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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (17 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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El hombre estaba en el estudio. Hundido en un sillón de piel, de espaldas a la puerta, con una copa de coñac en una mano. Junto a él, la chimenea encendida. En cambio, delante —una vez más, como en la oficina de Ranieri—, la combinación discordante de un televisor de plasma y un vídeo.

Se dio cuenta de que ya no estaba solo.

—Les he dicho a todos que se fueran. No hay nadie más en casa.

El abogado Guido Altieri parecía querer enfrentarse a su destino de una manera pragmática.

—¿Cuánto quiere?

—No quiero dinero.

El abogado hizo ademán de darse la vuelta.

—¿Quién es usted?

Marcus lo detuvo.

—Si no le molesta, preferiría que no me mirara a la cara.

Altieri le hizo caso.

—No quiere decirme quién es y no ha venido por dinero. Entonces, ¿qué le trae a mi casa?

—Quiero entender.

—Si ha llegado hasta aquí, ya lo sabe todo.

—Todavía no. ¿Tiene intención de ayudarme?

—¿Por qué?

—Porque, además de su vida, todavía puede salvar la de un inocente.

—Le escucho.

—Usted también ha recibido un mensaje anónimo, ¿no es cierto? Ranieri ha muerto, han matado a tiros a los dos sicarios y luego los han quemado. Y ahora está preguntándose si soy yo quien envió todas esas notas.

—La que he recibido anunciaba una visita para esta noche.

—La mía no, y no estoy aquí para hacerle daño.

En la mano de Altieri, la copa de cristal reflejaba el fuego de la chimenea.

Marcus hizo una pausa antes de ir al grano.

—En el asesinato de una adúltera, el primer sospechoso siempre es el marido —citó las palabras de Clemente, aunque al principio ese móvil le había parecido demasiado elemental—. El delito en la vigilia de una festividad religiosa, en noche de luna nueva… Todo eran coincidencias.

«Los hombres, a veces, se dejan guiar por la superstición —pensó—. Y para colmar el vacío de la duda, están dispuestos a creer cualquier cosa.»

—No se trataba de ningún rito, de ninguna secta. La palabra escrita detrás de la cama, «Evil», no era una amenaza, sino una promesa… Leída al revés es
Uve,
«vivo». Una broma tal vez, o quizá no… Un mensaje que debía llegar hasta Londres, donde usted se encontraba: el trabajo se ha realizado como solicitó, puede volver a casa… Aquellos signos en la moqueta, el triángulo esotérico, no era un símbolo. Pusieron algo encima del charco de sangre junto a la cama y luego lo cambiaron de sitio. Así de simple. Un ser con tres patas y un solo ojo. Una videocámara en un trípode, que cambiaba de encuadre.

Marcus pensó en el grito de mujer que oyó procedente de la oficina de Ranieri. No era una alucinación acústica. Era Valeria Altieri. Procedía del videocasete que el detective privado custodiaba en la caja fuerte y que había visionado antes de llevárselo con él en la bolsa de cuero.

—Ranieri organizó el asesinato, usted sólo lo ordenó. Pero, después de la nota anónima y de esos cadáveres, el investigador estaba seguro de que alguien sabía la verdad. Se sentía acosado, temía que quisieran hundirlo. Estaba paranoico. Volvió corriendo a su despacho, quemó la nota. Si alguien había localizado a los sicarios después de veinte años, podía encontrar el modo de cambiar la cinta de la caja fuerte por otra, quiso asegurarse antes de llevársela… Dígame, abogado: la que tenía el investigador, ¿era una copia o se trataba del original?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque quedó destruida en el incendio de su coche. Y, sin ella, nunca se hará justicia.

—Una triste fatalidad —comentó Altieri, sarcástico.

Marcus observó de nuevo el vídeo situado debajo del televisor de plasma.

—Lo pidió usted, ¿no es cierto? No se conformaba con la muerte de su mujer. No, tenía que verla. Incluso corriendo el riesgo de ser la comidilla de todos: el marido engañado por su consorte mientras está de viaje en el extranjero, bajo el techo del hogar familiar, en la cama conyugal. Iba a ser el escarnio y la comidilla de todo el mundo, pero al final obtendría su venganza.

—Usted no puede entenderlo.

—Puede que se sorprenda. Para usted Valeria era una obsesión. El divorcio no sería suficiente para usted. No conseguiría olvidarla.

—Era una de esas mujeres que podía hacerte perder el juicio. Hay hombres que se sienten atraídos por criaturas así. A pesar de saber que, al final, irán derechos a la autodestrucción. Parecen dulces, amorosas, sólo porque te conceden las sobras de su atención. Llega un momento en que comprendes que todavía puedes salvarte, tener a otra mujer a tu lado que te ame de verdad, hijos, una familia. Y en ese momento tienes que escoger: o tú o ella.

—¿Por qué quiso presenciarlo?

—Porque sería como si la hubiera matado yo. Eso era lo que quería sentir.

«Para que ella no volviera como el eco de un recuerdo agradable, como una siniestra añoranza», pensó Marcus.

—De modo que, algunas veces, cuando estaba solo en casa como ahora, se sentaba en ese bonito sillón, se servía un coñac en una copa y ponía la cinta.

—Es difícil detener las obsesiones.

—Y cada vez que la veía, ¿qué sentía? ¿Placer?

Guido Altieri bajó los ojos.

—Todas las veces me arrepentía… de no haberlo hecho yo.

Marcus sacudió la cabeza, sentía rabia y no le gustaba.

—Ranieri contrató a los ejecutores, probablemente eran sólo dos criminales ocasionales. La palabra escrita con sangre era cosa de aficionados, pero el símbolo de la moqueta fue un golpe de suerte. Un error que habría podido desvelar la presencia de la videocámara y que, en cambio, se transformó en una inesperada ventaja y lo complicó todo.

Marcus se rió de sí mismo por haber pensado en el satanismo como explicación para aquella historia, cuando la realidad era mucho más simple.

—Sin embargo, usted lo ha descubierto todo.

—Los perros son daltónicos, ¿lo sabía?

—Claro, pero eso ¿qué tiene que ver?

—Un perro no puede ver el arco iris. Y nadie podrá explicarle nunca qué son los colores. Pero usted sabe igual que yo que existe el rojo, el amarillo y el azul. ¿Quién dice que esto no valga también para las personas? Quizá hay cosas que existen, aunque no podamos verlas. Como el mal. Sabemos que está sólo después de que se manifieste, cuando es demasiado tarde.

—¿Usted conoce el mal?

—Yo conozco a los hombres. Y veo las señales.

—¿Cuáles?

—Piececitos descalzos que caminan sobre la sangre…

—Raffaele no debería haber estado allí aquella noche —Altieri mostró un gesto de enfado—. Tendría que haberse quedado con la madre de Valeria, pero estaba enferma. Yo no lo sabía.

—Por lo cual estaba en la casa. Y permaneció allí durante dos días. Él solo.

El abogado permaneció callado, y Marcus comprendió que la verdad le hacía daño. Estaba contento de que una parte de ese hombre todavía pudiera expresar un sentimiento humanamente reconocible.

—Durante todos estos años, Ranieri se dedicó a despistar a su hijo, que seguía indagando sobre la muerte de su madre. Pero hubo un momento en que Raffaele empezó a recibir extrañas notas anónimas que prometían conducirlo a la verdad.

«Una me ha traído hasta aquí», se dijo Marcus, si bien no sabía el motivo por el que se había visto envuelto en aquella historia.

—Primero, su hijo despidió al detective. Hace una semana consiguió encontrar a los asesinos, hizo que acudieran a una fábrica abandonada y los mató. Debe de haber hecho lo mismo con Ranieri, manipulando su coche. Por eso es él quien está viniendo hacia aquí. Yo solamente le he precedido.

—Si no fue usted, entonces, ¿quién ha urdido todo esto?

—No lo sé, pero hace menos de veinticuatro horas un asesino en serie llamado Jeremiah Smith fue encontrado agonizante. En el pecho llevaba escrito: «Mátame.» En la dotación de la ambulancia que lo auxilió hacía guardia la hermana de una de sus víctimas. Podría haberse tomado la justicia por su mano. Opino que a Raffaele le han ofrecido la misma oportunidad.

—¿Por qué le interesa tanto salvarme la vida?

—No sólo a usted. Ese asesino en serie secuestró a una estudiante llamada Lara. La tiene prisionera en alguna parte, pero él está en coma y ya no podrá hablar.

—¿Es ella la inocente a la que se refería hace un momento?

—Si encuentro a quien ha organizado todo esto, todavía puedo salvarla.

El abogado Altieri se llevó la copa de coñac a los labios.

—No sé cómo puedo ayudarle.

—Dentro de poco Raffaele estará aquí, probablemente buscando venganza. Llame a la policía y entréguese. Yo esperaré a su hijo e intentaré convencerlo para que hable conmigo. Es posible que sepa algo que pueda serme útil.

—¿Tendría que confesárselo todo a la policía? —Por su tono burlón, era evidente que el abogado no tenía ninguna intención de hacerlo—. ¿Usted quién es? ¿Cómo puedo fiarme si no me lo dice?

Marcus estuvo a punto de responder. Si ése era el único modo, se saltaría su regla. Estaba a punto de decírselo cuando sonó un disparo. Se volvió. A su espalda, Raffaele tenía el arma tendida. La apuntaba contra el sillón en el que estaba sentado su padre. El proyectil perforó la piel y el relleno. Altieri se dejó caer hacia adelante, soltando la copa de coñac.

A Marcus le habría gustado preguntarle al chico por qué había disparado, pero comprendió que había preferido la venganza a la justicia.

—Gracias por haber hecho que hablara —dijo Raffaele.

Y Marcus entendió cuál había sido su papel en todo el asunto. Ése era el motivo por el que alguien había hecho que se encontraran en casa de Lara.

Tenía que proporcionarle la pieza que faltaba: la confesión de su padre.

Marcus estaba a punto de preguntarle algo, esperando encontrar la relación entre aquella historia de veinte años atrás, Jeremiah Smith y la desaparición de Lara. Pero antes de que pudiera hablar, se percató del sonido que llegaba de lejos. Raffaele sonrió. Eran las sirenas de la policía. La había llamado él, pero no se movió. Esta vez se haría justicia, hasta el fondo. Incluso en eso quería ser distinto a su padre.

Marcus sabía que le quedaban pocos minutos. Tenía muchas preguntas sin respuesta, pero tenía que irse. No podían encontrarlo allí.

Nadie debía saber que existía.

20.35 h

Después de haber metido en el bolso todo lo que necesitaba, Sandra consiguió subir a un taxi cerca de via Giolitti. Dio la dirección al taxista y, a continuación, repasó de nuevo el plan que había elaborado en el asiento posterior del vehículo. Estaba corriendo un riesgo enorme. Si descubrían sus verdaderas intenciones, seguro que la suspenderían del servicio.

El coche pasó por la piazza della Repubblica y embocó la via Nazionale. Conocía poco Roma. Para alguien como ella, nacida y criada en el norte, aquella ciudad representaba una incógnita. Demasiada belleza, tal vez. Un poco como Venecia, que siempre le parecía habitada sólo por turistas. Era difícil pensar que alguien viviera de verdad en lugares parecidos, que trabajara, hiciera la compra o llevara a sus hijos a la escuela, en vez de pasar el tiempo contemplando la magnificencia que se disponía a su alrededor.

El taxi giró por la via San Vitale. Sandra bajó delante de la comisaría.

«Todo irá bien», se dijo.

Mostró el distintivo en la garita de la entrada y pidió hablar con un compañero del archivo. Le dijeron que aguardara en la sala de espera mientras intentaban contactar con él por teléfono. Tras unos minutos, salió a recibirla un hombre pelirrojo, en mangas de camisa y con la boca llena.

—¿Qué puedo hacer por usted, agente Vega? —preguntó masticando. Por las migas de su camisa debía de haberse comido un bocadillo.

Sandra sacó su mejor sonrisa.

—Ya sé que es tarde, mi superior me ha enviado a Roma esta tarde. Tendría que haber avisado, pero no he tenido tiempo.

El policía pelirrojo asintió, vagamente interesado.

—De acuerdo, pero ¿de qué se trata?

—Un estudio.

—Un caso concreto o…

—Un estudio estadístico sobre la incidencia de crímenes violentos en el tejido social y la capacidad de intervención de las fuerzas de policía, con gran atención a las diferencias de enfoque entre Milán y Roma —dijo todo de corrido.

El hombre arrugó la frente. Por un lado no parecía envidiarla: era el tipo de encargo que solía ocultar una medida de castigo o una verdadera vejación por parte de un superior. Por otro lado, no entendía qué objetivo podía tener.

—Pero ¿a quién le interesa?

—No sabría decirle, pero creo que el comisario tiene que participar en un congreso dentro de unos días. Seguramente lo necesite para su ponencia.

El policía empezaba a intuir que iría para largo. Y él no tenía ganas de estropear un tranquilo turno de noche con aquella papeleta. Sandra se lo leyó en la cara.

—¿Puedo ver su orden de servicio, agente Vega?

Impostó el tono de manera burocrática y autoritaria, buscando un motivo para denegarle su ayuda.

Pero ella también había previsto ese inconveniente. Se acercó de manera confidencial y le habló en voz baja.

—Oye, compañero, entre nosotros, no me apetece nada pasarme la noche en el archivo sólo para que el imbécil de mi jefe, el inspector De Michelis, esté contento —se sintió tremendamente culpable por haberlo pintado de esa manera, pero a falta de una orden de servicio, necesitaba mencionar a un superior—. Hagamos una cosa: dejo una lista de cosas, y tú, con calma, las buscas cuando puedas.

Sandra le puso entre las manos un impreso. En realidad, era la lista de las atracciones turísticas de la ciudad que le había preparado el portero de su hotel. Sabía que su colega, sólo con ver lo larga que era, dejaría de ponerle trabas.

El policía, de hecho, le devolvió la lista.

—Espera un momento —él también la tuteaba—. No sabría ni por dónde empezar. Por lo que me has dicho, se trata de un estudio delicado. Me parece que tú lo harás mejor.

—Pero yo no conozco vuestro método de catalogación —lo apremió.

—No hay problema, puedo explicarte cómo se hace: es facilísimo.

Sandra hizo gala de todo su fastidio, levantando los ojos al cielo y sacudiendo la cabeza.

—De acuerdo, pero me gustaría volver a Milán mañana por la mañana o, como mucho, por la tarde. Así que, si no te molesta, empezaré en seguida.

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