Authors: Andrea Camilleri
Adele lo despertó a las cinco y media.
—Perdona, pero tienes que tomar la pastilla.
Aturdido, sin reparar en qué habitación se encontraba, se incorporó a medias y alargó una mano. Se metió el comprimido en la boca y entonces Adele le tendió un vaso de agua.
Con una bata blanca, habría sido una enfermera perfecta.
—Sigue en la cama si te apetece. Total, la otra inyección es a las siete.
Y a las siete regresó con la enfermera. Se quedó mirando en silencio, tal como había hecho por la mañana.
Pero ¿por qué se sentía obligada a asistir a algo tan trivial como la administración de una inyección intravenosa?
Aquella noche, quizá porque había dormido mucho por la tarde, se despertó poco después de las tres. La habitación de invitados, es decir, la de Daniele, donde ahora lo habían colocado a él, tenía el cuarto de baño justo delante. Fue al baño, pero cuando volvía a la cama observó que a través de la puerta del dormitorio de matrimonio, entreabierta, se filtraba luz. Fue a mirar de puntillas.
La cama estaba deshecha pero vacía. Regresó a su habitación y cerró la puerta. Evidentemente, Adele, tras acostarse, no había podido resistir más que lo justo y había ido a reunirse con Daniele.
O sea que se había equivocado: cada cual tenía que estar en su sitio sólo durante el día. De noche se podían intercambiar las camas y los papeles.
A la mañana siguiente fue Adele quien le llevó el café a la cama. Jamás lo había hecho en diez años de matrimonio.
—¿Tienes ánimos para ir solo al cuarto de baño?
—Sí. Ya fui anoche. Es más, te llamé, pero no me oíste. —Maldición. No había ninguna necesidad de decírselo. Se le había escapado sin pensar. Quizá la debilidad era no sólo física sino también mental.
—Qué extraño. ¿Qué querías?
Él respondió lo primero que le pasó por la cabeza:
—Una manzanilla.
—¿Qué hora era?
—Debían de ser las tres.
—Ah, creo que a esa hora yo también estaba en el cuarto de baño. Por eso no te oí. Podrías haberme llamado al cabo de cinco minutos.
—Por suerte me quedé dormido.
Pasó la mañana leyendo los periódicos que le llevó Giovanni. Sólo que, en contra de su costumbre, se negó a echar un vistazo a las esquelas.
Cuando llegó la enfermera, hubo un cambio. Quien llenó la jeringuilla fue Adele, que de vez en cuando miraba a la enfermera.
—¿Está bien así?
La que le ajustó la cinta, le buscó la vena y le puso la inyección fue Adele. Él no notó ninguna diferencia.
Cuando la enfermera salió de la habitación, él le preguntó:
—¿Por qué has querido ponérmela tú?
—De hoy en adelante, yo me encargo de ti.
—¿Y tus compromisos?
—No te preocupes. Me he organizado.
Aquella misma noche se despertó a las dos Y se 1e ocurrió hacer una prueba. Encendió la lámpara de la mesita de noche y llamó:
—¡Adele!
Ninguna respuesta. Entonces llamó más fuerte. Y esta vez oyó su voz:
—¡Voy! —Se presentó difundiendo a su alrededor el maravilloso aroma de la cama—. ¿Te encuentras mal?
—No. Sólo que no consigo dormir. Perdona si te he despertado. ¿Podrías hacerme una manzanilla?
—¡Pues claro!
E hizo algo más. Esperó, tumbada en la cama a su lado, a que se bebiera toda la infusión. De vez en cuando alargaba una mano y le acariciaba la frente.
Pero ¿cómo entender a aquella mujer? ¿Sería posible que, en cuanto llegaba a una convicción acerca de su esposa, bastara con que ella hiciera un gesto para mandarlo todo al cuerno?
La mañana del tercer día, a la hora de ponerle la inyección, Adele se presentó con una mujer que él no conocía. Varios años menor que su esposa, era extremadamente elegante.
—Perdona que haya venido con mi amiga Aurelia. No quería dejarla esperando abajo. Total, termino enseguida. —Y empezó a preparar la jeringuilla.
Él intentó levantarse de la butaca, pero Aurelia fue más rápida y se apresuró a tenderle la mano.
—No se moleste, por favor. Y perdone la intromisión, pero Adele...
Terminada la inyección, su mujer se inclinó para besarlo en la frente.
—¿Necesitas algo? Por desgracia, hoy tengo un compromiso a la hora de comer. Pero si quieres me quedo.
—¡Por favor! Ve, ve.
—Felicidades —le dijo Aurelia con una sonrisa.
—Gracias.
Segunda representación para disfrute de la amiga Aurelia, que sin duda lo comentaría con las otras amigas. «¡Vosotras no tenéis ni idea de cómo es Adele con su marido! Aparte de que ella misma le pone las inyecciones, ¡es tan buena, tan solícita, tan cariñosa! ¿Sabéis que parece otra persona?»
Por la noche, cuando Adele lo acompañó a la habitación, él decidió preguntarle lo que le rondaba por la cabeza desde la víspera.
—Mañana por la mañana... cuando te levantes... ¿puedo ir contigo?
Ella lo miró perpleja; no comprendía adonde quería ir con ella. Después lo recordó. Y sonrió.
—Pues claro que puedes. Te traigo el café, y después...
Y cumplió su palabra.
Como en los viejos tiempos, primero lo hizo asistir a la ceremonia y después participar en ella, entregándole el cepillo para el cabello. Él empezó, pero tuvo que sentarse enseguida. No se sostenía de pie. Ella actuó como si nada. Cuando pasaron al vestidor, Adele no tuvo la menor dificultad en elegir la ropa. Desde su regreso, él había observado que ya no se ponía ni pantalones ni vestidos de colores vivos. Faldas por debajo de la rodilla, blusas muy discretas, y siempre en tonos apagados.
—¿Me abres todo el armario?
—¿Por qué?
—Porque quiero ver tu guardarropa.
Ella abrió todas las puertas, menos la última de la izquierda.
—¿Y ésa?
—Es que ahí sólo tengo el vestido de novia, el negro y el traje gris.
—Abre de todos modos.
Advirtió enseguida que faltaba una prenda.
—¿Y el traje gris?
—Ah, ¿ése? Lo he enviado a una tintorería que me recomendó Gianna. Parece que conseguirán eliminar aquella mancha tan fea.
La mancha fea. La de la sangre de su primer marido.
La mañana del séptimo día le llevó el café. Se limitó a despertarlo.
—Te acompaño a la clínica.
—No te molestes, está Giovanni.
—Tengo que acompañarte yo.
Se había equivocado en la elección del verbo. Debería haber dicho «quiero» en lugar de «tengo».
Esta vez la representación tendría un mayor número de espectadores: los enfermeros, los médicos, el propio profesor De Caro.
—Y la maleta ya está preparada.
—¿Qué maleta? De Caro me dijo que...
—Ya, pero lo ha pensado mejor. Quizá tenga que retenerte unos cuantos días más.
Salió de la clínica diez días después. Adele había conseguido, tras insistir mucho, que le colocaran una camita en la misma habitación, para no abandonarlo ni siquiera de noche.
Tras haberlo examinado y vuelto a examinar, al tercer día de hospitalización De Caro fue a decirle que había que operar.
La noticia no lo sorprendió. A aquellas alturas estaba convencido de que su enfermedad era mucho más grave de lo que quería hacerle creer De Caro, el que presumía de hablar siempre con claridad.
—Mire, le expongo la situación sin medias tintas. Pese a todos los chequeos a que lo hemos sometido, no conseguimos saber con exactitud cuál es la naturaleza del daño pulmonar. Hemos llegado a la conclusión de que lo único que se puede hacer es abrir y ver.
Durante la explicación del profesor, Adele le apretaba la mano tan fuerte que le hacía un poco de daño.
—Pero ¿y tus compromisos? —le preguntó él una tarde.
—No te preocupes. He conseguido que me sustituyan provisionalmente.
Claro que el hecho de sentirla tan cercana constituía un gran alivio.
Al cuarto día se presentó Daniele. En aquel momento él estaba solo; Adele se había ido a casa para solventar ciertos trámites.
—Te veo muy bien, tío. He venido a saludarte y darte las gracias por todo. De vez en cuando te visitaré.
—Pero yo espero no tener que quedarme en la clínica...
—No decía aquí, tío, sino en tu casa. Me he mudado a un pequeño apartamento que me ha encontrado la tía. Estaré allí hasta que tú te recuperes del todo.
No parecía muy contento.
Adele le había notificado la orden de desahucio.
—
N
o ha habido necesidad de operar —le dijo Adele, sujetándole la mano en cuanto se disipó un poco el atontamiento de la anestesia.
Él aún no podía hablar, así que le preguntó con los ojos por qué no lo habían operado.
—No era una metástasis. Te han abierto inútilmente.
Él hizo un gesto que Adele volvió a interpretar debidamente.
—No; han hecho bien. De lo contrario, habría quedado la duda.
—Pero entonces, ¿qué era... aquella sombra? —logró preguntar haciendo un esfuerzo.
—Me lo han explicado, pero me temo que no lo he entendido bien.
Él le apretó la mano tan fuerte como pudo, invitándola a continuar.
—Me han dicho que es como un grumo que se ha formado y que tratarán de disolver con medicamentos. Pero me han advertido que será un proceso largo y debilitante.
¿Un grumo? ¿De qué? ¿Qué se podía coagular por ahí dentro? ¿Flemas? ¿Sangre? Pero en aquel momento era importante otra cosa. De nuevo con los ojos —porque pronunciar aquellas pocas palabras lo había cansado— hizo otra pregunta.
—Puedes estar tranquilo. De Caro dice que dentro de tres días como máximo podremos volver a casa.
Se quedó dormido, un poco más sosegado.
Por lo menos eso era bueno: la enfermedad le permitía desarrollar en paz el resto del servicio fuera de los rigores del cuartel-hospital.
Pero esa vez no fue a recogerlo Giovanni, ni Adele se ofreció para llevarlo en su coche. No era el caso.
—Estás demasiado débil. ¿Y si te me desmayas mientras conduzco? Por otra parte, De Caro quiere que lo hagamos así.
Dos enfermeros lo pusieron en una camilla y lo introdujeron en una ambulancia. Al llegar a casa, lo subieron en camilla al piso de arriba e incluso lo colocaron en la cama.
Y en casa encontró otra novedad: su habitación ya no era la de Daniele, sino que Adele había querido que volviera a ser, después de tanto tiempo, la de matrimonio.
—¿Y tú?
—Yo me he arreglado el cuartito de aquí al lado.
El cuartito al que antes lo enviaba a dormir porque roncaba demasiado, tras haber hecho el amor.
* * *
A partir de aquel día, Adele apenas salía de casa. Sus ausencias podían durar dos horas como máximo.
Ahora las inyecciones diarias se habían convertido en tres y siempre se las ponía ella.
—En nuestra casa no quiero que te toquen otras manos.
Y jamás fallaba el horario de un medicamento.
Él, a pesar de que siempre estaba tumbado, se sentía agotado y a menudo notaba una fuerte somnolencia. Una cosa muy rara, porque le sucedía a cualquier hora del día.
—Pero ¿por qué me encuentro así?
—De Caro dice que las posibles reacciones a este tipo de tratamiento son debilidad y somnolencia. No te preocupes.
Tranquilo. No te preocupes. No te alteres.
Eso le decía su mujer por lo menos diez veces al día. Y precisamente esas repeticiones, ya casi mecánicas, eran lo que no lo tranquilizaba, lo preocupaba y lo alteraba.
Podría haber hecho una cosa muy sencilla: telefonear a Caruana y exigirle la verdad. Una o dos veces cogió el móvil, pero en el último momento le faltó valor para marcar el número. Además, el hecho de saber o no saber la verdad, ¿qué cambiaba?
Ya no le apetecía hacer nada, le costaba leer los periódicos.
A su cerebro le costaba funcionar, como si les faltara lubricante a los engranajes.
Una mañana, sus ojos se posaron en una noticia de la crónica de sucesos. Un viejo capo mafioso, Giuseppe Torricella, había sido atropellado y muerto por un kamikaze callejero. ¿No le había dicho el
commendatore
Ardizzone que, para Torricella, un año sería muy largo de pasar? Así que la cuestión de las sociedades financieras era mucho más tortuosa de lo que él había pensado. Menos mal que... Y fue entonces cuando recordó las dos carpetas.
Adele estaba hablando desde el cuartito con el móvil. Como el tabique divisorio era de cartón piedra, él oía casi todo aunque la puerta estuviera cerrada.
—No... te lo pido por favor... con mi marido en estas condiciones no tengo valor... te lo repito, no... no seas estúpido... perdóname...
¿Algún amante que quería encontrarse con ella? ¿O quizá el mismo Daniele, a quien no había vuelto a ver desde el día en que fue a visitarlo a la clínica?
Adele terminó la conversación telefónica y abrió la puerta. Él la llamó.
—Dime.
—Habría que avisar a Mario Ardizzone. —Podía hacerlo él perfectamente, pero no le apetecía explicarle una situación que tampoco comprendía bien.
—¿El qué?
—Que todavía no puedo... Y que no sé cuándo... En resumen, que si quiere las carpetas...
—Pero ¡Mario ya se las ha llevado!
—¿Cuándo?
—El segundo día que estabas aquí.
—¿Mandó alguien a recogerlas o vino él?
—Vino él personalmente.
—¿Y por qué no entró a saludarme?
—Te habías quedado dormido y no quiso molestarte.
O sea que los Ardizzone lo habían liquidado sin pérdida de tiempo. ¿La muerte de Torricella podía ser una consecuencia de su enfermedad? O quizá habían encontrado en su lugar a otro que les daba mayores garantías. Por un instante experimentó la absurda alegría de haber caído enfermo.
Una mañana, Adele estaba poniéndole la primera inyección del día, y a través de la ventana abierta un rayo de sol le iluminaba la cabeza, ligeramente inclinada hacia delante, siguiendo el vaciado de la jeringuilla en la vena.
De ese modo él reparó en algo que le provocó un repentino sobresalto.
—¡Cuidado! —rezongó ella—. ¿Qué demonios haces?
—Perdona, he tenido un escalofrío.
Entre los cabellos rubios de Adele había por lo menos tres que eran inequívocamente blancos. Y observó también que el cabello no estaba tan bien cuidado como de costumbre; aparte de despeinado, debía de hacer varios días que no se lo lavaba. La miró con mayor atención.
Adele tenía una ligera pelusa en los brazos, y las uñas ya no relucían como antes. Claro que en la clínica no podía acicalarse, pero ya hacía tiempo que habían vuelto a casa. Por consiguiente, ¿cómo se explicaba aquello? Quizá la ceremonia matinal le habría llevado demasiado tiempo, le habría impedido dedicarse a él desde el momento de despertar.