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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (15 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—«… sí, soy yo…»

Sandra sintió un frío repentino. Acaba de obtener la confirmación: David no estaba solo. Por eso había grabado la conversación. Lo que siguió fueron sólo frases agitadas. La situación, por algún motivo, había cambiado. En ese momento el tono de su marido era de miedo.

—«… espera… no puede ser… creer de verdad… yo no… lo que puedo… no… no… ¡no…!»

Ruido de forcejeo. Cuerpos revolcándose en el suelo.

—«… Espera… ¡Espera…! ¡Espera…!»

Y luego un grito extremo, desesperado, que iba alejándose mientras se prolongaba, hasta acabar en un silencio.

A Sandra se le cayó la grabadora y a continuación apoyó ambas manos en el cemento. Una arcada la asaltó violentamente y vomitó. Una, dos, tres veces.

A David lo asesinaron. Alguien lo empujó.

Sandra hubiera querido gritar. Le hubiera gustado no estar allí.

Hubiera preferido no conocer a David, no saber nada de él. No haberlo amado. Era terrible pensarlo, pero era la verdad.

Ruido de pasos que se acercaban.

Sandra se volvió hacia la grabadora. Aquel cacharro no había acabado con ella y volvía a reclamar su atención. Parecía que el asesino conocía la ubicación del micrófono.

Los pasos se detuvieron.

Transcurrieron algunos segundos, luego volvió a oírse aquella voz. Pero esta vez no eran palabras. Cantaba.

Heaven, I'm in Heaven,

And my heart beats so that I can hardly speak;

And I seem to find the happiness I seek

When we're out together dancing, cheek to cheek.

15.00 h

La via delle Comete estaba en las afueras. Marcus se dirigió hacia allí en transporte público. El autobús lo dejó en una parada no muy lejos de allí. Continuó a pie unos doscientos metros. A su alrededor, campos sin cultivar y naves industriales. Los edificios de construcción barata estaban distanciados unos de otros, formando un archipiélago de cemento. En medio destacaba una iglesia de arquitectura moderna, ajena a la belleza de las que adornaban desde hacía siglos el centro de la ciudad. Grandes avenidas encauzaban el tráfico, regulado por la eficacia de los semáforos.

En el número diecinueve se encontraba una nave industrial de aspecto abandonado. Antes de entrar a comprobar lo que había en la dirección que contenía la nota con el símbolo del triángulo que encontró en la oficina de Ranieri, Marcus se detuvo a controlar la situación. No quería correr riesgos inútiles. En el lado opuesto de la calle había una gasolinera con un lavadero de coches y un bar al lado. Podía observar un continuo movimiento de clientes. Nadie parecía prestar atención a la fábrica. Marcus fue acercándose al distribuidor, fingiendo esperar la llegada de alguien que se retrasaba. Se quedó observando la escena durante una media hora. Al final, se convenció de que el lugar no estaba vigilado.

Delante de la nave había un terraplén. La lluvia lo había convertido en un lodazal. Todavía podían verse los surcos que habían dejado los neumáticos. «Probablemente los del Subaru verde de Ranieri», pensó en seguida, recordando haber reparado en que estaba manchado de barro.

El investigador había estado allí. Después regresó corriendo a su oficina para destruir la nota. Al final salió llevándose algo de la caja fuerte.

Marcus intentó reunir todos esos elementos para obtener un cuadro completo. Pero lo único que acudía a su cabeza era la prisa de Ranieri.

«Sólo un hombre que teme algo actúa con tantas precauciones —pensó—. ¿Qué ha visto para estar tan asustado?»

Marcus evitó usar la puerta principal de la nave y buscó una entrada lateral. Se abrió camino entre la maleza que circundaba el bajo edificio de planta rectangular. El techo abombado de plancha lo hacía parecer un hangar. Encontró una salida de emergencia. Tal vez Ranieri también había entrado por allí, porque estaba entreabierta. Con un poco de esfuerzo y empujando la puerta con ambas manos, consiguió abrirla lo justo para poder pasar.

En el interior, una luz polvorienta llenaba un enorme espacio casi vacío, excepto por alguna máquina arrinconada y las poleas que colgaban del techo. La lluvia que se filtraba del techo se estancaba en charcos oscuros.

Marcus se movió para mirar a su alrededor. Sus pasos resonaban. Al fondo del local, una escalera de hierro conducía a una planta elevada con una pequeña oficina. Se acercó y en seguida un detalle le saltó a los ojos. El pasamano no tenía polvo. Alguien se había tomado la molestia de limpiarlo, tal vez para borrar sus propias huellas.

Si algo se escondía en ese lugar, tenía que estar allí arriba.

Empezó a subir, teniendo cuidado de dónde ponía los pies. A mitad de la escalera, lo alcanzó el olor. Era inconfundible. Si lo olías una vez, podías reconocerlo en cualquier parte. Marcus no recordaba dónde ni cuándo había tenido lugar su primer contacto con aquel hedor. Pero una parte recóndita en él no lo había olvidado. Eran las bromas de la amnesia. Podría haber recordado el olor de las rosas o del seno de su madre. En cambio, recordaba el de cadáver.

Se cubrió la nariz y la boca con la manga del impermeable y ascendió los últimos escalones. Entrevió los cuerpos desde el umbral de la oficina. Estaban juntos. Uno boca arriba, el otro a cuatro patas. Ambos presentaban un orificio de bala que les atravesaba el cráneo. «Una ejecución en toda regla», concluyó Marcus.

Para agravar el ya avanzado estado de descomposición había intervenido el fuego. Alguien había intentado quemarlos con alcohol o gasolina, pero las llamas sólo habían afectado a la parte superior de los cuerpos, dejando intacta la inferior. Quien fuera que hubiera sido, al final únicamente había conseguido que resultaran irreconocibles. Marcus comprendió por un detalle que debían de tener antecedentes penales: si no estaban fichados, ¿para qué tomarse la molestia de quitarles las manos?

Reprimiendo una arcada, se acercó para verlo mejor.

Se las habían extirpado a la altura de las muñecas; los tejidos parecían arrancados, pero en el hueso se veían rasguños regulares. Las que suele dejar un instrumento dentado, como una sierra.

Levantó el pantalón a uno de los dos, descubriendo el tobillo. La piel en ese punto no presentaba quemaduras. Por el color lívido, pudo determinar que la muerte se había producido, aproximadamente, hacía menos de una semana. Los cadáveres estaban hinchados y flácidos. Era la fisonomía típica de los que pasan de los cincuenta.

No sabía quiénes eran, probablemente nunca lo sabría. Pero se hizo una idea de sus identidades. Presumiblemente, tenía delante a los asesinos de Valeria Altieri y de su amante.

Se trataba de averiguar quién los había matado y por qué después de tanto tiempo.

Así como habían invitado a Raffaele a acudir al piso de Lara mediante una carta anónima, a Ranieri lo habían convocado en aquella fábrica con la nota que Marcus había recuperado en su oficina.

El investigador encontró a los dos hombres, que quizá habían llegado allí con una artimaña parecida, y los mató.

No cuadraba.

Ranieri había estado allí pocas horas antes y, si los dos llevaban muertos una semana, ¿qué había ido a hacer? Tal vez fue a quemarlos o a sacarles las manos, o quizá simplemente a controlar la situación. Pero ¿por qué querría correr un riesgo tan grande? Y, además, ¿por qué estaba asustado? ¿Por qué huía, y de quién?

«No, los mató otra persona», pensó Marcus. Y si no se deshizo de los cadáveres fue porque quería que él los encontrara.

Esos dos no debían de ser piezas relevantes. Tal vez sólo fueran los ejecutores. Por la mente de Marcus volvió a pasar la idea de que alguien había encargado el homicidio de casa de los Altieri. O tal vez más de una persona. A pesar de que no lo descartaba, la última opción no le gustaba. Gracias al ritual practicado en el dormitorio, acudía a su mente de nuevo, con fuerza, la hipótesis de una secta. Un grupo oculto capaz de eliminar cualquier relación que pudiera conducir hasta ellos, incluso a costa de matar a dos de sus acólitos.

Marcus intuía que en ese momento estaban operando dos entidades opuestas y contrastables. Una comprometida en desvelar el misterio a través del envío de notas anónimas. La otra, en cambio, inclinada a defender su propia invisibilidad y sus objetivos.

El nexo de unión sólo podía ser Ranieri.

El investigador privado sabía algo, Marcus estaba seguro de ello. Al igual que estaba convencido de que, al final, encontraría la relación con Jeremiah Smith y la desaparición de Lara.

Extrañas y oscuras fuerzas estaban en juego. En ese momento, Marcus se sintió como un peón a merced de los acontecimientos. Tenía que definir su propio papel, y para ello era necesario que se enfrentara con Ranieri.

Decidió que ya había soportado suficiente hedor a cadáver. Antes de irse, tuvo el instinto de santiguarse, pero se retuvo. Probablemente esos dos no lo merecían.

Habían convocado a Ranieri en la nave con un mensaje anónimo. Se dirigió al lugar aquella mañana y vio los cadáveres. Luego volvió a la oficina para destruir la nota. A continuación, salió corriendo llevando consigo algo que guardaba en la caja fuerte.

Marcus seguía dándole vueltas a la secuencia. Pero sentía que todavía faltaba una pieza fundamental.

Mientras tanto, había comenzado a llover otra vez. Salió de la nave y echó a andar por el terraplén delantero. Mientras lo atravesaba, teniendo cuidado de no ensuciarse con el barro de aquel lodazal, entrevió un detalle en el que anteriormente no había reparado.

En el suelo había una mancha oscura, y un poco más allá había otra. Eran parecidas a las que había visto por la mañana bajo el edificio de la oficina de Ranieri, en el asfalto donde estaba aparcado el Subaru verde.

Si la lluvia no conseguía eliminarlas, entonces debía de ser una sustancia aceitosa. Marcus se agachó para comprobarlo, confirmando que se trataba de lubricante.

Evidentemente, el coche también se había detenido delante de la fábrica abandonada. Pero eso ya lo había deducido por el hecho de que la carrocería estaba embarrada. En un primer momento, Marcus creyó que las dos cosas estaban relacionadas, deduciendo que Ranieri había averiado y ensuciado el coche al mismo tiempo. Pero miró a su alrededor y no vio hoyos ni piedras que sobresalieran y pudieran causar daños, por lo cual se lo había hecho con anterioridad y en otro lugar.

¿Y dónde había estado Ranieri antes de ir allí?

Marcus se llevó la mano a la cicatriz de la sien. Le palpitaba la cabeza, estaba a punto de sufrir otra migraña. Necesitaba un analgésico y algo de comer. Se sentía como si estuviera en un callejón sin salida y debía encontrar la manera de continuar. Cuando vio que su autobús se acercaba a la parada, aceleró el paso para alcanzarlo. Consiguió subir y se sentó en una de las últimas filas, junto a una anciana señora cargada con cestas de la compra que observó su pómulo hinchado y el labio partido, fruto de la agresión de Raffaele Altieri. Marcus, en cambio, la ignoró, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró las piernas debajo del asiento delantero. Cerró los ojos, tratando de mantener a raya el martilleo de su cabeza. Se deslizó en un sueño ligero. Las voces y los ruidos de su alrededor le permitían mantenerse a flote en aquella especie de duermevela, pero sobre todo le impedían soñar. ¿Cuántas veces había subido en un autobús como ése o en un vagón de metro y se había quedado dormido? Arriba y abajo entre el principio y el final de la línea, sin una meta, para descansar y evitar el sueño recurrente en el que moría junto a Devok. El vehículo de transporte público, con su lento proceder, lo acunaba. Le parecía que una fuerza invisible estuviera ocupándose de él. Y se sentía a salvo.

Volvió a abrir los ojos porque hacía unos minutos que ya no notaba el agradable balanceo y los pasajeros, de repente, se habían puesto nerviosos.

Lo cierto era que estaban parados y había quien se quejaba del tiempo que estaban perdiendo haciendo cola detrás de otros vehículos. Marcus miró por la ventanilla, intentando saber dónde estaban. Reconoció los edificios, todos iguales, que bordeaban el cinturón. Se levantó de su asiento y, abriéndose paso, se situó en la parte delantera del autobús. El conductor no había desconectado el motor, pero estaba con los brazos cruzados.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Un accidente —respondió él, sin añadir detalles—. Me parece que tardaremos un poco en pasar.

Marcus observó los vehículos que los precedían. Circulaban de uno en uno por el espacio que quedaba libre junto al carril, bordeando el escenario del accidente en el que parecían estar involucrados varios coches.

El autobús avanzaba a trompicones. Cuando por fin llegó su turno, un policía de tráfico indicó con el disco que aceleraran. El chófer se introdujo por el estrecho paso. Marcus estaba de pie junto a él cuando pasaron al lado del amasijo de hierros retorcidos y quemados. Los bomberos estaban terminando de apagar el incendio.

Reconoció el Subaru verde de Ranieri por un trozo de capó que no había sido pasto de las llamas. En el interior, habían cubierto el cuerpo del conductor con una sábana.

Marcus comprendió el motivo de las manchas de lubricante que había esparcido el coche del investigador en todas sus paradas. Se había equivocado: no tenían relación con los lugares que Ranieri hubiera visitado con anterioridad y donde podía haberse producido la avería. Debía de tratarse del líquido de frenos, y alguien los había manipulado.

El accidente no podía ser una simple fatalidad.

17.07 h

La canción era para ella. Un mensaje claro. Déjalo estar. No indagues. Es mejor para ti. O bien justamente lo contrario. Ven a buscarme.

El agua de la ducha golpeaba contra su nuca. Sandra permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en las baldosas. En su cabeza seguía escuchando la melodía de
Cheek to Cheek
mezclada con las últimas palabras grabadas de David: «¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!»

Había decidido no llorar hasta que aquella historia terminase. Tenía miedo, pero no iba a echarse atrás. Ahora lo sabía.

Había alguien implicado en la muerte de su marido.

El corazón herido de una esposa podía confundir ese descubrimiento con la ilusión de que hubiera un remedio para lo irreversible. La idea de poder hacer algo, de reparar, al menos en parte, una pérdida absurda e injusta tenía el extraño poder de consolarla.

Se alojó en un modesto hotel de una estrella en las proximidades de la estación Termini, frecuentado mayoritariamente por comitivas de peregrinos llegados para visitar los lugares de la cristiandad.

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