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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (52 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¡Rosa! Qué alegría verte. Pasa, pasa. —La mujer expresaba auténtico agrado.

—¿Por qué tenéis tanto miedo? —dijo Rosa, entrando.

—No son buenos los tiempos que corren para las gentes de orden —rezongó Carbayón desde el salón, yendo hacia un sofá en el que se despanzurró.

—Puedo dar fe de ello. He tenido que refugiarme de un bombardeo de tus amigos, los salvadores de la patria —contestó ella.

—Entra al comedor y siéntate —ofreció María—. ¿Has comido? Te prepararé algo.

Rosa hizo un gesto negativo con la cabeza y abrazó cariñosamente a la mujer, que la abrazó a su vez con lágrimas que nacían de sus ojos claros. Luego pasó al salón lujosamente amueblado, pero no se sentó.

—¿Qué te trae por aquí? —dijo él con voz cavernosa, dando una larga chupada al puro y soltando un chorro de humo por entre sus enormes mostachos. Calzaba zapatillas de fieltro y vestía un batín de color oscuro. La mesa tenía brasero en la parte baja y la temperatura era cálida. Rosa miró el inmenso cuerpo desparramado en el sofá, que le recordó al oso de la Casa de Fieras del Retiro.

—Vengo del hospital de sangre. Han herido a Miguel.

—¿Miguel herido? ¿Dónde? —Se incorporó y su rostro expresó algo parecido a una preocupación.

—En el frente. Donde ahora están los hombres de verdad.

—¿Cómo está? —dijo él, dejando pasar la pulla.

—Por supuesto que no tan bien como tú.

—¿Qué quieres, que me ponga a pegar tiros a mi edad?

—¿Por qué no? Vosotros habéis empezado la sangría. Hay un gobierno y no lo habéis respetado.

—¿Eso es un gobierno? Menuda panda de inútiles y criminales. En cuanto sonaron dos tiros corrieron cagados a Valencia. Bonito ejemplo para los suyos.

Rosa movió la cabeza.

—Ahí fuera la gente muere por defender unos ideales, mientras que tú estás aquí escondido y acobardado. ¿Por qué no te vas al pueblo con tu hijo, otro cobarde? ¿Qué haces en Madrid? ¿Tienes miedo a que te quiten tus propiedades?

—Sí —contestó él, poniendo y quitando el puro de su boca invisible—. Nos quitáis las casas, los muebles, el dinero. Nos quitáis todo.

—No es cierto. Se han incautado casas, sí, como ocurre en todas las guerras. Es una ocupación temporal. Cuando la situación se normalice la gente recuperará sus bienes. Ahora no es lógico que la mayoría de las casas estén vacías mientras que miles de personas pasan frío y no tienen techo. Además, a nadie se le ha echado. Huyeron dejando todo abandonado.

—Claro. Es mejor huir a que te peguen un tiro.

—Ésa es una verdad a medias. A ti no te lo han dado.

—Procuro pasar desapercibido, pero no creas que estoy tranquilo.

—Porque eres un intrigante en contra del Estado. Seguro que estás en la Quinta Columna.

Él no respondió. Siguió echando humo por la maraña de pelos.

—Esta casa —dijo ella—, todo lo que se ve, aquí no hay estrecheces. ¿Cuántas casas tienes? ¿Para qué quieres tanto? Sólo vives para atesorar. ¿Sabes cómo vive el pueblo de Madrid?

—¿Qué me importa la gente? A mí nadie me dio nada. Todo lo que tengo lo conseguí trabajando.

—¿Trabajando? Di más bien explotando y engañando.

El hombrón la miró con exasperación.

—Siempre con la lengua larga, ¿eh? Hablas porque tienes boca.

—No me harás callar. No soy la tonta de hace cinco años.

—Te has vuelto lenguaraz. Me tratas de tú. Faltas al respeto a los mayores. ¿Eso es lo que os ha enseñado la República?

—Sí, hemos aprendido lo que es la igualdad y no el servilismo. El respeto es algo diferente a lo que entiendes por tal. Para ti el respeto es la humillación de los demás. ¿Respetas tú a alguien? —Señaló a María—. ¿La ves? ¿Realmente alguna vez la has mirado, salvo para violarla cuando era joven? ¿Sabes cómo piensa, cuáles son sus sentimientos?

—¿Qué barbaridades dices? Estás loca. ¿Qué le falta?

—¿Que qué le falta, egoísta insensible? Es tu mujer. Tiene sólo cincuenta años y desde hace tiempo parece una vieja. Mírala, es una sombra. No es nadie ya para ti, ni siquiera la madre de tus hijos. Ahora tienes otros cuerpos donde gozar. Le vaciaste su juventud.

El hombretón se puso de pie e hizo un gesto amenazador. Su enorme masa no intimidó a la joven.

—¿A qué coño has venido realmente?

Ella caminó hacia la ventana y la abrió. El humo se abalanzó hacia fuera, nublando las casas de enfrente.

—¿Cómo puedes respirar con esta peste sin reventar? —espetó—. ¿Has pensado en el daño que le haces a María?

Él no dijo nada, atragantado por la indignación. Rosa dio unos pasos en torno a la habitación.

—Quiero que me devuelvas mi prado.

El hombrachón abrió la boca y el puro se le cayó, chocando con su prominente barriga y yendo a parar a los pies de Rosa, que le dio un puntapié y lo envió a un extremo de la habitación. María corrió hacia la colilla para recogerla, pero Rosa la detuvo con un grito.

—¡No la cojas! Que la coja él.

Carbayón era un hombre fuera de lo común. Ciento diez kilos en un cuerpo cercano a los dos metros. A sus sesenta años todavía albergaba una fuerza capaz de asustar. Se acercó a las dos mujeres con el rostro desencajado y apuntó hacia María un dedo grueso como un salchichón.

—¡Cógelo y tíralo! ¡Y tráeme vino! —bramó. Se aproximó a la ventana y la cerró de un golpe mientras la mujer cogía la colilla y salía disparada hacia la cocina. Luego se acercó a Rosa con mirada furibunda, pero ella no retrocedió—. ¡Ésta es mi casa y vienes a ofenderme! ¡Te echaré si no te comportas!

Rosa le sostuvo la mirada sin decir nada. María llegó como una sombra y le tendió un vaso de vino tinto.

—¡La botella! —gritó él. Ella dejó el recipiente en una mesita, al lado del sillón, y se alejó a toda prisa.

—Tu criada —dijo Rosa con gesto de asco—. Sigues pegándole palizas, ¿verdad? ¿Y el canalla de tu hijo lo consiente?

Él hizo un esfuerzo por serenarse. Se volvió y se desplomó en el sillón. María acudió con la botella y la colocó sobre la mesita. Él cogió el vaso y lo vació de un trago por detrás del bigotón. Eructó ruidosamente, dejó el recipiente y apuntó con un dedo a la joven.

—¡Cállate y no te metas donde no te llaman! También necesitarías que alguien te pusiera las manos encima. Eres una potra sin domar. Tienes suerte de tener un marido como Miguel.

Rosa lo miró con dureza.

—El hombre que pega a una mujer no es más que un miserable. Nadie me tratará como tú tratas a esta mujer cuya desgracia fue conocerte.

—Muy segura hablas porque tenéis la fuerza. Siempre puedes mandar a uno de esos animales a que me pegue un tiro. En realidad, no sé por qué no lo has hecho ya, con toda la rabia que albergas.

Ella le miró mostrando la repugnancia que le producía.

—No soy como tú. La delación es de almas innobles.

—Supongo que no soportarías el cargo en tu conciencia. De todas maneras, Miguel es mi sobrino y me protegerá.

—Te está protegiendo desde hace tiempo. Y no ve la maldad que anida en ti. Te proteges con alguien cuyos principios y fundamentos atacas desde la impunidad clandestina proporcionada por esa protección. Quieres destruir a alguien cuya protección y parentesco invocas.

—No voy contra Miguel. Es un buen muchacho, aunque equivocado. Voy contra el régimen rojo usurpador de la verdadera España.

—Lo que no entiendo es por qué no te han encontrado algunos de tantos inquilinos como has puesto en la calle con sus familias por no haber podido pagar el alquiler.

—No soy una institución benéfica. Administro mis bienes. Si caigo en la tentación de dar a los pedigüeños, me convertiré en uno de ellos. No puedo acabar con la miseria del país.

—Al fin reconoces que en el país hay miseria.

—¡Que trabajen como yo! Te diré lo que me han hecho. Mi finca de la calle de Alonso Cano, conseguida con esfuerzo, treinta y seis viviendas, veinte alquiladas. Ahora están llenas de esos rojos tuyos. Nadie paga, ni siquiera los veinte que pagaban religiosamente sus recibos. El desorden. Eso es lo que ha traído este gobierno.

—O sea, tenías dieciséis pisos vacíos porque habías echado a la calle a gente sin recursos, no porque necesitases la renta de esos pisos para vivir, sino por indiferencia hacia las desgracias ajenas.

—No soy la Beneficencia, ¿te lo repito?

—Hay miseria, hambre y desolación en el pueblo. ¿Qué es el país para ti? Son españoles que nada tienen y a quienes se les niega el trabajo incluso. ¿No puedes tener un rasgo de humanidad?

Él hizo un gesto de impaciencia.

—Hombres sin trabajo, con niños pequeños, sin comida. Los echaste al frío y a la intemperie… —Movió la cabeza—. No me extraña que tengas tanto miedo. Esas injusticias se acabarán cuando ganemos la guerra.

Él se alteró otra vez. Para calmarse le dio otro tiento al vino.

—¿Injusticias? Hablas con muchas ínfulas, como si fueras alguien. Crees que sabes mucho. Te diré lo que eres: una simple aldeana sin estudios. Y volverás a serlo cuando esto acabe con la victoria de Franco. No os va a durar siempre este chollo.

—Sí —repuso ella—, una aldeana, pero no una ignorante. Ya no. Vine a Madrid hace cinco años y algo he aprendido de abnegadas gentes de izquierdas. Pero ¿y tú? Mírate. Un cuerpo hinchado de comilonas conseguido sobre las tragedias ajenas. No has cambiado.

—Son ideas desde el rencor y la envidia. De gente sin orden ni respeto a Dios. El ejército salvará a España.

—¿Es que no sientes repugnancia de que el ejército se rebele contra el pueblo que le paga, precisamente para que le proteja?

—No. Siento alegría. El país se iba a la mierda. Había que evitar la quiebra del Estado.

—El país está en quiebra en parte por el ejército. Es el estamento mejor pagado y dilapida el presupuesto en funciones represivas. Toda esa caterva de barrigudos es una sangría para la nación. Azaña…

—¡Azaña! —interrumpió él—. El anticristo, la anti–España…

—… Él intentó poner orden en ese escándalo y, ya se ve. Fracasó. Era chocar contra un muro. No es el Estado el culpable, sino el despilfarro de sostener a ese insaciable gendarme.

—Se nota que te han lavado el cerebro esos rojos con los que andas.

Ella lo miraba sin eliminar la frialdad de su gesto.

—Dices rojo como si tuvieras la boca llena de pus. El rojo significa humanidad. ¿O es que no sabes que la sangre es roja?

—No vais a ganar. Las cosas volverán a ser como es debido.

—Los de tu calaña queréis que siga habiendo dos clases. Eso se acabó. La República vencerá y las oportunidades serán para todos.

—¡La República, la República! La has cogido llorona. ¿Qué me dices de las
sacas
nocturnas, de los asesinatos de gente inocente, sólo por llevar corbata? Es el reinado del terror. ¿Qué me dices de las iglesias incendiadas, de los conventos destruidos?

Ella varió la expresión a la sorna.

—El fuego purifica. ¿No es eso lo que hizo la Iglesia durante los siglos de Inquisición?

—Blasfemas. Te congratulas con esas salvajadas.

—No —Rosa cambió el gesto—, nunca. Pero eso acabó hace meses. Fue consecuencia del terror que creasteis con vuestros amenazadores bandos y proclamas. ¡La Quinta Columna! ¿Hablamos de Sevilla, Badajoz, Toledo? ¿Quién hizo más barbaridades? ¿Qué se ha hecho con los pobres durante siglos?

—¡Ricos y pobres! El cuento de siempre. Pero a todo el mundo le gusta vivir bien. Lo que ocurre es que unos pueden y otros no. Tú ahora parece que vives muy bien. ¡Joder con los pobres!

—Mira mi pelo —dijo Rosa—. ¿Qué ves? ¡Míralo!

José la miró y buscó un puro en su boca. Al no encontrarlo se levantó y caminó unos pasos haciendo retemblar el suelo.

—¿Qué le pasa? ¿Que está blanco? Yo también lo tengo blanco.

—Tú eres un viejo gastado por la maldad. Mi pelo está así desde los veintiún años. Por tu culpa.

Él se encogió de hombros.

—No se te ve tan mal. Tíñetelo, si tanto te preocupa.

—Terminemos. No me has contestado. Quiero mi prado.

—No es tu prado.

—Siempre será mío. Me lo dio mi abuelo.

Dos cristales de agua refulgieron repentinamente en sus ojos, pero desaparecieron con la misma rapidez.

—¿Se lo has dicho a Miguel?

—Naturalmente. Él sabe que sólo seré feliz si me lo devolvéis.

—No es tuyo. ¿Cuándo te vas a enterar?

—Tú y tu hijo os aprovechasteis de una situación de apuro económico de Miguel. Pactasteis el negocio a mis espaldas y a mis expensas. Fue un robo.

—Lo hecho, hecho está.

—Le diste a Miguel mil pesetas. Te doy el doble por él.

—¡Fiú! ¡Ocho mil reales! ¿De dónde sacarás el dinero?

—A ti no te importa. Pero puedes estar seguro que no es de chanchullos, como tú haces.

—¡Ah, los rojos! —exclamó él triunfante—. Claro. Ahora tenéis dinero. No hay cosa mejor que hacer una guerra para embolsarse el dinero de otros. Y luego decís que lucháis por la solidaridad y otras gilipolleces.

Rosa movió la cabeza sin ocultar el desprecio que sentía.

—Escucha —dijo, mirándole intensamente—: tienes mucho, más de lo que puedes digerir. No me importa. Pero mi prado es mi propia vida, mi dignidad como persona, la dote de mi abuelo, mi sentido de la vida. Sólo mis hijos y ese prado tienen importancia para mí. Tienes que devolvérmelo.

—Me cabreas mucho. No vienes con humildad ni con respeto. El prado es mío y exiges que te lo dé. Una mierda.

—¿Rogarte? No quiero que me lo des, sino que me lo vendas.

—Estás llena de odio.

—No sé qué es eso. Tengo amargura. Apenas había empezado a vivir y matasteis mi alegría.

En el silencio brusco que se hizo, se oyó el sollozo de María.

—¡Cállate! —vociferó Carbayón. Luego se escanció un buen trago y lo sorbió de un tirón, expeliendo el aire ruidosamente y con fruición.

—Miguel te lo pedirá —dijo Rosa—. Me prometió que recuperaría el prado. A ver si a él se lo niegas cuando se haya restablecido.

Echó a andar hacia el pasillo, con María detrás. Se detuvo y se giró hacia el hombre, que ya estaba con un puro en la mano, dispuesto a encenderlo.

—Se me olvidaba. También están en el hospital Manín y Pedrín.

—¿Ésos? ¿Y qué me importan? ¿Olvidas lo que ese primo tuyo nos hizo a mí y a mi hijo? Tienen lo que se merecen.

—También está allí César. Puedes verle cuando visites a Miguel.

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