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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (22 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Quedé un momento absorto.

—¿Qué te ocurre? Te has quedado mudo.

—Hablas de anarquía. No hace mucho que alguien me habló de los anarquistas. Quizá no fueran tan rompemundos como la mala fama que les cargaron los que les combatieron.

—No me digas que te vas a hacer anarquista también —bromeó Carlos.

—El anarquista postula por la libertad individual frente al Estado. ¿Qué hay de malo en esa idea? El hombre quiere, necesita la libertad. Los asombrosos descubrimientos, tanto geográficos como en los campos de la medicina y de la ciencia, fueron logrados no por la curiosidad inherente en el hombre ni por la búsqueda del conocimiento, como se cree habitualmente, sino por el ansia de libertad. La manifestación más genuina de ello es el arte, donde el hombre no tiene barreras para explorar espacios inacabables. El arte es anarquismo puro. En la práctica, cabe decir que el anarquismo revolucionario se significó al principio con magnicidios, para devenir en luchas libertarias, las barricadas, que luego fueron aplastadas por los Estados con ayuda de los ejércitos y de la policía. El orden. La libertad individual, vieja aspiración ácrata por la que tantos murieron, no existe. Quizá nunca existió. El sistema ahora vigila nuestras vidas con el NIF y nuestras rentas con las declaraciones anuales. Por eso sorprende que hoy algunos escritores y gentes del cine y de la música, con el mayor desparpajo y cómodamente instalados en la sociedad sin luchas, se autodefinan anarquistas, ofendiendo la memoria de aquellos que realmente bregaron para alcanzar su Arcadia.

—Joder, papá, ignoraba que supieras tanto de este tema.

—No he dicho nada que no sea sabido.

—Hablas como un profesor. Podrías meterte a político.

—No serviría. ¿Y sabes por qué? —Dejé que una pausa larga mantuviera la intriga—. Porque en mi trabajo, todavía, a veces, y sólo a veces, imagino, como aquellos viejos anarquistas, que soy libre.

Siguieron mirándome un rato y luego lo hicieron entre ellos, poniendo todos un silencio que fue interrumpido por el camarero al traer los segundos platos.

—¿Cómo van tus estudios? —pregunté a mi hijo.

—Bien, bien. Espero conseguir el título este otoño.

Carlos tiene veinte años y es fisioterapeuta. Trabaja en una clínica y tiene tiempo para afianzar su porvenir estudiando algo que le gusta: profesor de Educación Física. Vive con Paquita, aunque está buscando vivienda.

—No te pregunto cómo te va con lo del piso.

—¿El piso? Estoy de acuerdo: no me lo preguntes porque me cabreo. Es la vergüenza del país. Una especie de terrorismo.

—Es cierto. Pero también es cierto que siempre fue un problema, para todas las generaciones.

—Nunca como ahora.

—No coincido. Tú vives con tu madre. En tiempos no muy lejanos vivían juntos padres, hermanos y abuelos e incluso algún que otro pariente. Cuando algún hijo se casaba, se quedaba en casa y más estrecheces.

—¿Crees que deberíamos vivir ahora así?

—Sabes que no. Lo que quiero decir es que ahora todos los jóvenes queréis piso propio, vuestra independencia. Es lógico. Pero es muy difícil porque en general falta solvencia económica, como siempre.

—Hay algo más. Hay corrupción y especulación.

Quedamos en silencio mientras terminábamos nuestros platos.

—Sabes que puedo ayudarte en eso.

—Sí, pero quiero hacerlo por mí mismo.

—Lo ofrezco para que lo hagáis bien.

—¿Qué hagamos bien qué? —preguntó Sonia.

—Lo del sexo. Sé lo mal que se pasa haciéndolo por los rincones de mala manera. Cuanto antes tengáis piso, mejor.

Ella había abierto la boca como si le faltara el aire. Sus ojos estaban al límite del desbordamiento.

—Ya te dije que mi padre es la polla. —Sonrió Carlos. Cambió de tercio—. ¿Qué hay de tía Diana? ¿Qué vas a hacer con ese cerdo?

—Lo hice.

Me interrogaron con sus miradas y les expliqué lo que había realizado con Gregorio. Sonia mostró una admirativa sorpresa.

—¿Realmente has hecho eso?

—No lo dudes —dijo Carlos.

—¡Fiu! Es fantástico. Si hubieran muchos como tú se acabarían esos canallas.

—Nunca se acabarán. Forman parte de la condición humana. Como los asesinatos. Por cierto, he aceptado un caso especial.

—Casi todos los tuyos son especiales.

—Éste es distinto. Debo encontrar a un asesino.

—No es difícil. —Rió Carlos—. Hay miles. Están por todas partes. Puede que en esta misma sala haya algunos.

—Éste que debo buscar es uno concreto.

Sonia dejó los cubiertos, se secó con la servilleta y retiró el plato. Puso los codos sobre la mesa y me lanzó su mirada de golpe. Les expliqué los datos que recibí de José Vega. Cuando terminé, Carlos dijo:

—Ya te dije que tengo un padre especial. —En efecto, ella me miraba con admiración.

—¿Llevas esas cosas? —dijo Sonia.

—¿Qué cosas?

—Pistola, esposas, cosas así.

Reí y Carlos se unió a mí.

—¿Cuántos años tienes, Sonia?

—Diecinueve.

—El trabajo de un policía y de un investigador es como el de un científico en su esquema y rutinario como el de un panadero. No hay
chacheneggers
. Si averiguo quién asesinó a esos hombres, será por procedimientos analíticos y deductivos. Haciendo preguntas, estudiando datos… Nada de heroicidades. Nada de pistolas. Y detrás del caso habrá seguramente una historia sórdida, simple y egoísta generada por personas anónimas y rutinarias. Siempre es así.

A continuación les conté mi viaje a Asturias. Luego les enseñé la foto de Rosa. La miraron largamente.

—Ya no hay tías así —dijo Carlos.

—Eh, eh —protestó ella, riendo.

—Nada. Lo que digo. Pero tú también eres especial.

—Debo encontrarla, si es que existe —dije.

—¿Los mató ella?

—No. No vivía allí cuando los hechos, pero me subyuga la idea de que quizá pudieron matar por ella.

—No hay que matar a nadie por nadie ni por nada —apuntó Sonia.

—Ya lo creo que sí. El mundo iría mejor si desaparecieran algunos de los bocazas que se creen los amos del mundo —dijo Carlos.

—Aparte bromas, no es lo mismo matar a una mujer que matar por ella. Pensad un momento. ¿Veis las noticias? Casi a diario torturan y matan mujeres. Y eso sin contar a las pobres chicas a las que secuestran y esclavizan para la prostitución y la droga. Millones de mujeres en el mundo sufriendo. Pero ¿recordáis haber leído que por amor a una mujer maten a alguien? No me refiero a los «si no eres mía, no serás de nadie», porque ésos matan por celos o por venganza, no por amor. Y si recordáis algún caso, ¿cuántas veces más?

—Antes dijiste que seguramente detrás de estos asesinatos habría una historia sórdida. Ahora dices que pudieron matar por amor. Eso no es sórdido.

—Me refería a las situaciones que provocaron el crimen, a los motivos para una situación tan extrema. No me expresé bien antes. Lo que me desconcierta es lo del dinero. Eso siempre tiene un componente egoísta.

Miré la fotografía. Ella me llamaba desde el pasado.

—En algún lugar del tiempo está guardada esta historia. Necesito descubrir lo que pasó.

Nos miramos y fuimos conscientes de que algo sutil nos enmarañaba en las escaleras de lo infinito. Dejamos de oír a los otros comensales.

19 de octubre de 1928

Del monte en la ladera

por mi mano plantado tengo un huerto,

que con la primavera

de bella flor cubierto

ya muestra en esperanza el fruto cierto.

F
RAY
L
UIS
D
E
L
EÓN

Mira hermano, en nuestro valle

se me perdieron dos lágrimas…

¡las más grandes que tenía!

y yo no puedo buscarlas.

M
IGUEL
H
ERNÁNDEZ

Juan Fernández Marrón salió de la mina por el túnel entibado, detrás de Pedrín y Manín. Caminó a la zaga, admirando la sólida amistad de ambos y sus altas figuras. Entró al galpón de aseo y, como ellos, se dispuso a lavarse. Vio en la ancha espalda de Manín las huellas de dos heridas de bala, que hablaban sin palabras de costosos envites con la vida. Había un trasiego incesante de mineros. Se oían pocas conversaciones y sí gestos airados por cualquier cosa.

—¿Os llevo? —dijo Juan al grupo formado por Pedrín, Manín y otros dos afiliados a CNT, cuando iniciaban la bajada. Juan era de Vega de Rengos y tenía interés en hacer amistad con esos enigmáticos compañeros, a los que, como otros, admiraba por su condición de ex combatientes de África. Eran de su quinta, pero él disfrutó en Ponferrada de una mili más placentera que la de ellos.

—Bueno —dijo Manín.

Subieron los cuatro al carro y se acomodaron en la caja. En el pescante, al lado de Juan, se colocó otro compañero. El sol estaba alto y unas nubes temerosas procuraban no ocultarlo. Bajaron por las cuestas y curvas de la sierra de Camellas. Las cubiertas metálicas de las dos ruedas de radio ancho golpeteaban con fuerza contra los cantos del camino y les hacían rebotar en sus asientos.

—Está mal la cosa —señaló Juan, deseoso de buscar opiniones—. Se dice que habrá despidos.

—Sí —dijo el que estaba al lado—. Debemos forzar una huelga.

—Sí —convino Juan—, haremos lo que diga Belarmino.

Guardaron silencio y observaron el verdor que desfilaba a ambos lados.

—¿Qué dices tú, Manín? —inquirió Juan, apartando la vista de la mula y volviéndose al interrogado, que fumaba en silencio y miraba las frondas del paisaje.

—Haremos lo que tenga que hacerse; no lo que diga Belarmino, sino lo que mande nuestra confederal.

—¿Qué más da? Belarmino sabe lo que hace.

—Tú y éste sois de la UGT, como él —terció Pedrín—. Nuestro objetivo final en esta lucha no es exactamente el mismo.

Juan le miró. Pedrín había hablado sin girar el rostro. Contempló su perfil griego antes de volver la vista al animal, que caminaba con las riendas flojas por la conocida senda. Esos dos compinches eran la hostia. Parecían gemelos en sus acciones. Callados, pero cuando uno hablaba el otro le secundaba. Un rato más tarde cruzaron el Narcea y entraron en Vega de Rengos, en las estribaciones de la sierra de Camellas y vanguardia hacia la selva de Muniellos. Manín, Pedrín y sus dos compañeros silenciosos se incorporaron.

—¿Tomamos un vino? —ofreció Juan.

—No. Hemos quedado en La Regla.

—¿Una reunión de vuestro sindicato?

—Sí.

—¿Podemos ir con vosotros? No es nuestro sindicato, pero es el mismo frente. Quizás aprendamos algo. Debemos colaborar.

—Bueno —dijo Manín.

Salieron del acuciante verdor que protege la villa y echaron por la carretera de tierra compactada, mientras oían sonar el río a su derecha. No hablaron mucho. El que viajaba junto a Juan sacó un ejemplar de
Avance
, órgano socialista, y se puso a leerlo a pesar del traqueteo. Pedrín siguió su ejemplo y sacó un número de
Solidaridad Obrera
, periódico anarquista de distribución clandestina, proscrito, como la CNT. Para no ser menos, el que rebotaba junto a Manín extrajo de entre sus ropas un
La Voz de Asturias
del mismo día. Distraídamente, Manín miraba de lado los titulares de las noticias según el compañero iba pasando las hojas. De repente un titular atrajo su atención:

—Déjame un momento —dijo, cogiéndole el periódico. Leyó para sí:

Oviedo. En la Caja de Reclutamiento el próximo domingo 21 de octubre, y con presencia de todos los Alcaldes del Concejo, tendrá lugar el sorteo del reemplazo de 1928, al que acudirán los nacidos en 1907 para determinar, entre otros Destinos, quiénes constituirán los Cuerpos y Unidades de la Guarnición permanente del territorio de África.

Devolvió el diario a su compañero e hizo retrospección de su mili de guerra, tan presente todavía que a diario escuchaba como si fuera real el toque de diana, el ruido de las bombas y de los disparos, el grito de los heridos. Era como estar encadenado a contemplar los horrores vividos sin esperanzas de olvido. ¿Olvidar? Los quintos de este nuevo reemplazo no tendrían ya que lidiar con los moros, ya pacificados. ¿Pacificados realmente? Un ministro español en Tánger había dicho desesperado: «Nadie podrá gobernar estas tribus. Son la gente más intratable de la tierra». Manín recordó a sus compañeros ausentes. Antón y Sabino habían donado sus huesos para que esa yerma tierra diera frutos. Fue una muerte sin sufrimientos para ambos. Un tiro certero y ya la nada. Pero en su recorrido bélico había visto soldados sin ojos, con los genitales metidos en sus bocas, cadáveres sin manos y sin cabeza, cuerpos empalados o abiertos en canal con los intestinos fuera, troncos sin brazos ni piernas, con palos requemados metidos en el ano. Nunca pudieron entender la inhumanidad de esa gente, su crueldad primaria. Estaba claro que defendían su independencia y que luchaban por su tierra, pero la forma que empleaban era salvajismo puro. Y lo hacían contra gente igual a ellos, soldados enrolados forzosamente y que allí estaban por mandato de quienes se habían disociado de las necesidades del pueblo al que sojuzgaban. Ellos, los españoles, al menos los de reemplazo, luchaban limpiamente para defender sus propias vidas y pensaban que los otros no eran enemigos suyos sino adversarios.

Manín miró el perfil de Pedrín. Cómo admiraba a ese muchacho serio y eficaz. Cómo admiraba su tranquilo temperamento. Recordó el sorteo de su quinta, en aquel ya remoto 1924. Entonces eran amigos los del pueblo: José, Amador, Antón, Pedrín, él y otros.

En Cangas de Tineo bebieron hasta el anochecer y organizaron una buena juerga. Hicieron campeonato de pulso en el que intervinieron muchos mozos de Cangas y se cruzaron apuestas. Fueron duelos muy disputados porque todos eran de recia porfía. Quedaron finalistas José Vega y Manín. Con dificultad, pero sin dudas, Manín venció. Al final, y sin que nadie recordara por qué motivo, se organizó una discusión seguida de una pelea entre los pradeños y los de Cangas. Ahítos de alcohol y de golpes, tuvieron que subirlos al pueblo en burros, escoltados un trecho por la Guardia Civil. Boabdil no lloró tanto al perder Granada como Amador por haber sido destinado a África. José lo tomó con tranquilidad. Iría sin problemas a África a «darles una lección a esos moros de los cojones». Más tarde supieron el verdadero motivo de la tranquilidad del hacendado. Los Carbayones habían comprado a un chaval para la permuta. Y para no ser menos, en lugar de Amador iría el criado de casa Muniellos, Sabino, ambos pobres como las ratas. Hay que joderse. Cómo se puede vender a un hijo. Ahí empezó el distanciamiento real entre ellos, que ya venía larvado por la diferencia entre los modelos de sociedad que ambos defendían: el capitalismo, que en Asturias seguía siendo feudalismo, y la utopía libertaria.

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