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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (12 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Me remangué los pantalones y me puse los zuecos. Anduve en equilibrio como quien usa patines por primera vez. Había nueve vacas y un hombre faenaba entre ellas. Debía de ser José. Se volvió a mirarnos. Era realmente viejo. Ella me condujo a un lugar bajo el comedero.

—Aquí, debajo. —Señaló un agujero tapado con un ladrillo y disimulado con paja—. Ése era el lugar.

Estuve mirando con atención. Luego calculé. Por lógica, el hombre entraría por la puerta grande, más distante de la casa. ¿Cómo sabría el lugar exacto? ¿Lo intuiría? Se lo pregunté.

—No era tan difícil. Más o menos todo el mundo lo guardaba en el establo o en el pajar. Lo difícil era saber el sitio exacto y que no lo oyéramos.

Quedé en silencio.

—¿Dónde dormían ustedes?

—En la casa, arriba.

—¿Todos?

—Sí, menos los criados, que duermen siempre aparte de los amos.

—¿Dónde duerme el suyo?

—Al otro lado, cerca de la cuadra de los cerdos y gallinas. Venga, se lo enseño.

Volvimos a la entrada pequeña, pasando por debajo del hórreo, pero en vez de cruzarlo, bajamos, bordeando la casa. En la parte interior había un espacio grande. A un lado, en una especie de habitación pequeña, se veía un camastro.

—Ahí es donde duerme el criado.

—¿Era así cuando su padre desapareció?

—Sí, con algunas modificaciones. Antes no estaba el cuartito, sino que dormía en el rincón.

Salimos. Me liberé de las madreñas y puse los pantalones en orden. Le pregunté por las casas de los Muniellos, Teverga y Regalado. Me despidió con una ventosidad, que se escurrió por la puerta abierta.

—Consiga encontrarlo —dijo. Entendí que se refería al asesino.

La casa de los Muniellos era la nueva que había visto desde mi atalaya, al llegar al pueblo. Era similar a las miles que pueden encontrarse en todos los pueblos y afueras de cualquier ciudad. Ningún guiño a la arquitectura tradicional de la comarca. En la puerta se enmarcó una mujer de baja estatura, pelo castaño y ojos oscuros, algo menor que yo.

—Verá —le dije, después de presentarme—, necesitaba hacerles algunas preguntas sobre los cadáveres aparecidos en la iglesia.

—Espere, voy a buscar a Segundo, mi marido. —Desapareció tras un hórreo. Una niña de unos diez años asomó su rubia cabeza por la puerta.

—Hola —saludé.

Sonrió y me devolvió el saludo. Luego, se metió en la casa, dejando la puerta abierta. La mujer volvió con un hombre delgado, moreno como un gitano, de poca altura y de unos cuarenta y tantos. Estaba cubierto de briznas de paja y se adornaba con una barba entrecana. Me hicieron pasar a una cocina que era casi un calco de la de Flora Vega. Incluso las moscas estaban contabilizadas. En ese momento apareció la niña con otras dos mujeres. Segundo me las presentó como su madre, María, y su abuela Remedios. La mayor arrastraba un bastón y era la cuñada de Amador, el segundo asesinado. Había, pues, cuatro generaciones delante de mí.

—Ignorábamos que alguien tuviera deseos de sacar trapos sucios de las familias —dijo María.

—¿No les dijeron nada los Carbayón?

—Carbayones. No. No tenemos trato desde hace años.

—José Vega cree que el responsable de las muertes debe ser identificado. Supongo que ustedes compartirán ese deseo.

—Supone mal. Para nosotros es un asunto tan muerto como esos huesos que aparecieron.

Debí poner la misma cara que el que destapa una botella de champán en una reunión de directivos y le da con el tapón en un ojo al director general.

—Puede que algo de interés para ustedes surja de la investigación.

—Lo dudo. Pero si los Carbayones han destapado el cagadero, por nosotros que no quede. Le haremos los honores.

Me cedieron un asiento y todos se acoplaron en uno de los lados de la gran mesa, también con tablero de granito. Les hice un resumen de lo contado por Flora Vega, omitiendo lo que consideré innecesario.

—¿Qué pueden decirme?

Miré a Remedios. Tenía el cuerpo inconformado y el rostro negligente del que una pungente nariz trataba de escapar. Ella me miraba con atención. Era una mujer menuda, como su hija, y su pelo entrecano se concretaba en un sólido moño.

—Los Carbayones son mala gente —contestó María—. Egoístas, despiadados. Siempre han querido todas las tierras. Hubieran deseado ser los únicos amos del pueblo.

—¿Qué recuerda de la desaparición de José Vega?

—Yo tenía quince años. Me acuerdo de todo, aunque puede que parte de los recuerdos sean los que mi madre me transmitió. Llovía mucho. Eso no se me olvida. Luego los cuchicheos, la Guardia Civil, los amigos falangistas. También recuerdo a ese hijo grande de los Carbayones, el que le ha contratado, que vino de Madrid amenazando a todo el mundo. Acusó a mi padre, a mi tío Amador, a Manín Teverga y a Pedrín Regalado. Tuvimos miedo porque tenían mucha mano con la Guardia Civil. Pero éramos inocentes. Y no creímos que Pedrín ni Manín tuvieran nada que ver. ¿Por qué iban a hacer una cosa así? Pensamos en el
cuélebre
. Por eso nos guardamos con miedo. Pero mi tío decía que eso eran tonterías y siguió haciendo su vida. Por poco tiempo, ya sabe. Nadie dudó ya del
cuélebre
ni de las
bruxas
, porque no hubo rastro de ellos.

—¿Qué puede recordar de la noche que desapareció su tío?

—Cosas sueltas. Mi tío iba a Cangas los viernes y pasaba el fin de semana con la putona.

—¿La putona?

—Prefiero no hablar de eso. —Miró a su madre, que permanecía estática, mirándome—. Mí tío era un señoriíto. Trabajaba tres o cuatro días a la semana y el resto a divertirse. Ventajas de ser el amo. Mientras, mis padres sin dejar de faenar duro toda la semana. Los domingos por la noche volvía para empezar su turno el lunes.

—¿Cómo iba y venía?

—En burro. Cuando llovía se ponía el tabardo.

—¿Qué recuerda de ese domingo?

—Llovía que Dios tenía agua. El
ñuberu
había traído toda la tormenta. Dieron las ocho y luego las nueve de la noche, y Amador no aparecía. Nunca se retrasaba tanto. Padre mandó a Alfredo a ver.

—¿Quién era Alfredo?

—El criado. Vino mucho más tarde y dijo que había encontrado al burro lejos del pueblo, calándose de agua. Así que empezamos la búsqueda. Y, aunque no quisimos alarmar, los vecinos se enteraron y varios nos acompañaron para lo buscar. Pensamos que se habría caído, porque con frecuencia llegaba con más vino que sangre en las venas. Pero no lo encontramos. Ni nos pasó por la cabeza que pudiera haber desaparecido como José Vega. Temprano, en la mañana, padre y Alfredo bajaron a Cangas. Hablaron con la fulana, que dijo no lo haber visto desde que se despidieran después de comer. Él había ido a jugar las partidas de cartas con sus amigotes. Ellos dijeron que marchó sobre las seis de la tarde, que lo vieran montado en el burro bajo la lluvia con el oscilante farol. Fueron a la Guardia Civil después, que hizo una intensa búsqueda por terraplenes y barrancos. Pusieron todo patas arriba, incluso miraron en la iglesia y en el sótano. Ya ve. Cómo iban a imaginar que estaban allí enterrados. Finalmente llegaron a la conclusión de que había sido secuestrado como José. Interrogaron a todo el mundo, en especial a Manín Teverga y a Pedrín Regalado porque, dados sus antecedentes, creyeron que pudieran estar en colaboración con la guerrilla. No los dejaron en paz durante mucho tiempo.

—¿A qué antecedentes se refiere?

—Bueno, eran rojos. —Me miró un tanto sorprendida.

—¿No sospecharon de José Vega hijo?

—Los Carbayones tenían muchos apoyos en el gobierno local. Más que mi tío Amador, que era algo roñoso. No podía competir con el populismo ni con la generosidad hacia los símbolos del poder con que José se manifestara. Aun siendo falangistas ambos, había escalas entre los dos. De todas maneras parece que sí lo interrogaron. No sabemos hasta qué punto, porque era totalmente leal al Movimiento y no tenía lógica que hubiera matado a un camarada, como no era lógico que Amador hubiera matado a Carbayón. En los días siguientes se dijeron las mismas barbaridades que en su momento de José Vega.

—Dígame alguna de esas barbaridades.

—Bueno. Él tenía una querida en Madrid…

—Antes dijo que estaba en Cangas —observé.

—No, ésa era la putona. Esta otra era viuda, algo mayor que él, sin hijos. Se conocieron en las fiestas de Pola de Allande, donde había nacido. Vivía en Madrid, donde trabajaba de planchadora y costurera en casa de un aristócrata, por la calle de Alcalá. Se engolfó con ella. Iba a verla con frecuencia; lo dejaba todo y, por supuesto, también a la putona, que cogía unos berrinches terribles y amenazaba con lo matar si seguía visitando a la otra. Ella, después de ser interrogada por la Guardia Civil, insinuó que Amador pudiera haberse ido a Madrid. Fue una estupidez, pero la Guardia Civil telefoneó a Madrid para que la viuda fuera localizada e interrogada. Después de su declaración hubieron de aceptar que esa mujer no sabía nada del hombre desde hacía semanas; lo que se comprobó como cierto.

—Parece que su tío tenía éxito con las mujeres.

—Era guapo, delgado, con bigotito a lo John Barrymore. Eso decían los que entendían de cine. Tenía modales finos y siempre estaba contando acertijos.

—Esa… putona, ¿era la novia?

Ella guardó silencio. Todos los ojos se volvieron a mirarla.

—Si me oculta cosas, será más difícil aclarar el misterio.

De pronto la anciana habló. Su voz era lenta, carrasposa, y su nariz se movía como si quisiera detectar olores perdidos.

—¿A quién importa eso? ¿Qué sentido tiene? Sólo mentes retorcidas como la de Carbayón pueden querer hurgar en el pasado para recordarnos lo miserables que fuéramos todos.

—¿Miserables?

—Sí.

—No es ilógico que un hijo quiera saber quién mató a su padre.

—Ese hombre no fuera bueno. Amador tampoco. Mi cuñado estaba casado cuando se liara con la putona y con la otra, y quién sabe con cuántas más. Tenía la bragueta floja. A su mujer verdadera, Soledad, la estaba matando a palizas. Tuvieron que llevarla a un hospital de Oviedo y allí muriera la pobrecita. Él nunca se dignara a verla. Así que ya tenía vía libre para esa puta de Cangas, que intentara hacerse con todo, porque él fuera el
moirazo
. Nos amargara la vida. Si se hubieran casado, ahora estuviera usted hablando con ella y no con nosotros, porque todavía vive la muy zorra.

—Parece que a ustedes les benefició la desaparición de Amador…

—Sin ninguna duda. Dios viniera a ayudarnos, y a él, por malvado, se lo llevara al infierno.

—Al beneficiarse de su muerte, podían haber sido considerados sospechosos. ¿No lo entendieron así las autoridades?

—Ya lo creo que sí —terció la hija—, pero nadie que conociera a mi padre podía ver en él a un asesino. Además, estuvo con nosotros todo el tiempo. ¿Cómo iba a matar a su hermano? Pero sí hubo interrogatorios.

—¿Por qué dijo que todos fueron unos miserables? —Miré a la anciana. En el silencio prolongado se miraron unos a otros.

—Tiene que ver con Rosa, mi cuñada, la hermana menor de Amador y de mi marido —dijo Remedios—. Ella fuera la causa del odio que se estableciera en el pueblo. Amador y José habían sido amigos desde niños, corrieran tras las mismas faldas, se alistaran juntos a Falange, se emborracharan juntos, pero desde lo de Rosa, se odiaran a muerte.

—¿Qué les hizo esa mujer?

—¿Ella?, ¿hacerles? Nada. Todo lo contrario. Entre los dos le destrozaran la vida.

—Sería bueno que me informaran de eso.

—¿No le han dicho nada los Carbayones?

—No.

—Dígalo, madre —propuso Segundo,

—No, la abuela —invitó la interpelada a su madre, quien, tras una pausa, explicó:

—El abuelón —el abuelo de Amador, Jesús y Rosa— hiciera testamento siendo todavía recio. Donara a Rosa el prado grande, el mejor de todo el pueblo. Era lógico. Estaba loco por esa chiquilla, según contaban. Fuera la primera mujer que naciera en esta casa desde hacía varias generaciones. Cuando era bebé, él dejara muchos días el trabajo para acunarla. Resultara un encanto de criatura. El abuelón daba gracias a Dios constantemente por haberle concedido esa ventura. Llevara años haciendo rogativas al santo para que naciera una niña. Y cuando llegara Rosa creyera que el santo había escuchado sus ruegos y la enviara. Como agradecimiento, hizo mejoras en la iglesia. Trabajara mucho en el sótano, que estaba muy abandonado. Ella creciera y fuera la alegría de todo el pueblo. Siempre riendo, con una felicidad contagiosa y desbordante. Y siempre con el abuelo, que en las noches de invierno y de nieve le contara cuentos e historias de la región, que ella seguía con ojos muy abiertos. El abuelón era un caso especial. Tuviera las energías que desgraciadamente no tuvieron sus hijos ni, luego, sus nietos Amador y Jesús. Él engrandeciera el patrimonio, comprara prados, agrandara la casona. Su hijo, el padre de Rosa, mi suegro, fuera también un hombre trabajador como Jesús. Pero una cosa ya ser trabajador y otra ye ser especial. Curiosamente, la energía que echara a faltar en sus descendientes masculinos, la heredara Rosa. Puede usted suponer que eso a Amador le doliera mucho porque, según la ley del Mayorazgo, también ese prado debía haber sido para él. Fuera egoísta y vago. Pasara una adolescencia mala, siempre enfadado, celoso de su hermana y cabreado con Jesús, al que acusara de idiota por no rebelarse contra la tiranía del abuelo. Sólo era feliz cuando marchara de parranda con José Carbayón —interrumpió el discurso para beber despacio un vaso de agua que le ofreció su nieto. Tosió un poco—. Rosa fuera una muchacha que impresionaba. Era una
Xana
auténtica.

—¿Qué es una
Xana
?

—Un hada de los bosques y los lagos, de cabellos dorados que alisan con peines de oro. Cantan melodías que curan los males de las gentes y reparten amor a todo el mundo. —Quedó un momento absorta y prosiguió—: De joven fuera alta, rubia, bien formada, con una belleza y unos ojos increíbles. Todos se enamoraran de ella, incluso José Vega. Creyéramos que casaría con Manín Teverga, un mozo hermoso donde los haber, que fuera primo hermano de ella. O con Pedrín Regalado, que también estuviera enamorado de ella aún siendo una niña, antes de irse a luchar a África. Pero casara con un madrileño, un primo hermano de José Carbayón, que apareciera un verano para estar unos días en el pueblo. Se prendaran el uno del otro. Él fuera un mozo muy atractivo, alto, de natural elegante y de fina conversación. Pero no tenía un real. Hicieran una boda por todo lo alto, según dijeran, casando a su hermana al mismo tiempo y pagando todos los gastos, hotel incluido. ¿Me escucha?

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