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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (29 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¿Sabe dónde está?

—Desapareció con sus hijos. Se fue a Estados Unidos. Quién sabe dónde estará ahora y si vive siquiera.

—¿Por qué la recuerda? El camarada fue él, no ella.

—¿Se puede olvidar el primer beso, el primer polvo? Nunca vi mujer tan deseable como ella. Y tan diferente. Ya ve. Con el tiempo olvidé las caras de la gente, familiares, amigos… Incluso la de Miguel. Pero nunca olvidaré a esa mujer de pelo de plata.

Garabateó en el suelo con la punta del bastón. A la luz agonizante, la huella mostró un perfil de mujer.

—¿Qué busca de ella?

—Tengo un encargo que darle, por eso necesito saber si está viva o, cuando menos, dónde vivió a partir de la guerra.

—¿Sabía usted que en esta población se repartieron el mundo entre España y Portugal, las potencias marítimas de entonces? Fue en 1494. Plenipotenciarios de la Castilla de los Reyes Católicos y del Portugal de Juan II, con el beneplácito del papa Alejandro VI, trazaron una raya en el mapa del mundo por descubrir. Para ti esto, para mí lo otro. Hoy parece un absurdo, pero durante un siglo, al menos, el acuerdo fue respetado por todos los países. Ahora no hay respeto ¿Qué le parece lo que hacen los gringos, invadiendo países como si el mundo fuera suyo?

Con su bastón borraba las figuras y volvía a hacer otras, siempre con un rostro femenino de perfil.

—Conocí a Miguel durante las huelgas de la construcción del 36. Había mucho paro y las condiciones de los trabajos eran vergonzosas. No se podía vivir con esos sueldos de miseria. Por eso el sindicato confederal promulgó la huelga. Había que abrir un frente social y decir basta a los capitostes, pero éstos buscaron lo más fácil y sangriento: la insurrección, que de hecho significaba la muerte de las libertades y el estrangulamiento de las reivindicaciones del mundo obrero. Decían que si lo de Calvo Sotelo había colmado el vaso, pero olvidaban lo del teniente Castillo. En realidad ya lo tenían decidido desde febrero del 36, cuando ganamos las izquierdas, porque la CNT decidió votar para impedir un segundo bienio negro.

Guardó silencio. De la residencia llegaban ruidos de conversaciones y el entrechocar de cubiertos.

—A Rosa la conocí días después de estallar la contienda. Vivían por la calle de Santa Engracia. Conocí al mismo tiempo a dos asturianos notables, uno rubio y gigantesco, que era primo de Rosa, de nombre Manín. ¿Ve qué memoria? Le aconsejo que no fume. El otro, alto también, pero moreno y delgado. Se parecía a un actor de cine americano. Era un chico muy leído, callado y retraído, en contraposición con el otro que siempre estaba liderándolo todo. De repente no recuerdo bien el nombre de ese larguirucho moreno. Desgraciadamente, las neuronas perdidas con los años nos borran muchas cosas, pero conservo los hechos tan vividos como si hubieran ocurrido ayer. Los dos eran del mismo pueblo de Rosa. Habían venido con la columna que el 18 de julio del 36 había enviado Belarmino Tomás desde Sama de Langreo en ayuda de Madrid. Siempre estaban juntos y los vi infinidad de veces durante la guerra en el piso del paseo de la Castellana, donde nos habíamos instalado los oficiales de la brigada. Terminaron la guerra de tenientes de milicias. Creí que tenían pasión por Miguel, porque, aunque pertenecían al sindicato minero, pasaron a actuar con los hombres del de la construcción, bajo el liderazgo de Cipriano Mera. ¿Le he hablado de Mera? Un organizador nato y hombre honrado. Llegó como mayor de milicias a mandar el IV Cuerpo de ejército de la República, sustituyendo a un coronel de artillería del ejército regular. Ya ve, un albañil. Nada como una República para que se descubra el genio de los hombres, sea cual sea su extracción. Cuando el alzamiento subversivo en África, estaba en la cárcel Modelo, a la que llamaban El Abanico, por su forma, y con él Miguel y otros muchos activistas de las huelgas de la construcción. A todos les puso en libertad el general Sebastián Pozas, entonces inspector general de la Guardia Civil de Madrid, porque el enemigo era otro. Unos días después, el Comité de Defensa Confederal organizó unidades de combate que asignó a los lugares que juzgó necesarios. El comité estaba en un palacio de la calle de la Luna, detrás de la Gran Vía, que había incautado la CNT. Lo dirigía un joven enérgico, Eduardo Val, camarero del ramo de la hostelería. Era un caserón del sigloXVIII, con hermosa escalera a dos vertientes, salones suntuosos y una magnífica fachada de amplios balcones. Lo tiró en los años 70 Arias Navarro, ese mal alcalde que permitió construir los barrios que estrangulan a Madrid, e hizo una plaza horrible en su lugar. —Movió la cabeza con un gesto característico—. Yo formé parte de esas unidades, con Miguel y Mera. Estuvimos en muchos líos: San Martín de Valdeiglesias, Tarancón… Con el tiempo, organizados ya en unidades militares, Miguel pasó a comandar la intendencia de la brigada. Él era un tío tranquilo, sonriente, haciendo bromas siempre; uno de esos hombres que hacen amigos rápidamente. No tenía dotes de mando; quiero decir que no era un tipo gritón y arrogante, pero los soldados le querían mucho. Y todos nosotros. ¿Por dónde iba? Creo que me he perdido un poco.

—Decía que había pensado que los dos asturianos del pueblo de Rosa sentían pasión por él.

—Sí. Era lo que pensaba. Luego vi claramente que la pasión era por ella, eso sí, siempre dentro de una familiaridad respetuosa. Y es que ella… Bueno. Ni Greta Garbo ni esa otra, la Loren, hubieran causado tanta expectación. Cuando llegaba a la brigada todos se paraban para mirarla. Al principio creían que era la querida de Miguel, porque él recibía también a una fulana morena, regordeta, con ojos achinados, que no tenía ningún atractivo y que resultó ser la verdadera querida. Hay cosas que no se pueden entender. —Movió la cabeza—. Había hembras tremendamente hermosas en nuestro lado. Se decía que los fachas tenían los mejores alimentos y nosotros las mejores mujeres. Pues bien: no vi nunca una mujer como Rosa. Ni antes ni después, en mi larga vida. Nunca. Por cierto, ¿quién le dio esta dirección?

—¿No lo adivina? Su sobrina Pilar.

—¡Ah!, la muy puta. ¿Así que le dijo que yo estaba aquí? Qué raro. No nos podemos ver. Dejó al marido y se lió con un moro, ¿puede creerlo? Luché contra ellos y me mete uno en mi propia casa. ¿Qué le parece? Yo vivía allí, porque ésa era mi casa y sigue siéndolo. Estaba tan feliz con Carmen, mi compañera. Esa zorra, sobrina de mi mujer, no mía, vino de Palencia enviada por su hermana. «Vosotros que sois tan buenos, os encarezco que la tengáis allí un tiempo». ¡Joder! No se fue nunca. Se casó tiempo después y allí se quedó. Tuvieron un niño y durante un tiempo todo fueron alegrías, porque mi Carmen puso un gran cariño en esa criatura. Realmente fue ella quien lo crió. Pero algo debió de ocurrir en la chola de esa mujer. Empezó a cambiar. Le gustaba la marcha. La pendeja entraba y salía como si fuera soltera. Comenzaron las discusiones entre la cachonda y el marido, un buen chico, delineante, con pocos riles. Si le hubiera pegado una hostia a tiempo se hubiera arreglado todo. Se le subió a las barbas. Cuando murió mi compañera ella se hizo el ama. Reuniones, salidas nocturnas, todas esas cosas. Y el pobre encornado aguantando hasta que se tuvo que ir, incapaz de imponerse. Tuve broncas con ella, pero todo se lo pasaba por el fandango. Me ponía la escoba para ver si me iba, la hijaputa. ¡En mi propia casa! Me harté y le puse una denuncia para echarla. Fue algo sonrojante. Como tenía al niño, que para entonces no era tan niño, el juez falló a su favor. Ya sabrá usted cómo están las leyes al respecto. Se tiene uno que ir de su propio hogar a la puta calle. Así que seguí aguantando carros y carretas. Pero cuando metió al moro de mierda la vida se me hizo insoportable. La oía gemir en la jodienda como a una cerda. Se ve que esa verga sin prepucio la obnubilaba. Mire, eso de que maltraten a las mujeres es repugnante. Pero ¿sabe el daño que puede hacer una mujer dominante y desenfrenada? Tuve que largarme.

Tomó un respiro y prosiguió:

—¿Pilar, le dijo? En realidad se llama Socorro. Reconozco que es un nombre absurdo, más aún que el de usted, pero es con el que la bautizaron. Figúrese: al llamarla en voz alta en la calle todo el mundo se volvía creyendo que alguien pedía auxilio. Un día decidió cambiárselo por Pilar. Nos advirtió a todos los familiares y amigos del cambio. Todos respetaron sus deseos, menos yo. En cuanto tenía la ocasión, le gritaba en la calle: «¡Socorro! ¡Socorro!». Tenía que ver la cara que ponía, ja, ja, ja. ¡Joder! Lo que disfrutaba dándole por saco a la guarra, ja, ja, ja. Fue la leche. Me lo pasaba en grande.

—¿De verdad le hacía eso?

—Ja, ja, ja. Nos ha jodío. Claro que lo hacía. Puede jurarlo.

Las primeras sombras se abalanzaban sobre nosotros. Se protegió en un corto silencio. Al cabo, habló con cierta contrariedad.

—Creo que me he perdido un poco. Iba diciendo… decía…

—Antes de lo de su sobrina hablaba de Rosa y otra mujer que…

—Sí, ya sé, no me lo repita, ¿cree que no lo recuerdo? Quisiera yo verle a mi edad… Sí, lo de aquella tipa… Yo me cabreé mucho con Miguel por lo de esa querida. Rosa no se merecía ese desprecio, ni aun en el caso de que la otra hubiera sido más atractiva que ella, lo que de ninguna manera podía haberse dado. Así que, cuando me enteré de que habían herido a Miguel en lo del Pingarrón y que esa tía había ido a visitarlo, no lo aguanté más. Sólo lo visitó esa vez. Al día siguiente esperé a que llegara. La puse la pistola entre sus ojos y puedo jurarle que se meó patas abajo. —Se echó a reír—. ¡Ja, ja! No sabe cómo corría la muy zorra, dejando el reguero.

Lo dejé sumergirse en ese agradable pasaje de su vida. Lo miré reír, subiendo y bajando la cabeza como si una corriente de juventud lo hubiera atrapado. Dejó de agitarse paulatinamente.

—¿Cómo era la relación entre Rosa y Miguel?

—Ella estaba muy enamorada de ese hombre, a pesar de su infidelidad. A veces la sorprendía ensimismada, mirando un punto perdido en sus evocaciones. Era una mujer de corazón simple. Cuando a Miguel le hirieron en el Pingarrón, le curaba ella misma. Los médicos arrancaban las vendas supurantes sin especial cuidado, porque había mucho que hacer. Los heridos sufrían con esas curas aceleradas. Ella, con paciencia, le quitaba los vendajes y ponía tiras nuevas bajo la supervisión de los facultativos. Y lo mismo hizo con los otros tres asturianos. Hubiera podido ser una gran enfermera.

—¿A qué tres asturianos se refiere?

—A los dos largos y a un enano feo. —Los recuerdos le obligaron a un nuevo silencio—. Fue una pena lo de Miguel. Con tanta vida por delante. Era un tipo que nunca se ponía enfermo. Ella acusó el golpe. Vino a verme al hospital donde me curaba de mis quemaduras. Le di una carta que él me había confiado meses atrás. No dijo nada. Nunca volví a verla reír.

Los ruidos del comedor indicaban, por su animación, que estaban por el segundo plato.

—¡Ah, Rosa! Al morir Miguel, la República le respetó el sueldo. Al término de la guerra esa ayuda desapareció, porque todas las disposiciones de la República quedaron abolidas. ¿Qué opina de ello? Leyes y preceptos hechos por un gobierno legal quedaron derogados. Rosa, como miles de personas, quedó con una mano delante y otra detrás. Entonces, en el primer franquismo, no había subsidio de desempleo, ni seguro de paro ni Cristo que lo fundó. Eso de las pensiones que ahora disfrutamos vino después, pero, como casi todo lo bueno, fue invención de la República, que esta gente aplicó años más tarde.

—¿Esta gente? ¿Qué gente?

—Los que mandan. Son los mismos de ahora. Los de siempre. —Me miró y le vi mover la cabeza en un gesto de incomprensión—. Bien. A lo que iba. Rosa era una mujer extraordinariamente sencilla y mientras pudo ahorró dinero, que de nada le valió cuando el déspota invalidó la moneda republicana.

Calló. Le dejé conservar su silencio.

—Aquí lo paso bien con Paco. Tiene coche y conduce. Vamos por estos pueblos castellanos. ¿Conoce Madrigal de las Altas Torres? Está ahí al lado. Allí nació Isabel la Católica. Y un poco más abajo está Medina, en cuyo castillo de la Mota estuvo…

—Es curioso —interrumpí.

—¿Qué es lo curioso?

—Que siendo usted un rojo le gusten tanto las glorias imperiales.

—Se equivoca. Eso no es política, sino historia, y la historia es de todos.

Asentí con la cabeza. Prosiguió:

—¿Por dónde iba? Ah, sí. La guerra de la infamia. Cuando llegó el desastre nos fuimos a Alicante. Fue el 28 de marzo del 39. Las escenas eran escalofriantes. Miles de personas, la mayoría con sus armas y pertrechos, esperaban en el puerto la llegada de buques franceses para una evacuación, que no se produjo. Había un destructor y un mercante francés y, más atrás, dos unidades de guerra británicas. Podían haber hecho algo. Se quedaron al filo de las aguas territoriales mientras muchos desesperados se arrojaban al mar intentando ganar a nado los barcos. No puedo describir el drama de tanta gente, los gritos, los sollozos. Busqué a mis amigos, pero la presión nos había desperdigado. Encontré a varios, pero lo que más me impresionó en aquellos momentos de locura fue la postura de los dos asturianos largos del pueblo de Rosa. Estaban recostados en un camión, fumando en silencio, mirando el caos como si no fuera con ellos. Quietos, distantes, en una estampa fuera de lugar. Ellos eran buenos compañeros, valientes, confraternizaban con los demás, aunque con frecuencia buscaban estar solos, como compartiendo un secreto demasiado pesado para ser soportado por uno solo. Y a su lado, siempre, ese soldado que parecía un mono. Pero verlos allí, cuando el mundo se desmoronaba y la esperanza había muerto… Verlos con esa indiferencia, como si estuvieran en una máquina del tiempo, observando sucesos que no les incumbieran y en los que no pudieran intervenir… Fue una de las escenas con más grandeza que recuerdo de toda la guerra.

Todavía la noche intentaba conquistar la totalidad del cielo. Los del primer turno mantenían su elevado diapasón.

—Nos llevaron a la plaza de toros. Vimos a las formaciones falangistas montar las ametralladoras en los tendidos. Corrió la voz de que nos iban a fusilar como en Badajoz. Supimos luego que era verdad y que el general italiano Gambara lo había impedido. Había dicho que él era la autoridad y que no permitiría fusilamientos. Así nos libramos. Días después nos dispersaron. Nos llevaron a Albatera. ¿Oyó hablar de ese campo?

Moví la cabeza horizontalmente.

—Era un campo de trabajo para reclusos creado por la República a instancias del ministro de Justicia, Juan García Oliver, anarquista, del gabinete de Largo Caballero. No fue el primer campo de trabajo, de los que establecieron en aplicación de la ley de Vagos y Maleantes para descongestionar las cárceles y para integrar a los penados en actividades urgentes y necesarias, como obras públicas, agricultura… Lo que hiciera falta para su regeneración por el trabajo honrado. El primero de esos campos fue el de Mediano, en Huesca, aunque el más famoso ha sido el de Albatera por razones obvias, por lo que allí pasamos miles de prisioneros de guerra.

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