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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (36 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Paquita miró a su hijo y por unos momentos un resquicio del pasado penetró en su guardia. Luego volvió los ojos hacia mí. El tiempo se había ido, pero el recuerdo nos enlazó y, por instantes, recreamos la entrega generosa de nuestros cuerpos, cuando el futuro era sólo un presente lleno de irresponsabilidad y pasión. Movió la cabeza y salió del trance.

—Dejémosle fuera de nuestras vidas, ¿hace? —dijo, imponiendo la tiranía de sus hoyuelos.

—Imposible. Está en ellas. Cada vez que uno de nosotros le mira, aparece el recuerdo del otro. Siempre.

—Vale. Que sea sólo el recuerdo. Eso no hace daño.

—Te equivocas. Los recuerdos hacen mucho daño.

—Olvidemos entonces los recuerdos.

No pude por menos de sonreír ante semejante simplificación. Estuvimos un rato tratando de parecer sociables como esos personajes de las películas americanas simples. Pero las espadas seguían cruzándose.

—Dice Carlos que te va muy bien. Me ha contado alguno de tus casos. Aunque no lo creas, estoy muy orgullosa de ti.

Otra estupidez sin sentido.

—¿Por qué has de estarlo?

—Bueno, has sabido salir de tus crisis y crearte fama en tu medio. En cierto modo tus éxitos tienen origen en nuestra separación. De haber estado juntos hubieras sido un funcionario.

—¿Qué pasa con los funcionarios?

—Nada, pero la rutina no es para ti.

—Así que me querías tanto que me dejaste para que no me aburriera y pudiera alcanzar el éxito que me estaba esperando.

—Bueno, no exactamente, pero el resultado ha sido el mismo.

—Quizá debería haber tenido yo esa percepción. Debí de haberte dejado y así hubieras triunfado por tu lado.

Me miró intentando dar seriedad a los rasgos siempre festivos de su rostro. No lo consiguió. Observé al rorcual. Estaba absolutamente perdido e intentaba disimularlo, lanzándonos sonrisas apaciguadoras.

—Te conozco —dijo Paquita—. Siempre hablas poniendo doble sentido a las cosas. ¿Qué quieres decir?

—Con él —señalé al testigo con la barbilla—, ¿dejaste ya de buscar?

—¿De buscar qué?

—¿Lo preguntas? Tu propio triunfo.

—Creo que deberíamos dejarlo.

La vi marchar, llevando al globo casi a rastras. ¿Sería él el último experimento? Desde nuestra separación probó con otros hombres, casi uno por año. Algo ardía dentro de ella y no encontraba el bombero adecuado. De nuevo me pregunté si puse todos los medios para ayudarla. Era casi una niña cuando la hice mujer y quizás ignoré el hecho de que a esa materia virgen había que dar un tratamiento acorde con su sensibilidad, miedos y distintas necesidades. Quizá no lo hice bien. Quizá si…

Al acercarme al mostrador de bebidas, vi a Alfredo y Alicia integrados en un grupo sonriente.

—El hombre misterioso. —Rió ella, besándome efusivamente. Es una mujer de grandes pechos, nariz aguileña, palabra rápida, pelirroja.

Alfredo es arquitecto y el ocurrente de las fiestas. En cada reunión destaca por su colección inacabable de chistes. Por los rostros circundantes, adiviné que le había interrumpido en plena faena. Me dio un abrazo prolongado. Es tan alto como yo y lleva el cabello largo y barba en una clara intromisión hacia los derechos de los peluqueros.

—Ni una puta llamada a los amigos durante años —señaló—. Joder, ¿qué le pasa a tu vida? La de veces que…

—Cada día empuja a otro sin piedad para ocupar su lugar. Cuando te quieres dar cuenta, los años han pasado.

—Absurdas excusas. Entiendo que Eduardo y Valentín, por su lejanía, marquen distancias. Pero tú estás aquí, en el foro. Te he llamado un millón de veces. Me pasas por los huevos.

—Venga. ¿Cómo olvidarme de vosotros? Los amigos de la niñez no se reemplazan.

—Te contaré uno de amigos inseparables. —Hizo una pausa teatral para que los demás prestaran atención—. Entra un hombre a un bar y pide cuatro vasos de vino. Al bebérselos, uno detrás de otro, le dice al sorprendido barman: «Es una promesa. Somos cuatro amigos supervivientes de la guerra. Al separarnos, prometimos que ese mismo día, cada mes, allá donde nos encontrásemos, entraríamos a un bar y nos beberíamos cuatro vasos de vino. De esa manera sería como si estuviéramos de nuevo todos juntos, brindando por nosotros». El hombre entra cada mes a la misma fecha al bar y repite el acto, ante el comprensivo tabernero. Pero un día, entra y pide tres vasos. Se los bebe. El camarero le dice: «Qué, se le murió uno de los amigos, ¿verdad?». El otro le mira y le dice: «No, es que he dejado de beber y el mío no me lo bebo».

Reímos un buen rato. Ella celebra los chistes de Alfredo como si los oyera por primera vez. Me gustan mucho, son animosos y viven sin complicaciones. Se compenetran. Antes de casarse decidieron no tener hijos. Por ser tan evidentemente felices, dejé de llamarles y de verles cuando lo de Paquita. Nunca me ha gustado trasladar a otros mis problemas y aparecer como el aguafiestas. Además, sabía por Carlos que seguían viéndose con Paquita. De estar con ellos, hubiera podido parecer un mendigo pidiendo mediación para la reconquista del amor perdido.

—¡Mira quién aparece! —dijo Alicia, señalando a Eduardo y a Maite, que se acercaban sonrientes con tres de sus hijos.

—Joder, qué alegría —dijo Alfredo—. Sólo nos vemos de boda en boda. La próxima, la vuestra.

—Ya estamos casados —dijo Eduardo.

—No. Yo digo por la Iglesia. Lo del matrimonio civil es un rollo para ahorrarse lo de la fiesta.

—Entonces siéntate. Ya ves. Con hijos casaderos.

—Nunca es tarde y cuanto mayores, mejor. Ya se os habrán pasado las ganas de separaros. Os contaré un chiste de bodas tardías.

Y nos lo contó.

Más tarde, en un aparte, Eduardo se interesó:

—¿Cómo llevas el caso?

—Qué decirte. Ninguna pista. Sólo intuiciones.

—Te dije que no sería fácil. Si la Guardia Civil lo dejó…

Estuvimos charlando hasta que otras parejas nos separaron. Quedé un momento solo mientras un ejército de sombras avanzaba sobre el acobardado sol. Miré hacia Carlos, que reía con sus amigos. ¿Dónde estaba Sonia? La noté antes de volverme. Llevaba un vestido amarillo destellante y altos tacones de aguja.

—El hombre en su soledad —dijo, levantando su copa y brindando con la mía.

—Como el viejo león al que los más jóvenes echan de la manada.

—Seguro. —Nos besamos—. He visto cómo te miran las mujeres. Las hay de cine. No te sería difícil encontrar pareja.

—No me gustan las mujeres. —Enarcó las cejas—. Me gusta la Mujer.

—Si no la buscas no la encontrarás.

—Si ha de venir, vendrá. No tengo prisa.

—Y mientras, ¿cómo te apañas con lo del sexo?

Miré sus ojos risueños.

—¿Para que están las muñecas hinchables?

Cruzamos sonrisas de complicidad. Y aunque ella, con sutileza, trató de sonsacarme, el nombre de Sara quedó a salvo.

—He visto a tu ex. Está guapísima. Tuviste buen ojo.

—Sí, no envejece, como Dorian Gray.

—¿Me dices que tiene su propio espejo satánico?

—No, sólo digo que está exactamente igual que cuando la conocí; lo mismo de encantadora.

Me miró fijamente con una punta de seriedad.

—Hay muchas tías encantadoras en esta fiesta, no sólo ella. ¿No te has fijado?

—Tengo la muestra delante. Te sienta el vestido como si fueras una princesa. Eres de lo más bonito que hay en este prado. Y con esos zapatos, me recuerdas a las chicas de mis tiempos.

—¡Eh, eh!, señor atrevido. No se le olvide que tengo novio. Además, está usted irresistible con ese traje y el lazo.

Vimos acercarse a Carlos con sus amigos.

—Mi padre, mis troncos —presentó.

A algunos los conocía, como a Ricardo y a Nacho. Todos me miraban como si fuera el personaje que seguramente les había exagerado Carlos. Me hizo una seña y nos apartamos.

—¿Qué te parece el tío ese de mamá?

—Prefiero no opinar. No quiero influirte en ningún sentido.

—Soy más adulto que tú cuando tenías mi edad. Habla.

—Es tu madre. Es su vida.

—Venga. El fulano es amorfo. Parece un choto. ¿Cómo le puede gustar? ¿Viste el tocho que tiene?

—Una nariz destartalada no es signo de idiotez. Puede que ahí resida su encanto. Te recuerdo a Cyrano. Con su narizota era el rey del mambo.

—¿Te burlas de mí? ¿Qué tiene de encantador ese napión?

—El tipo algo tendrá. Tu madre no es tonta.

—¿Es eso lo que realmente piensas?

—¡Qué decirte! Quizá busca una seguridad que no encontró conmigo ni con los otros.

—¿Seguridad? ¿Qué tipo de seguridad? ¿Quién está seguro de nada hoy día?

—No sé. Estar juntos el mayor tiempo posible, ver los mismos programas de televisión, ir a muchas reuniones de amigos, hacer la compra asidos de la mano. ¿No les ves? Y un marido si señor.

—¿Me cuentas películas? Veo mucha mezquindad en esa forma de vida. Es vivir sin libertad, sin independencia de actos propios.

—Normalmente ésa es la esencia del matrimonio.

—Entonces nunca me casaré. Yo entiendo el matrimonio de otra forma. Como dos amigos que se aman, se respetan y conservan la fidelidad hacia el otro. Pero sin cortapisas a sus movimientos para el estudio, el trabajo y la creatividad. Y eso precisa de tiempo en soledad.

—Pides un sueño. La realidad matrimonial es más prosaica. Si damos por hecho que nada es perfecto, no podemos pedir perfección al matrimonio.

Hurgó en la hierba con la punta del pie, sin mirarme.

—¿Qué no soportó de ti como para separarse?

—Quizás eché demasiada responsabilidad sobre sus hombros. Puede que creyera que el punto de locura que me poseyó cuando lo de mis padres no desaparecería. De todas maneras tampoco era de envidiar la propuesta de vida que teníamos con anterioridad al accidente. Un hombre complicado que busca huecos hogareños para el necesario estudio y la lectura, un policía sin horario, escasos momentos para el diálogo, prohibición de más hijos tras la imposición del primero… Demasiados enfrentamientos, demasiados errores.

—¿Fui un error? —señaló él riendo.

—No seas cabrón. Ya lo hemos hablado. En su momento sí lo fuiste.

—Para mamá, no para ti. Lo sé. Quisiste darme hermanos… ¿Por qué ese terror a tener hijos?

—No debes juzgar negativamente a tu madre. Ella es como es. Pero te dio el ser.

—Te quiero, viejo —dijo, sin mirarme. Le contemplé. Tan delgado como una lanza y con tanto por descubrir todavía.

—Lo sé.

—Espero que al cetáceo no se le ocurra nunca llamarme hijo, como si fuéramos gringos. Le doy una hostia.

—Él no es responsable de esta situación. Tendrás que asumir su presencia.

La gente abandonaba el jardín hacia los salones. Sonia se nos acercó.

—Siéntate con nosotros.

—No. Los héroes debemos estar aparte.

Entramos en uno de los salones, ya abarrotado. No había reserva de mesas para invitados, pero casi todos se habían agenciado lugares para sus grupos. Diana y sus amigos agitaron sus manos hacia mí, desde su mesa. Le hice un guiño. Sabía que no estaría a su lado. Soy su protector, pero no su camiseta. La música era suave como no queriendo competir con el vocerío. Alfredo levantó una mano y señaló una silla vacía a su lado. Junto a él estaba Alicia. Vi que a su lado se sentaban Paquita y el cencerro. Miré a Alfredo, que entendió. Hizo gestos para indicarme que no importaba. Todas las mesas estaban ocupadas. No tenía opciones. Además, entre Paquita y yo estarían Alicia y Alfredo. Enfrente tendríamos a Eduardo y a Maite. Le dije que sí con la cabeza. En ese momento, la música cesó y los altavoces anunciaron la llegada de los novios. La gente hizo el pasillo y sonaron los acordes correspondientes. Aplausos, apretones de manos, vivas. Valentín es huérfano desde hace muchos años, pero estaba su hermano Edmundo, que lo cuidó como a un hijo. Y sus hijos y la tropa familiar de Nuria. Me acerqué y me vio. Arrastró a su mujer para abrazarme.

—Corazón, cabronazo. Me gustaría que te sentaras con nosotros.

—Déjame besar a la novia. —Me volví y la besé en los labios. Hubo murmullos y risas.

—¡Hum! —dijo ella con los ojos cerrados—, esto sí que es besar y no lo de este mecánico.

—¡Eh, eh! Soy tu marido y no este bribón.

—Te la presenté. Me lo debías.

—Comencemos la fiesta —ordenó Valentín, indicando el camino hacia la mesa principal y aferrando a su mujer por el talle—. Ni se te ocurra irte como acostumbras, sin decir ni pío, ¿vale? —dijo volviendo la cabeza, pero sin dejar de caminar—. Tenemos luego una fiesta y quiero que estés.

Horas más tarde, cuando el baile estaba en su apogeo y el griterío más intenso, me escurrí sigilosamente y salí del local sin despedirme de nadie. Había luna en cuarto creciente y los coches estaban bañados de plata. El ramaje oscilaba a impulsos de una suave brisa y el fragor de la fiesta se oía débilmente. Ahí, en ese local, estaban todos los familiares y parte de los amigos que tenía. Mi mundo. Entré en el coche y noté un desasosiego invencible. Era el momento ideal para echar un cigarrillo, pero no fumo. Quedé un tiempo abstraído, dejando batallar mis angustias. No había nadie a la vista. Era una soledad huérfana, atemperada por el murmullo del viento y la música lejana. Los coches tirados por doquier, chatarra inútil cuando no ejercen su función, parecían seres metálicos muertos de película de ciencia ficción. Saqué la foto de Rosa Muniellos y la miré a la luz de la noche clara. Sentí el peso de una añoranza indefinible. El golpe al parabrisas por fuera me estremeció en ese momento por lo inesperado. Una rama baja se movía delante del cristal. Volvió a golpear una y otra vez. No era una rama desnuda sino un ramo pletórico de hojas blancas. Yo había invadido el entorno del bosque y la agresión vegetal era natural, pero había algo extraño en la reiteración del contacto. Como si fuera un aviso. Recordé aquella mañana en mi apartamento de Atocha, días atrás. La misma urgencia en la llamada, la misma sensación de mensaje inaplazable. ¿Era mi soledad la que buscaba connotaciones con lo enigmático? Volví a mirar la foto y oí el golpeteo insistente de la rama. Supe entonces que debía encontrar a Rosa y su mundo si quería vivir sin pesadillas el resto de mi vida.

9, 10 y 11 de septiembre de 1933

Coged de vuestra alegre primavera

el dulce fruto, antes que el tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,

todo lo mudará la edad ligera,

por no hacer mudanza en su costumbre.

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