El tiempo escondido (50 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Usted habla de Rosa y de unos asesinatos y robos. Es como si hablara en chino. Vincularla con actos criminales es de criminales.

—¿Nunca observó nada fuera de lo normal en Rosa a partir de 1943?

—¿A qué se refiere? Ella nunca fue normal. Su preocupación por la gente era inconcebible.

—Me refiero a cosas fuera de su normalidad.

—No. Y me importa un rábano lo que crea. En realidad, pocas cosas me importan a estas alturas de mi vida.

No contesté. Miraba sus pequeños y vivaces ojuelos.

—Hablar de Rosa es hablar de bondad, algo que usted debería meter en su mollera. Busque en otro sitio. No pierda su tiempo. No enfangue la memoria de gente admirable, aunque me temo que sus cualidades morales le harán insistir.

—¿Qué sabe usted de mis cualidades?

—Aunque mira de frente y sus ojos parecen nobles, tiene el rostro desabrido y sus ademanes son fríos. Vive en la violencia y en el escepticismo. Seguro que no le gusta lo que ve cuando se mira al espejo.

—Estoy aprendiendo a controlar esa sensación.

—No es usted tan listo como cree. Nos avisaron desde España de que un fisgón podría venir a hurgar en nuestro pasado. Incluso nos dieron su nombre y aspecto. Por simple deseo de tranquilidad, no por alguna cuenta que rendir, decidimos que si finalmente se presentaba haríamos valer nuestro derecho de admisión. Luego me sedujo la idea de burlarme de usted, por eso le di cancha ayer.

—¿Lo consiguió?

—El qué.

—Burlarse.

—No. Alborotó en demasía mis recuerdos más odiados.

—Lo lamento. Ello no justifica la violencia de sus hombres.

—Usted vino engrupido, amenazando porfía —terció Luis—. Mi gente pensó que era su deber bajarle los humos. Se excedieron, claro.

—Ni yo sabía que iba a venir. ¿Cómo pudieron advertirles?

—Posiblemente sea usted un libro abierto para algunos. Malo para su profesión de husmeador. —El rostro de Gracia se contrajo en infinitas arrugas al sonreír.

—Me alegro de que se encuentre bien.

—¡Oh, sí! Gracias. Estoy bien, incluso excitada. Hablar de Rosa en voz alta es revitalizador después de tantos años de susurrar su recuerdo.

Se levantó y caminó cuidadosamente hacia el cerrado ventanal, un rectángulo de baja altura y tan ancho como el mirador del piso superior. Desde mi posición veía la desmesurada pampa. Miré su figura, despiadadamente menuda. Su voz rebotó en el limpio cristal.

—Conocí a Rosa en tiempos difíciles pero esperanzados para nosotros, los de izquierdas. Había dos Españas irreconciliables —tornó su rostro y me miró—. Parece que eso no se ha superado del todo. Es una herida sin cerrar. No mientras los culpables de la feroz represión sigan sin ser llevados a los tribunales, vivos o muertos.

No contesté.

—Es curioso. Se habla de juzgar a los criminales de las dictaduras de Chile y Argentina, ¿por qué no hacen lo mismo en su país? —Siguió mirándome—. ¿Se lo digo? Porque los españoles no tienen conciencia histórica, porque la izquierda de ahora es cobarde.

—Mamá —terció el hijo—, este señor no está aquí para esas cosas. Además, los españoles viven bien, están en democracia y son europeos. Una salvajada como la del 36 no volverá.

—No lo quiera el diablo. Pero los verdugos viven en la impunidad. Meterlos en la cárcel no sería abrir una nueva guerra.

—Mamá…

—Rosa era definitivamente especial. La conocí a principios del 37. Mi compañero, el padre de Luis —señaló a su hijo—, era un intelectual muy comprometido. Sus crónicas periodísticas y sus libros hacían más daño a los facciosos que las balas. Cuando fue alistado, Miguel, el marido de Rosa, le retuvo en retaguardia y allí siguió todo el tiempo, incluso después de que Miguel fuera matado. Ellos vivían en la Castellana. La organización les había dado una vivienda incautada, como a otros mandos, que Rosa cuidó con respeto y esmero. Un día, Leandro me llevó para presentármelos. Cuando la vi, quedé muda. Cualquier cosa que pueda decirle de ella sería insuficiente. Ni en las películas americanas había visto una joven tan bella y agradable. Alta, imponente, algo especial. Aunque luego he estado y vivido con ella, la impresión que esa primera vez me produjo permanece inalterable, como si hubiera sido ayer. Tan joven y con todo el pelo blanco, brillante como la nieve. No imaginé entonces que la bondad y el desinterés personal de esa mujer nos fuera a cambiar la vida y nos fuera a unir para siempre.

Retornó a su sillón y se acomodó en él.

—Al terminar la guerra; bueno, es imposible describir la inhumana represión que hubo por parte de Franco y sus sicarios, los falangistas. Había muchas delaciones y las sacas eran diarias. Mucha gente se suicidaba. Para las izquierdas, para los que perdimos la guerra, fueron años de terror, persecuciones, torturas y asesinatos. Porque no otra cosa fueron esos fusilamientos sin juicio previo. Quizás algún día salgan a la luz las barbaridades causadas por los franquistas.

»Mi hombre estuvo escondido en alcantarillas. Estaba fichado. No sabíamos dónde cobijarle ni a quién acudir. Me acordé de Rosa y de su bondad. No sabía dónde estaría, porque el final de la guerra fue una desbandada. Su suegra me dijo dónde vivía. ¡Y cómo vivía! Habitaciones desnudas, sin muebles, sin nada. Sólo una cama donde dormían ella y sus tres hijos. Y unos cajones de envasar fruta como mesa y asientos. Pero allí estaba, dispuesta como siempre. Nos brindó su ayuda. Mi hombre dormía en una habitación, en un jergón y mantas que él mismo agenció, en el suelo. La habitación no tenía bombilla. De noche estaba a oscuras y a oscuras él entraba y salía, como los murciélagos, siempre con el temor de ser descubierto por el jefe de casa, un falangista con ganas de hacer méritos. Yo le llevaba comida todos los días y, de paso, llevaba algo para esos niños. A veces llegaba algún amigo de Rosa del pueblo, al que habían puesto en libertad. Dormía algunos días junto a mi hombre, en el mismo suelo. Eso le servía de distracción, porque no hablaba con nadie. Así estuvo más de un año hasta que la organización pudo sacarlo a Francia y de allí a Argentina.

»Mi hombre tardó en dar señales de vida. Finalmente, recibí una carta suya escrita a máquina y un texto en clave. Me enviaría dinero y pasaje para mí, el niño y mi madre. Pero los meses pasaban y no recibí ninguna otra misiva. Comenzaba a creer que se había olvidado de mí, cuando recibí noticias, esta vez con remite y bajo otro nombre. Al mes siguiente me enviaría el pasaje, pero yo no podía dejar a Rosa, después de su sacrificio, sola con su miseria. Llevaba tiempo tratando de convencerla de que viniera conmigo. Soy pequeña, pero muy tenaz. Ella aducía razones. Confiaba en volver a vivir dignamente. Y no tenía ni un real para hacer la travesía. Escribí a mi compañero pidiéndole pasaje para Rosa y los niños. Él los envió. Vinimos juntas y allí quedó el horror, pero no los recuerdos.

—¿En qué año fue el viaje?

—En el 43, abril.

—Usted dijo de darme una satisfacción. Pero casi todo lo contado no es nuevo para mí.

—¿Lo sabía?

—Una señora, vecina de Rosa de esos años: María.

—María… —abrió los ojos—. Sí, María. ¿Vive todavía?

—Y Agapito Ortiz.

—Agapito… ¿Agapito? ¿También lo vio?

—Parece que, después de todo, los sufrimientos les han dado muchos años de vida a todos ustedes.

—No han sido los sufrimientos, sino la mala leche.

—No me cuadra.

—¿Qué no le cuadra?

—Es tan inocuo lo que me ha contado, que no justifica el rechazo violento que han tenido para conversar conmigo. Lejos de ello, deberían haber estado deseando contarlo. ¿Por qué ocultar algo tan hermoso?

—Verá, señor usted, nadie puede decirnos lo que hemos de hacer y cuándo —interrumpió Luis—. Además, viene con fines que nos repugnan. Asociar a Rosa con asesinatos y robos es un crimen en sí mismo. Llévese su fango a otro sitio.

No le miré mientras hablaba. Mis ojos miraban a la dueña.

—Ustedes sabían que habían aparecido los cuerpos. Los que desde España les avisaron se lo dijeron. Algo ocultan en ese pasado de que me habla. Sólo eso explica la alarma que mi presencia les ha producido.

—Es muy libre de conjeturar. Usted no nos ha alarmado porque nada hemos de temer. Simplemente nos ha incordiado. ¿Quién se cree que es para husmear en nuestras vidas? —señaló él.

—Punto final, señor —dijo ella—. No hay más que decir.

—Sí. Esos dos asturianos, Manín y Pedrín.

Madre e hijo se miraron. Él dijo:

—¿Qué asturianos?

—¡Oh!, vamos, dejen de fingir. Saben quiénes son. Entrañables amigos de Rosa. Estuvieron en Argentina varias veces. Es lógico que, si Rosa vivió aquí, ellos vinieran también.

—Usted es un sabelotodo. ¿Por qué pregunta? Contéstese.

—¿Dónde están?

—Eran gente definida. Nunca se entregaron. Llevan muchos años enterrados.

—¿En qué lugar?

—Usted cree que va ganando. Averígüelo.

—¿Y Rosa?

—¿Qué pasa con Rosa?

—¿Vive?

—Sí, por fortuna.

—¿Dónde está?

—Se extravió por ahí, en la vida que se fuga.

—Es usted una señora agradable. No perturbe esa imagen.

—Me importa poco su opinión. Usted no me tomará la posta.

—Dígame al menos en qué ciudad se encuentra.

Madre e hijo se miraron. Luis dijo, con voz ahíta de aburrimiento:

—El mundo es ancho. Búsquela. Quizá la encuentre antes de que nos sorprenda el diluvio.

23 y 26 de febrero de 1937

Suma horror al horror, suma combate a la espera;

suma hombría a la infancia, suma cantar a llorar.

¡Oh, colinas del Jarama!, ¡casa blanca de Morata!

Habíamos dicho que la hora no nos sorprendería dormidos.

S
UPERVIVIENTE
D
EL
B
ATALLÓN
B
RITÁNICO
D
E
L
AS
B
RIGADAS
I
NTERNACIONALES

No era como en Alhucemas, aquella mañana final. Allí reinaba el silencio, aun siendo las mismas horas de madrugada. Aquí estaban los murmullos, las canciones templadas en inglés, los chistes en español con su acompañamiento de risas, el sonido nostálgico de una armónica. Hacía frío, el ambiente era húmedo, aunque no llovía. No había más luces que las luciérnagas de los cigarrillos. Las primeras claridades se insinuaron por el este y el hombre pudo ver la loma que ascendía hacia el cerro Pingarrón, tomado por los republicanos unos días antes y perdido un día después por el arrojo de las fuerzas moras y los aviones de la legión Cóndor. Ahora conquistarían de nuevo el cerro. Era la consigna del alto mando. La 70ª Brigada mixta, al mando del mayor de milicias Eusebio Sanz Asensio, había sido prestada a la 11ª División de Líster que, con ayuda de las Brigadas Internacionales, llevaba semanas de calvario perdiendo cientos de hombres en esa trampa del Jarama. Los batallones 1 y 4 los componían hombres de la CNT de Murcia y Alicante. El pertenecía al tercer batallón bajo el mando del comandante de milicias Álvaro Gil. La 70ª Brigada se había constituido en enero de ese año y estaba como reserva del Cuerpo de Ejército del Centro bajo el mando único del general Miaja, que tenía como Jefe de Estado Mayor al teniente coronel Rojo. El mando entendía que el futuro de la capital se estaba dirimiendo en el Jarama, uno de cuyos puntos clave era el Pingarrón, porque controlaba la única carretera que enlazaba Morata de Tajuña y San Martín de la Vega. Además, de la 11ª División, ahí estaban la XI Brigada Internacional, con los resonantes batallones Edgar André, Comuna de París y Dombrowsky, y la XV Brigada Internacional con los no menos resonantes batallones Lincoln, British, Washington y Dimitrov. Unas fuerzas conjuntas de unos quince mil hombres con moral de victoria, a pesar de la mortandad habida entre los extranjeros en los días de lucha precedentes. Él no entendía del todo a esos hombres tan jóvenes que venían a derramar su sangre por una causa que, en la pura realidad, no era la suya. Sus hogares no estaban siendo invadidos, sus países no estaban en guerra, sus familias no estaban amenazadas. Y ellos venían imbuidos por sus ideales en un ejemplo nunca hecho antes, porque no eran mercenarios. No venían por dinero, como los alemanes enviados por Hitler, sino para luchar contra el fascismo, simplemente. Además, eran alegres, cantaban, reían y no exigían nada, lo que contrastaba con su temperamento norteño en general y con su circunstancia particular, porque él tenía algo profundo que resolver, además de su aportación a la lucha por conseguir una España libre de opresores. Volvió a mirar al cerro. Allí estaban esos demonios de apariencia insensible que venían autorizados por los mandos del ejército colonial para violar y asesinar sin freno. Era como estar en Alhucemas de nuevo, pero con las dotaciones de los combatientes cambiadas. Ahora los moros estaban ahítos de botín y alimentos, en tanto que ellos distaban de ser unidades suficientemente pertrechadas. Tendrían que superar esa barrera mental. Al fin, muchos de los que subirían a la colina eran hombres experimentados en el arte y miseria de la guerra. Él mismo era superviviente de una guerra anterior más despiadada que ésta. Sabían lo que era estar en el frente, donde lo heroico normalmente está más cerca de la estupidez que de la valentía. Miró a su amigo, que fumaba silenciosamente unos puestos más alejados de él. Nunca le habló de lo que le rondaba por la cabeza y cuya puesta en práctica inicial sería hecha hoy. Aunque sospechaba que él tendría las mismas intenciones, sabía de qué forma pensaba. Pero se le adelantaría. Nadie podría realizar por él esa misión. Buscó luego a César con la mirada. Allí estaba, asiendo un pesado fusilametrallador 2B26/30 checo. Jodido hombrecillo. Con él nadie podría. Se oyó de pronto el crepitar de motores y el ruido de orugas metálicas, cuando los T–26 soviéticos se lanzaron hacia arriba haciendo retumbar el suelo. Se había acabado el descanso. Algún jefe dio una orden. Los capitanes arengaron a sus compañías. Con un griterío de miedo y rabia la tropa inició la subida entre sufridos olivos y castigadas encinas bajo un infierno de fuego. Oficiales y soldados caían abatidos entre surtidores de tierra. El ruido de las ametralladoras, granadas y obuses anulaba los gritos. Los camilleros no daban abasto y muchos de ellos caían también por el fuego de los atrincherados. El hombre avanzaba como aprendió años antes. Llevaba el Máuser 1893. Había ya mejores armas, como el fusil soviético de 7,92 mm y otras. Pero el mejor armamento, igual que los equipos y pertrechos, estaban en manos de los comunistas de Líster y Modesto. Los anarquistas eran los peor equipados de todos los combatientes. Era notorio que los de la Confederación debían predicar su ideario de humildad incluso a costa de sufrimientos mayores. Pero a él no le importaba. El arcaico fusil era una pluma en su fibroso brazo. Se detenía, apuntaba, disparaba y volvía a correr. Veía caer a compañeros, pero él sabía que no moriría. No antes de culminar sus propósitos. Buscó la espalda del capitán Miguel Arias. Él sería el primero en pagar. Le veía mover su corpulento cuerpo, escaqueándose a derecha e izquierda, agitando su brazo derecho hacia delante y gritando arengas. El hombre puso rodilla en tierra y encaró el fusil. La espalda del capitán era un blanco tentador, pero él buscó la cabeza, donde nadie extrañaría el impacto. Amartilló. Pero el dedo se aquietó en el gatillo. Aunque el fragor era ensordecedor, él estaba aislado en un silencio interno, con pleno dominio sobre sus emociones. Pero las acciones eran fulgurantes. El capitán se movió y las posibilidades de acierto se esfumaron. Volvió a correr agazapado y buscó otra ocasión de disparo. Por segunda vez el gatillo no alteró su posición. Se dio cuenta con alarma de que no podía dispararle. El capitán Arias era un valiente. Ahí estaba, enfrentando las balas, dando ejemplo de sintonía con el deber asignado. No era mala persona, no podía serlo quien estaba comprometido en la liberación del pueblo oprimido. Nada que ver con los otros dos cabrones, Amador y José, que ahora estarían bien guarecidos en el pueblo, rezando para que ganaran los facciosos y seguir con sus formas de vida. Era campechano, amistoso, carente de egoísmo personal. Quien le trataba, quedaba prendado por su simpatía. Quizá por su falta de ambición originó el drama, por el que debía ser castigado. Se levantó y siguió tras él. De nuevo intentó ejecutar su plan. Lo había jurado, pero supo que no podía hacerlo. No hoy. Algo desconocido se lo impedía. Quizá más adelante. Volvió a la realidad del momento. Los hombres avanzaban, disparaban y morían inmersos en ese enloquecido estruendo. La puntería de los moros y de los tricornios era temible. Vio a dos murcianos caer, sus pechos cubiertos por cananas de ajos y sus ojos llenos de adolescencia. Miró a su izquierda. Vio estallar la cabeza de un brigadista inglés. El cuerpo sin cabeza, aventada por la granada, avanzó unos pasos antes de desplomarse. Un poco más allá, César avanzaba como un gamo. Se volvió a mirarle y notó la simpatía de su rostro simiesco antes de que estallara como si le hubieran echado un vaso de tinta roja encima de la cara. Lo vio desplomarse sin soltar el arma. Miró a su derecha. Su amigo enfrentaba su propia situación avanzando y disparando. Tuvo un momento de indecisión. No sintió entrar la bala, sino el golpe por el impacto. Tuvo un acceso de rabia antes de la repentina oscuridad.

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