El Tribunal de las Almas (14 page)

Read El Tribunal de las Almas Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
11.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—David tenía un trabajo peligroso. De común acuerdo, convinimos que nunca me diría cuál era el destino de sus viajes.

—Su marido quería ahorrarle lo que él llamaba «ansiedad de la esposa del soldado en el frente».

—¿Por qué iba, pues, a decirme esa mentira en el mensaje del contestador? ¿Qué necesidad tenía de afirmar que estaba en Oslo? Lo he pensado mucho: he sido una idiota. Él no quería esconderme nada, sino llamar mi atención.

—De acuerdo, tal vez descubrió algo y quería protegerte, y ahora estás poniéndote en peligro tú sola.

—No lo creo. David sabía correr riesgos y, en el caso de que le hubiera ocurrido algo, querría que lo investigara. Por eso me dejó esas pistas.

—¿Te refieres a lo que había en la vieja cámara fotográfica?

—Por cierto, ¿ya sabes a qué cuadro pertenece el detalle del niño que huye?

—Dicho así, no me dice nada. Tendría que ver la imagen.

—Te la mandé por mail.

—Ya sabes que yo con estas cosas de ordenadores… De todos modos, le pediré a uno de los chicos que me la descargue. Te diré algo lo antes posible.

Sandra sabía que podía contar con él. Había tardado cinco meses en decirle que sentía que David hubiera muerto, pero con todo, era un buen hombre.

—Inspector…

—¿Sí?

—¿Cuántos años hace que estás casado?

De Michelis se rió.

—Veinticinco. ¿Por qué?

Sandra se acordaba de las palabras de Shalber.

—Ya sé que es algo personal… Pero ¿has dudado alguna vez de tu mujer?

El inspector se aclaró la voz.

—Una tarde, Bárbara me dijo que había quedado con una amiga. Yo sabía que estaba mintiéndome. ¿Sabes ese sexto sentido que tenemos los policías?

—Sí, creo que sé a lo que te refieres —Sandra no estaba segura de querer conocer aquella historia—. Pero no estás obligado a explicarme intimidades.

De Michelis siguió hablando, sin hacerle caso.

—Bien, pues decidí seguirla como habría hecho con un criminal corriente. Ella no se dio cuenta de nada. Pero llegado a un cierto punto, me detuve y pensé en lo que estaba haciendo. Así que decidí regresar. Si quieres, puedes llamarlo miedo. Yo sé lo que era. En realidad, no me interesaba el hecho de que me hubiera mentido. Si hubiera descubierto que, en efecto, había quedado con una amiga, me habría parecido que la había traicionado. Al igual que yo tenía derecho a una esposa fiel, Bárbara también se merecía un marido que confiara en ella.

Sandra entendió que su colega, mayor, había compartido con ella algo que probablemente no le había contado nunca a nadie. Así que tuvo el valor de explicarle el resto.

—De Michelis, hay otro favor que quisiera pedirte…

—¿Otro más? —Él fingió estar molesto.

—Ayer por la noche me llamó un tal Shalber, de la Interpol. Cree que David estaba metido en algo turbio, y me pareció un pelmazo.

—Entiendo: pediré información sobre él. ¿Algo más?

—No, gracias —dijo Sandra, aliviada.

De Michelis, sin embargo, no había terminado.

—Aclárame una curiosidad: ¿adónde vas ahora?

«A donde todo acabó», hubiera querido decir Sandra.

—Al edificio en construcción del que se cayó David.

La idea de vivir juntos había sido suya, pero David la aceptó con entusiasmo. Al menos eso fue lo que le pareció. Hacía pocos meses que se conocían y todavía no estaba segura de saber interpretar las reacciones del hombre al que amaba. A veces él podía ser realmente complicado. A diferencia de ella, David nunca era transparente en sus emociones. Cuando tenían un desacuerdo, siempre era ella la que alzaba la voz y se alteraba. Él mantenía una actitud vagamente conciliadora y, sobre todo, distraída. Es más, se podía decir que únicamente discutía ella. Sandra no podía evitar pensar que David no lo hacía por desinterés, sino que era una rigurosa estrategia: primero la dejaba desahogarse y después hacía que acabara renunciando, por exasperación, a tener la razón.

La demostración más clara de su teoría era lo que sucedió un mes después de que él se hubiera trasladado a su apartamento.

Desde hacía una semana, David estaba silencioso y de un humor extraño, y Sandra tenía la impresión de que la evitaba, incluso cuando estaban solos en casa. A pesar de que en aquella época no trabajaba, siempre tenía cosas que hacer. Se encerraba en el estudio, reparaba una toma eléctrica o desatascaba un desagüe. Sandra veía que había algo que no iba bien, pero le daba miedo preguntárselo. Se decía a sí misma que tenía que darle tiempo, que David no sólo no estaba acostumbrado a tener un lugar al que llamar «casa», sino que le faltaba la experiencia de vivir en pareja. Pero al miedo de perderlo se unía también la rabia por su actitud huidiza. Estaba a punto de explotar.

Sucedió una noche. Mientras dormían, notó que su mano la sacudía para que se despertara. Después de ver que eran casi las tres de la madrugada, todavía aturdida por el sueño, le preguntó qué diablos quería. David encendió la luz y se levantó de la cama. Su mirada vagaba por la habitación mientras buscaba las palabras para decirle lo que hacía tiempo que le rondaba por la cabeza. Que no podían seguir así, que se sentía incómodo y que esa situación, en definitiva, lo comprimía.

Sandra se esforzaba en comprender el sentido de aquella perorata, pero la única explicación que se le ocurría era: «Este imbécil está dejándome.» Herida en su orgullo e incrédula ante el hecho de que él no pudiera esperar a la mañana siguiente para deshacerse de ella, se levantó y, furiosa, empezó a despotricar y a insultarlo con frases impronunciables. Con la ira, estrellaba contra el suelo los objetos que tenía al alcance de la mano, entre ellos el mando a distancia que, al caer, puso en marcha el televisor. A esas horas sólo emitían viejas películas en blanco y negro. En ese momento daban
Sombrero de copa,
con Fred Astaire y Ginger Rogers interpretando un dueto musical.

La dulce melodía, combinada con la histeria de Sandra, creaba una escena surrealista.

Lo que empeoraba la situación era que David no replicaba, sino que recibía los improperios pasivamente y con la cabeza baja. Sin embargo, cuando su furia era ya incontenible, Sandra vio que metía la mano bajo la almohada y sacaba un estuche de terciopelo azul, que luego dejó en su lado de la cama con una sonrisa socarrona. De repente se quedó muda, observó aquella cajita, sabiendo ya lo que contenía. Se sentía como una idiota y no pudo impedir que su boca quedara abierta por el estupor.

—Lo que estaba intentando decir —empezó David— es que no podemos seguir adelante así y que, en mi modestísima opinión, deberíamos casarnos. Porque yo te amo, Ginger.

Se lo dijo —y era la primera vez que decía lo que sentía y que la llamaba así— con las notas de Fred cantando
Cheek to Cheek.

Heaven, I'm in Heaven,

And my heart beats so that I can hardly speak;

And I seem to find the happiness I seek

When we're out together dancing, cheek to cheek.

Sandra, sin ni siquiera darse cuenta, empezó a llorar. Se lanzó a sus brazos, porque necesitaba que la rodeara con ellos. Sollozando en su pecho, empezó a desnudarse, movida por la urgencia de hacer el amor con él. Juntos, vieron el amanecer. No había palabras para describir lo que sintió aquella noche. Pura felicidad.

En ese momento comprendió que con David nunca habría situaciones tranquilas. Que ambos necesitaban vivir con entusiasmo. Pero ya se abría paso en ella el temor de que, precisamente por eso, pronto todo podía volatilizarse.

Y así fue.

A los tres años, cinco meses y un puñado de días desde aquella noche irrepetible, Sandra se encontraba en las obras abandonadas de un edificio en construcción, ante el punto exacto en que el cuerpo de David —¡su David!— se estrelló tras la caída. No había sangre, la lluvia ya la había lavado. Le habría gustado llevar una flor, pero no quería dejarse llevar demasiado por las emociones. Había ido allí principalmente para comprender.

Después de la caída, David estuvo agonizando durante toda la noche hasta que un hombre que pasaba por casualidad, en bicicleta, lo vio y dio la voz de alarma. Pero era demasiado tarde. Murió en el hospital.

Cuando sus colegas de Roma le describieron cómo había sucedido el accidente, Sandra no se planteó demasiadas preguntas. Por ejemplo, no se preguntó si durante todo ese tiempo estuvo inconsciente. Habría preferido saber que había muerto al instante y no a causa de las numerosas fracturas y hemorragias internas. Y, sobre todo, apartó de su mente el más terrible de los interrogantes.

Si alguien hubiera reparado antes en el hombre que yacía moribundo, ¿David se habría salvado?

La lenta agonía corroboraba la hipótesis del accidente y dejaba rebajada al absurdo la presunción de que un asesino hubiera podido hacer el trabajo.

Sandra entrevió a su derecha un tramo de escalera. Dejó su equipaje y empezó a subir, con cuidado, porque no había barandilla. En la quinta planta la pared divisoria desaparecía. Sólo había pilares que separaban el forjado. Se acercó al antepecho por el que David resbaló. Había ido allí de noche. Recordó el diálogo que mantuvo por teléfono con Shalber la noche anterior.

«—Según la policía, se encontraba en aquel edificio en construcción porque desde allí tenía una vista perfecta para hacer una foto… Pero ¿usted ha visto ese lugar?

»—No —contestó, molesta.

»—Bien, yo he estado allí.

»—Y, con eso, ¿qué quiere decir?

»Pero él añadió, irónico:

»—La Canon de su marido quedó destrozada en la caída. Lástima, nunca veremos esa foto.»

Cuando Sandra vio lo que David tenía frente a él aquella noche, comprendió el significado del sarcasmo del funcionario de la Interpol. Había una enorme explanada asfaltada, rodeada de edificios. «¿Qué motivo tenía para sacar una foto desde allí?», se preguntó. Y, además, de noche.

Se había llevado consigo una de las cinco imágenes que contenía el carrete de la Leica. No se había equivocado: aparecían esas mismas obras, pero de día. Después de revelarla, en seguida pensó que él fue hasta allí para hacer un reconocimiento.

Sandra miró a su alrededor: tenía que haber un motivo. Ese lugar estaba abandonado, no parecía revestir ningún interés, por lo menos en apariencia.

Entonces, ¿por qué David había ido hasta allí?

Tenía que razonar en otros términos, cambiar el punto de mira, como le decía su instructor en la escuela de la Policía Científica.

«La verdad está en los detalles», arguyó para sí misma.

Y era en ellos donde tenía que buscar respuestas. Así que se dispuso a actuar como hacía en los lugares del crimen que exploraba su cámara fotográfica. Tenía que leer la escena. De abajo arriba. De lo general a lo particular. Como guía tenía la foto que David sacó con la Leica.

«Tengo que controlar los elementos que aparecen en la imagen», se dijo. Como esos pasatiempos en los que hay que encontrar las diferencias entre dos viñetas que parecen idénticas.

Teniendo en cuenta los límites trazados en la fotografía, empezó desde el suelo, procediendo metro a metro. Paseó la mirada por lo que tenía enfrente y luego la levantó hacia el techo. Buscaba una señal, algo que hubiera quedado grabado en el cemento. No había nada.

Pasó revista a la selva de pilares. Uno a uno. Algunos habían sufrido pequeños daños en el curso de aquellos cinco meses, también a causa de que no los habían enyesado, por lo que estaban más expuestos a la acción de la climatología.

Cuando llegó al que estaba más a la izquierda, hacia el antepecho, notó que era diferente al de la foto. Era un pequeño detalle, pero podía ser significativo. En la época en que David hizo el reconocimiento del lugar, el pilar presentaba un hueco horizontal en la base. Ahora estaba tapado.

Sandra se agachó para verlo mejor. En efecto, había algo que lo tapaba. Era una tira de cartón piedra. Parecía hecho adrede para guardar algo dentro. Sandra la quitó y lo que vio la dejó estupefacta.

En la hendidura descubrió la grabadora de David. Lo que recordaba no haber encontrado en su bolsa, aunque aparecía en la lista que su marido usaba para preparar el equipaje.

Sandra la cogió y le sopló encima para quitarle el polvo. Medía unos diez centímetros, era delgada y disponía de memoria digital. Ese modelo había reemplazado a las cintas magnetofónicas.

Al observarla en la palma de su mano, Sandra advirtió que tenía miedo. Sólo Dios sabía qué podía haber allí dentro. Era posible que David la hubiera ocultado en ese lugar y que hubiera indicado, por seguridad, el escondite mediante la foto. Posteriormente volvió para recogerla y se cayó. O bien había grabado algo en ese mismo lugar. Tal vez la misma noche en que murió. Sandra recordó entonces que el dispositivo podía accionarse a distancia. Sólo hacía falta un ruido y empezaba a grabar.

Tenía que decidirse, no podía esperar más. Titubeaba, porque era consciente de que aquello que iba a escuchar podía cambiar para siempre la convicción de que David había sido víctima de un accidente. El precio por algo así era que quizá ya no podría resignarse. Que siempre buscaría la verdad. El peligro era no descubrirla jamás.

Sin más demora, accionó el dispositivo y esperó.

Dos golpes de tos. Seguramente un artificio para activar la grabación a distancia. Luego la voz de David, cavernosa, lejana, velada por el ruido. Y fragmentada.

—«… estar solos… esperaba desde entonces…»

El tono era tranquilo. Sin embargo, Sandra notó cierta desazón al volver a escuchar su voz después de tanto tiempo. Se había acostumbrado a la idea de que él no volvería a hablarle. Ahora temía que la conmoción la sobrepasara, cuando sin embargo tenía que permanecer lúcida. Se esforzó, diciéndose a sí misma que sólo se trataba de una investigación y que debía mantener una actitud profesional.

—«… no existe… debía imaginarlo… contrariedad…»

Las frases estaban demasiado entrecortadas para poder comprender de qué estaba hablando.

—«… estoy al corriente… cualquier cosa… todo este tiempo… no puede ser…»

Para Sandra aquellas informaciones aisladas no tenían sentido. Pero entonces llegó una frase completa.

—«… lo he buscado durante mucho tiempo, al final lo he encontrado…»

¿De qué estaba hablando David y con quién? No se sabía.

Consideró que podía descargar la grabación y hacérsela escuchar a un técnico de sonido, para que le limpiara el ruido. Era la única posibilidad que tenía. Estaba a punto de apagar el aparato cuando oyó otra voz.

Other books

Tres Leches Cupcakes by Josi S. Kilpack
Terminal Justice by Alton L. Gansky
The Price Of Darkness by Hurley, Graham
The Essential Gandhi by Mahatma Gandhi
Brain Storm by Warren Murphy, Richard Sapir
Summer Loving by Cooper McKenzie