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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (42 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—No. Los insurgentes lo bombardearon hasta dejarlo en ruinas. Tras la guerra decidieron demolerlo del todo. Y años más tarde se hizo este parque.

Ella me miró y capté un destello extraño.

—¿Qué? —dije.

—Este caso tuyo te está invadiendo. Me hablas de cosas que sucedieron en la guerra, como si tú hubieras participado. Pero no estabas allí.

Desvié la mirada y contemplé la Torre de Madrid sobresaliendo como una jirafa de entre los bellos edificios modernistas del entorno. Tenía razón. Estaba viviendo en la retrospección, en un tiempo que no era el mío. Todavía no me daba cuenta de qué era lo que tiraba de mí hacia ondas del pasado.

—La guerra ha sido para mí un tema histórico. Como la toma de Granada. De ella sólo opinaba que fue una salvajada. En estos días he descubierto que hubo algo más. Tienes razón. Es extraño, pero creo que he vivido esa guerra. O que debería haberla vivido.

—¿Cómo puedes añorar una guerra? Es lo peor del hombre.

—Sí, pero aquella generosidad, aquella abnegación…

—Eso es sólo el poco lado bueno. En el otro está el dolor, la muerte, la ruina.

—Lo sé. Sólo que…

—Además, te posicionas en un bando, lo que carece de lógica tratándose de ti. Pero en el otro bando también habrían esos sentimientos que tanto te sugestionan.

—Sí; antes y durante el conflicto bélico, pero al vencer, ya no existió para la parte vencedora otro sentimiento que el de la venganza y el castigo. No, espera —recordé a Rosa Regalado—; el castigo no: el terror sistemático. Un terror y una represión que duraron muchos años.

Caminamos hacia la Torre de Madrid y entramos en uno de los ascensores.

—¿Cuál es tu próxima actuación en el caso? —preguntó ella, cuando entramos en la oficina.

—Me voy a Buenos Aires.

Hubo una pausa en el aleteo de sus pestañas.

—¿Cuándo irás?

—Lo antes posible. Veremos, con David, cómo están los otros asuntos y buscaremos un día.

—¿Qué crees que encontrarás allí?

—Una Rosa de plata. O su huella.

18 y 19 de julio de 1936

Ya se van los quintos, madre,

a la guerra, a pelear,

van cantando himnos de lucha

cuesta arriba, hacia el canchal.

A
NÓNIMO

Cantan los gallos el día,

yérguete, mi bien, y parte.

—¿Cómo partir, dulce mía,

cómo partir y dejarte?

R
OSALÍA
D
E
C
ASTRO

—Me voy, madre.

Ella movió la cabeza intentando no llorar. Había visto llegar a Pablito Montesinos a caballo y entregarle un periódico. Era sábado y tenían día libre en la mina. Les había visto gritarse excitados. Supo en ese momento que su hijo había sido alcanzado por una nueva tragedia. Vio llegar a Pedrín y a otros para recabar noticias. Luego, Manín había entrado en la casa y les había dado el periódico, a ella, a Susana y a José, mientras Pedrín corría a su casa y Pablito desaparecía en el caballo. El periódico era el socialista
Avance
y daba la noticia a toda Asturias de que el ejército de África se había levantado contra el gobierno de la República. En su portada decía: «Cojones y dinamita». Sindicalistas como Pablito estaban difundiendo la noticia por todos los pueblos del concejo y, sin más preguntas, los proletarios dejaban sus trabajos para concentrarse en Cangas. Como su hijo. Lo miró guardar algunas pertenencias en la vieja maleta de madera de África.

—¿Por qué has de ir? Ni siquiera te han llamado.

—No necesito que me digan lo que he de hacer. Soy un hombre, madre.

—Tal pareces un chiquillo en busca de aventuras. Siempre metido en líos.

—Debo luchar por la República. No es una aventura.

—Deja que otros lo hagan. Ya luchaste en dos guerras. ¿Olvidas lo de la revolución de hace dos años?

—No lo he olvidado. ¿Y sabe por qué? Porque es la misma guerra. En el 34 muchas cosas quedaron pendientes. Ahora podemos resolverlas para siempre.

—No lo entiendo.

—Se trata de conseguir que en España desaparezcan el hambre, la miseria y las desigualdades. Que todos tengamos derecho a la educación y a un trabajo digno. Es fácil de entender.

—Hace dos años querías lo mismo. Entonces luchaste contra la República y ahora quieres luchar a su favor. ¿Cómo quieres que lo entienda?

—Hace dos años no luchábamos contra la República, sino contra las derechas de la República, que habían tomado el gobierno para destruirla. La República tiene defectos, pero es parlamentaria. Los ciudadanos tenemos derechos. Con los fachas no hay diálogo. Querrán asesinar la República y, si lo consiguen, se acabó.

—¿Qué se acabó?

—Madre, madre, ¿cómo es posible que no se dé cuenta? Si triunfan, como son militares, engendrarán una dictadura y se acabarán los derechos para los obreros. Se acabaría la libertad. Y para muchos, se acabaría la vida.

Su hermana Susana y José, su cuñado, les escuchaban en silencio. Ella con el periódico en la mano, mientras las dos niñas miraban la escena con sus grandes ojos vestidos de inocencia.

—Lo que dices está por encima de mi comprensión. Sólo sé que te quiero y que quisiera que estuvieras a mi lado.

—Siento dolor de que haya parido un hijo tan inquieto. Sólo le he causado sufrimiento. Pero ¿qué puedo hacer?

Ella contempló la desesperación en sus ojos. Recordó las otras despedidas. La misma mirada enfebrecida, la misma desolación. Se volvió y miró las cumbres del otro lado del valle.

—Tu padre murió por la guerra de Cuba. Temo que tu suerte se acabe algún día. Cuando ello suceda, también se acabará mi vida.

Él la abrazó. Era mujer alta, pero él le sacaba la cabeza. Con infinita tristeza musitó en su oído:

—¡Qué malos tiempos nos ha tocado vivir, madre…!

A pesar de haber sido un susurro, las palabras se extendieron por la cocina como si se asfixiaran y desearan huir hacia el valle. Susana hizo un enorme esfuerzo para contener las lágrimas. La madre dijo:

—Quisiera verte casado, feliz y con hijos, aquí, en nuestra tierra, como nuestros antepasados, como tu hermana.

Manín no respondió. La retuvo con fuerza para evitar que ella siguiera inspeccionando sus ojos, pero se encontró con los de su hermana y entre ellos se estableció un puente de comprensión.

—Déjalo, madre —habló Susana—. Ha de ir, debe ir. En Madrid está su destino… y su corazón.

Sosteniendo su mirada, él dijo:

—Sí. No puedo remediarlo. No quiero remediarlo.

Soltó a su madre y se dirigió hacia su hermana. Ella se echó hacia atrás y dejó de mirarle.

—No quiero abrazarte. Mis fuerzas flaquearían. Rezaré por ti.

—Hermana, ¿cómo vas a rezar por alguien que niega a Dios? No te hará ni puto caso. Mírame. —La agarró por un hombro con fuerza. Ella no le obedeció. Su perfil jugaba con el contraluz—. Si has de pedir algo, pide que la República no sea destruida.

La soltó, abrazó al cuñado y a las niñas y salió de la casa. Vio venir a Pedrín por el camino. También a César. Se reunieron y subieron el repecho. Un sol menguado ponía oro en los prados, cuando se volvieron para agitar sus manos antes de empezar a patear el pedregoso camino.

En Cibuyo había ya un grupo numeroso, en el que destacaba Montesinos por sus dotes de mando. De todos los pueblos situados a ambos lados del Narcea, venían jóvenes animosos al grito de «¡Hala, camaradas!», algunos con escopetas de caza, otros con fusiles que en su día escondieron. Se enteraron de que las organizaciones del Frente Popular habían decretado la huelga general. El comité provincial había llamado a la concentración en Oviedo, para reunirse ante el Gobierno Civil y ante la Comandancia Militar. Hicieron requisa de camiones y partieron hacia Cangas, recogiendo por el camino gente hasta el abarrotamiento. En la capital del concejo había varios enlaces organizando un convoy. Sin esperar a los vehículos, docenas de hombres, impelidos por una impaciencia incalmable, se lanzaban decididamente por la carretera general hacia Oviedo, aunque al cabo eran recogidos por los camiones y autobuses. Al pasar por Corias, Pedrín miró a Manín. A través del bullicio leyó sus labios.

—¿Te acuerdas de aquel cura, cuando íbamos a África?

Asintió con la cabeza. ¿Cómo olvidarlo? ¿Cómo olvidar lo inolvidable?

—Entonces íbamos a luchar en su ejército. Ahora vamos al nuestro. Les derrotaremos.

—Ojalá. Esos legionarios son unos salvajes. Recuerda la que nos liaron hace dos años.

—Bah. Ahora el gobierno está con nosotros y nosotros con él. Todos los poderes de la República se pondrán en marcha. Construiremos un país para todos y veremos por fin llegar los colores blancos.

En Trubia vieron camiones parados y una fuerza vociferante ante la fábrica de armas. Pararon y se unieron a ellos. Consiguieron unos trescientos fusiles. Llegaron a la capital de la provincia a media mañana. Contingentes de obreros inundaban las calles y plazas cercanas al Gobierno Civil. Muchos llevaban armas que habían tenido ocultas desde octubre del 34, principalmente en nichos de los cementerios. Se enteraron de que Indalecio Prieto había llamado insistentemente a lo largo de la mañana, pidiendo ayuda para asegurar la defensa de Madrid, porque temía que las guarniciones de la ciudad se unieran a los rebeldes. Si Madrid caía, el país entero caería de inmediato en manos de los facciosos. Los voluntarios sobrepasaron las expectativas. Todos querían salvar la capital. Finalmente, se organizaron dos columnas, una ferroviaria y otra por carretera, que partieron de Sama al atardecer. En Mieres se unieron más hombres y camiones. Unos cuatro mil entusiasmados obreros, la mayoría mineros, cruzaron apuestas a ver qué columna pasaba antes el puerto de Pajares. El coronel Aranda les había entregado unos doscientos cincuenta fusiles, con lo que la fuerza estaba armada en menos de la cuarta parte, sin contar con los dinamiteros.

Manín miró a Pedrín, que fumaba a su lado distraídamente, sentado en el duro asiento de madera. Su figura juvenil y su gesto soñador le sorprendían siempre. No había envejecido lo más mínimo desde los nunca lejanos tiempos de África, a pesar de las heridas y del duro trabajo en la mina y en el campo. Tenía los ojos más profundos que de costumbre, como si una alegría secreta circulara por su mente. De repente, se volvió y ambos quedaron con sus sentimientos al descubierto. Pedrín habló por los dos, por encima del traqueteo del tren y del rigor de las conversaciones:

—¿Por qué no la olvidamos?

—Porque no podemos.

—Cuando lleguemos, iremos a los sindicatos confederales y allí preguntaremos por Miguel. Seguro que ya tiene algún cargo.

—Sí —dijo Manín. Sacó el cuarterón de tabaco y lió un cigarrillo, después de ofrecer a los otros. Lo encendió con un mechero de chispa y cuerda—. ¿Y tú, Montesinos, qué piensas? Esto no va a ser como el 34.

—Pienso que era la oportunidad que esperábamos. Lo de hace dos años falló porque no hubo sincronización por parte de algunos, pero ahora son ellos los que nos han dado el motivo. Vamos a joder a esos cabrones.

—¿Y tú, César? ¿Le dijiste al amo que venías?

—Sí.

—¿Y te dejó venir?

—No.

—¿Qué harás si perdemos la guerra? —señaló Pedrín—. Porque ese mamón no querrá volver a emplearte.

Al mismo tiempo que César se encogía de hombros, Manín y Pablito exclamaron al unísono:

—¡Vamos a ganar! No hay otra opción.

—Claro que ganaremos. Era un decir —dijo Pedrín. Luego volvió a mirar a César.

—No me importa —dijo César—. Voy con vosotros a donde vayáis.

En el tren circulaban periódicos, que se pasaban de unos a otros. César cogió la
Sole
, como llamaban a
Solidaridad Obrera
, el diario anarquista. En la portada estaban las fotografías de Mola, Franco y otros generales rebeldes. César miró las fotos en silencio un largo rato y luego miró a Manín.

—¿Qué ocurre, César? —dijo Manín, interpretando el silencio del siempre silencioso hombrecillo como una pregunta.

—Este hombre. Lo conozco —César señalaba a Franco.

—Claro. Era uno de los coroneles que estaba en el Rif cuando nosotros. Mandaba la legión.

—Es el que quiso fusilarme y el que me hizo esto. —Señaló su cicatriz. Los tres amigos se miraron y convinieron un silencio.

—Procuraremos hacerle pagar por todo el daño que hizo y que hace. Recibirá su merecido cuando ganemos la guerra —dijo Pablito.

Llegaron a León atardeciendo. Se dirigieron a la comandancia en solicitud de armas. El comandante militar era el general Bosch. No estaba y hubo que buscarlo. Puso muchas trabas hasta que comprendió que esa masa enardecida podía asaltar el cuartel. Decidió la entrega de doscientos cincuenta fusiles, varias ametralladoras y un número importante de munición. Era de noche y los mandos de las columnas, Montesinos entre ellos, decidieron permanecer en la ciudad en espera de novedades. Mientras, mineros de la zona se unían a sus camaradas astures. Nadie durmió esa noche, durante la que fueron recibiendo noticias de la rebelión. A mitad del día siguiente, les llegó la noticia de que el coronel Aranda se había sublevado. Desde Oviedo, los dirigentes del Frente Popular empezaron a pedir insistentemente el regreso de las columnas para reducir a los traidores. Tras arduas deliberaciones se decidió la vuelta de las columnas con excepción de 250 hombres que deseaban luchar en Madrid. Entre ellos, Manín, Pedrín, Montesinos y un gigante de ojos azules y músculos prominentes llamado Avelino Lanas. Con sólo veintitrés años era ya un líder de UGT en la federación asturiana. Por la tarde ambos grupos se dividieron y emprendieron la marcha. El convoy hacia Madrid lo formaban nueve camiones. Llegaron a Benavente con los rayos del sol mirándoles casi horizontalmente. Buscaron noticias. En todo el norte de Castilla la rebelión estaba triunfando. La capital se mantenía en manos del gobierno, pero había habido movimientos en los acuartelamientos de Carabanchel, Leganés y Getafe y se temían intentos golpistas en el Cuartel de la Montaña y en Alcalá de Henares. No había tiempo que perder. Antes, Avelino, Marcelino y Manín decidieron inspeccionar los fusiles. Comprobaron consternados que la mayoría estaban inservibles por defectuosos y porque les faltaban los mecanismos.

—Aranda nos engañó bien —dijo Montesinos con ira—. Nos ha dado mierda y se nos quitó de encima. Lo tenía todo preparado el golpista cabrón.

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