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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (16 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—Sabemos a lo que viene —añadió—. Le haré una pregunta, ya que es usted de Madrid, ¿Sabe quién era otro madrileño llamado Luis Candelas?

—Un bandido, al que mataron las autoridades.

—No tan simple. Hoy ningún juez lo hubiera condenado a muerte. Ni siquiera estaría mucho en prisión, porque nunca mató a nadie; se limitó a quitar bienes a los que tenían mucho, para repartirlo entre los desheredados.

—Aparecieron dos cadáveres en la iglesia. Eso no lo hizo un Luis Candelas.

—Quién sabe. Y, aunque el propósito no fuera ése, el resultado fue el mismo. Dio su merecido a dos seres despreciables y alegró la vida a muchos angustiados al destruir documentos de infamia.

—Pero se quedó con el dinero.

—No puede afirmarlo. Quizás un día aparezca. ¿No aparecieron los cuerpos sin que nadie lo imaginara?

—El dinero nunca aparece, porque se gasta.

Tropezó y cayó de rodillas. Intenté ayudarla, pero se levantó rápidamente.

—¿Sabe? A pesar de tantos años de torturas, no nos han hecho cambiar; seguimos siendo anarquistas de pensamiento. Somos libres.

—Susana Teverga también dijo algo sobre torturas a Manín y a Pedrín. Tenéis muy fijada esa palabra. Quizás exageráis.

Se paró en seco. Tenía la nariz recta y el pelo peinado suelto.

—¿Qué tipo de espécimen es usted? ¿Exagerar? ¿Es posible que no sepa de las atrocidades cometidas por los franquistas?

—¿Te refieres a la
brigadilla
?

—¿
Brigadilla
? Eso fue años después. La represión indiscriminada comenzó durante la guerra, tras la felonía del coronel Aranda. En Asturias, la guerra terminó a finales del 37. A partir de ese momento las autoridades franquistas decidieron acabar con las ideas izquierdistas y aplicaron diferentes medios de tortura, según los «delitos» cometidos por los rojos. ¿No oyó hablar nunca de la alucinante Ley de Responsabilidades Políticas, instituida en 1939, pero con vigencia retroactiva desde el mismo día de la proclamación de la República? ¿Sabía que por ella, todo aquel que hubiera dado su apoyo al régimen republicano podía ser puesto bajo arresto sin más preámbulo? La sanción podía ser desde prisión, léase palizas y tormentos, hasta el fusilamiento. —Me miró heladamente—. Por lo que vislumbro en usted, tampoco sabe de otras leyes perversas que se instauraron en aquellos tenebrosos años para legalizar lo ilegal, como la de Seguridad del Estado, la de Orden Público, la de Represión de la Masonería y el Comunismo… ¿Le cito la colección entera? Se trataba de dar forma legal a la represión física ejercida contra los vencidos y de legitimar otro tipo de represiones como la económica, la confiscación de bienes, la vigilancia permanente sobre las vidas privadas… Fue por su magnitud la más decidida y despiadada campaña de eliminación de personas e ideas como jamás hubo hasta entonces en España. La Inquisición fue un juego de niños en comparación. Así que los que se echaron al monte por no tener otra salida, ya que a los que se entregaban los mataban sin contemplaciones, fueron perseguidos como animales, al principio por los moros del ejército africano y luego por el ejército regular. Ya terminada la guerra, los que actuaron fueron cuerpos de voluntarios integrados generalmente por falangistas y tricornios, bajo la autoridad militar. Esos cuerpos se llamaban
contrapartidas
, y fueron los que más tarde dieron lugar a esa
brigadilla
que usted menciona. Algún día se sabrá, con nombres y fechas, de las salvajadas que hicieron esas gentes por estos pueblos. Familias enteras destruidas, hombres y mujeres asesinados, palizas sin cuento.

Calló un momento, sin dejar de mirarme con rencor, sin ser consciente de la admiración que me causaba su conocimiento sobre esos hechos.

—Le diré algo. Cuando mi tío abuelo y su amigo volvieron de la guerra y de la cárcel, los tricornios los mandaron llamar. Acudieron sin sospechar nada. Sin más, les dieron una paliza. «Para que sepáis quién manda aquí y que se os acabó la chulería de los años pasados». Los obligaron a ir cada semana, el mismo día, el sábado, para darles la paliza asignada. A la cuarta semana no volvieron. Vinieron a buscarlos por la tarde seis civilones. Y aquí mismo, en el pueblo, delante de todos los vecinos y de las familias, mientras dos les apuntaban con los fusiles, los otros les dieron tal paliza con los vergajos que les dejaron como muertos. Advirtieron a nuestras familias que les dijeran que los esperaban a la semana siguiente en el cuartelillo. Así estuvieron dos semanas más, a razón de paliza semanal, hasta que tuvieron que llevarlos al hospital de Oviedo. ¿Imagina quién dirigía la orquesta? —Me miraba con furor. Lo adiviné.

—¿Él mismo les pegaba?

—No. El padre de su amo no se manchó las manos. No estuvo en esas faenas. Para eso estaban los civilones. Pero él era el instigador. La venganza acumulada por la paliza recibida de Manín y por los desprecios que los dos amigos les dedicaban a él y a Amador por su cobardía y su egoísmo. Pero ahora él dictaba las normas como mando de una Falange envilecida en su misión de verdugos.

—¿Cuándo cesó el castigo?

—¿Castigo? ¿Qué atropello al lenguaje y a la realidad es ése? Castigo implica culpa, delito, falta, daño. Pero ellos no eran delincuentes. Nada malo hicieron. Sólo lucharon por sus ideales, limpiamente. Hable con propiedad. Lo que hicieron con ellos fue un crimen. ¿Se entera de una vez?

—Bueno… ¿Cuándo…?

—¿Qué le contó Flora Vega?

—Sobre qué.

—Sobre este tema de las palizas.

—No mencionó nada en absoluto.

—Claro, ¿cómo iba a decir nada? Quieren que se olvide, como si no hubiera existido. Borrarlo. El silencio. Morir sin arrepentimiento y sin temor al castigo humano y al divino con que atemorizan a tantos borregos.

Había en su rostro el gesto de infinita frustración de quien no puede vengar dolorosos agravios sufridos.

—Flora estaba muy enamorada de Manín, como muchas chicas, según decían. Se cuenta que ella pidió a su hermano que terminasen con las palizas. No le quería muy desbaratado por si llegaba el caso de que él accediera a sus pretensiones. Qué disparate. Todos sabían que Manín y mi tío abuelo Pedrín estaban enamorados de Rosa, incluso después de que ella se casara. Pero el caso es que, al retornar del hospital de Oviedo, ya no hubo más palizas. Quisieron quebrantarlos y no pudieron. Regresaron con su arrogancia. Ambos eran de constitución diferente pero muy fuertes. Volvieron a la mina. Luego, tras la segunda desaparición, reanudaron las torturas. Casi los matan. Nunca pudieron quebrar su espíritu, pero esa vez sí les fastidiaron. Eso rompió la mente de mi abuela. Lleva años sin saber quién es. Así que de exageración nada, subalterno de misiones vergonzantes. Todo lo contrario. María se quedó corta.

—Tenéis una capacidad intrínseca para el insulto.

—Eso cree, ¿eh? No sabe de la que se ha librado. Mi cuñado quería haberle puesto la mano encima. Y no sabe lo dura que la tiene.

Moví la cabeza.

—¿Amador también se implicó en lo de las palizas?

—No. Ni para eso servía. Pero mostró su satisfacción sin recato. Parece que decía: «Les llegó su san Martín».

Reanudó el paso y se detuvo ante la iglesia.

—Entre usted solo. —Se volvió e inició el camino de vuelta. Llevaba un pantalón vaquero adherido a sus largas piernas. Me di la vuelta. Estaba ante el lugar del crimen o, mejor dicho, del enterramiento.

La iglesia de Prados no es un templo relevante. Uno más de los que salpican el verdor de los concejos de Asturias. Sin cura ni eucaristía semanal, sólo se celebran misas en las fiestas de los Santos a ellos consagrados, o cuando alguien del pueblo se casa o bautizan a los hijos, lo que cada vez es menos frecuente, ya que las bodas y bautizos prefieren realizarlos en iglesias con mayor renombre dentro del concejo.

San Belisario tiene planta prerrománica y ha ido incorporando aportes góticos para, finalmente, con el correr de los años, quedar en una mezcla de estilos. La lluvia seguía amenazando, pero sus vanguardias estaban detenidas. Decidí dar una vuelta por el perímetro, lo que no pude hacer por estar plantada en dos laderas. Un lateral se apoya en un pronunciado talud reforzado por gruesos árboles que actúan como muro de contención. El ábside románico se apoya en un cimiento de bloques de piedra que sustituye el piso que la pendiente no garantizaba. Ese muro–cimiento se apoya a su vez en una terraza pedregosa que hace de verdadero cimiento. La altura entre el nivel de la terraza y la base del ábside es de más de dos metros, espacio suficiente para abrir una puerta exterior. Fijándome bien, aprecié una viga granítica horizontal entre los bloques de piedra, como si alguna vez hubiera sido el dintel de una puerta.

La iglesia no es pequeña. Hice una medición a pie: 33x8 metros exterior. Tiene una sola puerta en la fachada contraria al ábside, bajo un porche porticado. Encima, una espadaña ancha para dos campanas. Los muros son de piedra desigual, canto y pedrusco, con grosor cercano al metro. El tejado, bien conservado, es de anchas láminas de pizarra con borde curvo. Flanquea la entrada un árbol grandioso. La edificación está a unos trescientos metros del pueblo. Miré. Sería difícil precisar si alguien de alguna casa podría divisarme en ese momento. Empujé las dos puertas sin cerradura que abren hacia dentro y entré. Hasta la otra puerta, un espacio de unos 4x6 metros. A la derecha una escalera de tablones desiguales de madera cruda que lleva al campanario. A la izquierda unos arcones torcidos por la edad. Crucé hasta la segunda puerta, también de doble hoja, pero con cerradura y también con unos ventanucos con cristales situados a unos ciento sesenta centímetros del suelo. Abrí con la llave que me prestó Rosa Regalado y entré en la nave. Dos pequeños ventanales en la parte alta de los muros laterales, cerca del techo, contribuían a que hubiera luz en la sala. El techo es de viguería de madera gruesa cruzada, de apariencia sólida. El suelo, como el descansillo de la entrada, es de losas de piedra cementadas. Entre el altar y la puerta, una sola nave de unos 20 x 6 metros donde, dejando un pasillo a la derecha, se alinean quince bancos de madera en buen estado. El ambiente era muy húmedo. Todo estaba limpio y ordenado. El ara es de madera sólida y cuidada, con tallas en la parte frontal. La encimera es una losa de piedra pulida sobre la que se posaban dos juegos de candelabros de tres brazos. Miré el fondo de uno de ellos. Plata. Unos floreros de vidrio azulado transparente con peanas de plata se inundaban con profusión de flores frescas diversas. El reflejo del conjunto sobre la espejeante superficie producía un efecto fascinador. Un retablo, de encolumnado, friso y zócalo de madera oscura restaurada, ocupa todo el hueco del ábside. Describe pictóricamente santos y alegorías, rodeando la imagen central: la Virgen de Covadonga, bien definida en sus trazos. En una hornacina central, de dorada superficie, una talla de madera de unos ochenta centímetros de altura expresa al santo. Sostiene un báculo en su mano izquierda y con la derecha apunta al cielo con los dedos índice y corazón. No tiene ni ropajes ni corona añadidos. La pura talla de madera en la que rostro y vestidos están pintados de colores sobrios. Tiene gorro bicornio y su gesto es de total perplejidad.

Al fondo, a la derecha, vi una trampilla abierta. Me asomé. El ancho hueco mostró el comienzo de una escalera, semejando una boca deseosa de tragarme. Encendí la linterna–bolígrafo que siempre porto e inicié la bajada. Había un interruptor en la pared, que pulsé. Una tenue luz surgiendo del centro del techo alumbró la cueva, de menores dimensiones que la nave de arriba. Unos dos metros de altura. La humedad estaba acentuada. El techo se sostenía con gruesas vigas de madera cuyas puntas se empotraban en los muros laterales y se apoyaban en tres rudimentarios pilares de ladrillo alineados a lo largo del espacio central. El suelo era de tierra pisada y pedrusco. Había varios arcones. Los abrí. Estaban llenos de donaciones de feligreses al santo: piernas y brazos de cera, gorras de soldados, viejos fusiles sin cerrojos, vestidos, candelabros de hierro deteriorados, uniformes, algún traje de boda. Caminé por el perímetro. Se apreciaban en algunos lugares las obras de refuerzo que dieron lugar al descubrimiento de los restos. El silencio era abrumador. Retrocedí, cerré la trampilla, apagué la luz y me senté en un escalón. Tan tremenda era la oscuridad que fue como si hubiera caído en un agujero negro del espacio.

Llamé a la puerta, acompañado por los ladridos de dos perros de feo aspecto. Abrió uno de los niños. Nos miramos en silencio.

—Hola —dije.

No contestó. Me miraba con notoria insolencia.

—¿Cómo te llamas? —añadí, con mi mejor sonrisa, intentando confraternizar.

—Pedrín. Y tú eres el cabrón, ¿a que sí?

En ese momento apareció la madre del descarado. Sus ojos me embadurnaron de desprecio.

—¿Ve cómo respiramos por aquí?

—Me doy cuenta. Lo siento.

—Rosa. —Se volvió—. Aquí está tu hombre.

Ella vino. Le di la llave.

—Gracias. Desearía un dato. —La vi dudar—. No tiene nada que ver con el caso. Es un dato cultural, referido a la iglesia.

—¿Cómo subió hasta el pueblo?

—Caminando. Dejé el coche en Cibuyo.

—Vuelvo a Cangas. Puedo llevarle y así hablamos.

—Vale. Es más de lo que esperaba.

Montamos en su Seat Ibiza aparcado junto a un establo. Manejaba con soltura por las alucinantes curvas descendentes.

—Debo pedirle disculpas —dijo—. Hemos dado una imagen de salvajes. Al fin, usted cumple con su trabajo. Supongo que en ocasiones le surgirán casos en los que luche por la justicia. —Me miró—. ¿Qué es lo que quería saber?

—Me llama la atención que la iglesia tenga sótano. No es frecuente.

—No, pero no es insólito. Hay varias así por toda Asturias.

—¿Qué sentido tiene?

—No estuvo en la construcción original. ¿Vio la parte absidal? Un basamento de piedra sostiene esa parte. No se eligió bien el lugar y colocaron el templo en un terreno con talud. Con los años hubo corrimientos, los más pronunciados por la parte absidal. La iglesia se hundía por ese lado. En la parte central se abrió una grieta grande. El templo se partía en dos. De eso hace muchos años. Había dos opciones; hacer una nueva iglesia en otro lugar más llano o reforzar ésta. Al final, se decidió por esto último, para poder conservar el testimonio del pasado románico. Hicieron el asentamiento en terraza y, sobre él, el muro que sirve de cimiento bajo el ábside. Fue durante ese trabajo de consolidación cuando a algunos se les ocurrió aprovechar el desnivel para hacer una cripta. Entibaron el suelo, vaciaron el espacio y pusieron los pilares y las vigas. Fue un trabajo de años. Se hizo la puerta, que después quitaron y se decidieron por un sótano en vez de una cripta.

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