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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (33 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—¿Sabe?, es extraño… Nadie hasta hoy había venido a preguntarme por Dima.

Había llegado a Norienko gracias a la doctora Florinda Valdés, que en México le mostró un artículo publicado en 1989 en una revista menor de psicología. Trataba el caso de un niño: Dimitri Karoliszyn
Dima.
Quizá el psicólogo ucraniano había esperado que ese estudio le abriera las puertas de una nueva carrera en un momento en el que todo se desintegraba inexorablemente a su alrededor. No fue así, y aquella historia permaneció enterrada junto a sus esperanzas y ambiciones, hasta ese momento.

Ya era hora de volver a sacarla a la luz.

—Dígame, doctor Norienko, ¿usted conoció a Dima personalmente?

—Por supuesto —el psicólogo juntó las manos en una pirámide, levantando los ojos en busca de un recuerdo—. Al principio parecía un niño como los demás, tal vez más agudo y mucho más silencioso.

—¿Qué año era?

—La primavera de 1986. En esa época, aquí, en el centro, estábamos en la vanguardia de la educación infantil de Ucrania, y quizá de toda la Unión Soviética —se complació Norienko—. Asegurábamos un futuro específico a los niños que estaban solos en el mundo, no nos limitábamos a ocuparnos de ellos como hacían en los orfanatos de Occidente.

—Tenían noticia de todos sus métodos, les sirvieron de ejemplo.

Norienko encajó satisfecho el cumplido.

—Después del desastre de Chernóbil, el gobierno de Kiev nos pidió que nos hiciéramos cargo de los niños que habían perdido a sus padres a causa de las enfermedades generadas por la radiación. Era muy probable que ellos también desarrollaran patologías. Nuestra tarea era asistirlos temporalmente y buscar a familiares que pudieran acogerlos.

—¿Dima llegó con ellos?

—Seis meses después del accidente, si no recuerdo mal. Era de Prípiat. Evacuaron su cuidad, que estaba en la zona de exclusión en torno a la central. Tenía ocho años.

—¿Permaneció mucho tiempo con ustedes?

—Veintiún meses —Norienko hizo una pausa, frunció el ceño, a continuación se levantó y se dirigió hacia un archivador. Tras una breve búsqueda, volvió a la mesa con un expediente con una portada beige. Empezó a hojearlo—. Como todos los niños de Prípiat, Dimitri Karoliszyn sufría enuresis nocturna y cambios de humor, consecuencia del estado de
shock
y del alejamiento forzado. Por ese motivo un equipo de psicólogos le hacía un seguimiento. Durante las entrevistas, hablaba de su familia: de su madre, Ania, ama de casa, y de su padre, Konstantin, que trabajaba como técnico en la central nuclear. Describía momentos de su vida juntos… con detalles que luego resultaron ser exactos —quiso subrayar esta última frase.

—¿Qué sucedió?

Antes de contestar, Norienko cogió un cigarrillo del paquete que asomaba por el bolsillo de su camisa y lo encendió.

—Dima sólo tenía un familiar que todavía estuviera con vida, un hermano de su padre: Oleg Karoliszyn. Tras varias averiguaciones, conseguimos dar con él en Canadá: el hombre estaba contento de poder ocuparse de su sobrino. Sólo conocía a Dima por haberlo visto en las fotos que le enviaba Konstantin. Así que, cuando le remitimos una imagen reciente para que pudiera reconocerlo, no imaginábamos lo que iba a ocurrir. Para nosotros era poco más que una formalidad.

—Pero Oleg afirmó que ese niño no era su sobrino.

—Así es… Y, sin embargo, Dima, a pesar de no haberlo visto nunca, sabía muchas cosas del tío, anécdotas de su infancia con el padre, y recordaba los regalos que le enviaba cada año por su cumpleaños.

—Y, entonces, ¿qué pensaron?

—Al principio, que Oleg había cambiado de idea y ya no quería ocuparse de su sobrino. Pero cuando nos envió como prueba las fotos del niño que le había ido enviando su hermano con los años, no podíamos creerlo… Estábamos tratando con un individuo distinto.

Un incómodo silencio se cernió unos instantes en la habitación. Norienko analizó la expresión imperturbable de su interlocutor para saber si lo consideraba un loco. Afortunadamente, éste habló.

—No se dieron cuenta antes…

—No había imágenes de Dima anteriores a su llegada al Centro —afirmó el psicólogo, levantando los brazos—. Se obligó a la población de Prípiat a abandonar rápidamente sus casas y sólo pudieron llevarse lo indispensable. El niño llegó aquí únicamente con la ropa que traía puesta.

—¿Y luego?

Norienko aspiró una profunda bocanada de humo.

—Sólo había una explicación: ese niño llegado de la nada había ocupado el lugar del verdadero Dima. Pero todavía hay más… No se trataba de la simple suplantación de una persona.

Al cazador le brillaron los ojos y un fulgor pasó también por la mirada de Norienko. Habría apostado a que se trataba de miedo.

—Esos dos niños no eran simplemente «parecidos» —puntualizó el psicólogo—. El verdadero Dima era miope, el otro también. Ambos eran alérgicos a la lactosa. Oleg nos dijo que su sobrino tenía una insuficiencia en el oído derecho a causa de una otitis mal curada. Sometimos a nuestro niño a un examen audiométrico, sin que supiera nada sobre ese particular. Resultó tener el mismo déficit auditivo.

—Podía fingir; en el fondo, los exámenes audiométricos se basan en respuestas que proporciona espontáneamente el paciente. Tal vez vuestro Dima sabía algo.

—Tal vez… —El resto de la frase se apagó en los labios de Norienko, se sentía incómodo—. Un mes después de nuestro descubrimiento, el niño desapareció.

—¿Huyó?

—Más bien diría que… se esfumó —la expresión del psicólogo se volvió más sombría—. Estuvimos buscándolo durante semanas con la ayuda de la policía.

—¿Y el verdadero Dima?

—De él no había rastro, ni tampoco de sus padres: sólo sabíamos que habían muerto porque nos lo había dicho nuestro Dima. En el caos de aquellos meses era imposible comprobar las noticias: toda la información que tenía relación con Chernóbil estaba reservada, incluso la más insignificante.

—Usted en seguida escribió el artículo sobre esta historia.

—Pero nadie le dio crédito —Norienko sacudió la cabeza con amargura, apartando la vista de su interlocutor, como si se avergonzara de sí mismo. Después recuperó un semblante decidido y, mirándolo, le dijo—: Ese niño no estaba simplemente intentando hacerse pasar por otra persona, créame: a esa edad la mente no es capaz de estructurar una mentira tan articulada. No, en su psique él era realmente Dima.

—Cuando desapareció, ¿no se llevó nada?

—No, pero dejó algo…

Norienko se agachó para abrir uno de los cajones del escritorio. Después de hurgar un poco, sacó un pequeño muñeco y lo dejó en la mesa frente a su huésped.

Un conejito de trapo.

Era azul, estaba sucio y en pésimo estado. Alguien le había remendado la cola y le faltaba un ojo. Sonreía, feliz y siniestro.

El cazador lo observó.

—No me parece nada del otro mundo como pista.

—Estoy de acuerdo con usted, doctor Foster —admitió Norienko, y sus ojos se iluminaron como si tuviera algo guardado en la recámara—: Pero no sabe dónde lo encontramos.

Después de doblar una esquina del parque cuando ya empezaba a anochecer, Norienko guió a su colega hasta el interior de otro palacete del Centro.

—Antes esto era el dormitorio principal.

No se dirigieron a las plantas superiores, sino al sótano. Norienko accionó una serie de interruptores: los fluorescentes iluminaron una amplia sala. Las paredes estaban oscuras a causa de la humedad y en el techo discurrían tubos de todos los tamaños, muchos de los cuales estaban deteriorados y habían sido reparados de cualquier manera.

—Poco después de la desaparición del niño, un empleado de la limpieza hizo el descubrimiento —no anticipaba nada, como si quisiera disfrutar del estupor de su joven colega cuando llegaran allí—. Quise conservar este lugar tal y como está ahora. No me pregunte por qué, simplemente pensé que algún día nos ayudaría a comprender. Y, además, aquí abajo nunca viene nadie.

Pasaron por un largo pasillo, alto y estrecho, con puertas de acero, de donde procedía el ruido sordo de las calderas. A continuación, llegaron a una segunda sala que se utilizaba como almacén de muebles viejos, con camas y colchones que estaban pudriéndose. Norienko se abrió paso e invitó a su colega a hacer lo mismo.

—Casi hemos llegado —anunció.

Doblaron la esquina y se encontraron en un angosto y mal ventilado hueco debajo de la escalera. Estaba oscuro, pero Norienko se encargó de iluminar el lugar con un mechero de gasolina que usaba para encender los cigarrillos.

Bajo la luz ámbar de la llama, su huésped dio un paso adelante, sin poder creer lo que estaba viendo.

Parecía un gigantesco nido de insecto.

El cazador tuvo un asomo de repulsión, pero luego, al acercarse, vio el espeso entramado de pequeños trozos de madera, unidos entre sí por jirones de ropa de diversos colores, cuerdas, pinzas y chinchetas, hojas de periódico empastadas con agua y utilizadas como engrudo. Todo estaba ensamblado con extrema meticulosidad.

Era el refugio de trapo de un niño.

Él también había construido alguno cuando era pequeño. Pero en aquél había algo distinto.

—El muñeco estaba dentro —dijo Norienko, y vio que su huésped se agachaba hacia la estrecha abertura y tocaba algo del suelo. Se situó detrás de su espalda y lo sorprendió examinando una corona de manchas oscuras.

Para el cazador era una revelación sensacional.

Sangre seca. El mismo rastro que encontró en París, en la casa de Jean Duez.

El falso Dima era el transformista.

Pero no debía mostrarse demasiado excitado, así que preguntó, evasivo:

—¿Tienen alguna idea de la procedencia de esas manchas?

—La verdad es que no…

—¿Le molestaría que recogiera una muestra?

—Adelante.

—Y también querría el conejito de trapo, podría estar relacionado con el pasado del falso Dima.

Norienko titubeó: intentaba saber si su colega estaba realmente interesado en la historia, probablemente era la última oportunidad que tenía de rescatar su propia existencia.

—Considero que el caso todavía tiene vigencia científica, valdría la pena profundizar un poco más —añadió el cazador para convencerlo.

Al oír esas palabras, en los ojos del psicólogo brilló una ingenua esperanza, pero también una muda petición de ayuda.

—Entonces, qué me dice: ¿podríamos escribir un nuevo artículo, quizá los dos juntos?

En ese momento Norienko no podía imaginar en absoluto que, probablemente, transcurriría el resto de sus días en aquella institución.

El cazador se volvió y le sonrió.

—Naturalmente, doctor Norienko. Regresaré a Inglaterra esta misma tarde y le haré llegar noticias lo antes posible.

En realidad tenía en mente otro destino. Iría al lugar donde todo había empezado. A Prípiat, tras la pista de Dima.

Dos días antes

06.33 h

El cadáver dijo:

—¡No!

Aquella exclamación se quedó suspendida entre el sueño y la vigilia. Procedía del pasado, pero había conseguido transitar por el presente un segundo antes de que el portal que conectaba los dos mundos volviera a cerrarse y Marcus estuviera nuevamente despierto.

Pronunció aquella negación con firmeza, pero también con miedo, ante la boca impasible de una pistola, sabiendo ya que no iba a servir de nada, como hace cualquiera a quien estén encañonando. Esa palabra es la última, una inútil barrera frente a lo inevitable. La invocación de alguien que está seguro de no tener escapatoria.

Marcus no buscó en seguida el rotulador con el que apuntaba los flecos del sueño en la pared de al lado del camastro. Se quedó pensando en ello, con el corazón saliéndosele del pecho y la respiración agitada, porque esta vez no iba a olvidar lo que había visto.

Todavía tenía clara ante sus ojos la imagen del hombre sin rostro que les había disparado a Devok y a él. En las versiones anteriores del sueño, era una sombra de vapor que se esfumaba cada vez que se esforzaba en enfocarla. Pero ahora había obtenido un detalle importante del aspecto del asesino. Había visto la mano con la que empuñaba la pistola.

Era zurdo.

No era mucho, pero para Marcus representaba una esperanza. Tal vez un día consiguiera subir por aquel brazo tendido y lograra mirar a los ojos al hombre que lo había condenado a vagar por sí mismo, en busca de su propia identidad. Porque lo que le quedaba era la consciencia de estar vivo. Nada más.

Se acordó de Federico Noni y de los dibujos del cuaderno que encontró en su casa. Narraban la génesis de un monstruo. El hecho de que las fantasías violentas se remontaran a la infancia lo turbaba. En el ovillo que intentaba desmadejar se encontraba el hilo rojo de la duda. Buenos o malos, malvados o compasivos, ¿se nace o se hace? ¿Cómo podía el corazón de un niño cultivar tan lúcidamente el mal y dejarse invadir por él?

Alguien podría atribuir la responsabilidad a una serie de acontecimientos que habían dejado surcos en la psique de Federico, como el abandono por parte de su madre o la muerte prematura de su padre. Pero era una explicación débil y simplista. Muchos niños vivían dramas peores y no por ello se convertían en asesinos al madurar.

Además, Marcus era consciente de que ese interrogante le afectaba directamente. La amnesia había eliminado los recuerdos, pero no su pasado. ¿Qué había sido antes de ese momento? Tal vez el cuaderno de Federico recogiera algún atisbo de la respuesta. En cada persona hay algo innato, que va más allá de la consciencia de uno mismo, de la experiencia acumulada y de la educación recibida. Un destello que identifica a cada hombre más que su nombre o su aspecto.

Uno de los primeros pasos de su instrucción consistía en liberarse de los engaños que provoca la apariencia. Clemente le hizo examinar el caso de Ted Bundy, un asesino en serie con cara de buen chico. Tenía novia, y sus amigos lo describían como una persona afable y generosa. Sin embargo, mató en veintiocho ocasiones. Pero antes de que se lo reconociera como un despiadado homicida, a Bundy le concedieron una medalla por haber salvado a una niña que estaba ahogándose en un estanque.

«Siempre estamos en medio de una batalla», se dijo Marcus. Dedujo que la elección del equipo en el que alinearse nunca era exacta. Y que, al final, el único árbitro era precisamente el hombre, el cual decidía, en cada ocasión, si seguía su propia intuición, ya fuera positiva o negativa, o bien si la ignoraba.

Esto era válido para los culpables, pero también para las víctimas.

Los tres últimos días habían sido muy instructivos desde ese punto de vista. Mónica, la hermana de una de las chicas asesinadas por Jeremiah Smith, Raffaele Altieri y Pietro Zini se habían encontrado ante una disyuntiva e hicieron su elección. Se les había ofrecido la verdad, pero también la oportunidad de decidir entre el perdón y la venganza. Mónica escogió lo primero; los otros dos optaron por lo segundo.

Y, además, estaba la mujer policía que investigaba para averiguar quién había asesinado a su marido. ¿Qué buscaba, una verdad liberadora o la oportunidad de aplicar un castigo? Marcus nunca había oído el nombre de David Leoni a quien, según la mujer, habían asesinado mientras indagaba sobre los penitenciarios. Le prometió que la ayudaría a resolver el misterio. ¿Por qué lo había hecho? Temía que ella también formara parte de aquel plan de venganza, aunque todavía no sabía cómo. Había sido un modo de ganar tiempo. Y sentía que existía cierta conexión entre ella y todo lo demás.

Todas las personas implicadas hasta ese momento habían sufrido un daño que había modificado su vida para siempre. El mal no se había limitado a atacarlas, sino que a su paso había ido diseminando esporas. Como un parásito silencioso, el mal había crecido en la metástasis del odio y del rencor, transfigurando al huésped. Era así como llevaba a cabo su metamorfosis. Se castigaba a individuos que nunca habían pensado en quitar la vida a otro ser humano con un luto violento, y eso, con el tiempo, los transformaba a su vez en dispensadores de muerte.

Sin embargo, una parte de Marcus no se veía capaz de condenar a quienes, en lugar de conformarse con la verdad y seguir adelante, habían elegido aplicar un castigo. Porque él mismo tenía mucho en común con aquellas personas.

Se volvió hacia la pared que se encontraba junto a la cama y releyó los dos últimos detalles de la escena del hotel de Praga que había apuntado.

«Cristales rotos», «Tres disparos». Luego añadió: «Zurdo.»

¿Qué haría si se encontrara frente al asesino de Devok, el hombre que había intentado matarlo y lo había privado de la memoria? No se consideraba una persona justa. ¿Se puede perdonar a aquellos que no han pagado por sus errores? Por eso no se sentía con ánimo de condenar completamente a quienes, para poner remedio a una atrocidad, se habían manchado a su vez con un crimen.

Esos hombres habían recibido un poder inmenso. Y quien se lo dio fue un penitenciario.

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