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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (28 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—Necesito que al niño le vea un médico.

—¿Para qué? —dijo, convulsionando su cuerpo al compás de la tos.

—¿No te lo han dicho? —dijo ella. Dio la vuelta a su hijo, le subió la camisa y el jersey y le mostró la espalda. La huella del vergajo se apreciaba nítidamente en la débil carne. El moratón dejaba sitio a nacientes zonas negras. El policía que estaba sentado tras la máquina miró a su jefe, quien le devolvió la mirada en silencio.

—No le ocurrirá nada. Se le pasará. Es sólo un golpe.

—Se ve que no lo recibiste tú.

—Llámame de usted.

—Tú primero a mí.

—Tienes la lengua larga. Eso te puede perjudicar.

—¿Perjudicar? He sido golpeada —volvió su rostro y mostró el chichón—, han pegado a mi hijo brutalmente. ¿Qué más pueden hacerme?

—La multa. Iba a ser de veinticinco pesetas. Por deslenguada ahora deberás pagar el doble.

Rosa puso un gesto como si en el cuartucho hubiera estallado una bomba.

—¿Qué dices? ¿De dónde voy a sacar ese dinero?

—No me importa.

—Tenía cinco pesetas. Me las han quitado.

—Te las hemos requisado. Las obtuviste de forma fraudulenta.

—Eso no es cierto. ¿A quién he robado o engañado?

El hombre no contestó. Siguió mirándola y fumando, tosiendo de vez en cuando.

—No tengo dinero —dijo ella.

—Bueno. Tendrás que dormir en el calabozo. Que se vayan los niños.

Rosa movió la cabeza con incredulidad.

—No saben volver solos. Y aunque supieran, no les dejaría. Debo volver a casa. Tengo allí al pequeño.

—Si está en casa, estará bien.

—Es que no está en casa, sino en la de una vecina. Se preocupará si no llego.

—¿No tienes familia?

—No tengo a nadie. Por eso dejé al niño con la vecina. Mi única familia son mis hijos.

El hombre arrojó la exangüe colilla a un rincón. Parsimoniosamente sacó de un bolsillo un librillo de papel de fumar, cuadrado, de pastas rojas, marca Smoking, de donde extrajo dos hojitas que unió por el filo engomado de una de ellas. De una petaca de cuero muy sobada se sirvió una generosa ración de picadura negra de Tabacalera Española y empezó a porfiar expertamente con el tabaco y el papel duplicado, con dedos amarillos de fumador contumaz, interrumpiéndose a ratos para quitar los trocitos de ramas, hasta conseguir un artístico cigarro grueso como un palo. Como si estuviera en un concurso lo encendió afectadamente con una cerilla de mango de papel encerado que extrajo de una cajita de Fosforera Española. Hechizados por el espectáculo, Rosa y los niños vieron la inmensa felicidad que embargaba al hombre cuando inhaló el humo antes de vomitarlo mezclado con toses cavernosas. Cogió la declaración y la leyó mientras el uniformado miraba a la mujer. Veintiocho años, viuda, tres hijos, de cuatro años el menor. Levantó la vista. Tan joven, con su rostro sin arrugas ni afeites, de belleza sorprendente y con el pelo blanco como la nieve. ¿Qué secretos escondería su vida? Luego leyó otro papel, que ella supuso sería la declaración de alguien más, quizá del policía que la agredió.

—¿Por qué fuiste a armar jaleo a la estación?

—¿Dice eso ahí? No es verdad. Necesito ganarme la vida, traer dinero a casa. No me metí con nadie. Esas mujeres se metieron conmigo y el guardia les ayudó en contra mía.

—Te irían mejor las cosas si tuvieras otra actitud. Eres muy arrogante.

—No sé qué actitud debo tener.

—Agrediste a un policía. A ver si te enteras. Deberías suplicar perdón, decir que te arrepientes.

—¿Suplicar? Es el policía quien debe pedirme perdón.

El oficial hizo un gesto de impaciencia. Llamó a un agente y le dio instrucciones. Por un pasillo distinto, y bajando unas escaleras, les llevaron a una habitación del sótano, enrejada, y los metieron dentro. Era un lugar malsano, con piso de cemento y un camastro en la pared. En el fondo, en el suelo, un agujero indicaba el lugar para vaciar la vejiga o el vientre. Se sentaron, ella entre los dos. Rosa movía la cabeza y a la mortecina luz de una bombilla su pelo ponía matices en la sordidez del lugar. Hacía frío y se acurrucaron unos contra otros. Pasó el tiempo. La niña se durmió y ella cerró los ojos. El chico miró a su madre, la cabeza apoyada en la pared y la barbilla levantada. Respiraba quedamente. El niño tocó sus rizos blancos con suavidad, llenándose los ojos de ella.

Una hora después apareció el mismo agente. Les dijo que le siguieran. Subieron y cruzaron el pasillo, ahora lleno de humo y policías charlando, que los miraron con curiosidad. Entraron al cuartito donde le habían tomado la declaración. Allí estaba el mismo inspector fumando, mientras que Franco seguía indagando desde la pared y José Antonio se hacía el desentendido.

—Vete a casa, pero traerás las pesetas que puedas cada mes hasta pagar la multa. Y da gracias a Dios que tengo hijos y entiendo lo que es estar lejos de su madre, que si no te enviaría al juez.

Salió sujetando a las criaturas por la mano. Los guardias del pasillo los contemplaron con rostros inescrutables. Era muy de noche y las calles estaban desiertas y apenas iluminadas. Chispeaba y las aceras se barnizaban de charol. Echaron a andar hacia abajo, por la oscura calle, al paso corto de los niños.

13 de marzo de 1998

La residencia de ancianos se asienta a la salida de Tordesillas, en el lado derecho de la parte antigua de la N–VI, yendo hacia Benavente. El edificio es nuevo, de dos plantas, y exhibe el dibujo impersonal de centros similares. Hay zona de juegos deportivos, amplios jardines y una pequeña capilla. El tiempo acompañaba y un sol tibio ponía color en esa parte de la meseta castellana. Detuve el coche en la zona de aparcamiento y me dirigí al edificio, en cuya entrada hay un amplio porche donde estaban, sentados en sillas de ruedas, varios ancianos silenciosos que me miraron fijamente. Los saludé y la mayoría me contestó con curiosidad. Entré a un vestíbulo grande donde descansaban también otros ancianos con miradas ausentes. Al fondo, el mostrador de piedra protegía a las oficinas de administración. El asistente social que me atendió tendría unos treinta años y mostraba una sonrisa invitadora.

—¿Agapito Ortiz López? —repitió—. Un minuto.

Movió el
ratón
hasta encontrar el dato en el ordenador.

—Habitación individual 143, pero no está. Sale y entra cuando quiere, porque se vale bien. Puede esperarle en la cafetería o volver dentro de un tiempo. Él cena siempre en el primer turno, a las 8 de la noche.

Miré la hora. Las 19.15.

—Estaré fuera. Cuando llegue dile que le espero.

Salí al jardín arbolado. Los residentes paseaban en grupos, algunos en sillas de ruedas, acompañados por familiares jóvenes y menos jóvenes. Se oían algunas risas y alguna que otra voz alta destacaba, pero el tono general era de sosiego. Al rato, oí movimiento de platos. Empezaba la preparación del primer turno. Parte de los familiares se despidieron y algunos ancianos entraron a la casa. Varios coches llegaron para dejar residentes y las escenas se repitieron. Algo después, con la luz solar ya acostada, vi venir a algunos hombres y mujeres en grupitos separados. Había dos hombres, ambos de mediana estatura y de una edad indefinida. Andaban con lentitud pero con cierto porte, sin señales de desvalimiento. Uno de ellos se apoyaba ligeramente en un bastón. Tuve la premonición de que mi hombre era uno de ellos. Entraron al edificio. Eran las 19.30. Esperé. Vi salir al del bastón y buscar con la mirada. Me puse en pie y caminé hacia él. Era barbado pero con cuido. Unas lentes semioscuras y de cristales ópticos impedían interrogar sus ojos. No todo el pelo había huido de su cabeza y unas hebras de plata custodiaban sus sienes. Le faltaban partes de sus orejas, mostrando el resto cicatrices de quemaduras. Me dio una mano semirrígida, con ásperos costurones y duros tendones. Una fea cicatriz le deformaba la boca, mostrando restos de labios por los que asomaban unos dientes en lo que parecía una sonrisa insistente. Me presenté y le invité a sentarnos en el mismo banco donde había estado esperándole. Era un anochecer templado y sin viento.

—Usted dirá, señor. —Leyó en la tarjeta—. Corazón. —Levantó la cabeza—. ¿Corazón? ¿Qué nombre es ése?

—¿Y usted lo pregunta? Durante la República hubo nombres mucho más desconcertantes.

—Es demasiado joven para haber vivido la República.

—Pero no mis abuelos.

—¿En qué puedo ayudarle? ¿Qué quiere de este viejo?

—Perdón. Creo que pronto empezará su turno de cena. Puedo esperar a que termine.

—Depende de lo que quiera.

—Busco información que creo puede darme.

—Hable.

—¿Qué tal la vida aquí?

Sus gafas me escrutaron.

—¿Es ésa la información que quiere? ¿Es de sanidad? —Volvió a mirar la tarjeta—. Investigador privado. ¿Quién necesita un detective? ¿Es la puta de Socorro quien le manda?

—Tranquilícese. Con usted no va el caso. Quería simplemente relajarle, conocer de primera mano cómo se vive en estos centros.

—Pues qué quiere que le diga. No hay nada mejor que la casa de uno cuando se tiene compañía. Pero cuando se está solo, qué más da. Aquí al menos está uno atendido. Y si la pata se te pone rígida te la enderezan enseguida, en un sentido u otro.

—¿Lleva mucho tiempo en este lugar?

—Un año, el que lleva la Residencia. Pero antes estuve en otras, en Madrid. Soy culo de mal asiento.

—¿Recuerda usted a Miguel Arias? Fue compañero suyo en la guerra.

Silencio prolongado.

—Entraré en el segundo turno —y añadió—: Claro que me acuerdo. La memoria me rige muy bien. ¿Y sabe por qué? Porque no fumo ni veo la televisión. Bueno, algún partido de fútbol y los documentales de La 2. Paseo mucho y con Paco juego a dominó y a ajedrez. No sabe lo bueno que es eso para el coco. También leo mucho. No todo lo que quisiera. La vista…

—¿Qué recuerda de él?

—¿Que qué recuerdo? Me salvó la vida. ¿Ve estas orejas y estas manos quemadas? El maldito avión alemán tumbó el coche en que viajábamos. Quedé inconsciente. Él, a pesar de estar herido, me saca de entre las llamas, saca también a los otros dos, al conductor y a un sargento jovenzuelo, y muere allí mismo. ¿Qué le parece? Herido de muerte nos saca del coche ardiendo, todavía al cabo de los años no entiendo cómo lo hizo, y muere. ¿Ha conocido usted en su vida algo igual? Le dieron una medalla a título póstumo, que el tirano anuló como hizo con todo lo republicano.

Hizo una pausa.

—Fue un valiente, un gran amigo. Nunca vi un hombre más desinteresado. Todo lo repartía. Estuvimos luchando juntos desde los primeros años de guerra. A él le hicieron capitán y a mí, teniente. Luego, a mí me hicieron capitán, pero a él ya no pudieron ascenderle. Si hubiéramos ganado aquella maldita guerra, podría haberme quedado en el ejército y podría haber llegado a general. ¿No llegó Franco a supergeneralísimo de todo lo habido y por haber, con lo zote que era?

—¿Qué me está diciendo? ¿Usted general cuando sus pensamientos estaban en eliminar a los ejércitos?

—¿Por qué dice eso?

—Sé que estaba afiliado a la CNT y a la FAI, sindicatos anarquistas. El anarquismo es antimilitarista como filosofía.

—Ésa es parte de la raíz. Cierto. Pero no generalice. No haga como Franco para el que todas las izquierdas eran comunistas. La CNT propugnaba, por encima de todo, una sociedad moderna, justa e igualitaria. Un ejército democrático no es una renuncia de la libertad. Eso ya lo vio Mera a finales del 36, y es por lo que, de la autodisciplina entusiasta, pero desastrosa, pasamos a la disciplina castrense democrática. Por eso aguantamos tres años a los militares colonialistas.

Hizo una pausa y noté que las escenas de la guerra invadían su memoria.

—¿De qué bando es usted? —preguntó de repente.

—¿A qué se refiere?

—No se haga el tonto. ¿Es de izquierdas o de derechas?

—Creo que soy apolítico.

—Se sale por la tangente. Todo el mundo tiene inclinaciones políticas.

—Aunque tuviera una tendencia, no se lo diría. No quiero condicionarle.

—Muy bien. Pero si le pica lo que digo, se rasca.

Sonreí mirando sus gafas.

—Les ganamos batallas, les aplastamos en ocasiones. Pero la suerte estaba echada desde que los ingleses y franceses nos abandonaron. No sabe la tremenda emoción que sentimos cuando vimos marchar a las Brigadas Internacionales. Fue como si quedáramos solos frente a los tres déspotas.

—¿Qué déspotas?

—¿No me presta atención? ¿Quiénes iban a ser? Franco, Mussolini y Hitler. Las acojonadas democracias, Francia e Inglaterra, traicionaron los ideales que postulaban. Aceptaron y permitieron la No Intervención para la República, pero consintieron la ayuda de Alemania e Italia a Franco durante toda la guerra. —Golpeó impaciente el suelo con el bastón—. Pero aun así les dimos caña. ¿Ve esta cicatriz? En Guadalajara una bala italiana me destrozó la boca. Ya ve cómo me dejaron. Tardé años en poder costearme unos dientes nuevos. Estaba horrible. No sé cómo Carmen pudo soportarme. —Hizo una pausa—. A Miguel también le hirieron. Pero eso ocurrió en el Pingarrón. ¡Ah!, el Pingarrón… Éramos los dos del tercer batallón de la 70ª Brigada mixta, perteneciente a la 14ª División de Mera. Habíamos tomado el cerro días atrás, pero los fachas nos desalojaron. Nuestro mando quería el monte a toda costa y se dispuso una gran fuerza para la reconquista, con la Lincoln, la British y otras Brigadas Internacionales. Miaja pidió a Mera que le dejara a Líster la 70ª Brigada, que en esos momentos estaba de reserva. Y allí subimos con la 11ª División ese aciago día que costó cientos de muertos entre ambos bandos. ¡Joder! Esa sí que fue una batalla. Aquellos murcianos, con el pecho cruzado por ristras de ajos, subiendo por las cuestas por entre los olivos, cantando y riendo… ¿Cómo olvidarlo? Y arriba los civilones traidores y los feroces moros, todos con su puntería infalible. Acabaron con la mayor parte de los oficiales. Nuestra brigada perdió el 70% de sus efectivos. ¡Qué derroche de vidas jóvenes a causa de una felonía…! —se interrumpió—. Espere un momento. ¿Para qué quiere saber de un hombre que lleva tantos años muerto?

—En realidad, mi interés está en su mujer. ¿La recuerda?

Sus gafas me miraron. Asintió con la cabeza lentamente.

—¡Pachasco! ¿Cómo no recordarla? Rosa…

—¿Qué puede decirme de ella?

—¿Sobre qué?

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