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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (55 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¿Oro blanco? —Su mano se aquietó y me miró a los ojos, absorbiéndolos—. La rosa de tu pecho.

—Plata. ¿Por qué oro blanco?

—Pensé que la plata le daba poco valor.

—Su valor no está en el metal.

Restañó mis heridas, puso tiritas en los puntos necesarios y me cubrió la nariz con un esparadrapo sobre una venda. Sus manos eran como el aleteo de un colibrí. Deseé que no acabara. Terminó, me contempló:

—Así está mejor. Debe operarse esa nariz. —Guardó los útiles—. ¿Qué busca exactamente, señor Rodríguez?

—Llámame Corazón. Verás que suena mejor.

Una luz aclaró aún más el azul de sus ojos.

—Bien. ¿Qué buscas, Corazón?

—Te favorece ese acento argentino.

—Soy argentina.

—Así que eres el rostro que escapaba. Finalmente tú.

—No has contestado a mi pregunta.

—Busco la verdad.

—No existe una única verdad.

—Cierto. Diré entonces que busco una verdad.

—¿Y cuál es?

Intenté quitar intensidad a mi mirada.

—Tú, con, posiblemente, cincuenta años más.

—Tendrás que esperar esos cincuenta años para descubrirme.

—No. Estáis aquí. Las dos.

Caminó hacia la terraza desprendiendo sensualidad. Miró afuera, hacia las altas montañas. La contemplé con voracidad. Llevaba un vestido negro entero y ajustado, remarcando su breve cintura y su alta figura. Era delgada, pero con las formas del cuerpo sabiamente distribuidas. Sus piernas colgaban largas y torneadas de la punta de la falda. Estaba de perfil, con los brazos cruzados bajo su pecho generoso. Miré su nariz recta y la curva airosa de su barbilla.

—Me gustan las grandes ciudades —dijo—. He estado en muchas. Pero al final vuelvo. No puedo vivir sin estos paisajes.

Me acerqué a ella. Los montes se dibujaban en la neblina. Se volvió hacia mí. Tenía los ojos de un azul muy pálido con puntos verdosos luchando por imponer su fulgor. Costaba trabajo permanecer impasible ante tantos dones.

—Salvo que tus lesiones sean insoportables, podemos bajar a comer. Te invito.

—A quien no nos conozca, al vernos juntos les parecerá que somos marido y mujer y que me maltratas.

Su boca al reír, dos hileras blancas perfectas, invitaba a pensar en la eternidad y cosas así.

—Te espero abajo.

Salió dejando su aroma en suspensión. La rotura de mi nariz era un verdadero suplicio. Pero estar con esa mujer formaba parte ya de mis ansiedades. Para ir al restaurante tuve que pasar junto al mostrador de recepción. Ahí estaba el cicutrino del día anterior. Le hice una señal levantando el pulgar. Él me contestó levantando el dedo corazón. El restaurante está metido en un amplio jardín, como una burbuja. Había ya muchos comensales. Rosa había elegido una mesa apartada cerca de la mampara de vidrio y no supe discernir si la luz que la envolvía entraba por el cristal o surgía directamente de ella.

—Bien. Ordenemos antes de entrar en la batalla —dijo, haciendo una seña al camarero.

—¿Hemos de batallar?

—Depende de ti. —Tomó la carta—. ¿Te sugiero algo?

—Me encantaría. Pero no olvides que soy un herido de guerra. Estará bien tortilla a la francesa de dos huevos, agua y dos yogures.

Ella encargó ensalada, filete, flan y agua.

—Bueno —dijo, poniendo los codos sobre la mesa y las manos bajo la barbilla—, adelante.

Admiré el óvalo alargado de su rostro y las ondas rubias que formaban sus cortos cabellos.

—Lo siento —dijo, sonriendo y provocando un nuevo golpeteo en mi pecho.

—¿Por qué lo sientes?

—Sé el efecto que produzco. No siempre es agradable causar admiraciones y silencios. No puedo hacer nada al respecto.

—Si hicieras algo para eliminar ese efecto, deberías ser multada. —Moví la cabeza—. En realidad, y yendo al nudo, lo sabes. Poca cosa. Busco al autor de dos asesinatos.

—Ah, ya veo. De grave no tiene nada. ¿Y qué muertos son ésos? ¿Qué tienen que ver conmigo?

—Contigo nada.

—¿Con quién entonces?

—Venga, Rosa. Llevo muchos kilómetros recorridos. He sido golpeado en Buenos Aires y aquí. En ambos sitios he sido amenazado de muerte. ¿Podemos dejar de jugar?

—Tú decides. ¿Hasta dónde quieres llevar tu juego? ¿No crees que ya es suficiente?

—No, mi nariz merecía un respeto.

—¿No te has parado a pensar que si aquí hubiera un asesino, ya estarías muerto y no sólo amenazado y contusionado?

Trajeron los primeros platos y el agua. Sonó un trueno cercano y las luces, encendidas a pesar de ser de día, titilaron. Empezó a llover furiosamente.

—Lo que nos tiene perplejos es por qué nos investigas. Por qué a nosotros —hablaba con una tenue sonrisa, animando a la distensión.

—Es una línea de indagación como otra cualquiera.

—No. La persistencia indica algo más. No es normal.

—Las trayectorias de tu abuela y de sus amigos tampoco son normales.

—¿En qué sentido?

—En el mejor. Parece que fueron seres admirables.

—No sabes cuánto.

—Lo sé.

—¿Qué sabes?

—Casi todo. De tu abuela, el prado perdido, la desolación… De ellos, el ensañamiento, las palizas…

—¿Sabes todo eso? —Me miró, asombrada, y luego sus ojos se volvieron acusadores—. Las palizas… Ellos no eran terroristas, ni pusieron bombas, ni hicieron delaciones, no formaron parte de pelotones de fusilamiento. Eran idealistas y sus luchas fueron nobles. ¿Por qué tuvieron un destino tan amargo?

Me miraba como si yo hubiera sido el verdugo.

—Si piensas así, ¿para qué buscas a mi abuela? ¿Por qué ese empeño?

—Es una llave. Las llaves abren puertas.

—¿Qué llave puede ser? ¿Por qué insistes en relacionar a tus cadáveres con ella? No tiene nada que ver. Es tan ajena a ese asunto como Sharon Stone.

—Puedo suscribir lo que dices de tu abuela. Pero alguien de su entorno sí estaba al tanto. Y supongo que tú también.

—Nadie de la familia sabía que dos hombres habían desaparecido hace años en el pueblo de mi abuela. Puedes creerlo. Es la verdad. Lo supimos cuando el año pasado los periódicos dieron las noticias de la aparición de los restos. Pero en absoluto lo relacionamos con nosotros. No era un secreto de familia desvelado, sino un total desconocimiento de hechos ajenos. Lo leímos como se leen tantas desgracias que ocurren a diario.

—Pero ahora ya sabéis que existe una relación. Uno de los cadáveres es el de un tío abuelo tuyo.

—Ni siquiera nos vimos afectados por el caso cuando, según supimos, el Carbayón lanzó a la Guardia Civil. Aquello pasó. Realmente eres tú quien nos involucra y quien no nos deja en paz.

—¿Qué opina tu abuela sobre todo esto?

—No tiene ni idea. A ella le dijeron hace muchos años que su hermano había muerto, sin más. Como le dijeron después que su otro hermano también se había ido. La gente fallece por muchas causas y no sólo asesinadas. A mi abuela la hemos mantenido ignorante de tus elucubraciones y lucharemos para que siga así.

—Y tú, ¿qué piensas realmente? Dime tu verdad.

—¿Sobre esos hombres desconocidos que aireas ante nosotros? Que son tan ajenos a nuestras vidas como puede serlo el presidente Clinton. El parentesco es circunstancial. No sabemos quién les apartó de la vida, ni nos interesa.

—¿Apartados de la vida? Un bello eufemismo. ¿Por qué usas esa expresión?

—Por lo que luego supimos, parece que no eran unos angelitos. Alguno o algunos muy agraviados debieron de decidir el ejercicio del propio derecho.

—La ley tiene nombres para quienes se toman la justicia por su mano.

—La ley casi siempre es contraria a la justicia.

—Es verdad. Pero si no dejamos a los jueces hacer su trabajo, ¿para qué les pagamos? Yo sólo quiero hacer el mío.

—¿Eres una máquina ciega cumpliendo órdenes, como el personaje de
Los miserables
, o reflexionas sobre los casos que te encomiendan?

Intenté concentrarme en la tortilla.

—No tengo una respuesta sencilla.

—No eres policía. ¿A qué juramento te debes?

—Explícate.

—Tienes libre albedrío. Tus misiones no son un destino manifiesto. Al contrario que un policía, tienes la potestad y la decisión de cómo concluir una investigación.

—¿Intentas…?

Estaba maravillado por su aplomo. No había descompuesto la suave sonrisa que iluminaba su rostro.

—Intento que no hagas daño innecesario. Estoy segura de que en estas semanas has descubierto cosas que no hubieras creído.

Temía sus ojos porque podían hacerme claudicar de mis convicciones.

—Vuestra historia, es decir, la de tu abuela y amigos, puede llegar a conmover, pero debo ir hasta el fin.

—No lo puedo entender. ¿Aunque ello suponga sufrimiento ajeno?

—Nunca llevo dolor a gente inocente.

—¿Estás seguro? A los inocentes, hasta que lo demuestran, se les hace temblar en los interrogatorios, declaraciones, veladas acusaciones y todas esas cosas. ¿Crees que esas zozobras se olvidan, que no duelen? De todas formas has dicho algo esencial. Ya puedes dejar el caso, porque aquí sólo hay inocentes.

—¿Te recuerdo mi cara? No la tenía así esta mañana. La gente inocente dialoga de otra manera.

—Tus heridas son el resultado de meter la nariz donde no debes, según gente con puntos de vista diferentes al tuyo. No tiene nada que ver con tus cadáveres. La cosa es simple. Estás molestando a personas que pasaron infiernos en su juventud. Y a otras depositarías de las tragedias familiares. No consentirán que conviertas su vejez en otros infiernos. Se defienden, simplemente. Podían haberte roto más cosas.

—El hombre tranquilo que organizó el encuentro de esta mañana, se parece a ti. ¿Tu padre?

—No. Mí tío. Adora a mi abuela. Es una historia de agradecimiento personal por su abnegación y amparo en los años difíciles. Por ella nunca se casó y no consentirá que a nuestra casa vuelva el dolor. Ella es toda su vida. Puedo contarte algo al respecto.

Trajeron su filete.

—¿Por qué estás comiendo conmigo? Soy un extraño para ti.

Volvió a marearme con su mirada.

—Para ser detective estás algo descaminado. Mira, no estoy comiendo contigo, sino conversando con un cliente que ha insistido en hablar conmigo. No tenemos otro sitio mejor para hacerlo. Eres un huésped del hotel y no un extraño. Además, tengo noticias tuyas desde que empezaste a fisgarnos. Te has instalado en nuestras preocupaciones, como un panadizo.

—Eso es sólo una parte de la verdad.

—¿Te digo una cosa? Sabía que tarde o temprano aparecerías. Pura intuición. Por eso te reconocí anteayer en recepción.

—¿Me reconociste?

—Rosa, la recepcionista, me confirmó lo que me habían hablado de tu aspecto. Y como sabía de tu determinación, cerré la puerta del despacho. Por cierto, ¿es una costumbre tuya la de saltar sobre los mostradores de los hoteles?

—Era un obstáculo para mis urgencias.

—Parece que estás en forma.

—Lo estaba antes de los saludos de tu tío y sus chicos.

—Te recuperarás, si no te metes en más líos.

—Finalmente, ése es el mensaje, ¿verdad?

Cortó un trocito de carne y lo introdujo morosamente en la boca mientras achicaba sus ojos. No contestó.

—¿Por qué me observabas?

Terminó de masticar y bebió un sorbo de agua. Siguió callada, aunque su gesto invitaba a la confidencialidad.

—¿Por qué te escondiste?

—No me escondí. No estaba preparada para hablar contigo. Simplemente.

—Y ahora, ¿por qué lo haces?

—Te lo he dicho. Te atiendo como cliente.

—Te diré cómo veo las cosas. Todas las amenazas contra mí no han dado resultado. Tu presencia real delante de mí, porque en sueños estás desde hace tiempo. —Nos miramos y me sentí como el niño al que su madre sorprende mirando a través de la ventana a la vecina desnudándose—… Bueno, es un cambio de táctica. Te envían como último recurso para conseguir lo que otros no pudieron. Y doy fe de que es difícil negarte nada.

No contestó. Dejó el filete, apenas empezado. Me miró en silencio y su magia me poseyó. Seguía lloviendo a mares. Trajeron los postres. Busqué recuperar el distendido ambiente.

—Y ahora, ¿cuál será el siguiente acto? ¿Aparecerá un marido, duro como esta tierra, para esparcir mis miembros por el comedor?

Sentí un atisbo de nostalgia en su mirada.

—No hay marido.

—Yo también estoy divorciado —dije, notando un alivio interior.

—No es eso. Un accidente de coche. Yo…

Surgió el horror en mi recuerdo. El choque tremendo y la tragedia nunca cerrada. Mis padres entre los hierros, una chica muerta, mi hermana con lesiones insobornables. La desesperación estaba ahí, como si fuera un viejo vicio. Y ahora estaba ella, frente a mí, con el mismo drama en su existencia, sacándonos las ganas de vivir.

—Tengo la misma experiencia —dije—. También tocó mi vida.

Una lágrima brotó de uno de sus ojos y quedó en equilibrio sobre sus pestañas inferiores. No parpadeaba. Y la gota no caía. Se hizo más y más grande y luego se colgó del borde de las pestañas como un poso de lluvia en una hoja de un árbol. Le tendí mi pañuelo. La enorme gota se aferraba a los filamentos como un bebé a la teta materna. Finalmente cayó sobre el mantel, como si fuera una bomba de agua en miniatura. Miré fascinado la huella agrandarse sobre la tela.

—Tengo un hijo de siete años —oí su voz mientras yo seguía mirando la lágrima vencida—. Ahora soy su madre y su padre. Como hizo mi abuela con sus hijos. Tragedias distintas, iguales comportamientos.

El murmullo de la lluvia al caer apagaba las conversaciones de las otras mesas.

—Nadie nos arrebatará lo que tenemos, nuestra forma de vida, la tranquilidad, el amor por lo nuestro.

Atrapó mi mirada con sus ojos increíbles. Intuí lo que puede ser la mirada de una pantera en peligro.

—Es cierto —continuó—. Estoy contigo para pedirte, a mi modo, que te olvides de nosotros.

—Ya no. Quiero volver a verte.

—Tú tienes tu vida. Vuelve a ella.

—Mi vida está dedicada al trabajo. Por él te he conocido. Ya formas parte de mí.

—No lo entiendes. No cabes en mi mundo. Nadie más cabe de fuera.

—Hubiera sido mágico que estuviéramos hablando por nosotros mismos y no por nuestras obligaciones. Pero es cuestión de tiempo. Llegaré a ti como tú llegaste a mí. Sois dos mujeres en una y ahora ambas os habéis adueñado de mis esperanzas. Es como sembrar y no desear el fruto.

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