que dijo eso, ¿no es cierto?
—Lawson. La señorita Lawson. Es el nombre de la actual propietaria. Siento decir que la señorita Arundell murió hace poco tiempo. Por eso se vende la casa. Y le aseguro a usted que se venderá en un abrir y cerrar de ojos. No tengo ninguna duda de ello. Entre nosotros, confidencialmente, si piensa hacer alguna oferta, estoy dispuesto a estudiarla inmediatamente. Como ya le he dicho hay dos caballeros que se interesan por esta finca y no me sorprendería que uno de estos días recibiera una oferta de cualquiera de los dos. Cada uno de ellos sabe que el otro se interesa por la misma casa. Y no hay duda de que la competencia sirve de acicate. ¡Ja, ja! No me gustaría que quedara usted defraudado.
—Por lo que veo, la señorita Lawson, tiene prisa por vender cuanto antes.
El señor Gabler bajó la voz en tono confidencial.
—Eso es precisamente lo que pasa. La casa es demasiado grande para lo que ella necesita. Es una señora de mediana edad que vive de sus rentas sola. Desea desembarazarse de la finca y alquilar un piso en Londres. Algo por completo incomprensible. Por eso la casa se ofrece a un precio tan ridículo. Resulta de veras incomprensible.
—¿Estará dispuesta a estudiar una oferta?
—Desde luego. Haga usted su oferta y deje que ruede la bola. Pero puede creerme; no es ningún disparate ofrecer una cifra aproximada a la que antes le dije. ¡Pero si es una cantidad ridícula! En estos días, el construir una casa como ésa le costaría, por lo menos, seis mil libras. Sin contar el valor del terreno y los derechos municipales.
—La señorita Arundell murió de repente, ¿verdad?
Pues no podría asegurarlo.
«Anno domini... anno domini.»
Hacía tiempo que había cumplido los setenta. Además estaba delicada. Era la única de la familia. ¿Conoce quizás algo sobre ellos?
—Tengo algunos conocidos con el mismo apellido, cuyos parientes residen en esta región. Me figuro que debe ser la misma familia.
—Es muy probable. Eran cuatro las hermanas. Una de ellas se casó demasiado tarde y las otras tres vivieron aquí. Damas al viejo estilo. La señorita Emily la última de ellas. En el pueblo tenían formada una alta opinión de todas.
Se inclinó para entregar los permisos a Poirot.
—Venga por aquí otra vez y dígame qué le parece. Desde luego, la casa necesita unas pocas reformas. Es natural. Pero yo siempre digo, ¿qué significan un baño o dos? Eso está rápidamente hecho.
Salimos del despacho y la última cosa que oímos fue la inexpresiva voz de la señorita Jenkins que decía:
—La señora Camuels ha llamado por teléfono. Dijo que la telefoneara usted. Halland, 5.391.
Por lo que pude recordar, no era ni el número que la joven había anotado en el secante, ni el que le dijeron por teléfono.
Aquello me convenció de que la señorita Jenkins se estaba tomando cumplida venganza por haberla obligado a desarchivar los pormenores sobre Littlegreen House.
Cuando salimos a la plaza del mercado, hice notar a mi amigo lo bien que le sentaba el apellido al señor Gabler. Poirot asintió sonriendo.
—Se sentirá muy contrariado cuando vea que no vuelve usted —comenté—. Creo que ya se imagina haberle vendido la casa.
—Eso me parece; pero temo que le proporcionaremos una decepción.
—Supongo que haríamos bien comiendo aquí antes de volver a Londres, ¿o quizá le parece mejor que lo hagamos en cualquiera de los restaurantes que encontremos en el camino de vuelta?
—Querido Hastings. No me propongo abandonar Market Basing tan pronto. Todavía no hemos llevado a cabo lo que hay que hacer.
Lo miré con asombro.
—¿Quiere usted decir...? Pero, mi apreciado amigo, aquí no tenemos nada que hacer. La anciana señora ya murió.
—Exactamente.
El tono de esta palabra hizo que me fijara en él con más atención que nunca. Era evidente que tenía formada su propia opinión sobre el significado de aquella tan incoherente carta.
—Pero si está muerta, Poirot, ¿qué es lo que vamos a conseguir? —repliqué yo suavemente—. No podrá decirle nada. Cualquiera que fuera la índole de sus preocupaciones, ya han desaparecido con ella.
—¡Con qué facilidad y ligereza se desentiende usted del asunto! Permítame decirle que ningún caso puede darse por completo hasta que Hércules Poirot deja de interesarse por él.
Había aprendido a mi costa que discutir con Poirot era inútil.
Pero imprudente proseguí:
—Sin embargo, desde que murió...
—Exactamente, Hastings. Exactamente... exactamente... exactamente. Está usted repitiendo una significativa circunstancia con el más significativo y obtuso de los descuidos respecto a su importancia. ¿No se ha dado cuenta de ello? La señorita Arundell «ha muerto».
—Pero, Poirot; su muerte fue perfectamente natural y ordinaria. No hay nada de extraño o inexplicable en el asunto. Tenemos también la palabra de Gabler respecto a ello.
—Tenemos su palabra que Littlegreen House es una ganga por 2.850 libras. ¿Cree usted que eso es también el Evangelio?
—No; desde luego. Me chocó que Gabler tuviera tanto interés por vender la finca. Probablemente sea necesario reformarla desde el tejado hasta los cimientos. Juraría que él,
o
más bien su cliente, estaría dispuesto a aceptar una cantidad mucho menor que la que nos dijo. Estas casonas de estilo georgiano, lindantes con la calle, deben ser muy difíciles de vender.
—
Eh bien
, entonces —comentó Poirot—. No considere a Gabler como un profeta inspirado que no pudiera equivocarse.
Iba a formular una protesta, pero precisamente pasábamos ante la puerta del restaurante «The George» y con un enfático ¡chist!, Poirot puso punto final a la conversación.
Nos condujeron al comedor, una habitación de grandes proporciones, ventanas herméticamente cerradas y olor a comida rancia. Nos atendió un camarero entrado en años, lento y de pesada respiración. Parecíamos ser los únicos clientes.
Tomamos un cordero excelente, grandes porciones de insípido repollo y unas pocas y desconsoladoras patatas. Después llegaron unas frutas sin sustancia, cocidas con natillas y tras el queso y los bizcochos, el camarero nos trajo dos tazas de un líquido que calificó de café.
En este momento, Poirot sacó a relucir los permisos que le diera el señor Gabler para visitar las casas e invitó al camarero a que le indicara aproximadamente dónde estaban situadas.
—Sí, señor; sé dónde están la mayoría de ellas. Hemel Down está a tres millas de aquí, en la carretera de Much Benham. Es una casa muy pequeña. La granja Naylor está a una milla. Hay una especie de senda que conduce hasta allí, desde cerca de King's Heald. ¿La granja Biset? No; nunca oí hablar de ella. Littlegreen House está muy cerca; un paseo de diez minutos.
—¡Ah!, creo que ya la he visto desde fuera. Me figuro que será la que más me convenga. Está en buenas condiciones de conservación, ¿no es así?
—¡Oh, sí, señor! Está en muy buenas condiciones; el tejado, los desagües y todo lo demás. De estilo antiguo, desde luego. Nunca la modernizaron bajo ningún aspecto. Los jardines son muy bonitos. La señorita Arundell estaba muy orgullosa de ellos.
—Me parece haber oído que ahora pertenece a la señorita Lawson.
—Así es, señor. A la señorita Lawson, que fue la criada de la señorita Arundell. Al morir ésta, le dejó cuanto poseía, incluso la casa.
—¿De veras? Supongo que no tendría parientes a quienes legar su fortuna.
—Bueno; no fue eso precisamente. Tenía sobrinos y sobrinas. Pero la señorita Lawson era su única compañía. Por otra parte, era una señora de edad y... bueno... eso fue lo que pasó.
—De todas formas, supongo que no poseería más que la casa y un poco de dinero.
He tenido tiempo de darme cuenta, en bastantes ocasiones, de que, cuando una pregunta directa puede malograr la respuesta, una presunción falsa aporta información inmediata bajo la forma de contradicción.
—Al contrario, señor. Pero que muy al contrario. Todos quedamos estupefactos al saber lo que le dejó. En el testamento estaba todo; el dinero y lo demás. Parece ser que la andana no llegaba a gastar todas sus rentas. Algo así romo tres o cuatrocientas mil libras fue lo que legó.
—Me deja usted asombrado —exclamó Poirot—. Es como un cuento de hadas, ¿verdad? La señorita pobre que de repente se convierte en una acaudalada propietaria. ¿Es joven todavía la señorita Lawson? ¿Puede aún disfrutar de toda esa riqueza?
—No. señor. Es una persona de mediana edad.
La forma en que pronunció la palabra «persona», fue casi una declamación artística. Estaba claro que la señorita Lawson, la ex criada, no había sabido conquistarse en absoluto el aprecio de Market Basing.
—Debe haber sido una gran desilusión para los sobrinos —murmuró Poirot.
—Sí, señor. Creo que les causó muy mala impresión. Fue algo inesperado. Se ha discutido mucho sobre eso en Market Basing. Algunos sostienen que no hay derecho a desheredar a los propios consanguíneos. Y, sin embargo, hay otros que opinan que cada uno puede perfectamente hacer lo que quiera con lo que le pertenece. Al fin y al cabo, habría que discutir los dos puntos de vista.
—La señorita Arundell vivió aquí mucho tiempo, ¿no es verdad?
—Sí, señor. Ella, sus hermanas y, antes, el viejo general Arundell. Como es natural, no lo recuerdo; pero creo que tenía un carácter enérgico. Estuvo en la insurrección de la India.
—¿Eran varias hijas?
—Tres, si no recuerdo mal; y creo que hubo otra que se casó. Sí, la señorita Matilda fue la primera que murió; luego la señorita Agnes y, finalmente, la señorita Emily.
—¿Hace mucho tiempo que murió esta última?
—A primeros de mayo... o tal vez a últimos de abril.
—¿Estuvo mucho tiempo enferma?
—Tuvo varias alternativas. Estaba algo achacosa. Recientemente, hará cuestión de un año, tuvo un ataque de ictericia. Estuvo amarilla como un limón durante una buena temporada. Sí; tuvo muy escasa salud durante los últimos cinco años de su vida.
—Supongo que tendrán buenos médicos en el pueblo.
—Pues sí; tenemos al doctor Grainger. Reside aquí desde hace más de veinte años y mucha gente utiliza sus servicios. Es un poco extravagante y con no pocas fantasías; pero es un buen médico; nadie mejor que él. Ha tomado ahora a un ayudante joven, al doctor Donaldson. Éste es de la nueva escuela y hay gente que lo prefiere. También está el doctor Harding; pero no trabaja mucho. Está ya casi retirado.
—Me figuro que el doctor Grainger sería el médico de la señorita Arundell. ¿verdad?
—Sí, señor. La sacó de apuros en más de una ocasión. Es de los que hacen que uno viva, tanto si quiere como si no.
Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Es conveniente enterarse un poco de las características de un sitio antes de instalarse en él —observó—. Un buen médico resulta el mejor vecino.
—Ésa es la verdad, señor.
Después de esto, Poirot pidió la cuenta, a la que añadió una espléndida propina.
—Gracias, señor. Muchas gracias, señor. Estoy seguro de que se quedará aquí.
—Así lo espero —replicó mi amigo mintiendo descaradamente.
Salimos del restaurante.
—¿Satisfecho de todo, Poirot? —pregunté cuando nos encontramos en la calle.
—De ninguna manera, amigo mío.
Tomó una dirección que yo no esperaba ser la precisa.
—¿Dónde quiere ir ahora?
—A la iglesia. Puede ser interesante. Algunos bronces... un monumento antiguo...
Moví la cabeza con aire de duda.
La inspección que Poirot llevó a cabo en el interior de la iglesia fue breve. Vimos un notable ejemplar de lo que cualquier guía denominaría «Arte impresionista primitivo», pero había sido tan concienzudamente restaurado en los vandálicos días de la época victoriana, que en la actualidad no reunía interés artístico.
Después Poirot vagó, sin ningún objeto al parecer, por el cementerio de la parroquia; leyendo algunos epitafios, comentando el número de defunciones en ciertas familias y lanzando de vez en cuando alguna exclamación sobre la rareza de un nombre.
No me sorprendí, sin embargo, cuando al fin se detuvo ante lo que estaba seguro había sido su objetivo desde el principio.
Una imponente losa de mármol, en la que se veía una inscripción, borrosa en parte.
CONSAGRADO
A LA MEMORIA DE
JOHN LAVERTON ARUNDELL
GENERAL DEL 24 SICKHS
QUE SE DURMIÓ EN CRISTO EL 19 DE
MAYO DE 1888
A LA EDAD DE 69 AÑOS
«LUCHA POR LA BUENA CAUSA CON
TODAS SUS FUERZAS»