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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (46 page)

BOOK: El tiempo escondido
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»Sin vacas no hay estancias. Y en estas tierras, que no se llamaban Argentina, no había vacas. Desde Asunción las trae Hernandarias, yerno de Juan de Garay, el refundador de Buenos Aires. Las trae por tierra, en el último cuarto del siglo XVI, en una epopeya de poblamiento ganadero sin precedentes, arreándolas desde lo que ahora es Paraguay, entonces perteneciente, como todos los territorios situados al sur, al Virreinato de Lima. Por eso es que las primeras estancias surgen en el norte de Argentina: Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos.

»Cuando en 1776 se constituye el Virreinato del Río de la Plata, para frenar la amenaza de expansión de Brasil y la penetración comercial inglesa, esta tierra seguía sin llamarse Argentina y estaba formada entonces por Tucumán, Río de la Plata, Paraguay, Uruguay y el Alto Perú, ahora Bolivia. Teniendo como capital Buenos Aires, que ya para entonces era una gran población. Tras la independencia, que termina en 1824 con la derrota de los realistas en Ayacucho, los criollos miran hacia el otro lado de la frontera. Quieren las tierras del indio, imprescindibles para la expansión. La paz conservada durante la colonia se rompe, porque en esas interminables planicies no hay indios desorganizados, sino el Ranquel, tan fieros como los araucanos de Chile. Se inician las campañas de conquista. El ejército construye fortines a medida que avanza hacia el oeste y el sur, protegiendo los asentamientos de los blancos. Fue una lenta e imparable conquista del territorio indio, absolutamente igual a la conquista del Oeste norteamericano, que todos conocemos al detalle por las inacabables películas sobre el
western
. Coincidieron, además, en el tiempo. Pero esa epopeya, hecha por militares y colonos argentinos, no ha sido divulgada, con lo que esa parte de nuestra historia es prácticamente desconocida por el mundo, incluso por muchos argentinos, lo que en cierto modo es bueno, porque así se ignoran las salvajadas que acá cometimos con los verdaderos dueños de estas tierras, los indios autóctonos. ¿Resulto aburrida?

Negué con la cabeza. Eva tiene voz agradable, igual que el resto, además de que me interesaba lo que contaba.

—Con los malones, los indios defendieron tenazmente su forma de vida que, por otra parte, era la misma que deseaban los criollos porque se basaba en la posesión del ganado vacuno salvaje, que ambas partes querían controlar. Era un medio de existencia similar, pero bajo conceptos diferentes. Para el blanco, los miles de vacunos cimarrones suponían una verdadera fortuna en pieles. Para el indio, como el bisonte para las tribus de Norteamérica, el ganado silvestre era su medio de vida. Fue una guerra dura y salvaje, interrumpida por las guerras civiles, hasta que en 1879 se inició la definitiva Conquista del desierto, que duró hasta el 85, en la que no hubo tibiezas ni consideraciones. Sólo podía haber un vencedor y no hubo dudas de quien sería. Se inició en una primera fase llamada Campaña del Desierto, bajo el mando directo del general Roca, ministro de la Guerra. Fue tan eficaz que a su regreso le dieron la presidencia del país. Los indios fueron masacrados sin piedad y exterminados como nación. Los sobrevivientes al genocidio malviven hasta su extinción en poblados incivilizados, para nuestra vergüenza y oprobio.

»Es a partir de ahí cuando tiene lugar el estallido de las estancias, su desarrollo, fundamentalmente al suroeste de Buenos Aires, la Pampa y la Patagonia. Con repartimientos por parte del gobierno, normalmente con el fortín como centro, si bien ya no como símbolo militar sino como núcleo, incluso urbano. Irrumpe entonces el pampero auténtico, el gaucho de la imagen. La ganadería se multiplica. Y con las saladoras primero y con los frigoríficos después, Argentina se sitúa en un primer nivel mundial en la exportación de carne… hasta las vacas flacas.

—Veo que conoces bien la historia de tu país.

—Realmente ignoraba los hechos contados. Tu visita hizo que me pusiera al día. Respecto a la estancia de tus investigados, su estudio resalta un hecho sorprendente: Con la llegada de los Guillen se acometen infraestructuras claramente orientadas al turismo. Pero mejor empiezo por el principio.

—Restá poco por llegar —dijo Carlos.

—Resumiré. En 1860 un criollo emparentado con descendientes de generales de San Martín, compra un enorme predio de más de veinte mil hectáreas, donde comienza la crianza de ganado caballar y vacuno para el ejército. Construyó un Casco y un galpón para los arrieros. Eso fue lo único en que gastó plata, ya que los animales se alimentaban en las pasturas naturales, a cielo abierto. Sus descendientes fueron dos hijos, que no eran hombres de campo sino enamorados de la milicia. En las guerras de conquista contra el Ranquel, uno de ellos murió. Dada la desmesura de la finca, decidieron parcelarla. En 1895 un joven porteño entusiasta, Alberto Mendoza González, adquiere cuatro mil hectáreas y las bautiza El Guaremalito. Tiene poco más de treinta años y está casado con una argentina. Intenta demostrar su valía en el campo y su confianza en las infinitas posibilidades de la desmedida pampa. Está hastiado de la gran ciudad. Amplía la cabaña con camélidos y construye un saladero propio. Les nace una hija, a la postre única. Por iniciativa de la mujer, y siguiendo la tendencia que había entonces hacia lo inglés, aparta cien hectáreas y las dedica a bosque con especies arbóreas que trae de distantes lugares de Argentina. Cada vez necesita más gente. En 1920 aparece un mocetón de veintiún años, procedente de Asturias, de España, Marcelino Riestra Peláez. No era un emigrante normal en busca de fortuna sino un escapado de vuestra guerra del Rif. No quiso que su cuerpo se pudriera en la tierra del moro. Austero y trabajador, algo más tendría el muchacho, porque entra de resero y en pocos años ya es mayordomo. Era mozo bien plantado y sucedió lo normal en esos casos. En 1925 casó con la hija del amo. Para cuando llegan los Guillen, Marcelino ya es el dueño y tiene una familia feliz con hijos de quince y trece años. Marcelino había introducido pastos artificiales, chanchos y frigoríficos. La finca tiene ya casi ocho mil hectáreas.

»En la década de los 40, el campo argentino entra en depresión. Tras la guerra mundial, Estados Unidos se convierte, junto a Australia, en fuente de exportación barata para el mundo de vacunos y ovinos. Pero El Guaremalito aguanta. En 1944, Leandro pasa a ser socio de Marcelino. No se sabe dónde obtuvieron la financiación o a qué acuerdos llegaron. Es a partir de ahí cuando comienzan las mejoras y variaciones en la estancia, con vistas a crear infraestructuras para el turismo, actividad en la que se les puede catalogar como pioneros. El parque–bosque se duplica a doscientas hectáreas, se construye una casa para visitantes y otra para la familia Guillen. En 1960, los socios deciden separarse en armonía. Está en el anuario cuyo reportaje les mencioné anoche. A partir de ese momento hay nuevos cambios. Aunque el turismo no es rentable, alguien es tozudo en su creencia como fuente de recursos. Construyen el fortín, que nunca hubo, ni siquiera provisorio, porque la hacienda está arriba del río Salado, donde no hubo malones. Construyen la iglesia, derriban la casa para visitantes y construyen un palacio, que ahora veremos, con seis suites, catorce dobles y dos sencillas, todas con baño dentro, ¡entonces!, y música individual. El Casco lo restauran y amplían, construyen pistas para bicicletas. El parque vuelve a ampliarse, esta vez a trescientas hectáreas, con nuevas especies botánicas. Dejan una cabaña con equinos para el turismo. Queda sólo la cría bovina con alimentos naturales eliminando los sintéticos. Se eliminan los frigoríficos porque se suprimen las matanzas. Hay una pequeña manada de burros campando en libertad a los que no se somete a trabajo alguno. Una rareza. Hay circuitos en la finca para carretas donde se recorre la estancia como durante los tiempos del Camino Real al Alto Perú. Finalmente, ya en esta década, se ha instalado una pequeña pista con una avioneta propia. Los turistas tienen la oportunidad de ver desde el cielo esta propiedad y toda la zona. Hoy día es una de las estancias más visitadas. Se anuncian de forma elegante —me alcanzó un folleto— y no es fácil conseguir plaza. Ya ves vos: hicimos reservación hace veinte días, y en lista de espera. Alguien falló y pudimos venir. Quizá por el interés de vos yo veo algo extraño en esta gente.

—¿Qué es lo extraño?

—Construir una iglesia. Nunca la hubo. El asturiano nunca la necesitó. Llega Guillen, anarquista declarado. ¿Ves normal que construyeran la iglesia? ¿Y lo de los burros? ¿Y las vacas comiendo en pasturas naturales?

—¿Sos vos la policía ahora? —dijo Carlos—. Nada raro hay en lo que decís. La mejor carne es la de vaca que come en el campo. Y lo demás, bueno, la gente tené sus manías. Quizá lo único raro fue su visión futurista sobre el turismo.

—Tampoco es raro —tercié—. A mediados de este siglo, el turismo ya no era novedad en España. Nos llegaron a millones, que ya vagaban por Italia, Francia y África desde hacía años.

—¿Millones en España en los cincuenta? ¿Había infraestructuras?

—Algo que se llamó Información y Turismo. Fue eficaz.

—Aquí no hubo nada hasta hace poco. Por eso sorprende lo de El Guaremalito.

San Antonio de Areco está a unos ciento treinta kilómetros de Buenos Aires. Hay varias estancias. Nos dirigimos a la nuestra, muy a las afueras de la pequeña población. Eran las 9.05 cuando pasamos la tranquera e hicimos valer nuestras reservas en la recepción. Ya a esas horas el sol tenía modales de enemigo. Nos orientaron hacia un palacio que se adivinaba entre un frondoso parque. El palacio consta de tres plantas y es armonioso, con balconadas que rodean el exterior. Dejamos el coche bajo unos árboles, en una zona de aparcamiento. En una pequeña oficina de la entrada nos atendió una deslumbrante joven, toda dientes. Cuando estábamos con los trámites, aparecieron cuatro hombres. El mayor, delgado, de baja estatura, provisto de una elegancia natural y por encima de los sesenta años.

—Encantado de recibirles —dijo, ofreciendo una mano pequeña y cuidada—. Me llamo Luis Guillen y éstos son mis hijos Leandro, Manuel y Joaquín. Esperamos que pasen muy feliz estancia.

—Feliz estancia en la estancia —dije.

Mi rostro captó su mirada.

—¿Español?

—Sí —dijo Carlos—. Y como ves vos, confrontador de palabras.

—Iniciamos la visita en media hora, acá mismo.

El mayor de los hijos tenía estatura remolona, pero los otros dos eran auténticos bigardos. Uno de ellos nos acompañó a nuestras habitaciones. Todas se ubicaban alrededor de un patio central amplio como un claustro y con techado de vidrio. En el patio había exhibición de objetos y fotografías de las Pampas. Subimos al segundo piso por una ancha escalera de piedra verde claro, cuyas paredes mostraban grandes fotografías en blanco y negro y color de escenas de campo, paisajes arbóreos, montañosos y nevados.

El cuarto era amplio, luminoso, con cama grande, televisor y minibar. Como un hotel. Pero el diseño de las paredes y el suelo se impregnaba de esencias de tiempos escapados. Salí al mirador sin cristales. El parque se extendía por el lado este que lo aglutinaba de verdor. En el lado oeste no había parque, sino líneas de árboles caminando hacia la iglesia que se identificaba por su espadaña. Más allá, una fila de espectaculares ombúes tapaban el mangrullo del fortín. A un lado, hacia el norte, una alfombra verde se desparramaba salpicada por grupos de arbustos. En el centro, a unos trescientos metros, se levanta una casona de dos plantas de estilo colonial. Entré, cogí unos prismáticos y miré. La casa se me echó encima. Del suelo a la mitad, es de piedra, con un amplio porche–terraza en la entrada, también de piedra, con una impostada segunda planta de madera. Los balaustres del antepecho del balcón y balconadas eran también de madera, estilo castellano puro y tan bellos como los de las casas de la plaza de Armas de Lima, por lo que deduje que eran auténticos originales. No pude ver a nadie a través de los ventanales. Más allá el horizonte sin árboles, se desdibujaba en una neblina producida por el reverberar del sol. Unos niños correteaban por el césped y algunas mujeres jóvenes paseaban por entre los rosales. Volví a mirar el parque. Reconocí álamos, araucarias, arces, cedros, fresnos y laureles negros, no encimados unos sobre otros. A través de ellos se vislumbraban paseos que acababan en grandes claros con fuentes ornamentales cuyos surtidores jugaban con la luz y arrullaban blancas esculturas. Era un verdadero jardín botánico, con sus horneros disfrutando de una naturaleza domada.

Nos reunimos con un grupo formado por italianos, gringos, franceses y argentinos. En total dieciséis personas, todas parejas menos yo y una francesa llamada Annick Ratet, de la zona de Poitiers. Había una pareja de Toledo, que se mostraron muy contentos al conocerme. Él se llamaba Jesús Catalán y tenía una fábrica de ventanas de PVC. Celebraban el décimo aniversario de su boda. Salimos y caminamos hacia tres carretas altas de cuatro ruedas, como las que había antes de la llegada del ferrocarril y se usaban para trasladar todo tipo de mercancías. Nos acomodamos en ellas y partimos hacia la iglesia. Al llegar, descendimos todos. Quedé el último, parado, mirando.

—Id —dije a mis amigos—, me reúno ahora con vosotros.

Mientras el grupo se alejaba hacia la entrada, reconocí la iglesia. Caminé despaciosamente y luego la rodeé. Estaba construida en terreno llano y era más pequeña, pero similar a la de San Belisario, en la lejana Prados de Asturias. Aunque era nueva, se apreciaba el intento de alguien por cubrirla con la pátina de un tiempo que no era el suyo. Distintos bloques de fábrica, pero la misma solidez concentrada. Destacaba porque el paisaje le era ajeno. Faltaba la tierra húmeda, el musgo reiterado, las raíces carcomidas y el olor de siglos. Entré en la construcción. El mismo zaguán antes de las puertas de acceso a la nave. Las empujé. Joaquín Guillen explicaba cómo y cuándo se construyó.

—¿Cómo se llama el santo? —pregunté en una pausa.

—San Belisario.

De allí fuimos al fortín. Habían construido una empalizada de adobe, con el alto mangrullo, que es una atalaya desde donde se espiaban las rastrilladas de los indios, en la que flameaba la bandera argentina. Es un gran recinto, en el que se ubican tres ranchos de adobe con techos de puna, vigilados por algunos cañones auténticos de la época de la Conquista del Desierto. En su interior, aperos, muebles, todo de la época. Fusiles, pistolas, lanzas, cuchillos y demás colgaban de las paredes. Aunque no soy impaciente, el tiempo se me hacía largo. Nos llevaron después al marcado de reses. Tardamos bastante en llegar y eso que pusieron las carretas al trote, porque está muy distante de la zona norte. Allí vimos pastos tan altos que el ganado se hunde en ellos hasta la panza. Observé que, junto a unos caballos, había un grupo de borricos que pacían y se movían con total libertad. Más tarde, la inevitable comida criolla de asado de vacuno. En unas parrillas de hierro rectangulares, unas junto a otras formando hileras de varios metros, pedazos de carne roja. Debajo, brasas crepitando. El cocinero, en traje de charro, maneja los pinchos. Los cachos de carne ensartados son asados y, luego, los clavan en el suelo de donde se sirven a los comensales en largas mesas al aire libre, bajo unos techos y toldos de lona para no dialogar con el sol. Como siempre, y sin poder evitarlo, di la nota en el grupo, ya que no como carne. Pero lo tenían previsto y resuelto. Me obsequiaron con un dorado, pez de agua dulce, bien cocinado. Más tarde, nos regresaron a nuestras habitaciones para esperar la noche, aunque casi todos prefirieron solazarse en la cinematográfica piscina de rugiente cascada, donde mujeres y niños de la familia se divertían.

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