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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (15 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Me senté y la contemplé, ahora más cerca. Debía haber sido una mujer bella. Tenía la dentadura arreglada. Era la única concesión a un cuidado personal externo. El pelo estaba cuidado, pero no de peluquería.

—A esa chica uno le robó su herencia y otro su dignidad como persona —dijo.

—¿Cómo era?

—¿Cómo era? —Volvió la mirada hacia el resto de la familia, que se había sentado y nos contemplaban en silencio. Vi como la mirada perdía brillo y se situaba en el pasado—. Era… ¿cómo describirla? Una
Xana
auténtica, distinta al resto de todos los de los pueblos del concejo. Diferente a todo el mundo. Nadie entendimos cómo de esa familia pudo salir nadie así. Los Muniellos son todos feos, de baja estatura, estrafalarios, ¿los conoce, dice? Ni los ojos los tienen bonitos.

—Al parecer, Amador Muniellos era hombre guapo.

Me miró, reprendiéndome con los ojos por la interrupción.

—Bueno. En el reino de los ciegos el tuerto es el rey. Era monillo, para quien le gustara ese tipo de hombre. En realidad era un hombrecín. Mi hermano le sacaba la cabeza. ¡Ah!, pero ella. Era especial, como si hubiera bajado directamente del lugar de los sueños. De niña, una muñeca y de joven el rostro más bello en el cuerpo más armonioso. Alguien quiso llevársela a Madrid para hacerla una artista, porque cantaba como los ruiseñores desde niña. Cantaba como El Presi, que fue el mejor intérprete de la canción asturiana de todos los tiempos. Yo la oí desde sus años niños hasta que marchó a Madrid para casarse. Éramos primas y amigas. Era lo único que teníamos en común…

—Creo que usted ha debido ser muy guapa de joven.

Me miró y no vi agrado en sus ojos.

—Es madrileño, ¿verdad? —Al asentir, añadió—: Zalameros, embaucadores. Como Miguel con esa chica. —Hizo retroceder su mirada—. ¿Por dónde iba?

—Estaba en cómo cantaba Rosa —situó la hija.

—Sí. No puedo expresar cómo cantaba. Pocos testigos quedan para atestiguarlo. Pero puede creerme. Cuando lo hacía, todos paraban de faenar y enmudecían. Su voz era lo más dulce y armonioso que nunca sonara, ni antes ni después, por esos lugares. Sus trinos se esparcían por los prados y el eco repetía ese hechizo por los montes. Era asombroso ver a la gente paralizada, de pie en las vegas, en las huertas, en los caminos, en las casas. Y esas notas cayendo como gotas de lluvia en primavera cuando bajan de una nube pasajera y dejan el aire lleno de puntos cristalinos para que el sol las convierta en arco iris. —Su rostro había adquirido una extraña paz. Hablaba con una voz cálida y suave, diferente a la que antes le escuchara. Estaba trascendida por remembranzas, como una médium que presta su boca a otras voces. Si yo jurara, podría decir que empecé a
ver
a aquella Rosa juvenil tal y como la estaba viendo Susana Martín. Ella había corrido la cortina que separa el tiempo, y Rosa estaba
allí
, delante, no en esa cocina, sino al aire libre, en esos paisajes con alma de esa desconcertante tierra.

»Vino un mejicano, un oriundo de Asturias, pero ya de aquellas tierras, un familiar de esos que marcharan en el siglo pasado para hacer las Américas. Venía triunfador, indiano con fortuna, haciendo que los jóvenes soñaran con el oro de las Indias. Él la oyó cantar y quedó hipnotizado. ¿Sabe qué dijo? Lo recordaré siempre por la magia de esas tierras invocadas y soñadas por muchos: «Canta como el quetzal, el pájaro de los bosques brumosos que subyugó a los españoles en la conquista». Estaba tan emocionado que habló de llevarla a Londres y París, como si sólo en esos lugares se supiera reconocer a los artistas nacientes. Pero ella no era una artista, era una
Xana
, un ser mágico de este paisaje. Nadie la sacaría de esta tierra. Y ya ve. Ocurrió algo que torció su destino. Llegó el madrileño cuentista y se la llevó. Dejó el paisaje y se llevó la magia.

La cocina se llenó de silencios que atosigaron nuestros oídos. No era fácil desprenderse del encantamiento destilado de esa atmósfera trasplantada del pasado.

—Es raro que una mujer hable tan bien de otra —observé, con esfuerzo.

—¿Lo dice por lo que oye?

—Y por lo que dicen Flora Vega y los Muniellos. Todos coinciden en resaltar la singularidad de esa mujer.

—Es que era… Siempre con la risa en la boca, ayudando a los viejos, jugando con los niños, cuidando animales, desinteresada, trabajadora, fuerte. El solo verla curaba las amarguras a la gente.

—¿Qué más puede decirme de ella?

—¿Más? Sobre qué.

—Su boda, el prado.

—No fue nadie de su casa a su boda y ése fue su primer encuentro con la maldad del mundo. Para una mujer, el día de su boda era antes el día más importante de su vida. Ahora no, claro. En estos tiempos, las chicas llegan con el coño descacharrado al matrimonio. Qué más les da, si la mayoría se divorcia enseguida. Rosa preguntaba a unos y a otros. Nosotros sólo pudimos decirle lo de las cartas no recibidas por obra y gracia de ese Amador que Belcebú tenga en su seno y que usted está representando ahora. Así que, dos semanas después se presentó aquí. No estuve en la conversación, que mantuvieron dentro de su casa, pero oía las voces de Amador y de su padre. Culpárala el malvado de la quiebra producida en la familia. ¿Se creerá una cosa? La vi entrar con su cabello rubio y salir con él emblanquecido, como si le hubieran teñido de nieve la cabeza. Todavía me dura la impresión. Ella vino a esta casa y estuvo aquí con la madre, mi tía, sin volver al hogar que el mayor se había apropiado, por más que mi tío le pidiera que regresara a casa, que el amo seguía siendo él. Esa tarde llegó Manín. Estalló como una bomba. Fue a Muniellos, sacó a Amador a rastras y le diera tal paliza que lo dejara hecho un guiñapo. Luego fue a donde los Carbayones. No estaba José, pero sí Carbayón. Sabía de qué iba la procesión y no abrió la puerta. Mi hermano la golpeó y el otro tuvo que abrir para que no la echara abajo. Carbayón era hombre enorme, debía de pesar ciento veinte kilos y pasaba por ser uno de los más fuertes del concejo. Estaba por los cincuenta y tantos. Salió embravecido al oír los insultos de Manín. Mi hermano le dio tales puñetazos que cayó como un fudre, desmayado, haciendo retemblar la tierra. Manín le gritaba: «¡Aguanta cabrón! ¡Si eres capaz de hacer canalladas, capaz serás de recibir el premio!». Esperó al hijo. Cuando apareció, se arrojó sobre él como un toro. El otro se le resistió un tiempo mientras se daban puñadas, patadas y cabezadas. Pero Manín estaba como poseído. Nadie en el pueblo éramos capaces de pararlo. Carbayón quedó muy castigado. Aquella noche los llevaron a él y a Amador al médico de La Regla. Los curó, pero tuvieron que guardar cama unos días. No hubo denuncias, porque a nadie le interesaba que salieran los trapos sucios a relucir. Pero ¡cómo se la guardaron esos cabrones! Bien se vengaron después. Pero no quiero hablar de ello porque me pongo muy mala.

Nuevo silencio plagado de remembranzas.

—Rosa marchó al día siguiente. Volví a verla durante la guerra, a principios del 38. Venía a ofrecer el prado a la casa cuando se lo devolviera Carbayón, como les había prometido. Volvió a dormir en esta casa, también con mi tía aquí. Ese día mi tío estuvo aquí con ella toda la tarde, mientras que Amador bajara a La Regla para no estar presente. Pero el prado no fue devuelto. Con la guerra perdida y Miguel muerto, pocas posibilidades tenía ella de hacer trueques. Y, aunque hubiera tenido dinero, ese desnaturalizado de José hijo no lo hubiera aceptado.

Golpeó fuerte el suelo con el bastón repetidas veces.

—¡Malvados todos! Sabían de sus privaciones tras la guerra y nada hicieron por esa chiquilla. Sólo Manín y Pedrín, lo que pudieron.

—¿Por qué no la ayudaron sus padres?

—Cuando terminó la guerra, ellos habían muerto. Nunca levantaran cabeza. Los vimos consumirse, siempre pensando en la hija ausente. Un día él no despertó. Su rostro tenía expresión de amargura. Meses después, mi tía le siguió. Su cara estaba tranquila, como si hubiera encontrado el consuelo buscado. Y no pasó mucho tiempo sin que mi madre tomara el mismo camino.

Silencio.

—¿Sabe qué ha sido de Rosa?

—No tengo idea.

—Me hubiera gustado conocerla.

Me miró fijamente sin pestañear, sopesando su siguiente movimiento. Luego dijo:

—Bueno. Tenemos algunas fotos suyas y, aunque no es lo mismo, podrá hacerse una idea. —Hizo una seña a la nieta, que salió en silencio.

»¿Le dijo Flora Vega algo sobre mi hermano?

Creí notar cierto temblor en su voz. Moví la cabeza.

—Ella estaba muy enamorada de él. Y Manín de Rosa. Ambos quedaron solteros por pasión a unos ideales para ellos irrepetibles. Ya ve cómo son las cosas. Yo también estaba enamorada de Pedrín. Pero él me desengañó y me casé con un buen hombre de una familia de Otas. No me arrepiento. Pero a veces se me viene la imagen de aquel hombre bello.

La nieta volvió con una caja de madera, que puso en las rodillas de la anfitriona. Ella buscó y sacó dos retratos del tamaño de una tarjeta postal. Estaban en color sepia y los firmaba Alfonso. Eran fotos de boda. En una estaban de cuerpo entero, con trajes de ocasión. El de ella era negro, vestido completo, con falda hasta la pantorrilla, ajustada, y un cordón en una cintura estrecha. Él vestía un traje oscuro con lazo. Era atractivo, ligeramente grueso, con el pelo echado hacia atrás según la moda. Ambos estaban de pie, él detrás de ella. La habitación tenía mobiliario estilo años treinta y debía de ser el estudio del fotógrafo. Ella realmente aparecía como la obra maestra de la naturaleza que habían ponderado las cuatro mujeres. Su rostro aparecía natural, sin afeites. Se apreciaban el dorado de sus ondas, sus ojos claros y sus dientes simétricos. Las piernas eran largas, bien torneadas y sus pies se escondían en unos zapatos de largo tacón de aguja. En la segunda fotografía aparecía ella sola y sólo el rostro, en el mismo lugar y tiempo que la otra. Entré en sus ojos y en su sonrisa y desaparecí de la cocina. Era como entrar en algo mágico, alucinante. Era más que un rostro y que una melodía plástica; era la realización de lo inalcanzable.

—Señor Corazón, ¿está usted ahí?

Volví, pero no solté las postales.

—Parece que a usted también le ha cazado, a pesar del tiempo.

—¿Puedo quedarme con las fotos? Haré copias y se las devolveré.

Volvió a mirarme y luego se fijó en las fotos.

—No se las dé, abuela —dijo la joven.

—¿Para qué quiere las fotos? ¿Para espiar? —preguntó Susana.

—No. No sabría decirle. No haré mal uso de ellas.

—Bien. Le dejaré una, la que quiera. Haga su copia y mándeme el original. ¿Sabe por qué lo hago? —Me miró con agresividad—. Vi cómo le conmovió. Espero que la posesión de la foto le haga humano y ecuánime.

Me quedé con la que mostraba su rostro. Me levanté y guardé mis notas y las fotos. No había sacado la grabadora. Eran las 13.40.

—¿Dónde va ahora?

—A los Regalado y a ver la iglesia.

—¿A estas horas?

—Puedo verla solo.

—La llave la tienen los Regalado, precisamente. Ellos se la darán.

—¿La llave?

—Sí. La iglesia se cierra, como cualquier casa.

Me costaba despedirme de esa mujer tan lúcida y combativa. Le di la mano. No me la cogió.

—No encontrará lo que busca, porque el destino hizo justicia, en este mundo donde hay tan poca. Pero quizás encuentre algo que no imagina.

Sonó un nuevo trueno, potente, cercano. Me cogió de improviso. Miré los ojos de la anciana y noté una luz extraña brillar en un fondo imposible. Pareció que ella había mandado el trueno.

A pesar de los truenos, la lluvia seguía prisionera del cielo. Tuve que caminar poco entre el gris del paisaje. La casa era antigua, aunque bien conservada. Al igual que la de los Teverga, las restauraciones habían sido hechas con respeto. Con toda seguridad, mejoraba la construcción original. Deduje que estaban informados de mi presencia en el pueblo y esperaba su animosidad. Golpeé la puerta. Silencio. Esperé y volví a llamar. Salió una mujer de unos treinta años, con el rostro serio. Detrás de ella vislumbré a otra joven de la misma edad y a una señora de edad media. Asomaron por la puerta tres niños, de entre seis y ocho años.

—Diga.

—Buenos días. Perdona que os moleste a estas horas…

—Usted molestaría a cualquier hora.

—Lo siento. Me dicen que tenéis la llave de la iglesia.

—Sí.

—Desearía que me la dejaras. He de ver algunas cosas.

—¡Que le den por el culo! Cierra la puerta. &mash;Oí una voz masculina saliendo del interior de la casa. Olía a guiso y entendí que estarían almorzando.

—Es mi cuñado. Ya ve cómo están aquí los ánimos por su visita.

—No vengo a causar problemas, sólo quiero la llave.—La miré, y ante sus titubeos, aclaré—: Sabes que no puedes negarte a entregármela. La iglesia no es sólo vuestra.

—Espere. —Cerró la puerta. Oí voces y discusiones. Al poco, abrió y me entregó una llave grande en un llavero con forma de aro.

—¿Podrías acompañarme? —Sonreí de forma seductora—, no quisiera descolocar algo.

Era delgada, alta, atractiva, con el aspecto de mujer de ciudad. Tenía el pelo castaño y su mirada parda no era amistosa.

—Por favor, no debes temer nada de mí.

Se volvió y anunció que regresaba enseguida. Luego, cerró la puerta y echó a caminar por el prado, que descendía en pronunciado talud, en el que había vacas pastando. Íbamos a campo traviesa, pisando la yerba y los terrones de barro entre hondos surcos. Atravesamos el cercado y ella retiró una alambrada. La iglesia estaba a unos cincuenta metros.

—¿Cómo te llamas?

—Rosa.

—Muchas rosas hay en Asturias.

—¿No hay rosas en Castilla?

—Sí, pero más amapolas. ¿Los niños son tus hijos?

—No, de mi hermana. Yo vivo en Cangas, con mi marido. Soy médico del hospital. —Me miró un momento—. En realidad estoy aquí por usted. Tenía curiosidad por ver la cara que podría tener un hombre que se llama Corazón. Mi hermana me avisó por teléfono cuando llegó. Sólo tuve que subir y esperar. Ya ha visto que ella y mi cuñado no participan de esa curiosidad.

—¿Decepcionada?

—No me impresiona. Además, quiero que sepa que le estoy acompañando para mostrarle la cordialidad asturiana, pero en absoluto voy a ayudarle en sus intenciones.

La miré. Estaba atenta en poner los pies en lugar seguro.

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