Read El tiempo escondido Online

Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (35 page)

BOOK: El tiempo escondido
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El tiempo fue pasando en el mayor silencio y sin que el horror cesara. Su vientre y su vejiga se habían abierto y la materia impregnaba su pantalón. ¿Dónde estaba? Se imaginó un espacio infinito, lleno de terrores sin fin que se abalanzaban sobre él con la mayor inclemencia. Una eternidad después, a punto de locura, notó algo en su espalda. Unas fuertes manos le desataban los brazos. ¿Cómo podía nadie ver en tan profunda oscuridad? Tardó en reaccionar por el caos mental en que se hallaba. Impelido por la angustia, se quitó las ligaduras del todo, se arrancó el esparadrapo y gorjeó entre hieles y saliva. Se abrió el hábito a tirones y notó que los bichos abandonaban su cuerpo. Desató sus pies y trató de erguirse. Palpó temblorosamente en busca de alguna pared, mientras emitía sonidos espasmódicos. Una débil luz surgió y dividió el espacio en dos zonas. Era una velita y estaba algo alejada. Se acercó a trompicones, mirando con ojos enfebrecidos. La vela estaba en el escalón superior de una escalera de ladrillos medio rota. Subió por ella. Una trampilla de madera tapaba a medias la entrada. Empujó y la levantó. La vela se apagó. Pero a través del hueco percibió la claridad de las estrellas. Salió, tropezando con cascotes y desperdicios. Apreció el vano de una puerta. La cruzó, enloquecido, cayendo por unos escalones escombrados y rodando hasta un terreno vegetal. La noche era negra, y la zona ausente de luces. Sólo la luz del manto estrellado. Se puso en pie y echó a correr. Tropezó y cayó de bruces. Sintió que algo le agarraba por los pies. Pataleó y gritó sumido en una angustia sin límites. Se dio la vuelta y continuó pataleando. Pero nadie le agarraba. Estaba solo. Se arrastró por la tierra, de espaldas, alejándose del horror. Conocía el lugar, la parte de terreno sin desbravar situado antes del campo de fútbol y del campo natural. A un lado, alejadas, las casas humildes de la calle Palos de Moguer. Debía de ser tarde, porque nadie pasaba por el caminito. Ni rastro de Manín. Estaba a salvo. Quedó inmóvil respirando ahogadamente. Más allá de sus pies, vio el lugar donde había estado. El viejo hotelito de tres plantas, que en sus tiempos lució su bella estructura, cuando la zona aún era campo, sin la primaria urbanización existente. El hotelito envidiado donde vivió una familia adinerada hasta que el Ayuntamiento declaró ilegal la construcción. La casona, situada a unos veinte metros de la pared medianera de la finca donde él vivía, mostraba el esqueleto desafiante a pesar de su ruina. Nada habitable quedaba. Sin techos, ni tejados, las paredes interiores derribadas, sin postigos en las ventanas. Los chicos con sus juegos destructivos y la acción del tiempo habían arruinado lo que en su día fue una belleza arquitectónica. Sólo conservaba los muros de las fachadas. Un poco más alejada, la gran nave de los talleres y cocheras del parque automovilístico del Ayuntamiento, por su parte trasera. Lo demás era el gran campo hasta Jaime el Conquistador. Manín lo había torturado en el sótano de ese hotelito. Había estado en un espacio acotado y de medidas no muy grandes, al lado de su casa. Pero Ramón no podía aceptar esa realidad. Sobrecogido y febril, veía y recordaba un lugar tenebroso e infinito como el que atravesaba la barca de Caronte. Ahora estaba tumbado en un lugar conocido, pero antes, una hora o una eternidad, había estado en el infierno con el que su religión amenazaba a los malvados e impíos. Lloró hasta quedarse sin lágrimas. Y con todas sus fuerzas rezó a Dios para no volver allí.

Rosa, con su hija de seis años, subió caminando hasta la Ribera de Curtidores. Ya había estado en esa comisaría meses antes. Varios guardias que hablaban en la puerta se interrumpieron para mirarla. Mostró el papel y la hicieron pasar. Esperó en la salita que recordaba, junto a personas de variadas cataduras, a quienes iban llamando mientras otras llegaban. Bastante tiempo después citaron su nombre. Entró en la sala de denuncias y declaraciones. José Antonio y Franco no se habían movido de la pared, aunque tenían más cagadas de moscas en sus rostros. El oficial y el humo del ambiente tampoco habían desertado. Allí estaba el hombre con su palidez y su ingrávido cuerpo embutido en un traje desvaído, que a ella le pareció el mismo cruzado de antaño, ahora con brillo en los estrechos hombros y en las bocamangas. Fumaba compulsivamente y tosía secamente. Rosa se preguntó si no estaría tuberculoso. Era una enfermedad que hacía estragos en esas fechas y que no respetaba ni a vencedores ni a vencidos. Él la miró fijamente, achicando los ojos y soltando chorros de humo.

—Yo te conozco. —Cogió el informe correspondiente—. Rosa… Claro. Eres la que hace tiempo agredió a un policía en la estación de Atocha. Vaya, vaya. Otra vez aquí. ¿Pagaste la multa?

—Sí. Pago mis deudas, aunque sean injustas.

—No se te ha calmado el resabio, a lo que veo. Parece que te gustan los problemas.

Ella no contestó. Él miró el papel, mientras hacía jugar el cigarrillo con los dedos de su mano derecha.

—A ver qué tenemos. —Leyó en silencio, inhalando de vez en cuando y mirándola de hito en hito—. ¿Es verdad lo que dice aquí?

—No sé lo que dice ahí.

—Actos deshonestos e incitación al vicio sexual en la persona del jefe de la casa, cofrade del Santísimo Corazón de Jesús.

La miró y notó su cansancio. Observó sin comedimiento sus pechos mareantes, su bello rostro, su equilibrada figura, sus ropas humildes. Desplazó los ojos hacia la niña, delgada como una correa. Miró de nuevo el papel y estuvo leyendo un rato.

—Aquí dice que el mismo vecino te denunció anteriormente en dos ocasiones por albergar rojos buscados por la justicia, seguramente asesinos, y que, aunque acudió la policía en ambos casos y no se encontraron ni a los delincuentes ni evidencias de ser un refugio, él insiste en que sus denuncias estaban justificadas. Señala que se ven muchos hombres entrar y salir de tu casa, lo que podría ser… —Se detuvo, la observó y apreció que ella sostenía su mirada con firmeza—… Podría ser que se estuvieran produciendo hechos inmorales constitutivos de delito, por lo que pide se haga llegar al juez esta denuncia y que se someta a inspección tu domicilio.

El silencio fue demasiado intenso. El uniformado sentado tras la máquina y el inspector la miraban fijamente. Ella esperó callada sin quitar los ojos del hombre de la tez pálida.

—¿Qué tienes que alegar?

—¿Servirá de algo lo que yo diga ante lo que manifiesta tan importante personaje?

—Estás aquí para declarar. Di lo que sea.

—Ese hombre intentó forzarme.

—¿Por qué entonces no lo has denunciado tú?

—No me gustan las denuncias.

Él miró un segundo papel, volvió a fumar y a toser y levantó otra vez la vista hacia ella.

—¿Ha ocurrido algo entre ese hombre y tú, después de la denuncia?

—No sé a qué te refieres.

—¡De usted! No vuelvas a tutearme —dijo, tosiendo y mirándola con dureza. Ella guardó silencio—. ¿No ha habido ningún acuerdo entre vosotros?

—¿Acuerdo? No entiendo. Hace días que no veo a ese hombre.

—Aquí hay una comparecencia del citado, de ayer por la noche. Ha quitado la denuncia, diciendo que todo ha sido un error y que lo lamenta.

Ella expandió sus ojos en un gesto pleno de sorpresa.

—No lo entiendo —dijo el policía—. Posiblemente tendrás que agradecérselo a la piedad de ese cofrade ofendido. ¿Ves cómo los que creemos en Dios somos capaces de perdonar las ofensas que nos hacen los criminales?

Ella siguió en silencio.

—Puedes irte. Y reza a Dios. Te has salvado de una buena.

Rosa cogió de una mano a su hija y salió. El inspector estuvo mirando la puerta un buen rato, fumando calmosamente y tosiendo a intervalos, mientras que el agente uniformado miraba hacia el mismo sitio con un mutismo compartido. Luego se miraron.

—¿Cree usted que esa mujer…? —sugirió el agente.

—¿Que si creo qué?

—Eso de que le incitó y de que se dedica al follamiento.

—No, no lo creo.

—Yo tampoco.

—Lo que es muy extraño es que tras una denuncia tan prolija haya decidido retirarla. No es normal.

—Venga, jefe, ¿no acaba de decir que hay piedad en los que creemos en Dios?

El subinspector examinó a su subordinado e intentó ver algún signo de zumba. No lo apreció. Tiró al suelo la exhausta colilla y de un bolsillo sacó una arrugada cajetilla verde de tabaco negro Ideales. Cogió uno, sin invitar al uniformado, y lo encendió. Dio una ansiosa calada como si fuera un pez fuera del agua y retuvo el humo con avaricia hasta el límite, antes de expelerlo entrecortadamente al compás de la tos.

—Haz pasar al siguiente.

14 de marzo de 1998

Hollé con mi coche el verde indefenso de un bosquecillo invadido por docenas de automóviles, que habían escalado cuestas entre los altos árboles, semejando una manada de monstruos metálicos devorando la hierba desarmada. Miré al Salón de Bodas, un local en las afueras de Las Rozas que atemorizaba, como un espolón gigante, el campo nunca antes violado. Noté como un lamento en los añosos árboles, sentenciados a desaparecer mientras sus sombras apagaban los brillos de un sol todavía beligerante.

Se casaba Valentín, un amigo de la niñez. Trabaja en una empresa de Australia desde hace seis años. Es un matricero muy bueno y un amigo entrañable. Se casaba tarde, con su primera novia formal, por emplear un lenguaje ya en desuso. Nuria, diseñadora de espacios vivenciales, según su expresión. Te dicen cómo colocar los sillones en el salón, qué color conviene al cuarto de baño y cosas así. Tras la boda, se instalarán en la casita con jardín y
jacuzzi
que él atesoró en un barrio extremo y residencial de Sidney. Siempre me sorprendo de cómo la vida distribuye sus dones de forma tan diferente entre quienes nacieron en el mismo barrio con las mismas expectativas. Tan diferentes los caminos de Valentín y el mío. Me casé a los veinte años, ahíto de amor y esperanzas para regularizar el embarazo inesperado de Paquita. Él tiene mis años, pero sus correrías no dejaron huellas. Es alto, moreno, de risa fácil y estentórea. De pequeños dibujábamos cómics juntos. A mi boda vino con su risa contagiosa y las manos en los bolsillos. Nunca ha sabido cómo ponerlas para que no le estorben. Dice que el único lugar donde no están de más es en las tetas de una mujer. Entonces no tenía novia. Un día le presenté a unas amigas, entre las que se encontraba Nuria. Él tenía treinta y tres años y ella veintiséis. Se enamoraron al instante. Siempre creímos que aquello no duraría, porque él era un correcaminos y ella una chica muy temperamental. Estábamos equivocados y la evidencia era la boda celebrada ese mismo día.

Era una tarde todavía invernal aunque más parecía a la primavera precoz. Caminé hacia la entrada y fui mezclándome con los invitados. Había mucho colorido y cámaras disparando. Todos se apostaban en un amplísimo jardín donde camareros desganados servían bebidas y canapés. Diana estaba en un grupo, con Berta y Arancha, de espaldas. Me acerqué a ella y la abracé por detrás, pasando las manos sobre su vientre. Echó su cabeza hacia atrás y puso sus manos sobre las mías.

—Mi hermano —dejó caer con fuerza la palabra.

Después de lo de Gregorio, se quedó a vivir en mi apartamento de la calle de Atocha, con Berta, su amiga de siempre y a la sazón en situación de paro amatorio desde su separación, un marido no maltratador en este caso, sino buscabragas ajenas. Yo me quedé en el piso de Moralzarzal. El del aeropuerto, donde vivieran Diana y Gregorio, seguía a la venta.

En el grupo había rostros nuevos de ambos sexos luciendo gestos joviales. Al ver tanto mocerío, tuve la sensación de ser muy viejo. Un ninfo alto y moreno, muy acercado a Diana, me saludó con efusión cuando me presentaron. No me gustó, a pesar de su buena planta. O precisamente. Gregorio la tenía y salió rana. Fui consciente de que me había vuelto perro guardián de mi hermana. Sabía que ella tenía derecho a elegir, pero quizá no superase un nuevo fracaso. Estaban sus amigas y amigos de años. Todo muy bien, menos la admiración que algunas de las nuevas amigas mostraban hacia mí. Propaganda de Diana. Al volverme para tomar un vaso con jugo de tomate, la vi venir.

—Tu ex cuñada —susurré.

—La he visto antes y nos hemos saludado —contestó en el mismo tono apagado—. ¿Podrías quitármela de encima?

Salí al paso de la pareja. Hacía más de cinco años que no la veía. Estaba igual que en mis recuerdos. Alta, esbelta, con su larga cabellera tipo Wella, protegiendo su agraciado rostro. Reía y los hoyuelos de sus mejillas se me hicieron imprescindibles. Sentí una punzada en el corazón. Algo de ella parecía quedar dentro todavía y acentuaba mi soledad. Arrastraba a un tipo grande como un globo aerostático y con el rostro de Charles Laughton. El espacio aconsejado para su nariz lo ocupaba un condominio de bultos, como una verruga de concurso. ¿Puede entenderse que una mujer se enamore o se encapriche de modelos de hombre tan diferentes? Se acercaban, ella ejerciendo el mando. Quizá, soterradamente, su deseo de dirigir la contienda familiar estuvo larvando nuestra relación y pudo haber sido uno de los causantes del rompimiento. ¿Cómo saberlo? En realidad, ¿qué importaba ya? El caso es que allí estaba, espléndida, con sus pecas suaves rodeando sus ojos verdes, remolcando aquel plantígrado y poniéndose ante mí.

—¡Corazón! —Avanzó su cara y juntamos nuestras mejillas sin besarnos, como si fuéramos Fred Astaire y Ginger Rogers en
Sombrero de copa
. Tuve que cerrar los ojos para no romperme—. Éste es Rafa; éste, mi ex.

Nos dimos la mano. La de él parecía una reunión de salchichas.

—Tenía ganas de conocerte. Paquita me ha hablado mucho de ti. —En su cara de tragabolos había una ancha sonrisa, como si hubiera acabado de oír un chiste la mar de gracioso. ¿Qué gilipollez era aquella de que deseaba conocerme? No tenía sentido. Contesté que me alegraba mucho de que el Gijón y el Oviedo estuvieran considerando la posibilidad de hacer un solo equipo de fútbol entre los dos clubes. Se me quedó mirando más despistado que un colibrí en un bolsillo.

—Siempre el mismo —dijo ella, intentando justificar su propia sonrisa.

—Sí, del que te enamoraste.

La sonrisa se le había enfriado, pero sólo para mí.

—Aquello no fue amor. Ahora sí lo es —dijo, mirando al paquidermo, que nos miraba a su vez con el gesto descolocado, sin columbrar el choque de voluntades que se desarrollaba delante de su estruendosa nariz.

—Sí lo fue. Ahí está el resultado. —Señalé con la barbilla al hijo común que nos miraba desde el grupillo—. Hubo mucho amor en ello.

BOOK: El tiempo escondido
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Legacy of Greyladies by Anna Jacobs
Unresolved Issues by Wanda B. Campbell
To Seduce an Omega by Kryssie Fortune
Beyond Innocence by Joanna Lloyd
A Love by Any Measure by McRae, Killian
Saber perder by David Trueba