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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (31 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—Usted lo ha dicho, aunque, la verdad, no puedo quejarme. La vida, vista a esta distancia, no me fue tan mal. Pero y no quiero que vea en mí a un viejo sentimental de mierda, puedo decirle que echo mucho de menos a Carmen, mi compañera de tantos años. Un matrimonio sin hijos es lo peor. El apoyarse uno en el otro se convierte en necesidad. Y cuando falta uno, el otro se queda muy desconcertado. ¡Qué le vamos a hacer! Pude guardar para esta espera. La guarra de Socorro quiso quedarse también con mis ahorros y con mi pensión. Intentó convencer a los médicos de que estaba fuera de mis cabales. ¿A usted qué le parece?

—No da ninguna sensación de incapacidad. Todo lo contrario.

—Le salió mal. A ella y al jodío moro. Nunca me pegaron, pero me daban empujones, me agredían de palabra, me decían que estorbaba, no me dejaban ver la tele en el salón. Tuve que comprarme un televisor pequeño y lo veía en mi cuarto. Comía en un comedero del barrio, llevaba la ropa a la lavandería. Me hicieron la vida imposible. Si hubiera tenido un hijo o menos años…

—¿Y el niño? Bueno, el hombre. ¿No salía en su defensa?

—¡Bah! Al final se desentendió. Anduvo a lo suyo, como casi todos los chicos de ahora. ¿Iba a ir contra su madre? Claro que ninguno sabe que se irán a la puta mierda cuando entierren mis pelotas, ja, ja, ja. ¿Y sabe por qué? Se lo diré. Hice un trato con la dirección del establecimiento. Escrituré a su favor. Cuando me reúna con Carmen en el Wahalla, el piso pasará a propiedad del centro. Menuda sorpresa se van a llevar esos tres. Pensaban quedarse con mi piso por las buenas. —Quedó un momento en silencio—. La verdad es que ahora ese piso debe de valer un montón, aunque es pequeño. ¿Sabe qué me costó en el 64?: cuarenta y cinco mil pesetas. Lo que le estoy diciendo.

—Supongo que eso sería bastante dinero entonces.

—Pues sí era un dinero. Menos mal que me había tocado la lotería poco antes. Lo pagué al contado. No hemos vivido acojonados por hipotecas, como tanta gente.

Enmudeció y siguió levantando surcos con la punta del cayado.

—Rosa —susurré.

—¡Ah!, Rosa… —Hizo una pausa—. Teníamos añoranza de los amigos perdidos. Mi Carmen decidió averiguar el paradero de esa mujer. Su suegra vivía en La Latina y allá se largó a preguntar. Estaba comenzando el 42. Fuimos a verla donde nos dijo. Una casa en construcción, creo que iniciada antes de la guerra. Estaba frente al enorme matadero, en pleno campo. Aquello era entonces como decir Navalcarnero. Las afueras de todo. La zona se llamaba La China. La casa no estaba mal. Tenía cagadero, tres habitaciones y pila con grifo. Fue un encuentro muy emotivo, pero al mismo tiempo, muy vergonzante para ella porque no pudo ni darnos asiento. Sólo tenía dos camas turcas y algunos cajones como muebles. Pero refulgía como en sus tiempos de serenidad.

Vimos acercarse al amigo del narrador, sensiblemente más joven.

—¿A qué viene tanto palique? ¿No hace un poco de biruji? —señaló.

—No, se está bien —contestó Agapito.

—Va a empezar el segundo turno —advirtió el otro.

—Éste es Paco. ¿A que no sabes cómo se llama este hombre? ¡Corazón!

—¿Qué es eso de Corazón? —dijo, dándome una mano fuerte y cuidada. A la luz de las farolas mostraba un rostro de facciones desperdigadas.

—Su nombre. Se llama Corazón.

—¿Cómo va a ser? Nadie se llama así.

—Pues ya lo ves. Oye, dile a Laura que me deje digo en cafetería. Tengo que atender a mi invitado.

—Vaya a cenar. Le esperaré —ofrecí.

—Coño —dijo Paco—, que te acompañe. Tú cenas y él está a tu lado.

—¿A quién le gusta ver comer a un viejo? Qué cosas dices. Además, si se come no se habla. Ve y díselo a Laura.

El otro se alejó hacia las luces.

—Un gran amigo —señaló Agapito con aire melancólico—, aunque para amigos, los de la guerra. ¿Por dónde íbamos?

—Su reencuentro con Rosa.

—Sí, Rosa. Sobrevivía con grandes penurias, haciendo trabajos pesados. Claro que era muy fuerte y voluntariosa.

—¿Qué trabajos?

—En la plaza de Legazpi, cerca, estaba el Mercado Central de frutas y verduras, donde todos los vagones llegaban a descargar la mercancía y donde se subastaba a los asentadores. Ella, como otras y otros, con un carrito llevaba las banastas de frutas desde los vagones a los carros de los minoristas. Le daban cuatro perras y fruta. Había que madrugar mucho, a las cinco de la mañana. A mediodía todo había terminado. Era un trabajo desagradable y soez. Mucho tío y muchas palabrotas e insinuaciones. Le dije que lo dejara y, como ella no quería limosnas, le ofrecí coger el carbón que quisiera en la Parrilla. Y así lo hizo. Iba con una cesta que colgaba de un hombro con una cinta que le cruzaba el pecho. La llenaba de antracita en la Garita y la llevaba a casa para venderla luego en el barrio. Nunca me dejó ayudarla. Tenía mucha fuerza. La cesta pesaría unos treinta kilos.

Era un borrón a contraluz, cuando golpeó el suelo fuertemente con el palo.

—¡Cabrón de mí! Yo la deseaba. Ella, con su simple bata y oliendo a limpio, doblaba su juvenil cuerpo en posturas que me hacían desfallecer. Un día dejó el cogedor y se volvió hacia mí: «Agapito, sé cómo me miras, percibo tus deseos; tenemos que poner fin a esto. No vas a sacar nada de mí. No me acostaré contigo ni con nadie. Si no puedes entenderlo ni superarlo, no volveré. Si sigues mirándome así, lo dejo; ya me apañaré. Debes decidir ahora mismo». Quedé tan desarmado como un chiquillo. Le juré que nunca más la acusarían mis ojos. Cumplí. Nunca más me salí del tiesto. Así fue hasta que desapareció.

—Dijo que se había ido a Estados Unidos.

—Sí, lo que nos sorprendió mucho. ¿Ella en Estados Unidos? ¿Con qué dinero?

—Eran sus amigos. ¿No les dijo nunca nada?

—Había enfermado y al curarse dejó lo del carbón. Íbamos a verla todas las semanas. En una de esas visitas encontramos la casa cerrada. La vecina de al lado, que la apreciaba mucho, nos dijo que se había ido para no volver. Nada había que la retuviera en aquel lugar. Pero aun así… Le había dejado la llave para que se la diera al administrador. Nos abrió. Allí estaban las dos camas turcas y los demás objetos que tanta vida tenían cuando ella estaba y que la realidad mostraba como míseros trastos. Estaba todo limpio, recogido, en «estado de revista». Pasamos a la cocina. Al mirar por la ventana hacia el campo inmenso, la señora María se echó a llorar.

—Parece que durante la guerra hicieron ustedes amigos comunes. ¿No había ninguno a quién preguntar?

—¡Ah, los amigos! Al principio éramos muchos. Miguel tenía el don de la captación. Además, como durante el conflicto él estaba a cargo de intendencia y ella era una hormiga, en su casa nunca faltaba la comida. Siempre había gente de todas las clases desfilando: carpinteros, albañiles, mineros, profesores, periodistas, escritores. Muchas veces ella se mosqueaba, porque casi no tenían vida privada. «Esto parece la Posada del Peine —decía—. Todos a la sopa boba». «Son amigos», decía él. «Veremos cuántos de ellos son amigos de verdad», contestaba ella. Lo decía con simpatía, pero sin cortarse, delante de cualquiera que en ese momento estuviéramos. Y tenía razón. Todos, tras la guerra buscamos prolongar nuestras relaciones. Pero al igual que Miguel, aquella vida anterior había muerto. Las situaciones eran notoriamente distintas. Rosa no tenía nada que dar y había que reorganizar las vidas propias. Menguaron las visitas, hasta que prácticamente desaparecieron. Nunca dejó de hacerlo José Sánchez, un sargento de la brigada. Era carpintero y le hizo a Rosa una mesa y cuatro banquetas. Se fue a Francia y su pista se perdió. También estaba ese joven sargento, Luis Morillo, de sólo veinte años. Fue a quien Miguel salvó de morir abrasado, el día en que me salvó a mí. Le obligaron a hacer la mili en Ceuta. Cada vez que venía a Madrid, pues era madrileño, visitaba a Rosa. Y nosotros, que no faltamos. Bueno, he de mencionar también a los asturianos. Como yo, habían rehuido el fusilamiento y lograron la libertad tras meses de cárcel. Lo primero que hicieron al llegar a Madrid fue visitar a Rosa. Me dio mucha alegría verlos, aunque se habían vuelto más taciturnos. Ella les atendió con lo que pudo. El más delgado…

—Pedrín.

—Eso, Pedrín. Joder, cómo se me pudo olvidar el nombre del gachó si tenía la misma música que el otro. Además, el tío impresionaba con su altura, su delgadez y su rostro juvenil. Formaba un dúo extraño con el otro ya que eran notoriamente diferentes. Bueno. Los dos dormían en una habitación, en el suelo. Salían por la mañana y en la tarde volvían con comida para todos y se solazaban hablando de sus tiempos de Asturias. Ya ve con qué poco se puede disfrutar. Pedrín tuvo que irse dos semanas después. Algo de un familiar grave. Manín permaneció más de un mes. Tenía una tía en la calle de Sagunto y se iba a dormir allí todas las noches desde que Pedrín se fue. Pero cada día tornaba a esa casa y llevaba alimentos para los niños. Nunca vi a nadie tan chalado por una mujer como a esos dos. Y es que ella…

Los ruidos del segundo turno amainaban.

—En las condiciones que Rosa vivía y en aquella España del terror, hizo cosas fuera de lógica: dar refugio a perseguidos. Uno era un joven comunista. No tenía ni veinte años. Cuando los sucesos del traidor Casado…

—¿Traidor?

—Sí, naturalmente. ¿Algo que objetar?

—Había oído que se había sublevado para lograr una paz honrosa.

—¡No me joda! Ha leído la historia interesada. El coronel Casado, que era el jefe del Ejército del Centro, se vendió a Franco, tal y como éste se vendió a los poderes de la derecha el 18 de julio del 36. Y su plato de lentejas fue un pasaje limpio y una vida segura en Inglaterra, mientras dejaba las cárceles llenas de izquierdistas para que fueran asesinados por los falangistas. Murió años después en un retiro dorado, ya en España, y espero que con pesadillas. Es uno de los personajes malignos de la historia. Tiempo después publicó un libro tratando de justificar su acción, pero nadie ha salido en su defensa. Su única notoriedad ha sido su golpe contra la República el 6 de marzo de 1939.

—Me parece un juicio muy severo.

—¿Qué le pasa a usted? Es de ellos, ¿verdad?

—¿Quiénes son ellos?

—Los de siempre, los fachas.

—No me juzgue. Ya le dije que no me ocupo de la política. Creo que hay exceso de políticos en España.

—Vale. Es un ignorante. Pero téngalo muy claro: el coronel Casado fue traidor múltiple. Traicionó a su gobierno, traicionó a su presidente y traicionó a su palabra de militar. No hay diferencia con Franco.

—Oyéndole parece que eso fue ayer y no hace sesenta años.

—Hay hechos que no pasan nunca, porque son historia, y la historia es la base de lo que somos. ¿Tengo que recordárselo otra vez?

—No es por incordiarle, pero creo que Casado no estaba solo.

—¿Se refiere a Besteiro y a Mera? Necio uno y crédulo el otro. —Levantó el bastón y pensé que dudaba si darme con él o no—. Ahora me dirá que yo también soy culpable de aquello, pues estaba con Mera. ¿Podía rebelarme ante los que se rebelaban? ¿Qué se podía hacer en aquella locura en la que fusilaban a la gente por el menor motivo?

—Creo advertir en usted una pulsión contradictoria entre lealtades y deslealtades.

—¿Por qué dice eso?

—Porque si esa segunda sublevación contra la República fue tan injusta como la de Franco, todos los actores necesariamente fueron unos traidores, no sólo Casado. No puede exculpar a Mera, por mucho aprecio que le tuviera.

—¿Cree que es así de sencillo? —Las luces que reflejaban sus gafas parecían salir de dentro de ellas.

—Así de sencillo lo veo yo. Lo siento. ¿Quiénes más estaban en el complot?

—Hombre, estaban Miaja, jefe de los Grupos de Ejército; Menéndez, jefe del Ejército de Levante; Matallana, jefe del Estado Mayor…

Miré el brillo de sus cristales ocupando sus ojos desconocidos. Luego bajó la cabeza y comenzó a porfiar con el bastón contra la tierra.

—Usted trata de cambiar mi mundo.

—No. Sólo estoy dando mi opinión. No intento saber más que usted, que sí vivió aquello. En cualquier caso, todo ha quedado muy atrás y no es el objeto de mi visita. Perdone si le he ofendido.

Puso de nuevo un tenso silencio entre nosotros.

—Viene y me da cuerda. Y yo raja que te raja. Me deja hablar de mis viejos fantasmas. Y con sólo dos frases, me pone en mi sitio. ¿Quién coño es usted?

—Alguien que le admira.

—¿Me admira? ¿Por qué?

—Ha llegado usted a una edad alta y con la mente clara. Es un ejemplo. Como lo que me ha contado de su vida.

—¿Qué sabe de la guerra española, de las sinrazones que la provocaron, de la feroz represión?

—Poco. Mi generación se ha dejado adoctrinar por los estrategas del consumo. No nos hemos esforzado en conocer nuestra reciente historia. Ni siquiera intenté informarme de mis abuelos. Ya no están y nunca me podrán decir sus vivencias.

—¿De qué lado estaban?

Negué con la cabeza.

—No se lo diré. Soy para usted sólo un escuchante.

—Le comprendo. Aplica bien la lógica. Al cabo de tantos años no he podido llegar a comprender las razones de Mera para apoyar a esa Junta traidora. Recuerdo siempre con asco y vergüenza las banderas blancas que el Consejo Nacional de Defensa mandó ondear ante las tropas de Franco aceptando la rendición. La mayoría de los gerifaltes salieron huyendo luego como conejos. No como el coronel Prada que, según creo, el 28 de marzo rindió el Ejército del Centro al general Espinosa de los Monteros, constituyéndose en prisionero. Un ejemplo de hombría. ¿Por qué no hizo eso el principal traidor? ¿Por qué tuvimos que hacer el trabajo sucio a ese agente británico y a los socialeros?

—Cuando dice socialeros supongo que se refiere a los socialistas.

—Así les llamábamos. Eran la gran fuerza política de la izquierda, pero no representaban realmente al pueblo trabajador. Éramos los anarquistas quienes teníamos la confianza de los proletarios. Salvo Largo, todos fueron unos burgueses. Al final se cagaron todos. Dejaron solo a Negrín, a pesar de ser socialista. Era el único hombre que pudo habernos salvado.

Lo dejé reflexionar.

—Estos socialeros de ahora, los de Suresnes, tampoco simbolizan a la izquierda. Parten de un olvido y se miran el ombligo. Han erradicado el nombre de la CNT y han anatemizado insensatamente a Negrín. En el primer mandato de Felipe no se les podía pedir mucho tras cincuenta años de gobiernos reaccionarios, pero en las dos siguientes legislaturas, ¿qué hicieron? Forrarse las andorgas, como los otros. ¿Usted ve diferencias entre los peperos y los socialeros? Sólo en los modos, pero en el fondo son los mismos señorones a quienes les crece la panza. ¡Ah, los anarquistas…! Nuestro patrimonio inmobiliario, incautado por Franco tras la guerra, nos ha sido devuelto en una parte ínfima por los gobiernos de la democracia, por una ley llamada algo así como del Patrimonio Incautado, emitida, creo, durante el Gabinete de Adolfo Suárez. Unos 250 millones frente a los miles de millones que recibió UGT. Una miseria. Ni siquiera tenemos un local suficiente, por lo que nuestro legado documental sigue todavía en Amsterdam. Y eso porque nunca tuvimos un partido político que nos apoyara, como lo tienen UGT y Comisiones. No recibimos subvenciones del Estado. Subsistimos gracias a las cuotas de nuestros afiliados, unos cinco mil del millón largo que llegamos a ser. Pero la CNT no morirá, porque somos un poso de grandeza, una tecla vibrando en quienes no olvidan nuestra contribución a la lucha por la igualdad de clases que los socialeros se arrogan en exclusiva. Por eso no los he votado nunca.

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