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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (45 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—El argentino, el criollo. Siempre hemos vivido de la Pampa: carne, cuero y grano. Todos, de una u otra forma. Nunca nos hemos esforzado en otros rumbos creativos. La improductividad permanente y la deuda externa, consecuencia de esa improductividad, nos aplastan. Yo soy un ejemplo de esa molicie. Recibimos el correctivo que merecemos.

—Vamos, comisario… —inicié.

—No, flaco. Cuando parlo con alguien de los tiempos de esperanza, como vos, tengo que sacar la realidad a la luz. ¿Qué soy? Un escalón entre la mierda de arriba y la mierda de abajo. ¿Cuál es mi contribución al desarrollo de mi país? Dame pan y llámame boludo.

—¿Qué pasa con los gobiernos?

—Acá se probó de todo. La corrupción congénita ha gangrenado cualquier régimen. Yo creo que el primer peronismo ha sido lo mejor que le ocurrió a este país. Después de él todos los baquianos fracasaron. El Menem del primer mandato empezó bien. ¡Ah, qué esperanzas trajo! Hizo la mayor transformación estructural desde Perón: Plan de Estabilización, paridad dólar–peso, rebaja de la inflación, crecimiento de la economía sobre el siete por ciento anual… Fue un espejismo. Se enajenaron de forma vil las mejores empresas públicas. La huida de capitales y el enriquecimiento ilícito continuó. Con las medidas de libre mercado, el comercio y la industria no resisten la competencia foránea. —Movió la cabeza y trasegó su vino—. Este quilombo no hay quien lo arregle.

Eva añadió:

—Durante años las otras generaciones estuvieron dislocadas por diversos conflictos. Ahora sólo hay una alarma para todos: sobrevivir donde sea. ¿Puedes creer que miles de jóvenes abandonen los campos para bloquear los consulados de Europa, Australia, Canadá porque dicen que acá no hay nada que hacer? ¡Nada que hacer en el inmenso vacío añorante de esfuerzos, en la desmesura intocada…!

—Pero nos hemos ido de mambo y te parlamos como políticos —añadió Carlos, mientras su boca recuperaba su espléndida sonrisa—. Te extrañas que, a pesar de lo contado, mucha gente siga el ritmo. ¿Sabes? Hay muchos que guardan su vida como si fuera un mueble. El mueble puede durar siglos, pero ¿cuánto dura una vida? —Movió la cabeza—. ¡Ah, la vida! Cuan corto es el camino. Cuando nacemos, llevamos la muerte adherida. Por eso es menester apresurar el disfrute. Ustedes en Europa están ensimismados, siempre pensando en lo que harán al jubilarse y las pensiones que conseguirán. Acá la gente le da al cuerpo. Vivimos para vivir. Eva y yo no nos aburrimos, aunque no siempre estamos de tragos por estos focos.

Hablamos de muchas cosas. Luego me dejaron en el Hyat, donde había reservado plaza. Aproveché para tomar notas y llamar a Sara. Hice una salida para pasear un poco y notar el pulso de la gente. Me recogieron al anochecer y entramos en Gato Dumas.

—Pago yo —dije—. Esto es un derroche.

—¿Decís vos, con pieza en Hyat? —dijo ella, sensualizando su boca.

—No os confundáis. Son gastos de la investigación.

—Pues bien, amigo. Ya vos pagás la visita a la estancia. No nos rompas más la bola con esa bronca —finalizó Carlos.

Y en el ambiente europeo del restaurante, tras los postres, expliqué a mis amigos el caso que me había llevado hasta allí.

—Por lo que contás esta vieja no puede ser la asesina. ¿Para qué la buscás?

—En realidad busco a Rosa, la amiga de la que os he hablado. Tengo la convicción de que vino a Argentina. Si fuera así, Gracia tiene que saber dónde está.

—¿Esa amiga es la asesina? —intervino Eva, echándome una mirada que me desconcertó.

—No lo creo, pero puede proporcionarme pistas.

—Es encargo raro. ¿Quién se benefició de las muertes? —dijo Carlos.

—Nadie, aparentemente.

—Siempre hay un motivo, vos sabés. Y no creés que fueran los maquis.

—No veo a los guerrilleros enterrando cuerpos en una pequeña iglesia. Simplemente los hubieran dejado donde cayeron.

—¿Quién heredó?

—Por un lado, el que me contrató. Por el otro, su hermano, ya muerto. Mi cliente es tan descartable como los guerrilleros. La otra familia… no sé.

—Tienes buen olfato, detective —apuntó Eva—. Tu Rosa estuvo aquí.

Ambos hombres la miramos con atención. Ella sacó unos papeles, hizo sitio y los puso encima de la mesa. Luego volvió a mirarme. Hembra increíble. Cualquiera que no la conociera podría creer que era una mirada para ligar por cómo maneja los párpados, pero yo sabía que es su forma de enfrentar la vida.

—Tengo noticias para vos, querido amigo. Desde tu llamada sentí deseos de conocer algo tan argentino como las estancias, que nunca me había preocupado para mi vergüenza. He leído mucho. Mañana, durante el viaje, te informaré sobre ellas. —Se volvió a Carlos—. Y también a vos, mi amante comisario.

Él levantó su copa y nosotros hicimos lo mismo.

—Pero ahora debo decir algo. El diario
La Nación
, en un suplemento de julio del año pasado, y recogiendo la idea de proponer a la Unesco el Camino de las Estancias para la concesión de lugar Patrimonio de la Humanidad, publicó un amplio trabajo en el que, además de historiar y describir al respecto, menciona una entrevista que el periodista tuvo con una estanciera. Eligieron ésa, según citan —miró y leyó el texto—: «Por ser una estancia modelo que ofrece a los visitantes un ejemplo de lo que hombres y mujeres tenaces crearon de la nada y que constituye la esencia de nuestra herencia argentina».

Alzó la vista y me clavó su mirada amorosa.

—¿Sabes, amigo, quién era la dama y cuál era la estancia?

Moví la cabeza afirmativamente.

—Sí, Corazón, tu dama, precisamente. La que intentarás ver mañana. ¿No es casualidad?

—Oíme —dijo Carlos—. ¿Tenés un pacto con Pachamana?

Le miré. Eva terció.

—Es la diosa de la tierra, pero escucha: La señora Guillen, al final de la entrevista, dice: «Hoy veo el tiempo acabándose para mí. Tengo a mis hijos (se refiere a su hijo y a su nuera), nietos y esa multitud de bisnietos que todo lo encuentran hecho. Confío en que sus padres puedan meter en sus duras molleras el respeto y el amor por las estancias y por este modo de vida, lo más cercano a la naturaleza que se puede alcanzar en zonas civilizadas. He tenido una vida feliz desde hace muchos años. Sin embargo, mis recuerdos me hacen llorar con harta frecuencia. Los recuerdos de la Guerra Civil en España y de las gentes que conocí en aquellos años de esperanza y desdicha. Pero, por encima de todo, extraño mucho a mi hombre y a mi mejor amiga, Rosa. Ellos no están conmigo y por eso mi cuerpo tiene una zona seca, sin riego, que no puedo controlar y que abate mi espíritu». La viejita hace una pausa (dice el periodista) y sus evocaciones parecen cabalgar por la sala. Luego continúa: «Me acuerdo de la entrevista anterior que su periódico nos hizo en el 60. ¡Qué diferencia! Ahí estaban mi hombre y Rosa, con muchos años por delante todavía».

Eva dejó el papel. Volvió a mirarme y luego buscó entre otros papeles. Dejó uno de ellos encima, cuadró sus codos y me adornó con sus ojos incesantes.

—Quedé intrigada por partida doble; por lo que esa mujer decía y porque era precisamente a quien deseas ver. Así que fui a la hemeroteca y allí estaba la entrevista, realizada el 10 de octubre de 1960, donde hablaba sobre todo de la separación de los dos socios–propietarios: Marcelino Riestra y Leandro Guillen. El asturiano se trasladaba a otra estancia ubicada también en San Antonio, recién adquirida, de unas cuatro mil hectáreas y se llevaba parte del vacuno y todos los caballos, los porcinos y los camélidos. Fue una separación altamente amistosa, porque ambas familias se profesaban un gran cariño. La enjundia y buena fama de estas dos familias, que habían trabajado como si fueran una durante años, además de que en sus nuevos proyectos siguieran apostando por las estancias cuando otras familias las abandonaban, despertó el interés de la prensa y ello fue el origen del reportaje y de la entrevista. En la operación, se barajaron muchos millones de pesos en un alarde de poder económico, que decía mucho de la buena administración que lo sustentaba, y evidenciaba la gran confianza que esas gentes tenían para el futuro. El señor Riestra seguiría con la cría múltiple de ganado, mientras que el señor Guillen aumentaría la zona dedicada al turismo y, en producción, sólo se dedicaría al vacuno. Pero es un pasaje de la entrevista que quiero leerles.

Hizo una pausa, mojó sus labios en el agua de una copa y siguió:

—El periodista, en este pasaje, dice: «Allí estaban ambos socios, tan iguales en su pasión por el trabajo y tan distintos en sus físicos. Marcelino es alto y vigoroso, a pesar de sus cumplidos sesenta. Sus manos son grandes y firmes, y muestran la dureza y cicatrices de un prolongado esfuerzo manual. Es alegre, campechano, simple en el vestir. Su mujer es de alta talla, con la elegancia de nuestras mujeres argentinas, aunque sus poses son naturales. Ha debido de ser mujer de esplendor en su mocedad. Al lado de ellos, Leandro, bajito, pausado, delgado, con un pelo rubio escaso y unos ojos de añil desteñido interviniendo tras unas gafas de grandes monturas de carey. Viste un terno azul y una corbata del mismo color. Es hombre apuesto, pero no acicalado. Confiesa no haber llegado aún a los sesenta. Completa el cuadro una rubia de baja estatura, muy delgada, de ojos azules pequeños y sonrisa permanente. Dice con orgullo que no es la esposa de Leandro, sino su compañera. Estábamos en una biblioteca con las paredes llenas de libros. Pasamos a sentarnos y hablábamos de generalidades, mientras traían unos refrigerios. Leandro contestaba a mi pregunta sobre economía. Estaba diciendo que la fortaleza financiera que demostraban era consecuencia de un trabajo duro y de haber confiado en profesionales capaces y honrados, cuando la puerta se abrió y entró una dama que estaría sobre los cuarenta y tantos, con una belleza asentada que escapaba a toda ponderación. Todos se levantaron menos yo, que quedé sin resuello. Ellos notaron mi mudez y la respetaron, pero sus ojos me recordaron los modales perdidos. Me levanté. La mujer era alta y bien formada, pelo blanco increíble cayendo en ondas sobre su rostro. No había colisión entre el blancor del cabello y la textura facial. El conjunto era la evocación de la armonía, como un cuadro jamás pintado. Su gesto al mirarme no era ni amistoso ni lo contrario. Yo, que orgulloso estoy de nuestras mujeres argentinas y las pondero las más bellas del mundo, he de confesarles que esta maravilla sobrepasaba mis niveles de comparación».

»—Pasa, Rosa —dijo la señora Guillen—, te presento al señor Pagliery. Es periodista del diario
La Nación
.

»Ella contempló mi pesadumbre. Me había quedado lelo.

»—Encantada —dijo, con la voz que cabía esperarse de esa aparición. Luego miró a los demás y dijo—: Os dejo. Estáis bien sin mí. Nos vemos luego. —Y se fue, dejándome con el cuerpo desarmado y la mente confundida. ¿Dónde estaba? ¿Quién era esa mujer? Miré a los matrimonios. Se habían sentado y sonreían. Yo estaba matado. Balbuceando tomé posición en el sillón. Adivinando mi azoramiento, Leandro dijo:

»—Esa mujer es el alma de esta casa. Uno de los milagros que se producen, incluso para nosotros, los ateos.

Eva dejó de leer y me miró. Las voces de los comensales llegaban matizadas hasta nosotros. Dijo:

—Aquí tienes las dos entrevistas, para que las leas en su totalidad. Debo concluir, sin embargo, con lo que dice el periodista al final: «Me voy con el ánimo gozoso por haber conocido a estas dos extraordinarias familias, su historia y la historia de este Edén, ejemplarizante, vivo. Reconozco que he sido tocado por el alma de estas gentes y de estos lugares, infelizmente desconocidos por muchos argentinos. Para ellos, mi agradecimiento y afecto. Pero, por encima de todo, confieso que mi ánimo claudica cuando recuerdo la imagen de Rosa, la mujer que apareció como un hada y que no he vuelto a ver. Sé que siempre vagará por los senderos de mi memoria y de mi estupor».

Eva me dio los papeles. Habíamos quedado en un silencio saturado de emociones. Algo desconocido nos envolvía. Con esfuerzo, rompí la tensión.

—Eres una mujer imprescindible —dije—. Gracias. No sé si este grandullón te merece.

Ella sonrió escasamente, pero él permaneció serio, concentrado.

—Parece que aquí también tu Rosa rompía los corazones. ¿Tan singular era?

Saqué la foto y se la mostré. La miraron largamente. Carlos habló:

—¿Vos escuchaste lo que ella dijo?: «Ellos no están conmigo». No dijo que habían cascado.

—Él murió. Lo comprobaste —dijo Eva.

—Pero no lo de Rosa. Puede que ella viva.

—Ella está viva —dije.

Ambos me miraron con atención.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

No hicimos trasnoche porque a la mañana siguiente pintaba madrugar. A las siete me recogieron en su Escarabajo. Ellos dos solos. Ninguno de sus hijos quiso venir.

—¿Qué querés? Son así la gente pibe. Hijos del asfalto.

—Les hubiera venido bien una visita a estos lugares —dijo Eva—. No puedo reprocharles. Hasta tu llamada, tampoco yo tenía conciencia de nuestro pasado y de lo que las estancias han representado. Ahora estoy loca por verlas. Es una pasión nueva, me subyuga.

—¡Eh, eh! Yo soy la única pasión de vos, no lo olvidés —protestó él.

—Calla, ciudadano, producto de la gran ciudad. Vamos a ver cómo te enfrentas con la realidad argentina.

Iniciamos la marcha. Conducía Carlos, que volvió a protestar.

—Son los muchachos quienes le cambian a uno la vida. Tenemos que estar para ellos, ¿sabés? Ellos no van al campo, no bailan tangos. Escuchan rock y pop y beben de los cantautores europeos. No imaginas cuando aquí llegan vuestros Joaquín Sabina y el Serrat. Es la locura.

—Los gustos se globalizan —confirmé—. Si te sirve de consuelo, te diré que en España los jóvenes ya no bailan pasodobles ni boleros.

—¿No bailan boleros? ¡Qué escándalo!

Íbamos cómodos, aunque con mucho tránsito, ya en esa temprana hora.

—Este bochinche insufrible —señaló Carlos—. Esta carretera lleva a Rosario, Santa Fe y Paraná. Más adelante hay un desvío y ya camina sólo a Córdoba. Hablan de hacer autopistas separadas, incluso de peaje, pero es lento. ¿Sabes que la autopista de Buenos Aires al aeropuerto de Ezeiza fue interrumpida muchas veces por falta de guita? ¿Qué decir de la plata necesaria para hacer tantas autopistas principales como demanda el país?

—Les hablaré de las estancias —dijo Eva—, sobre todo a vos, Corazón, porque probablemente no tengas oportunidad de volver pronto, quién sabe. Así que soltaré el rollo, como allá dicen. Disculpen si parezco muy didáctica: La estancia es la definición del país argentino, como en Brasil es la Amazonia. Vacas pastando en interminables praderas con un gaucho a caballo. Es, ha sido, además de estampa, la industria cimera de este país, algo que nos llevó a una prosperidad sin límites y, después, a una depresión sin fin. Algo así como el petróleo en Venezuela. Un único producto creador de riqueza que, al no diversificarlo, hunde al país cuando los tiempos cambian, la competencia produce mejor y más barato, y no hay buena administración.

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