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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (47 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Subí, me di una ducha y me dediqué a espiar el Casco, con la paciencia de mi oficio, relajado en el fresco ambiente del aire acondicionado. Al fin, la vigilancia rindió sus frutos. Al atardecer, vi a una anciana salir a una de las balconadas. La vi tomar asiento ayudada por una mujer morena. No pude distinguir sus facciones, pero no dudé sobre su identidad. Baje rápido y me dirigí sin vacilación hacia la casa. El sol dejaba de presionar, aunque me daba en la cara. Una ligera brisa movía el ramaje de los vegetales que hacían guardia en la parte izquierda. Escudado en mis gafas oscuras, aprecié que la mujer me miraba, porque noté que su cabeza seguía mis movimientos. Continuaba mirándome a través de los balaustres, hasta que la gruesa barandilla apagó su imagen poco antes de llegar a las escalinatas que llevaban al porche. Subí y crucé el doble portón castellano, que estaba abierto. Entré al zaguán y esperé. Había dos puertas cerradas a ambos lados y un gran arco enfrente, bordeado de madera oscura, que dejaba ver, entre dos pasillos laterales cuyos fondos se ocultaban, una ancha escalera que subía a la planta superior. Debí de haber accionado un sensor silencioso, porque al momento vi surgir por el pasillo izquierdo a la mucama. Tenía el pelo negrísimo y rasgos indios.

—¿Señor?

—Quisiera saludar a la señora del balcón.

—No, señor, no recibe. —Su voz era melodiosa.

—No la molestaré. Necesito hacerle una consulta.

—No, no señor. No se la puede molestar.

Por el pasillo lateral derecho aparecieron Luis Guillen y su hijo Leandro. No había simpatía en sus miradas.

—Le hemos oído. Lo sentimos. Mi madre no ve a nadie.

—¿Está secuestrada?

—¿Dice?

Un botoncito eléctrico colocado en un lugar del arco parpadeó en verde. Leandro se volvió y subió por los escalones. Mientras, Luis, vestido impecablemente con una camisa blanca con los faldones sobre un pantalón azul de fino paño, siguió observándome con seriedad. Era demasiado el silencio.

—Una finca increíble —inicié.

—No viene a hablar a mi madre de ello, ¿verdad?

—No, realmente.

—¿Qué quiere usted?

—Saber cosas del Madrid de la posguerra.

—¿Del Madrid de…? ¿Mi madre? ¿Qué ayuda puede prestarle mi madre? —Su sorpresa parecía sincera.

—Creo que me aportará datos de interés.

—¿Por qué ella? Yo puedo serle más útil. También nací allí.

Tenía aspecto de director de cualquier cosa, pero no de gaucho. Su piel era fina, pero su mirada fuerte.

—Eras muy pequeño entonces. Me interesan los recuerdos de los adultos que huyeron de aquello. Una generación por delante de la tuya.

—No siempre se retienen todos los recuerdos.

—¿Tu madre está…? Bueno, quiero decir…

—Tiene la mente clara y el cuerpo fuerte, si es a eso a lo que se refiere. No es tan mayor.

Sostuvo mi mirada sin rendir la suya. Leandro bajó con paso ágil.

—Decí la vieja que suba el bacán.

—No estoy de acuerdo —señaló el padre.

—Lo manda.

En el momento en que por un pasillo aparecían tres niñas de cabellos dorados, Luis, con un destello de rebeldía en sus celestes ojos, me dijo que le siguiera. Hice un guiño a las niñas y ellas se pararon a mirar y rieron. Las escaleras eran de mármol verde, igual que el vestíbulo donde se integraba y que presidía un gran cuadro de pasajes nevados. Echamos por uno de los pasillos, enlosado con mosaico rojo oscuro, tipo castellano, que distribuía distintas habitaciones. Óleos enmarcados en estrechas molduras mostraban montañas, ríos y valles que no me recordaban a la Pampa ni a la Patagonia. Luis caminaba delante como si se deslizara. Abrió una puerta y la luz pintó de oro el pasillo. Entramos en una habitación grande, al fondo de la cual había un enorme espejo. Dos conjuntos de tresillos y mesas con retratos y objetos, lámparas y relojes carillones se repartían adecuadamente. A la derecha, raudales de luz indicaban dónde estaba el mirador, que debía medir más de veinte metros cuadrados. El tejado saliente formaba un techo sobre la superficie de la terraza para mantenerla a resguardo de las lluvias. Me acerqué a la señora, que miraba el paisaje mostrando su perfil. Se volvió y capté unos ojos de color celeste desvaído. Su tez era blanca y lisa, sin el cobre que los soles y la intemperie pintan en quienes viven en el campo. Tenía un cuerpo menguado y descarnado. Llevaba el cabello domado en un moño y estaba sentada en una mecedora, a salvo de los rayos del sol agonizante.

—Dice mi hijo que viene usted de Madrid —habló, sin darme la mano.

—Vengo de allí, sí.

—¿Viene usted de Madrid expresamente para hablar conmigo?

Su mirada era demasiado intensa.

—No, claro; con usted y con otras personas.

—Déjanos, Luis —dijo, cruzando la mirada con la de su hijo, que salió de la terraza. Oímos cerrarse la puerta de la sala. Estábamos solos. Miró hacia fuera y guardó un silencio prolongado. Pareció que se había olvidado de mí. De una fina cadena, que supuse de oro blanco, colgaba un dije del mismo color, que reconocí. Era una rosa, igual que la que lucía Susana, en la lejana Prados, cuando la visité.

—Nací en la Cava Baja, una calle bulliciosa y de las más castizas y antiguas porque se tendió sobre los antiguos fosos que rodeaban la muralla de Madrid. Aún recuerdo mis juegos de niñez corriendo entre la gente y los coches de caballos. Había muchas posadas y un gran trajín de viajeros saliendo y llegando. Más tarde, pusieron autobuses de motor. Todos iban llenos, la gente iba sentada incluso sobre los techos, por fuera. Mi hermano y yo, y toda la chiquillería, creíamos vivir en el mejor sitio del mundo. ¿Siguen esas posadas?

—No lo sé. Hay un restaurante de fama, La Posada de la Villa. Creo que fue uno de esos establecimientos.

—¿Por qué no se sienta? —invitó, mirándome. El lugar era una tribuna perfecta para apreciar el inacabable panorama.

—Volví cuando murió Franco. —Hizo una pausa y me observó—. No me gusta la ciudad que han dejado, con esos barrios ilógicos que bloquean la ciudad, en vez de permitir que las calles se prolonguen como en todas partes. ¿La especulación? Las calles más anchas son las antiguas y los edificios más bellos son los que ya estaban. ¿Qué han hecho esos gobernantes? Al lado de Buenos Aires, Madrid es un extrarradio.

—Coincido con usted en todo.

—¿Por qué su interés por esta vieja?

—Usted vivió la guerra y primera posguerra. ¿Lo recuerda?

—¿Cómo sabe eso?

—Alguien me hizo un esbozo de su biografía. Supongo que son datos públicos.

—¿Públicos? Qué palabra tan fea. Allí a las putas se las llamaba mujeres públicas. No se podían decir las cosas por su nombre. Palabras como «muslos» o «culo» estaban prohibidas. —Hizo una pausa—. ¿Por qué le interesa mi vida?

—No su vida en particular, sino como parte de una generalidad. Estoy escribiendo un libro sobre la diáspora de españoles que provocó el fin de la contienda española. La gente que se fue, los que volvieron, los que se quedaron. Sus vidas. Ya sabe.

—¿A quién puede interesarle eso hoy día?

—Espero que a mucha gente. A mí me interesa. Y el primer punto para un escritor, o quien pretenda serlo, es que el tema le guste a él sobre todo.

—No tiene usted pinta de escritor.

—El hábito no hace al monje.

—Bien. Pregunte.

—Al cabo de tantos años, ¿cómo recuerda aquello?

—No comprendo su pregunta. ¿Recordar qué?

—El Madrid de la guerra y de la posguerra.

—La guerra acabó el 1 de abril del 39. Pero quizás usted no sabe que Franco mantuvo el estado de guerra hasta abril del 48. Salvo por la ausencia de bombas y de frentes de combate, la situación de eliminación del enemigo, aunque ya estuviera vencido, permaneció en el ánimo de los vencedores. Aquello no fue una posguerra, sino la prolongación de la guerra por otros métodos, algo que asombró al mundo y nos llenó de pavor. ¿Qué quiere saber exactamente?

—Su vivencia de aquellos años.

—¿De qué años, los de la guerra o los de su prolongación?

Indagué en sus ojos y noté un temblor. Se burlaba de mí. Bien. Trataría de hacerla hablar, oír con paciencia. Es una de mis mejores armas.

—Quizá pudiera hablarme de los bombardeos sobre Madrid, cuando Mola y Várela creyeron tomar la ciudad, creo que en noviembre del 36.

Su aplomo desapareció. Había tocado un punto sensible.

—Fue en noviembre, sí, ¿cómo lo sabe? ¿Ha estudiado sobre ello?

—No mucho, pero siempre quise hablar con testigos directos.

—Bueno, de esto sí quiero hablar. Y ya que está usted dispuesto a escuchar le contaré algo de lo que viví y algunas de las enseñanzas recibidas de mi hombre.

—La escucho.

—Los bombardeos sobre Madrid duraron casi toda la guerra. Pero fue en noviembre del 36, a raíz del frustrado intento de los espadones por tomar la ciudad, cuando comenzaron. ¿Y por qué esos bombardeos sobre la población civil indefensa? Podrían entenderse como actos de terror para buscar la rendición rápida. Pero había más que eso, algo que venía de lejos en la convivencia de los españoles. El ejército, debido a una tradición predominante y golpista en la sociedad desde los más oscuros tiempos, siempre despreció al elemento civil. Para los militares, la sociedad civil debía estar subordinada a sus necesidades y exigencias. Ello alcanzó las más altas cotas durante la presencia en Marruecos. El ejército colonial, cuyo máximo exponente fue el de Franco, siempre consideró a la sociedad civil como adversaria, cuando no traidora, por su insensibilidad hacia los padecimientos que soportaban sus miembros en el cometido de su misión para engrandecer a la patria. Por supuesto que no caían en la cuenta de que estaban chantajeando al país, siempre con la posibilidad de la rebelión, pidiendo mejoras a cambio de nada. Además, albergaban manifiesta repulsa hacia el sistema parlamentario y, como algo inherente a su cualidad de patriotas, un verdadero antagonismo hacia el mundo obrero. Claro que ese elitismo diferenciador no ocurrió sólo en España. Acá, en Argentina, tuvimos nuestras dictaduras militares no mejores que la de Franco. Y no hablemos de Chile, que tiene un ejército que siempre ha sido una fuerza ajena al mandato civil. Incluso en Francia, desde Napoleón III hasta la Segunda Guerra Mundial. Si bien dentro del orden democrático el ejército francés fue una instancia de poder predominante en la vida del país.

Hizo una pausa y se encerró aún más en sus reflexiones.

—Naturalmente, para ellos había dos tipos de elementos civiles. Los de las clases medias y altas, con todo su abanico de poder económico y de tradición conservadora, y la plebe, que era el enemigo que mantener a raya. O exterminar cuando son muchos, porque son una masa amenazante, infecta, analfabeta, brutal, llena de estigmas y enfermedades, que afean el paisaje. Los obreros son necesarios para realizar las grandes obras, pero sólo lo justo. Eliminar unos miles de vez en cuando es labor higiénica, como se hace con los insectos. Pero la plebe no es sólo la clase baja, sino también el mundo de la cultura. La gente de las letras y el arte, y, a veces, los intelectuales, se inclinan por lo general hacia las izquierdas, porque es ahí donde pueden encontrarse las mejores razones para que los pueblos vivan en armonía y sin diferencias clasistas. Para el ejército mercenario que se alzó contra la República, esa gente de letras llenó las cabezas de los odiados obreros de consignas igualitarias y de rechazo a lo establecido, así que los metieron a todos en el mismo saco. Obreros y librepensadores. La misma basura. Todos rojos.

—Sintetiza muy bien actitudes y conceptos nada simples.

—Tuvimos que aprender a palos sobre la marcha. Los hechos establecieron las teorías filosóficas sobre los enfrentamientos de clases, y no al contrario. —Su voz enronqueció—. No bombardearon el barrio de Salamanca, la zona de embajadas, los palacios de la Castellana, sino los barrios obreros, porque en ellos estaban los que se resistían a la civilización y al orden. Ésa fue la lógica de los bombardeos selectivos de Franco desde aquel noviembre de terror. Había que castigar, machacar, matar a cuantos más mejor antes de que se rindieran. Pero conseguido el objetivo, cuando vencen y hacen de España una cárcel, llena de masivos fusilamientos y de torturas, se dan cuenta de que la industria y las obras públicas no pueden funcionar sin obreros. Y menos con la autarquía que reinaba. Entonces, se ven obligados a excarcelar a miles de presos a los que les hubiera gustado tener en prisión durante toda la vida. Desde ese prisma, eso fue un amargo triunfo del mundo obrero.

Me miró fijamente.

—¿Y los ejecutores de aquella barbarie, para ellos limpieza social? Los flamantes pilotos alemanes, estimulados por los mil marcos que dicen se embolsaban mensualmente, lo que debió de ser mucho dinero entonces, ensayaron armas y formas de hacer la guerra nuevas para aplicarlas a lo que se presagiaba que se produciría en Europa después. Todo el mundo sospechaba lo que vendría, por eso Negrín apostó por prolongar nuestra guerra, para unirla a la que se avecinaba. Los bárbaros llegaban en sus Junker y dejaban caer sus bombas de cien, doscientos y trescientos kilos. Era la primera vez que se bombardeaba una gran ciudad europea con el único propósito de matar civiles y aterrorizar a los habitantes. Ni siquiera respetaron a los que evacuaban Madrid, que fueron cerca de cinco mil personas diarias en los primeros días de aquel noviembre. ¿Sabe cuántas víctimas causaron esos salvajes entre la población civil en aquel amargo noviembre del 36? Más de diez mil, de ellas más de dos mil muertos. Algo más del diez por ciento de las víctimas habidas en todos los frentes entre octubre y noviembre. Y ese espanto trascendió nuestras fronteras. La intelectualidad internacional quedó sobrecogida. Una frase de un antiguo ministro de la Guerra austriaco inmortalizó la situación que vivíamos en Madrid: «La más horrenda desgracia acaecida a la humanidad». Si usted está realmente interesado en esa parte de la tragedia, y no en otra cosa —me miró suspicazmente—, ahí tiene datos. Naturalmente yo no conté personalmente esos muertos y heridos, son estadísticas reales. Pero sí conté las docenas que toqué con mis propias manos. Le hablaré ahora de mi propio drama.

Una luz combativa surgía de su mirada. Parecía que deseaba personificar en mí la denuncia de lo que contaba.

—El día 18 lo recordaré siempre. No por ser la fecha en que un tribunal de guerra en Alicante dio la sentencia de condena a muerte para José Antonio Primo de Rivera, creador de Falange, ni porque Alemania e Italia reconocieran oficialmente al gobierno de Franco como único representante de España. Ese día cayeron tantas bombas que cuando cesaron los bombardeos la gente quedó sorda. La plaza del Progreso había quedado con grandes destrozos. Corrimos hacia allí. Dijeron que también había sido bombardeada la plaza de Antón Martín. Mi hermano, que ese día estaba en el frente de la Universitaria, vivía en la portería de una casa de esa plaza con su mujer y su hijo de cuatro años y la madre de ella, que era la portera. Corrí calle de la Magdalena arriba, sorteando escombros y gente enloquecida. El antiguo palacio del marqués de Perales, donde vivían personas en alquiler y que se utilizaba para Correos y como cámara mortuoria, no pudo escapar a las bombas, como tampoco otros tantos monumentos. Recuerdo en una visión colateral a mis anhelos, haber visto sus tejados arder, la fachada rota, fragmentada su hermosa portada de Pedro de Ribera. En Antón Martín, la casa de mi hermano era un montón de escombros. El teatro Monumental y otras casas también fueron muy dañadas. Era desolador ver todo aquello, el humo y los incendios. No había bomberos. La gente ayudaba al rescate como podía, sin temor a derrumbamientos. Yo participé, vaya si lo hice, como tantos abnegados ciudadanos. Quitábamos los cascotes con rabia y desesperación, descubriendo cadáveres sin distinción de edades.

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