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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (40 page)

BOOK: El tiempo escondido
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En las conclusiones de los informes de 1997, la Guardia Civil expone la dificultad de continuar con el caso. No le ven sentido, ya que casi todos los testigos estaban muertos y los sobrevivientes eran ancianos de credibilidad mental escasa. Seguían dando la autoría de los hechos a la guerrilla e introducían la novedad de que otros del pueblo pudieran haber estado en contacto con los guerrilleros y fueran ellos los que cometieron los asesinatos o los entierros. El móvil: la venganza. Manín y Pedrín quedaban fuera de sospecha porque tras los interrogatorios, hubieran hablado de haber sabido algo. No había ninguna mención a los robos ni tampoco al asunto del prado de Rosa.

¿Por qué no podía ser acertada la conclusión de la Guardia Civil y los Manín y Pedrín eran tan inocentes como señalaban los informes?

Releí los apuntes. Manín y Pedrín aparecían en b, c, e, f. Alfredo en a, b, d, f. Rosa se vislumbraba en el fondo de b, c, e, f. Estaba claro que en gran parte del frío y objetivo estudio latían señales de atención hacia la tragedia que en sus vidas experimentaron algunas personas por lo del prado de Rosa. La Guardia Civil no lo vio. Yo veía destellos, como un SOS amortiguado y lejano pero aún activado, a pesar de la enorme distancia temporal. Tampoco podía engañarme a mí mismo. Deseaba que los informes fueran paralelos a mis anhelos, pero Rosa no aparecía en ningún escrito. Para encontrarle vinculación, debería seguir la investigación buscando su huella. ¿Dónde? Rosa y Gracia desaparecieron más o menos a la vez. ¿Coincidencia o propósito? Su amiga fue a Argentina y Rosa escribió a sus amigos un año después desde Miami. ¿Qué hacía ella allí? ¿De dónde sacó el dinero para viajar si estaba viviendo en una gran penuria? A no ser que lo de Miami fuera una coartada y que se hubiera ido desde el principio con Gracia a Argentina, con el costo del viaje sufragado por los Guillen. Pero en ese caso, ¿por qué ocultarlo? ¿Por qué no decir a familiares o amigos que se iba a Buenos Aires? Así que la lógica me orientaba hacia el país austral. Los amigos muertos, los Guillen… Pero me faltaba alguna pista más concreta para decidirme. Volví a escuchar las declaraciones y a releer las notas. Me concentré. Al llegar a la declaración de Agapito, recordé que algo llamó mi atención en su día. Le di varias vueltas. De repente lo vi. Lo sopesé. Me levanté, me puse la cazadora y salí a recepción. Sara levantó los ojos. Eran las 11.20, hora limpia de tráfico.

—Salgo. Estaré fuera un par de horas. ¿Comerás conmigo?

Me mostró su mejor sonrisa.

—¿Qué le pasa al gran jefe? ¿Algún hombro sobre el que llorar?

—Más o menos.

—Sabes que te voy a decir que sí.

Bajé hacia el río y conduje hasta el Puente de Toledo. Crucé al paseo de Yeserías y llegué al paseo de la Chopera. Miré la hora: las 11.45. Toqué el pulsador de la señora María. Me abrieron la puerta cuando dije quién era. La señora me recibió con alegría. Entendí lo mucho que necesitaba que la visitaran. Me hizo sentar y pidió a Lucrecia que me trajera un vaso de agua. Sus ojos relucían de agrado, y más cuando le ofrecí la caja de bombones que había comprado para ella.

—Gracias por el ramo de rosas que me envió el otro día. Mire, todavía se conservan.

Las flores estaban en un florero de vidrio transparente, intentando prolongar su lozanía.

—¿Viene para decirme que encontró a Rosa?

—No, pero encontré a Agapito.

—¡Agapito! ¿Lo vio realmente? ¿Cómo está?

—Muy bien. Con gran sentido del humor y una memoria como la de usted.

—Me gustaría verle.

—Si quiere, puedo llevarla un día a visitarle y abrazarle.

—¿Lo promete?

—Prometido.

Le dije dónde estaba y mencioné parte de lo que me había contado. Luego decidí abordarla.

—Realmente estoy aquí para que me diga la verdad sobre un hecho que me contó cuando estuve aquí el otro día.

—Todo lo que le conté es verdad —dijo, abriendo mucho los ojos.

—Me dijo que este piso lo pagó con el importe de un premio de la lotería —le recordé, sonriendo para animarla.

Su mirada se ensombreció.

—Sí…

—Creo que eso no fue lo que pasó. Creo que ese dinero fue una donación de alguien. No hubo tal premio de lotería.

Noté que un intenso rubor coloreaba su blanca piel. Bajó la mirada. Cuando la levantó miré a la cuidadora. Entendió.

—Lucrecia, ¿quieres dejarnos solos? Ve al parque un rato.

Al cerrarse la puerta tras la joven, la señora María apuntó sus ojos hacia mí. La afabilidad había desaparecido de su semblante.

—Me causó muy buena impresión la otra vez.

—No tiene por qué variar esa impresión.

—Me pregunta cosas muy íntimas. ¿Qué tiene que ver este piso con Rosa?

—Para hallarla debo saber dónde está. Esto puede ser una pista. También usted me ha causado gran impresión. Dígame la verdad.

Me miraba fijamente sin decir anda. El sonido de los relojes se hizo agobiante. Una bien conservada máquina de coser alemana Wertheim daba calidad a una de las esquinas del salón.

—Verá, estoy convencido de que ese dinero se lo donó alguien. El hecho de ocultarlo supone que fue un regalo secreto. Pero ¿quién regala algo y pide que nadie lo sepa? En aquella época había responsabilidades políticas, pero no con Hacienda, como ahora. Por otra parte, ¿quién es capaz de regalar nada a nadie, y menos en aquellos tiempos donde todavía la economía era de bajo nivel? Sólo personas con posibles o de gran corazón y de memoria agradecida, virtudes que ustedes han concedido a Rosa. Ya ve que sí puede haber relación.

Su rostro se llenó de confusión. Se miró las manos, de largos y delgados dedos.

—No estoy investigando ningún delito —mentí—. Ni a usted ni, a Rosa les pasará nada, si es que ella vive y si es que tuvo algo que ver en ello. ¿Qué habría de pasarles? Nadie les va a acusar de nada ni a reclamarles por esa donación. Es un asunto cerrado que a nadie importa. Sólo a mí y para mí, porque quiero encontrar a su antigua amiga y debo seguir todas las pistas.

Súbitamente sentí una fría punzada de remordimientos. Mi trabajo consiste en llevar a buen fin los casos que me encomiendan. El fin es lo que importa, a despecho de cómo obtener los necesarios datos. Pero aquí estaba alterando el sosiego de una anciana amable y cariñosa, sin pensar en el daño que podría hacerle en su propia estima si rompía algún juramento por mí. ¿Quién era yo para llenar de pesadumbre un alma sencilla y solitaria y para traicionar su confianza? Me invadió un sentimiento de culpabilidad insoportable. Quizá me quedaba una fibra sin endurecer. Me levanté.

—No me diga nada. Perdóneme. No tengo ningún derecho a pedirle nada. Creo que me he extralimitado con usted.

Le di la mano, que me retuvo.

—Espere, espere, ¿qué le pasa de repente? ¿Qué prisa tiene? Le hablaré de ello. Sé que no hará mal uso de la información. Por supuesto, no quiero que conecte su aparatito. Pero antes permítame coger uno de sus bombones.

Abrió la caja concentrándose en esa operación. Su rostro expresaba satisfacción.

—Tenga, coja uno —dijo, y me alargó la caja. Tomé uno y ella hizo lo mismo.

—Siempre me han gustado mucho los bombones. Y a quién no, dirá usted. Pero en aquella época, ¿quién los comía? Me estoy refiriendo a los años del hambre, a los años de Rosa. Teníamos un amigo valenciano que trabajaba con mi marido. Como le debiera el favor a mi hombre, el haberle metido en eso de la fruta, una vez me regaló una cajita. ¡Fue increíble! Yo había probado los bombones antes, claro, pero nunca tuve una caja completa. Era una caja metálica con ramos de flores pintadas en la tapa, que luego utilicé para poner cosas de la costura. Todavía la tengo por ahí guardada, aunque ya no coso nada. ¿Qué mujer cose ahora? Ahora las ropas se rompen y se tiran. Entonces se zurcía, se echaban piezas a las ropas, se daban vueltas a las prendas… Ahora es el tiempo de las mujeres. Las veo por la televisión y son las que más hablan… —Hizo una pausa para saborear el bombón—. ¡Hum!, qué rico. Aquellos bombones. Los recordaré siempre. Ese amigo vivía en las chabolas. ¿Le hablé de ellas la otra vez?

Negué con la cabeza.

—Empezaron poco a poco. Primero una, junto a la hilera de pequeñas huertas que había pegadas al paseo. Era muy bonita, con un emparrado exterior y asientos de ladrillo para sentarse fuera. Enseguida llegó la segunda. Y de repente empezaron a florecer como la hierba en primavera. Al principio como algo pintoresco y luego como una plaga. Se fueron comiendo el campo, llegaron hasta las tapias de un almacén de maderas, con secaderos a cielo abierto, y de una empresa metalúrgica llamada Boyer, que hacía unos depósitos cilíndricos enormes y otros trabajos en hierro, y a las del cuartel de caballería de la Policía Armada. Los tres estaban pegados al paseo del Canal, que era una calle ancha, de tierra, que terminaba en el río porque no había ningún puente para que los coches cruzaran al otro lado. Años más tarde, pavimentaron ese paseo, lo integraron en el de Santa María de la Cabeza y construyeron el puente de Praga. Pero eso fue mucho más tarde. Entonces, las chabolas, como si fueran un ser vivo, bordearon esos establecimientos por la izquierda, el campo de fútbol por la derecha y un enorme vertedero que había en el centro ocupando lo que ahora es una parte de la calle Cáceres, hasta llegar a la plaza de los Bebederos. En todo ese enorme triángulo se instalaron montones de chabolas. Al final no cabía ninguna más. La mayoría era de un solo hueco, aunque algunas las hicieron más grandes y tenían una división por dentro. Incluso algunos empalmaron dos o tres chabolas y vivieron con más desahogo. Algunas tenían una especie de jardincito. Era como un pueblo enquistado en esta parte de la ciudad. Estaban muy apretujadas. Por eso hubo una gran alarma cuando el almacén de maderas se incendió. Fue terrible. Duró varios días y las llamas parecían no querer apagarse nunca, a pesar del esfuerzo de los bomberos. Al estar muchas chabolas pegadas a las tapias, tuvieron que ser evacuadas. Esa fila de chabolas fue destruida para evitar posteriores desgracias.

—¿Qué gente vivía allí?

—Como usted y como yo. Quiero decir normales. Claro que entonces la gente iba muy mal vestida. Casi todos los hombres llevaban el
mono
o el
peto
a diario como única prenda de vestir. No eran delincuentes. Venían de todos los sitios de España. Era increíble ver a familias muy numerosas viviendo en chabolas de doce metros cuadrados. Pero así era… El espejismo de la gran ciudad y su promesa de dar una vida mejor. Sobre este tema de la huida de la gente de los pueblos al engaño de las luces de la ciudad, en este mismo barrio de chabolas, Ana Mariscal, que era una gran actriz, rodó como directora una película que tuvo mucho éxito. Creo que se llamó
Segundo López
y en ella trabajaron chicos que vivían en las chabolas. El personaje principal era un labriego auténtico que vino del pueblo para descubrir que en ningún sitio atan los perros con longaniza. Aquello fue muy celebrado por todos. Nos dio mucha importancia. Figúrese: salir en el cine, con esa pobreza que reflejaba la película. No era como para sentirse importante, la verdad, pero entonces teníamos pocas cosas que rompieran la monotonía.

—¿Se llevaban bien entre los de las casas y los de las chabolas?

—Prácticamente éramos de la misma escala social, la mayoría vencidos en la guerra y obreros. Pero también maestros, oficinistas y gente que, por haber trabajado en ministerios, ayuntamientos y oficinas de la República, habían sido depurados y represaliados. Ésos, lógicamente, no usaban
mono
, porque nunca se lo habían puesto, pero sus ropas eran un compendio de remiendos y zurcidos. Por supuesto que tener estas casas era algo que envidiaban. Bueno, en un aspecto estaban mejor que nosotros, porque no pagaban nada, ni casa, ni luz, ni agua. Al principio del todo, se iluminaban con velas y acarreaban el agua desde el Ayuntamiento. Cuando aquello se hizo pueblo, engancharon a los tendidos y llevaron la luz eléctrica a sus casas como si tal cosa. Respecto al agua, lo solucionaron de una manera más simple, utilizando las bocas de riego. ¿Sabe lo que eran? Lo digo porque han desaparecido. En las aceras, cada equis metros había un pequeño registro con una boca de salida de agua y un cierre, para regar las calles, porque entonces se regaban las calles de verdad, y no como ahora que emplean unas cisternas que lo único que hacen es regar los desperdicios y dejarlos como estaban. Los barrenderos (realmente los «regaderos») enganchaban una manguera negra y gruesa a la boca, abrían el cierre con una llave de hélice y salía un hermoso chorro. Regaban las calzadas y dejaban los adoquines como los chorros del oro. Eso sí que era limpiar. Claro que antes no había envases de plásticos, ni botes de Coca–Cola, ni casi basura. ¡Qué basura iba a haber si nos comíamos hasta las mondas de las patatas! Los barrenderos terminaban y se iban a otra boca arrastrando la manguera como si fuera una serpiente, aunque lo normal era que la llevaran entre dos, uno en cada extremo. Pues bien, en algunas de esas bocas de riego los de las chabolas pusieron trozos de manguera y las transformaron en fuentes caudalosas, manando sin parar para mitigar las necesidades de tanta gente. Además, antes, en muchas calles y plazas había fuentes de piedra con caños de hierro por los que manaba agua constantemente. Algunas, como la que había junto a Correos, en Cibeles, eran de agua gorda, llamada así por contener muchas sales. De esas fuentes se nutrían no sólo los de las chabolas, sino muchos otros madrileños. Pero las quitaron —tuvo un quiebro en su voz—, como tantas otras cosas buenas. Era una bendición; el agua era gratis, nadie tenía escasez de ella.

—Conocí esas fuentes —dije—. No las quitaron. Dejaron de manar. Se secaron. No volverán, porque los manantiales subterráneos que las alimentaban se estrangularon por los cimientos de los edificios. Las que aún quedan, para testimoniar el pasado, no son de manantial sino de canalización.

—¿Es así?, ¿usted cree? —Su rostro mostró un gesto de marcada desilusión. Intenté neutralizarlo.

—¿Las autoridades no controlaban la construcción de chabolas?

—¿Qué iban a hacer? ¿Cómo parar ese aluvión de gente buscando un futuro mejor? Eran cientos de personas en docenas de chabolas. Cuando aún el campo no se había llenado del todo, para frenar la expansión, los municipales destruían las casetas que estaban a medio hacer. Las que habían logrado ser culminadas con el techo, se respetaban. Si viera usted cómo llegaban familias y amigos con carros cargados de ladrillos y materiales. Empezaban al anochecer a poner los cimientos y cuando amanecía, al día siguiente, ya estaba la chabola terminada y con el tejado puesto. Metían una cama y acostaban a los niños. Cuando aparecían los de las
dos pesetas
, nada podían hacer. En general, eran chabolas mal construidas, aunque algunas estaban bien hechas por albañiles cualificados. Ésas se vendían de unos a otros y no a bajo precio. La compañía eléctrica tuvo que aguantar. Llegaban los inspectores y cortaban la luz. Pero en cuanto se iban enganchaban otra vez. El poblado tenía una calle principal y varias secundarias que la cruzaban. El Ayuntamiento puso bombillas para dotar de iluminación nocturna. Supongo que eso lo pagaría la municipalidad. Esas calles eran auténticos barrizales y, aunque con el tiempo pusieron ladrillos y losas, nunca dejó de ser un fangal en los inviernos. Pero también lo eran las calles normales, no vaya usted a creer. No se puede imaginar lo que llegó a ser el dichoso barro en la vida madrileña, al menos en este barrio. Todas las casas estaban siempre llenas de ese lodo odioso, arrastrado por los zapatos y las zapatillas. En el comedor, en los dormitorios… Hasta en el colchón.

BOOK: El tiempo escondido
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