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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (32 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¿A quién votó?

—Siempre en blanco.

—Entonces ha permitido que otros decidieran por usted.

Apuntó sus gafas hacia mí y presentí el desconcierto en su ánimo. Lamenté verle tan vulnerado.

—¿Sabe?, han sido muchos los años de temor a represalias, de censura mental. A fuerza de callar, hay una historia oficial escrita por los vencedores que no tiene nada que ver con la real. Esa historia real está saliendo de las catacumbas. Se ha de saber el horror de la dictadura franquista, sumando las tragedias individuales. Yo le cuento lo que vi. A mi edad no tengo miedo a nada. Digo lo que pienso. Y lo que pienso es el fruto de la verdad que viví y de sus consecuencias.

—Le creo.

—¿Por dónde iba? Se me ha ido el santo al cielo.

—Decía que Rosa había amparado a un joven comunista.

—Cierto. Era un chico de La Latina y en principio encontró acogida en casa de la madre de Miguel. Estaba herido en una pierna. No estaba curado aún cuando terminó la guerra. La hermana de Miguel lo llevó a casa de Rosa, porque le buscaban por el barrio, y ella lo albergó sin dudarlo. Lo curó y estuvo allí hasta que pudo valerse. Nadie sospechó en la casa de que ese chaval era buscado para ser fusilado. Menos tranquilidad tuvo Leandro Guillen, un periodista adscrito a la brigada que escribía en nuestros órganos de información y que les daba caña a los fachas con su ardorosa pluma. La Falange lo buscaba para acabar con él. Rosa lo tuvo escondido largos meses. Dormía en una de las habitaciones, en el suelo también, en un petate hecho con mantas. Era muy cuidadoso y estaba siempre alerta como las ardillas. Salía y entraba de noche y dejaba el jergón bien colocado para que nadie lo asociara con la cama de un refugiado, en caso de registro. Y eso le salvó a él y a Rosa, porque tuvo dos registros policiales de los que se libró de milagro. En el primero pudo escaparse por la ventana de la cocina, oportunamente avisado por la vecina, según me dijeron. En el segundo estuve de testigo. Se lo contaré. Merece la pena.

—Tal parece que Rosa fue una especie de ángel protector para algunos.

—¿Para algunos? Habrá unos pocos por ahí viviendo de prestado gracias a ella. Familiares y otros que no lo eran buscaron su amparo durante la guerra. Gente que había sido alistada pero de cobardía congénita. Miguel impidió que fueran al frente a instancias de ella. Los colocó en los almacenes, en las naves de armamento, en servicios. Tiene cojones. Él, en el frente, donde le hirieron en varias ocasiones y fue muerto. Y esa caterva de cabrones sin coger un fusil. Y luego estaban los familiares fachas escondidos, a los que también protegía. Había uno grandón, primo de Miguel, un tipo sólido que, como estaba amparado, se jactaba en decirnos que perderíamos la guerra, porque habíamos olvidado a Dios. Pues bien: unos y otros, al terminar la guerra, hicieron mutis por el foro. Nunca les vi que visitaran a Rosa.

Discretamente miré la hora. Las 21.47.

—¿Qué, se cansó?

—Dijo que no veía. ¿Cómo lo notó? —comenté, admirado.

—¡Bah! No veo bien para leer, pero no soy tonto. Todavía no he terminado. ¿Podemos cambiar de lado?

Nos levantamos y ocupamos cada uno el asiento del otro.

—¿Le hablé de un ordenanza feo que tenían los asturianos? He estado recordando y no sitúo su nombre. Era bajito el andóbal. Debía de medir poco más del metro y medio. Aparte de su natural fealdad, le habían desbaratado la cara. Más o menos como a mí. En el Pingarrón un disparo le desprendió la mandíbula. No se la soldaron bien y le quedó torcida como a Popeye. Y una cicatriz le cruzaba el lado izquierdo. Estábamos una tarde con Rosa, cuando sonó un golpe en la puerta. Abrió. Allí estaba. Rosa lo recibió con gran alegría. Le habían puesto en libertad tras haber estado enfermo y solo en esas cárceles. Recuerdo que traía una naranja inmensa. Debía de pesar más de medio kilo. Dijo que en el penal les daban naranjas todos los días y poca comida normal, por lo que había llegado a repugnarlas. Ya ve. En Madrid era al contrario. Sólo había naranjitas, porque las buenas eran reservadas para la exportación. Para los hijos de Rosa la naranja fue una fiesta y dieron buena cuenta de ella. Rosa le hizo una tortilla con mucha patata y poco huevo. Hacía unas tortillas de concurso. Vimos al hombre comer y nos dimos cuenta del hambre que arrastraba. No tenía a nadie en Madrid y le obligó a quedarse para que se repusiera, porque estaba famélico como los perros que se veían por las calles. Estuvo algunas semanas hasta que se restableció. ¿Se fija? Ella y sus hijos dormían en una habitación y en las otras el refugiado y el feo. Así era esa mujer. Pues bien, a lo que iba. Una tarde estábamos allí cuando sonaron fuertes golpes en la puerta. Eran los grises, que entraron como Pedro por su casa, acompañados del chivato, el jefe de casa, un falangista malo donde los hubo, que ya se había chivado en la anterior requisa que hicieron por Leandro. Registraron la casa y sin más nos llevaron a la comisaría al chico feo y a mí. No había ningún hombre más. Allí demostramos, cada uno con nuestros papeles, que no éramos refugiados. Eso le sentó muy mal al comisario, porque prorrumpió en denuestos contra el chivato. «¡Es la segunda vez que ese imbécil nos toca las pelotas! ¡Que se presente a mí!». Nos dejaron ir con una íntima satisfacción. ¡Vaya chasco! Pero el cabrón no quedó satisfecho y porfió para quebrantar a Rosa. Y a punto estuvo de conseguirlo si no hubiera sido por Manín, pero eso ocurrió meses después.

Le dejé navegar por sus recuerdos.

—Supongo que usted sabe que existía el racionamiento. Lo que daban era insuficiente para una alimentación normal. Gracia, la compañera de Leandro, traficaba con el pan, que le traían de los pueblos esquivando a los de arbitrios. Un pan blanco, no el serrín de abastos que nos daba el gobierno. Era una chica bajita y bonita, delgada como una puerta de madera y con menos curvas que un triángulo. Iba siempre de negro por familiares muertos en el 36. Muy enérgica y emprendedora. Había sido madrina de guerra de varios soldados. ¿Sabe qué es eso?

—Me imagino.

—Voluntarias que escribían para mitigar la tristeza, miedo o soledad de los muchachos que estaban en el frente. No se conocían, la mayor parte de las veces. Había unas listas y las chicas escogían. Fue un buen trabajo hasta que el mando decidió suprimirlo, porque en esas cartas, a veces, se filtraban noticias negativas que no ayudaban a los soldados, sino todo lo contrario. Hubo deserciones al bando enemigo, que expertos republicanos en estos temas atribuyeron a noticias desafortunadas. Gracia iba a ver a su hombre a casa de Rosa y llevaba pan para todos, a diario. Cuando la organización finalmente facilitó el viaje de él a Francia, como paso para Argentina, Gracia siguió yendo a diario a ver a Rosa para darle su pan blanco. Nunca dejó de agradecerle que salvara la vida de su compañero. Tenía un hijo de sus amores con el escritor, que cuidaba su madre mientras ella iba y venía de allá para acá. Él tardó tiempo en dar señales de vida, pero al final fueron llegando las cartas. Y un día le llegó también la reclamación y el dinero para que pudiera salir de España, lo que le permitió obtener su pasaporte y el visado. Recuerdo que estábamos con Rosa una tarde. Ella llegaba siempre por las mañanas, pero aquel día vino por la tarde. Era una mujer feliz, riendo y llorando a la vez. Nos enseñó la carta y luego le dijo a Rosa que se fuera con ella. Rosa le hizo ver la nula disponibilidad económica que tenía para iniciar esa aventura, además de que no se le había perdido nada en Argentina. Ya ve. Cuando Rosa faltó pensamos que de alguna manera habría podido reunir el dinero para el viaje y se habría ido con su amiga. Sin embargo, se largó a Estados Unidos.

Guardó silencio, que respeté. Las luces eléctricas permitían ver a los residentes salir del segundo turno.

—Cuando desapareció, acudimos a donde su suegra en busca de noticias. Ya por la otra vez, sabíamos que no se trataban, pero no nos importó. Nos dijeron que no tenían idea de su paradero. ¿Dónde buscar? Los asturianos ya no estaban y, aunque nunca nos contó el secreto, sabíamos que no podía ir a su pueblo, cualquiera que fuese. Sólo Gracia podía saber algo, aunque suponíamos se habría ido ya a América. Por si acaso fuimos a su casa y la encontramos cerrada. Los vecinos nos dijeron que la vieron con bultos y maletas irse con el niño y con su madre. Pero de Rosa ni rastro. Era como si la hubieran raptado o hubiera escapado de algo o de alguien. Porque marcharse así, sin decir nada, con lo cariñosa que era… No tenía sentido. No era propio de ella.

—¿Cómo sabe que se fue a Estados Unidos?

—Mandó una carta desde Miami. Sin dirección. La conservo.

—¿Les llegó al poco tiempo de su ausencia?

—No, un año más tarde. Nos daba las gracias por la ayuda y por la amistad y ponía esperanzas de felicidad para todos. Ojalá ella la haya alcanzado. Se lo merecía. Un día… —se interrumpió, de pronto, inquieto.

—¿Qué?

—No, nada.

—¿Cree que vivirá?

Guardó un prolongado silencio mientras su bastón escarbaba y escarbaba.

—Tengo ochenta y nueve años. Ella podría tener cinco o seis menos. Si es por edad debería estar viva.

Nos levantamos y caminamos lentamente hacia la entrada.

—Pero yo estoy dándole a la chicharrilla y usted no me ha dicho para qué la busca exactamente.

—Una herencia.

Se volvió con una rapidez impensada.

—¿Está investigando para una herencia? ¿Quién hereda?

—Es complicado de explicar. Hay varios familiares. Por eso quiero ver a Rosa.

—¿Habló con Manín o Pedrín?

—No sé dónde están. Me dijeron que habían muerto.

Habíamos llegado al porche. Ahora la luz le daba de lleno, pero sus ojos seguían secuestrados por las tozudas gafas.

—Quizá pueda ayudarle en eso. Conservo algunas cartas de Manín. Venga conmigo.

Entramos. Había buen ambiente. A la derecha estaba la cafetería y todavía algunos familiares acompañaban a sus residentes. Subimos en uno de los ascensores al primer piso. La limpieza era esmerada. En un extremo del pasillo, el que se asomaba al jardín principal, se detuvo. Abrió una puerta. La habitación era como la de un hotel, amplia y con cuarto de baño completo. Paco estaba allí, arrojado en una tumbona y leyendo un libro. Había una librería grande con las estanterías desbordadas de volúmenes y revistas, con cierto desorden. En una mesa de trabajo había una máquina de escribir Olivetti línea 98. Encima, en la pared, una fotografía grande de un hombre joven sonriendo, con la estrella de cinco puntas de capitán del Ejército de la República en su gorra de plato. Intenté buscar un parecido con el anfitrión. Al lado, otra foto mostraba al mismo hombre con una mujer, también joven y sonriente.

—Dale a este hombre lo que pida —ordenó a su amigo, mientras se ponía a buscar en un cajón.

—¿Qué toma? —dijo Paco yendo a una nevera sita en un rincón.

—Agua.

Paco regresó del frigorífico, fue al baño y llenó un vaso del grifo.

—Su agua. —Me tendió un vaso, que cogí.

—Tenga —intervino Agapito—, es la última que recibí. Es del año 1969. Mis otras cartas llegaron devueltas.

—Hace veintinueve años —indiqué.

—Pachasco. Ya ve cómo pasan los putos años —dijo él.

Cogí el sobre, muy conservado. Una residencia de Gijón. Apunté la dirección y demás datos.

—Pero no investiga para una herencia —dijo Agapito, inesperadamente—. Este menda no se lo huele. Hubiera bastado con preguntar por sus señas. Pero usted aguantó el rollo. Busca algo diferente. Quiere saber cosas.

Bebí el agua y dejé el vaso en la mesita. No contesté. Paco estaba leyendo retrepado en un sillón y aparentemente no nos prestaba atención.

—Le diré una cosa —añadió Agapito—. No me parece trigo limpio. Le he fichado. Tiene aspecto de facha. Pero le concedo una virtud: sabe escuchar a los malditos viejos.

—Le diré otra. En su caso parece que la geriatría ha actuado con éxito. Su intuición y clarividencia es la de una persona de cincuenta años.

—¿Le has oído, Paco? ¿No es un jodido pelotillero? —dijo, volviéndose hacia su amigo, que asintió con la cabeza sin dejar de leer. Giró la mirada hacia mí—. Prométame una cosa.

—Sí.

—Si les ve, si ve a Rosa y recupera a esos asturianos, dígales que me escriban. Ellos están todavía en mis recuerdos.

Más tarde, al cruzar el puente sobre el ancho Duero, de vuelta para Madrid, pensé en el ilustrado y castizo ácrata, testigo de un tiempo que se fue. Pero aparte de las tremendas cosas que contó, tuve la sensación de que algo me sonó chocante cuando lo dijo. Intenté recordar pero la memoria no me ayudó. Dejé de pensar en ello porque, si era algo de importancia, en su momento lo recordaría.

12, 13 y 14 de abril de 1942

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes, ya desmoronados…

F
RANCISCO
D
E
Q
UEVEDO Y
V
ILLEGAS

Manín salió en la estación de metro de Embajadores, última hacia el sur de la línea 3, por la única salida situada frente al bulevar que unía el llamado Portillo con la plaza de Atocha. Divisó enfrente la Casa de Baños Municipal y el enorme edificio neoclásico marrón de Tabacalera Española. Tranvías, taxis y un enorme gentío se entrecruzaban para no desmentir la fama de animación de la desordenada plaza. Como siempre que salía al Portillo de Embajadores, recordó la primera vez que la cruzó en el imposible 1925, caminando con sus amigos hacia la estación de Atocha, rumbo al africano albur. Echó hacia abajo por las anchas aceras de tierra, al tiempo que observaba las casas. Salvo los sólidos pabellones del Instituto Farmacéutico del Ejército, más conocido por Sanidad Militar, que ocupaban una manzana entera, la mayoría eran casas de una sola planta. Algunas tenían una planta encima, abuhardillada, y todas lucían un aspecto miserable. En un enorme y degradado espacio, cruzado por la calle de Embajadores, en el que se adivinaba el dibujo de una futura plaza, observó una recua de burros y mulos abrevando en unos espaciosos pilones de piedra en el que caía sin desmayo un caudaloso chorro de agua de manantial. Allí los niños y jóvenes se remojaban en los calurosos veranos, cuando los bochornos no tenían nada que envidiar a los de Écija, según contaban. Cuando los animales bebían, los chicos se mantenían apartados, no por amor a la fauna, sino por imposición del garrote del mayoral de turno, cuya aviesa melodía ya la habían sentido algunos sobre sus espaldas. A ese extenso espacio horadado por la Renfe se le conocía por Los Bebederos. Los trenes pasaban varios metros por debajo del nivel de la calle, sobre temblorosos raíles al aire libre. La abierta calle del Ferrocarril y la cercana estación de mercancías de Peñuelas, peligrosamente hundidas en la inmensa zanja, dejaban ver las traviesas y arcenes de las vías llenos de suciedad y materiales de desecho. La calle ancha de tierra que bajaba hacia el río era el paseo del Canal, en cuyo lado izquierdo, por detrás de la Yeguada de la Policía Armada, se abría un vasto campo natural que se perdía hacia el paseo de la Chopera.

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