Authors: Andrea Camilleri
—Pasado mañana podrá irse a casa. Antes de que se vaya, vendré a despedirme.
Él no notaba nada, sólo se sentía un poco aturdido. Llamó a Adele.
—Lo sé todo —le dijo ella alegremente—. La operación ha ido muy bien.
¿Cómo se las había arreglado para saberlo?
—¿Quién te lo ha dicho?
—He llamado a De Caro.
—¿Lo conoces?
—No. Pero su mujer pertenece a nuestra asociación. Pasado mañana irá a recogerte Giovanni. Llámalo cuando estén a punto de darte el alta. Por desgracia, yo tengo una reunión a la que no puedo faltar; de lo contrario iría. ¿Tienes a mano el talonario de cheques?
Siempre exacta y atenta su mujer. Dios nos libre de que se retrasara en un pago, faltara a una cita, llegara tarde, se olvidara de algo por nimio que fuera. Y sobre todo, siempre con el atuendo adecuado para la ocasión. Le entraron ganas de no afeitarse; así, en cuanto lo viera, Adele le dirigiría una mirada de reproche.
Al día siguiente hubo una desagradable novedad. La enfermera lo despertó a las siete de la mañana, cuando él pensaba quedarse acostado hasta muy tarde porque estaba convaleciente y aún se sentía débil.
—¿Qué pasa?
—Hay que repetir las radiografías.
¡¿Cómo?! ¿Empezaban otra vez? Más que preocuparse, se puso nervioso.
—¿Puedo saber por qué?
—A mí no me lo pregunte. Yo hago lo que me dicen que haga. ¿Necesita ir al lavabo?
—Sí.
—Vaya, pero no se lave. Lo lavaré yo. No debe permanecer demasiado rato de pie.
A aquellas alturas, la vergüenza ya era un lejano recuerdo.
Por la tarde no lo molestaron. Si hubiera querido, habría podido trabajar con los papeles de las sociedades financieras, pero no tenía ganas. ¿Qué significaban aquellas nuevas radiografías? ¿No le habían hecho ya de todo el cuerpo, incluidos los pulmones? ¿Por qué esta vez se habían limitado a los pulmones? ¿Qué buscaban? ¿Había complicaciones? En determinado momento no resistió más y llamó a la enfermera.
—¿Podría hablar con el profesor De Caro?
—Por regla general, ningún paciente puede requerir al profesor. Y aunque yo quisiera hacer una excepción, no podría: el profesor está operando.
Sin embargo, ahora le había entrado una angustia insoportable. ¿Cómo trataban así a un enfermo, sin darle ninguna explicación? ¿Y si llamaba a Adele para que solicitara información? No, no era el caso.
Recordó a Caruana. Tuvo la suerte de que se lo pasaran enseguida.
—¿Qué hay? Todo bien, ¿no? De Caro es un amigo, me tiene informado.
—Iba bien. Pero esta mañana han vuelto a sacarme placas de los pulmones.
—¿Y bien?
—Quisiera saber por qué.
—¿Quieres que se lo pregunte a De Caro?
—Te lo agradecería. En este momento está operando.
—Eso significa que hablaré con él dentro de un par de horas. Quédate tranquilo, que en cuanto tenga noticias te llamo al móvil.
Pero Caruana no llamó, y cuando él lo telefoneó a su casa sobre las diez de la noche, su mujer le dijo que aún no había regresado. Marcó el número del consultorio y el teléfono sonó en vano. Lo llamó al móvil y estaba apagado.
Pasó una noche infame.
Por la mañana, se levantó de la cama a las siete sin que ninguna enfermera lo hubiera despertado. Eso lo tranquilizó bastante. Significaba que no habría contraórdenes, que en cuestión de unas horas saldría. Fue al lavabo, se lavó, se afeitó, se vistió, recogió sus efectos personales y los guardó en la maleta, incluidas las dos carpetas.
A las ocho menos diez volvió a llamar a Caruana. Esta vez el teléfono sonó un buen rato en vano. ¿Sería posible que tampoco su mujer estuviera en casa? ¿O es que Caruana no quería hablar con él?
No tuvo el valor de llamarlo al móvil. Seguro que lo tendría apagado. Después, sin saber qué hacer, se sentó y encendió el televisor por primera vez en todos aquellos días.
A las nueve se presentó en la habitación una guapa joven que no iba vestida de enfermera.
—El profesor lo espera en su despacho dentro de media hora. Puede dejar la maleta aquí. La mandaré bajar a la recepción. Si entretanto quiere pasar por administración...
Se alegró. Si lo dejaban salir es que las radiografías de la víspera las habían hecho en vano. Por consiguiente, si Caruana no lo había llamado ni había contestado a sus llamadas, significaba simplemente que estaba demasiado ocupado. La factura ya estaba preparada. Firmó un talón, pidió que le explicaran dónde estaba el despacho del profesor, tomó el ascensor, bajó dos pisos, encontró la puerta y llamó con los nudillos. Una voz femenina le dijo que entrara, y se encontró delante de la guapa chica de antes, sentada detrás de un escritorio.
—Voy a ver si el profesor puede atenderlo.
Se levantó, abrió una puerta y la cerró a su espalda. Volvió a salir un minuto después.
—Pase.
D
e Caro se levantó, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Estaba escribiendo a pluma en el talonario de recetas.
—Sólo un segundo y estoy con usted.
Pero él no consiguió esperar.
—Disculpe, profesor, pero ¿por qué ayer volvieron a hacerme radiografías de los pulmones?
De Caro actuó como si no hubiera oído la pregunta y pasó cinco minutos escribiendo. Después dejó la pluma, se recostó en el asiento, lo miró y finalmente decidió hablar.
—Mire, antes de dar de alta a un paciente, tengo la costumbre de repasar muy bien todo lo que le hemos hecho en la clínica. Análisis, exámenes, chequeos pre y postoperatorios. No se trata de un vistazo, no: yo miro los resultados de los exámenes como si todavía tuviéramos que operar. ¿Está claro?
—Clarísimo.
—Bien, anteayer por la tarde, mientras releía todo lo que le concierne, reparé en una pequeña nota de Santangelo, el radiólogo. Decía precisamente que, antes de darle de alta, sería oportuno someterlo a un nuevo examen. Eso es todo.
—Sí, pero ¿por qué?
—En las primeras radiografías, Santangelo había observado una sombra, muy pequeña, que no lo convencía. Por eso aconsejaba una comprobación.
—¿Y cuál ha sido el resultado?
—Que efectivamente hay una sombra. Usted no es fumador, ¿verdad?
—Dejé el tabaco hace diez años.
—Y de sus declaraciones se desprende que nunca ha sufrido catarros agudos.
—No.
—Ni pulmonías, pleuritis, bronquitis.
—Exacto. Profesor, ¿no podría ser más claro?
—Mi deber es ser siempre claro. Nosotros suponemos, pero es sólo una suposición, que conste, una simple suposición, que quizá se trate de una metástasis.
Él sintió que se hundía, con toda la silla, bajo tierra. En un instante quedó empapado de sudor. Incluso le resultaba imposible abrir la boca. Permaneció inmóvil, mirando a De Caro con los ojos como platos. El doctor advirtió su temor.
—Con la misma franqueza, he de decirle que, en el desgraciado caso de que se tratara de una metástasis, podríamos operar con relativa facilidad, dada la situación y la dimensión.
—¿Qué... qué tengo que hacer?
—De momento váyase una semana a casa, descanse y después regrese aquí. Le haremos otras radiografías para las cuales no será necesario ingresarlo. Y sobre todo, métase en la cabeza que la nuestra es, en el estado actual, una simple suposición. —Le tendió dos hojas de papel—. Aquí le he escrito los medicamentos que necesita. Tiene que empezar hoy mismo. En esta otra hoja están las instrucciones.
Giovanni detuvo el coche cerca de una farmacia y bajó con la receta para comprar las medicinas.
«O sea —pensó él con amargura mientras esperaba—, que la enfermedad me ha convocado por sorpresa a prestar servicio. Ahora me concede una semana de permiso como premio, pero inmediatamente después tengo que presentarme de nuevo en el cuartel. ¿Me darán la licencia o me obligarán a prestar servicio permanente?»
Giovanni regresó con una bolsita de plástico y volvieron a ponerse en marcha. Para pasar el rato, él examinó las cajas de los medicamentos. Había también unas inyecciones que debían ponerle dos veces al día.
—Giovanni, ¿conoce a alguna enfermera?
—¿Para la noche, señor?
—No, para poner las inyecciones.
—Ah, creo que de eso ya se ha encargado la señora.
Él se inquietó. Era evidente que Adele había llamado la víspera a De Caro y ya sabía cómo estaban las cosas. Por otra parte, mejor así: no lo sometería a interrogatorios.
Habían llegado. Giovanni cruzó la verja de la villa y detuvo el coche al pie de la escalera trasera.
—¿Puede subir, señor? ¿Quiere que lo ayude?
—No necesito ninguna ayuda —contestó irritado.
Subió despacio, apoyando el peso del cuerpo en la barandilla. Se sentía destrozado, no a causa de la operación sino de las últimas palabras de De Caro. Se encontraba todavía a mitad de la escalera cuando el criado lo alcanzó con la maleta en la mano, tras haber metido el coche en el garaje.
Nada más entrar en casa, se disponía a girar a la izquierda para dirigirse a su dormitorio cuando lo detuvo la voz de Giovanni.
—Al otro lado, señor.
—¿Por qué?
—Anoche la señora nos hizo cambiar los muebles de sitio.
Pero ¿qué se le había pasado por la cabeza a su mujer? ¿Quería que volviera a acostarse con ella en el dormitorio matrimonial? La puerta eternamente cerrada, la que separaba los dos apartamentos, estaba abierta de par en par. Entró y empezó a recorrer el pasillo, pero a los tres pasos el criado lo invitó de nuevo a detenerse.
—Por aquí, señor.
Adele había mandado trasladar los muebles de su dormitorio a la habitación de Daniele.
La sorpresa fue tan grande que la cabeza le dio vueltas. Tuvo que sentarse en la butaca; la debilidad estaba convirtiéndolo en una brizna de hierba: bastaba un soplo de viento para doblarlo.
—¿Y Daniele?
—La señora ha decidido que el señorito se aloje en el otro apartamento, en la habitación donde dormía usted.
—Tráigame un poco de agua, por favor.
No necesitaba beber sino alejar un poco al criado. Porque se le había formado un nudo en la garganta y se le habían humedecido los ojos.
* * *
En el duermevela, notó que algo se le posaba en la frente. Y después reconoció los labios de Adele. No quiso abrir los ojos. Desde hacía mucho, su mujer había perdido la costumbre de besarlo. En otros tiempos, antes de salir de casa o cuando regresaba, lo besaba siempre, jamás dejaba de hacerlo. Nada especialmente afectuoso, sólo un gesto amistoso. Después, ya no había hecho ni siquiera eso.
A continuación advirtió que ella salía de la habitación con sumo sigilo para no despertarlo. Al poco rato, la oyó regresar. Entonces abrió los ojos.
Adele se encontraba inmóvil en medio de la estancia, mirándolo. En cuanto vio que se había despertado, se le acercó sin hablar, se puso de rodillas y apoyó una mejilla en el dorso de su mano.
¿Qué le estaba ocurriendo a su mujer? ¿Sería posible que, a fuerza de regar, hubiera brotado un pequeño retoño en el desierto?
En aquel momento entró Daniele, quien, al verlos de aquella manera, se detuvo, cohibido. Adele también lo vio, pero no cambió de posición.
Fue él quien habló en primer lugar.
—¿Cómo te va, Daniele?
El muchacho se recuperó.
—¡Más bien cómo te va a ti, tío! ¡Qué alegría volver a verte en casa! Espero que te encuentres bien en mi antigua habitación.
—Y tú en la mía.
—Tía, quería avisarte de que almorzaré en el comedor universitario.
Ella levantó ligeramente la cabeza.
—De acuerdo, Daniele. Adiós.
Y volvió a apoyar la mejilla sobre la mano de él.
—Así no estás cómoda.
—Déjame estar así un poquito.
A él le entraron ganas de reír. Pero ¡qué retoño ni qué niño muerto! ¡El desierto seguía tan estéril como siempre!
Había comprendido la finalidad de la representación. Porque de eso se trataba, de una representación destinada a un solo espectador: Daniele. Adele, al salir de la habitación después de haberlo besado, debía de haber oído que el muchacho se acercaba a su apartamento y había vuelto a entrar para interpretar el papel de la esposa preocupada, fiel y cariñosa. Era también una justificación para el alejamiento del amante. Esencialmente estaba diciéndole: «Ahora que mi marido está enfermo, cada cual tiene que regresar a su papel.» Por lo menos durante la semana en que él permanecería en casa.
—¿Por qué me has trasladado aquí?
—Porque aquí es más cómodo.
—¿Más cómodo para qué?
—Si de noche te ocurre algo, yo estoy a dos pasos —contestó al tiempo que se levantaba—. Me llamas y vengo. Ah, oye, he deshecho la maleta. Había dos carpetas que he puesto encima del escritorio de tu estudio.
Se había olvidado por completo de los papeles de Ardizzone. ¿Qué hacer? ¿Llamarlo para decirle que tendría que retrasar el examen financiero? Después pensó que no sería necesario. Seguro que el eficiente joven Ardizzone estaba constantemente al corriente de su estado de salud a través de Adele.
—¿Quieres comer en la cama o te sientes con ánimos para bajar?
—La verdad, no me siento con ánimos para comer.
—Pero debes hacer un esfuerzo. De Caro no me ha aconsejado nada más. Te he mandado preparar un caldito con un huevo. ¿Qué prefieres?
—Bajaré.
—Muy bien. Pues entonces quédate a descansar un ratito. Dentro de un cuarto de hora viene la enfermera.
Y se retiró.
Poco después oyó su voz. Estaba utilizando el teléfono de la mesita de noche del dormitorio. ¡Qué extraño! A pesar de que en medio estaba la pequeña habitación en que Adele lo había hecho dormir con la excusa de que roncaba, si aguzaba bien el oído podía distinguir algunas palabras.
—...cambiar el horario... no puedo... mi marido... de acuerdo... procura comprenderme...
La enfermera que tenía que ponerle la intravenosa se presentó con cierto adelanto. Y con ella estaba Adele, que se pasó todo el rato mirando en silencio.
En la mesa, cerrando los ojos para no ver el contenido del plato, consiguió tragarse la sopa.
Después se acostó para recuperar un poco el sueño perdido la víspera. Y con el sueño abrigaba la esperanza de recuperar también un poco de fuerza. Pero ¿qué era esa debilidad que lo había asaltado tras la operación y que lo hacía sentirse cansado incluso cuando sólo estaba de pie?