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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (38 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—Este problema no debe ser una desgracia. Tiene solución. Haremos lo siguiente: le daremos a José lo que tu marido nos debe…

—¡Cuatro mil reales! —interrumpió Amador.

—¡Cállate, me cago en Dios! —dijo el patriarca, dando un puñetazo sobre el tablero de la mesa, volcando los cuencos. Remedios cogió un trapo y secó la mesa.

—Le daremos a ese cabrón lo que prestó a Miguel. Y si no traga, le daremos más. Pero ese prado debe volver aquí. —Miró a Rosa—. Aunque es tuyo, es patrimonio de la casa.

—Padre —dijo Rosa—, no sé cómo ha podido ocurrir, pero lo arreglaré. Hablaré con Miguel.

—¡No hace falta que arregles anda! Ya has hecho bastante. ¡Ve con tu marido y no vuelvas! —chilló Amador.

El padre se levantó con furia, pero Rosa le impidió ir donde su hijo. El hombre tomó asiento otra vez y habló con voz saturada de amargura.

—Algún castigo debo merecer para que Dios te haya hecho nacer de mi esperma. La única hermana que tienes, la única mujer nacida en esta casa en generaciones, y es lo que más odias y envidias. Estás tocado por el diablo.

—¡Os engatusó a todos! ¡No me creo que no supiera nada!

El hombre le miró con tal desprecio que Amador se echó para atrás.

—Ella es más mujer que tú hombre. Ella ha trabajado duro mientras estuvo aquí, lo que tú no hiciste. Y alegró la vida a todo el pueblo, cosa que nunca has hecho. Debí dejarte ir a África en vez de al pobre Sabino. Esa maldad que arrastras… Ocultar las cartas de tu hermana, su boda, sus llamadas telefónicas… No entiendo que seas tan ruin. Eres tú quien desprestigia a esta casa con tu comportamiento increíble. Maltratas a tu mujer, estás siempre de juerga, odias a todo el mundo. Nos amargas a todos. —Miró a Rosa—. Él será el
moirazo
, es la ley de estas tierras, pero ahora lo soy yo. En esta casa soy el que manda. Y quien no esté de acuerdo que se largue y que espere a que yo estire la pata. Te quedarás aquí el tiempo que quieras, Rosa. Es tu casa.

Ella le abrazó y luego se puso en pie.

—Gracias padre. Le quiero mucho y le respeto, pero veo cómo están las cosas. Me muero de vergüenza y de dolor, pero no dormiré aquí mientras no recupere mi prado. Yo he traído esta desgracia y les pido perdón a todos. —Se apartó y cogió la maleta.

—¿Adónde vas? —dijo su madre.

—Con la tía Susana. Dormiré esta noche allí. Mañana vendré a despedirme de ustedes.

—Si no duermes aquí, me dañarás —dijo su padre.

—Se quede o no, el daño está hecho —habló Jesús.

—Compréndame, padre, y perdóneme.

Se alejó hacia la salida, seguida de su madre. No quiso miar a su padre, pero notaba su mirada sobre ella. Salió de la casa. Allí estaban su tía y su prima. No hablaron. Todo el pueblo había oído las voces. Ya no era un secreto lo del prado. Vio acercarse a Alberto. El hombre estaba conmovido y sus ojos tenían huellas de llanto. Ella le abrazó y notó temblar ese poderoso y duro cuerpo como si fuera el de un gorrión en un invierno nevado. Siguió luego a casa Teverga con las mujeres. Se encontró mal y la acostaron después de vomitar el vaso de leche que le hicieron tomar. Tenía fiebre. Oyó a Manín vocear, ruidos, otras voces. Entre suelos vislumbró a sus padres, a Manín y Pedrín, a su prima, a Alberto. A las cinco de la mañana despertó de golpe, sin fiebre, con pleno dominio de su mente. Sus padres, su tía y su prima dormían sentados en las sillas, pero Manín y Pedrín la miraban desde cercos oscuros alrededor de sus ojos. Se levantó y salió a asearse. Cuando entraba a la cocina para dejar la palangana usada, vio que en la mesa había pan tostado al fuego, tazones con leche y un plato de jamón. Todos estaban allí, incluidos Jesús y Remedios, José, los padres y hermanos de Pedrín, los padres y algunos hermanos de Antón. Se obligó a comer y compartió con ellos unos momentos para recordar. Ya el sol había salido y las sombras nocturnas se habían ido, pero no las de su vida. El peso de la situación gravitaba sobre ellos, por más que Manín y su prima intentaran poner notas de jovialidad. Al volver la cabeza, una de las veces, Rosa vislumbró, en la puerta que daba a los establos, una figura inconfundible. César. La miraba fijamente, intentando enmascarar su cuerpo en la penumbra. Se levantó y fue hacia él, que se echó atrás en un gesto de confusión y timidez. Le abrazó, como había hecho con cuantos vinieron a saludarla.

—Yo…, bueno, el amo no me dejó venir, pero…

—Gracias por venir a verme. Ten cuidado, que no te vea.

Le vio retroceder y desaparecer en la sombra. Más tarde llegó el momento de partir. La despedida de sus padres fue una nueva prueba. En la anterior hubo tristeza y esperanza. Ahora había tristeza y soledad.

—Lo siento, padre; recuperaremos el prado.

—Claro que sí, no te preocupes. Es más importante tu felicidad que ese pedazo de tierra.

Los vio muy vulnerados. Se preguntó si volvería a verlos. En ese momento deseó quedarse, recuperar con ellos su niñez. Ahí estaba su felicidad, pero no podría volver a usarla mientras las cosas no tornaran a quedar como siempre estuvieron. Cuando subió la cuesta para llegar al camino, miró hacia atrás. Allí estaban, agitando sus manos junto a gentes del pueblo. Se dio cuenta de que estaba llena de lágrimas otra vez. Hizo un esfuerzo y las obligó a retenerse. Movió una mano y se reunió con Manín y Pedrín, que la acompañarían hasta Cangas. Bajaron a campo traviesa, como siempre hicieron.

—Cuando bajábamos a las fiestas, tú siempre cantabas —dijo Pedrín—. Podrías cantar también ahora.

—¿Crees que estoy para eso ahora?

—Inténtalo —añadió Manín.

—No puedo. No soy capaz ni de hablar casi.

En Cibuyo tomaron un taxi. Ya en Cangas, y ante el autobús, ambos hombres la contemplaron. Su pelo blanco y sus profundas ojeras marcaban su afilado rostro. Sólo tenía veintiún años y había dejado de ser joven. Manín sintió que su ira se desbordaba. Contrariamente a Pedrín, nunca supo dominarla. Ella les abrazó para buscar la energía que transmitían, como si fueran el norte magnético de su vida, donde siempre podría renovar su confianza en la bondad, ignorando que ella era el faro que a ellos guiaba. Los miró a través del cristal cuando el coche empezó a rodar. Les vio allí plantados, mirando cómo se alejaba. El garaje y las gentes fueron empequeñeciéndose a medida que aumentaba la distancia, pero sus amigos seguían sin disminuir su tamaño, gigantes en su pensamiento. Atardecía cuando llegó a Oviedo. Compró su billete en la estación y más tarde subió al tren expreso. No durmió en toda la noche. A la mañana siguiente caminó despaciosamente por las solitarias calles viendo a los carros de recogida de basuras. Eran tirados por mulas, y sus ruedas metálicas golpeaban el empedrado. Los portales estaban abiertos y los hombres y mujeres subían a las casas, en cuyas puertas los vecinos dejaban sus cubos de basuras. Echaban el contenido en unas seras y, cuando estaban llenas, las bajaban al carro, abierto por arriba, y vaciaban su contenido en él como si fuera un vertedero. Vio también a algunos barrenderos tardíos regando las calles. Llegó a casa y abrió la puerta. Miguel dormía. Se despertó al oírla. Se incorporó en la cama y la miró.

—¿Qué te has hecho en el pelo?

—En el alma, ¿qué me has hecho tú en el alma?

—No sé qué dices.

—¿Cómo has podido quitarme mi prado? ¿Qué derecho tienes? Ya estás viendo a tu primo para deshacer la operación.

Él se levantó y fue hasta el palanganero. A pesar de tan temprana hora, hacía calor y estaba sudando. Cogió el aguamanil y echó agua en la jofaina. Se frotó con energía como si tuviera algo pegajoso. Tomó una toalla y empezó a secarse. Luego miró a su mujer, que no le quitaba ojo.

—No es posible, por el momento.

—Claro que es posible. Le devuelves el dinero y que él te devuelva el prado.

—No hay dinero. Se gastó todo en las bodas.

Ella abrió los ojos como si la hubieran golpeado.

—¿El dinero de las bodas salió de ahí?

—Sí, no había otro.

—Dijiste que tenías dinero ahorrado.

—Se gastó. Lo siento.

—¿Se gastó todo en las bodas? ¿Cuatro mil reales?

Él la miró, sorprendido de que supiera la cifra.

—Bueno, tuve que pagar deudas que tenía.

—¿Por qué no me lo dijiste, por qué me engañaste, por qué hiciste esa monstruosidad?

—Bueno, bueno. ¿Qué problema hay? Cuando reúna esa cantidad, se deshace la operación. Confía en mí —dijo él, mostrando su cautivadora sonrisa. Ella venció la tentación de rendirse a ese encanto natural. Caminó hacia el ventanal y vio las basuras del patio. ¿Dónde estaban los infinitos paisajes de Asturias?

—Me has mentido, como en lo del trabajo. Estás aquí, en vez de estar trabajando. Te han despedido, ¿verdad? ¿En cuántas cosas más me has mentido? ¿En tu amor? ¿Me quieres realmente?

—Claro que te quiero. Me casé contigo.

Ella lo miró entre la sorpresa y la amargura.

—¿Qué significa realmente eso? Estoy viviendo una realidad muy distinta a la que me pintabas. Todas esas promesas…

Él se acercó a ella e intentó cogerla por la cintura. Ella se retiró al centro de la habitación.

—Si me quieres, no esperes para devolverme lo que es mío. Es mi tierra, mi herencia. Deshaz ya la operación. Que tu primo te fíe.

—Las cosas no funcionan así. Es un préstamo avalado por el prado, que sigue siendo tuyo. Cuando devuelva el préstamo, se anulará el aval. Ya ves que no tienes por qué preocuparte tanto.

—¿Cómo vas a devolver esa barbaridad de dinero? ¿De dónde lo vas a sacar? Intentas tranquilizarme, que no piense. Y ni siquiera tienes trabajo.

—Lo arreglaré. Ya lo verás. Estoy sin trabajo porque estamos en huelga. No soy vago. Los patronos no tienen conciencia, pero claudicarán. Percibiré mejor salario y saldremos adelante. Te lo aseguro.

Ella lo miró y sintió un gran desamparo. Promesas. Contempló a su hombre como si fuera un desconocido para ella. Supo entonces que su matrimonio había sido un error.

—Estamos casados. Seguiré a tu lado, pero mientras ese prado no me sea devuelto no habrá ningún cariño por mi parte en nuestra convivencia.

16 de marzo de 1998

Miré mis notas y las reflexiones apuntadas en los márgenes. José Vega me había hecho llegar fotocopias de los informes oficiales, tanto de las investigaciones seguidas en las fechas de las desapariciones, como en las recientes actuaciones. No es fácil el acceso a determinados documentos oficiales en casos abiertos, y mucho menos conseguir fotocopiarlos. Estaba claro que mi cliente había movido influencias.

Los informes de 1943 formaban un voluminoso
dossier
. Las fotocopias agudizaban el mal estado de los textos originales. Utilizaron una máquina muy deficiente, con letras fuera de línea que embarullaban una escritura ausente de sintaxis, pésima ortografía, palabras montadas, múltiples tachaduras y puntuaciones enloquecidas. Las páginas estaban con rayajos y grandes manchas. A pesar de ello pude descifrar lo fundamental de las declaraciones, que correspondían a cuarenta y seis personas, la mayor parte de las cuales testimoniaron dos veces debido a las dos desapariciones. Tenía frente a mí setenta y tres legajos, que indicaban que hubo interés en aclarar los casos por parte de las autoridades. Inicié la lectura por el sistema de eliminación y por fechas. Así, los primeros que examiné fueron los que hacían referencia a las pesquisas iniciadas tras la primera desaparición, el 9 de enero. Ese día José estuvo en una taberna de Cangas reunido con los hermanos Avelino y Juan Caneja Arias, de treinta y treinta y cinco años, para convenir un negocio de compra–venta de ganado vacuno, como en ocasiones anteriores. Los Caneja eran de León y venían de los Vaqueros de Alzada, llamados así por ser trashumantes y viajar de un sitio a otro, todos en familia, buscando los mejores pastos y atendiendo a la climatología. Los Caneja se habían hecho sedentarios y engordaban sus ganados en
brañas
determinadas. En esa ocasión, José les compró treinta vacas, que vendería posteriormente en el concejo a mayor precio. Convinieron el pago al contado cuando llevaran el ganado, semanas después. Comieron juntos, echaron unas cartas y se despidieron en la cuadra de la posada de la que formaba parte la taberna. Le vieron alejarse en su caballo bajo la lluvia, mientras ellos se quedaban en la fonda para dormir esa noche. No volvieron a verle. Estaban los testimonios del ventero y del cuidador de la cuadra.

Los siguientes informes eran ya de la gente de las diecisiete casas del pueblo. Estaban hechos por familias y se citaban en el mismo oficio todos los miembros, desde el
moirazo
hasta los hijos o nietos de edades suficientes para declarar. Básicamente, coincidían en todo. Fueron avisados por la familia Carbayón, les ayudaron en la búsqueda al día siguiente, llovía mucho, no habían visto a nadie de fuera del pueblo, habían oído decir que no volvió al pueblo esa noche, sino que marchó a Oviedo o a Madrid. César Fernández Sotrondio, criado de los Carbayones, aseguraba que su amo había llegado en el caballo, aunque nadie más lo había visto. La madre de José, los abuelos y Flora coincidían en lo que la misma Flora me había dicho hacía unos días cuando la visité en su casa. Amador Muniellos dijo que estaba cenando. Había llegado, como todos los domingos, de Cangas. Había visto en la tasca a José, pero no se hablaron. Él había salido antes de que José terminara su partida. Oyeron el rumor y ajetreo de los Carbayones muy tarde, cuando estaban en la cama. Se enteraron de la causa, pero no intervinieron en nada. Pensó que su ex amigo estaría en una de sus juergas y a él no le importaba lo más mínimo. Incluso, cuando se inició la búsqueda dos días después, los Muniellos no ayudaron. Se mostró convencido de que José aparecería cuando le diera la gana. No entendía tal alboroto, porque «todos sabemos cómo es». Jesús Muniellos, su mujer, Remedios, y su hija, María, corroboraron la declaración.

Por razones obvias, había dejado para el final los testimonios de los Teverga y Regalado. Pedrín había llegado de la mina con Manín. Ayudó a sus padres y abuelos a meter el ganado. No había visto a José desde hacía días ni sabía lo que hacía o dejaba de hacer. No le interesaba. No eran amigos. No creyó que hubiera desaparecido, sino que se habría ausentado. Tampoco entendía tanta preocupación por un hombre tan incontrolable. Aparecería días después y se reiría de todos. Lo mismo dijo la familia. La declaración de Manín era más larga. Se apreciaba la desconfianza de las autoridades hacia él. Había llegado con Pedrín de la mina, después de tomar unos vinos en el bar de los padres de Montesinos, amigo suyo muerto en la guerra. Sí, iban siempre juntos, porque eran inseparables desde la niñez. Habían estado en la guerra de África, también en los sucesos del 34 y en la Guerra Civil. Habían terminado de tenientes del ejército republicano. Habían estado en prisión tras la guerra y fueron excarcelados, sin cargos de sangre, tres años después. No tenían relación con guerrilleros ni con organizaciones clandestinas contrarias al régimen. No eran amigos de José Carbayón ni de Amador Muniellos por asuntos particulares y que esa enemistad no tenía nada que ver con la política. Que sólo tenían el dinero que ganaban en la mina y en sus trabajos en sus tierras. Como confirmación respecto a su trabajo en la mina, había testimonios de dos encargados de la misma, mediante los cuales certificaban lo dicho por ambos amigos y añadían que eran buenos mineros, de los más fiables y trabajadores, que nunca faltaban a sus trabajos, aunque, a pesar de que se habían eliminado los comités sindicales, siempre estaban entre los que pedían mejoras para los mineros, lo que a veces los enfrentaba con la dirección.

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