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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (16 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Era donde se alojó David cuando estuvo en Roma. Sandra pidió la misma habitación y, afortunadamente para ella, estaba disponible. Para llevar a cabo su investigación, necesitaba reproducir a su alrededor las condiciones en las que él había operado.

Pero ¿por qué, después de descubrir la grabación, no había ido en seguida a la policía a denunciar lo sucedido? No era que desconfiara de sus compañeros, de ellos estaba segura. Habían asesinado al marido de uno de los suyos, darían prioridad al caso. Era una praxis no escrita, una especie de código de honor. Por lo menos podría habérselo mencionado a De Michelis. Seguía repitiéndose que antes prefería reunir más pruebas, para facilitarles el trabajo. Pero el verdadero motivo era otro. A pesar de que evitaba admitirlo.

Salió de la ducha y se envolvió en la toalla de rizo. Goteando, volvió a la habitación, puso la maleta en la cama y empezó a vaciarla hasta que encontró lo que había guardado en el fondo.

Su pistola reglamentaria. Examinó el cargador y el seguro, a continuación la dejó en la mesilla de noche. Desde ese momento la llevaría siempre consigo.

Se puso sólo las bragas y empezó a ordenar el resto. Apartó el pequeño televisor y utilizó el estante del que lo había retirado para colocar la emisora, la agenda de David con aquellas extrañas direcciones y la grabadora. Con cinta adhesiva, pegó en la pared las cinco fotos de la Leica que había revelado. La primera era de las obras y ya la había utilizado. Luego, la que estaba completamente oscura, pero decidió colgarla de todos modos. A continuación, aquella en la que salía el hombre de la cicatriz en la sien. La del detalle del cuadro y, al final, la imagen de su marido saludando al mismo tiempo que se hacía una foto con el torso desnudo delante del espejo.

Sandra se volvió hacia el baño. Esa última fotografía la había hecho precisamente allí dentro.

A primera vista podía parecer uno de esos gestos graciosos tan típicos de él, como cuando le mandó las imágenes de una comida a base de anaconda asada en Borneo o esas en las que aparecía cubierto de sanguijuelas en una zona pantanosa de Australia.

Pero, a diferencia de lo que ocurría en aquellas fotos, en ésta David no sonreía.

Por ese motivo, lo que en un primer momento le pareció el triste saludo de un fantasma, tal vez escondía un mensaje para ella. Quizá Sandra tendría que buscar en esa habitación porque David había escondido algo allí y quería que lo descubriera.

Empezó a registrar. Movió los muebles, miró debajo de la cama y en el armario. Palpó con cuidado el colchón y las almohadas. Desmontó la carcasa del teléfono y del televisor para mirar su interior. Examinó las baldosas del suelo y los zócalos. Al final inspeccionó el baño cuidadosamente.

Aparte de pruebas palpables de la poca limpieza del hotel, no encontró nada.

Habían transcurrido cinco meses, tal vez habían cambiado o sustituido algo. Se maldijo una vez más a sí misma por haber esperado tanto antes de revisar lo que había en los petates de David.

Sentada en el suelo, todavía sin vestirse, empezó a sentir frío. Se puso el descolorido cubrecama por encima y se quedó así, intentando que la frustración no prevaleciera sobre la razón. En ese momento su móvil empezó a sonar.

—Y bien, ¿ha seguido mi consejo, agente Vega?

Tardó un poco en reconocer al propietario del acento alemán que iba acompañado de aquel irritante tono de voz.

—Shalber, precisamente esperaba su llamada.

—El equipaje de su marido, ¿todavía está en el almacén o puedo echarle un vistazo?

—Si hay una investigación en marcha, solicíteselo al juez.

—Sabe mejor que yo que la Interpol sólo puede trabajar con las fuerzas del orden oficiales de un país. No me gustaría importunar a sus compañeros, con mucho gusto le evitaré que pase por ese trago.

—No tengo nada que esconder —ese hombre tenía el poder de sacarla de quicio.

—¿Dónde está ahora, Sandra? Puedo llamarla Sandra, ¿verdad?

—No, y no es asunto suyo.

—Yo estoy en Milán. Podríamos ir a tomar un café o lo que prefiera.

Sandra tenía que evitar como fuera que se diera cuenta de que estaba en Roma.

—¿Por qué no? Qué le parece mañana por la tarde. Así aclararemos este asunto.

A Shalber se le escapó una gran carcajada.

—Creo que nosotros dos vamos a entendernos muy bien.

—No se equivoque. No me gusta su manera de actuar.

—Imagino que le habrá pedido a uno de sus superiores que pida información sobre mí.

Sandra calló.

—Ha hecho bien. Le dirá que soy un tipo que no tira la toalla fácilmente.

Aquella frase le sonó como una amenaza. No podía dejarse intimidar.

—Dígame, Shalber, ¿cómo fue a parar a la Interpol?

—Trabajaba en la policía de Viena. Brigada de homicidios, antiterrorismo, antidroga: un poco de todo. Destaqué un poco y la Interpol me llamó.

—Y, ahora, ¿de qué se ocupa?

Shalber hizo una pausa para resaltar el efecto, su tono alegre desapareció.

—Me ocupo de los mentirosos.

Sandra sacudió la cabeza, divertida.

—¿Sabe una cosa? Debería arrojarle el teléfono a la cara, y en cambio siempre siento la curiosidad de oír lo que tiene que decirme.

—Quiero contarle una historia.

—Si lo considera completamente indispensable…

—En Viena tenía un compañero. Estábamos investigando a una banda de contrabandistas eslavos, pero él tenía la mala costumbre de no compartir la información, porque estaba obsesionado con hacer carrera. Cogió una semana de vacaciones y me dijo que se llevaba a su mujer a un crucero. En vez de eso se infiltró entre aquellos criminales, y lo descubrieron. Lo torturaron durante tres días y tres noches, total, nadie iba a ir a buscarlo; después lo mataron. Si hubiera confiado en mí, tal vez a estas horas estaría vivo.

—Bonita anécdota. Apuesto a que la explica cada vez que quiere impresionar a una chica —afirmó sarcástica.

—Piénselo, todos necesitamos a alguien. La llamaré mañana para ese café.

Colgó. Sandra se quedó pensando qué habría querido decir con la última frase. La única persona que necesitaba ya no estaba. ¿Y David? ¿A quién había necesitado él? ¿Estaba segura de que era la destinataria de los indicios que había diseminado antes de irse para siempre?

Cuando todavía estaba vivo, la había mantenido fuera de la investigación, no le había dejado saber que corría peligro. Pero, en Roma, ¿estaba solo? En el móvil de David no había visto llamadas recibidas o dirigidas a números desconocidos. Aparentemente, no parecía estar en contacto con nadie. ¿Y si aun así hubiera recibido ayuda de otro tipo?

Esa duda se hizo más concreta cuando sus ojos se posaron en la radio. Se había preguntado qué hacía David con ella. ¿Y si le servía para comunicarse con alguien?

Se levantó y se acercó a la repisa. Cogió la radio y la observó con otros ojos. Estaba sintonizada en el canal 81. Tal vez tendría que mantenerla encendida, quizá alguien intentaría contactar.

Accionó el interruptor y subió el volumen. Estaba segura de que no oiría nada. La dejó nuevamente en la repisa y se volvió hacia la maleta para coger la ropa.

En ese momento comenzó una transmisión.

Era la voz fría y monocorde de una mujer que explicaba que en la via Nomentana estaba produciéndose una pelea entre traficantes. Pedía a las patrullas de la zona que intervinieran.

Sandra se volvió para observar la radio. Estaba sintonizada en la frecuencia que usaba la central operativa de la policía de Roma para comunicarse con las unidades.

Entonces comprendió el sentido de las direcciones de la agenda de David.

19.47 h

Marcus regresó a la buhardilla de la via dei Serpenti. Sin encender la luz ni quitarse el impermeable, se tumbó en la cama y se acurrucó con las manos entre las rodillas. Empezaba a notar el cansancio de la noche en vela y percibía el aviso de otra migraña.

La muerte del detective privado representaba un punto muerto en su investigación. Todo aquel esfuerzo para nada.

¿Qué había sacado Ranieri esa mañana de la caja fuerte de su oficina?

Fuera lo que fuese, probablemente había quedado destruido en el incendio del Subaru. Por eso Marcus se sacó del bolsillo la carpeta con el informe del caso «c.g. 796-74-8». Ya no lo necesitaba. Lo lanzó lejos, y las hojas se esparcieron por el suelo. La luna iluminó los rostros de todos los implicados en un viejo homicidio de hacía casi veinte años. «Demasiado tiempo para poder descubrir la verdad», pensó. Eso le habría bastado, en vez de la justicia. Sin embargo, ahora tenía que volver a empezar desde el principio. Su prioridad era Lara.

Valeria Altieri lo observaba desde un recorte de periódico. Sonreía en una foto de fin de año, muy elegante. Con el pelo rubio, las formas de su cuerpo perfectamente realzadas por el vestido que llevaba. Los ojos dotados de un magnetismo único.

Había pagado con la vida tanta belleza.

Si hubiera sido una mujer menos llamativa, tal vez su muerte no le habría interesado a nadie.

Marcus se puso a razonar involuntariamente sobre los motivos por los que los asesinos la habían escogido. Lo mismo que a Lara, que por alguna oscura razón había sido señalada por Jeremiah Smith.

Hasta ese momento, había pensado en Valeria como en la madre de Raffaele. Después de haber visto las huellas ensangrentadas de los piececitos sobre la moqueta blanca del dormitorio, no había logrado focalizarla sólo a ella.

«Siempre existe una razón por la que atraemos la atención de los demás», se dijo. A él no le sucedía, él era invisible. Pero Valeria era una mujer muy conocida.

La palabra «Evil» escrita en la pared de detrás de la cama. Las numerosas puñaladas asestadas a las víctimas. El asesinato perpetrado entre las paredes del hogar. Todo para hacerse notar. El homicidio había resultado sorprendente no sólo porque se trataba de un exponente de la alta sociedad y de su igualmente famoso amante, sino también por la manera en que se había producido.

Parecía una puesta en escena hecha adrede para las revistas sensacionalistas, aunque ninguno de sus fotógrafos inmortalizó el lugar del crimen.

El espectáculo del horror.

Marcus se sentó en el suelo. Algo estaba germinando en su mente. Anomalías. Encendió la luz y cogió del suelo el perfil de Valeria Altieri. Aquel apellido altisonante pertenecía a su marido, de soltera se llamaba Colmetti: un nombre algo inadecuado para escalar en la
jet set.
Procedía de una pequeña familia burguesa, su padre era oficinista. Cursó estudios hasta secundaria, pero su verdadero talento era la belleza. Tenía una tendencia natural a hacer perder la cabeza a los hombres. A los veinte años intentó triunfar como actriz en el cine, pero sólo consiguió algún papel de extra. Marcus podía imaginar cuántos hombres habrían intentado llevársela a la cama con la promesa de un papel destacado. Quizá al principio Valeria aceptara. ¿Cuántos cumplidos con doble sentido, cuántos manoseos indeseados, cuánto sexo sin placer tuvo que soportar para poder realizar su sueño?

Hasta que un día Guido Altieri llegó a su vida. Un chico guapo, pocos años mayor que ella. De una familia conocida y respetable. Abogado con un futuro prometedor. Valeria sabía que no era capaz de amar a una persona en exclusiva. Guido, en el fondo, era consciente de que aquella mujer nunca le pertenecería a nadie —era demasiado egoísta, se consideraba demasiado bonita para un solo hombre— y, sin embargo, le pidió que se casara con él.

«En ese momento empezó todo —se dijo Marcus mientras se levantaba a buscar papel y bolígrafo para tomar apuntes—. La boda fue sólo el inicio, el primer acto de una cadena de acontecimientos aparentemente felices y envidiables, pero cuyo desenlace inevitable sería la masacre del dormitorio.»

Encontró un bloc. En la primera hoja copió el símbolo del triángulo. En la segunda escribió «Evil».

Valeria Altieri representaba todo lo que los hombres querrían tener, pero ninguno podía conseguir. El deseo, especialmente cuando es incontrolable, nos hace llevar a cabo cosas de las que no nos creíamos capaces. Corrompe, consume y, en ocasiones, puede convertirse en móvil para matar. Especialmente cuando se transforma y se convierte en algo peligroso.

«Una obsesión», corroboró Marcus pensando en lo que afligía a Raffaele Altieri.

Si al chico le perseguía la idea de una madre a la que casi no había conocido, entonces quizá otra persona también había experimentado la misma sensación. ¿Y cuál es la única solución en estos casos? A Marcus le dio miedo la respuesta. La dijo en voz baja. Sólo una palabra.

—Destrucción.

Aniquilar el objeto de obsesión, convertirlo en incapaz de volver a herirnos. Y asegurarnos de que sea para siempre. Para alcanzar el objetivo, en ciertos casos la muerte no es suficiente.

Marcus arrancó del bloc las hojas con el símbolo y la palabra escritos. Los mantuvo entre las manos, alternándolos en su mirada, intentando localizar la clave que desentrañara el misterio.

Sintió, a su espalda, una mirada insistente apuntándolo. Se volvió y vio quién estaba observándolo. Era su reflejo en el cristal de la ventana. Sin embargo, el hombre que detestaba mirarse al espejo esta vez no se movió.

Leyó la palabra que se refractaba, «Evil», el mal, pero al revés.

—El espectáculo del horror —se repitió a sí mismo. Y supo que el grito de mujer que le había parecido oír procedente de la oficina de Ranieri no era una alucinación acústica. Era real.

La gran casa de ladrillos rojos estaba inmersa en la vegetación y la quietud del prestigioso barrio de la Olgiata. Contaba con un exuberante jardín con césped y una piscina en los alrededores. El edificio de dos plantas se encontraba iluminado.

Marcus recorrió el sendero de entrada. Eran pocos los elegidos que tenían el privilegio de traspasar los muros de aquellas viviendas. Pero para él no resultó difícil introducirse allí. No se disparó ningún sistema de alarma, no acudió ningún guarda privado, lo cual sólo significaba una cosa.

Alguien en el interior esperaba una visita.

La puerta de cristal estaba abierta. Cruzó el umbral y entró en un elegante salón. Ninguna voz, ningún ruido. A su derecha había una escalera. Empezó a subir. A partir de ese punto, las luces estaban apagadas, pero en una habitación al fondo del pasillo se distinguían los reflejos de una llama. Marcus los siguió, convencido de que al final de su camino encontraría lo que estaba buscando.

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