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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (5 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Sin embargo, en los últimos cinco meses le resultaba difícil.

De lo general a lo particular, Sandra empezó a enfocar el
zoom
en los detalles, buscándoles un sentido.

En la pantalla, la maquinilla de afeitar situada en la repisa de debajo del espejo. El gel de baño de Winnie the Pooh. Las medias tendidas. Gestos cotidianos, pequeñas costumbres de una familia como tantas. Objetos inocuos que habían sido testigos de algo horrible.

«No son mudos —pensó—. Los objetos hablan desde el silencio, sólo hay que escucharlos.»

Mientras las imágenes pasaban velozmente, Sandra seguía preguntándose qué desencadenaba una violencia semejante. La desazón anterior se había convertido en malestar. Además, sentía una inusual migraña. Los ojos se le velaron un instante. Quería entender qué había ocurrido.

¿Cómo se había generado aquel pequeño apocalipsis doméstico?

La familia se despierta poco antes de las siete. La mujer se levanta y va a preparar el desayuno para su hijo. El hombre es el primero en usar el baño, tiene que llevar al niño al colegio y luego ir a trabajar. Hace frío, lleva consigo una estufa de gas.

¿Qué había ocurrido mientras estaba duchándose?

El agua que cae, la rabia que aumenta. «Quizá estuvo despierto toda la noche», se dijo Sandra. Algo lo preocupaba. Un pensamiento, una obsesión. ¿Celos? ¿Había descubierto que su mujer tenía un amante? De Michelis dijo que discutían a menudo.

Pero esa mañana no hubo discusiones. ¿Por qué?

El hombre salió de la ducha, cogió la pistola y se dirigió a la cocina. No hubo ninguna pelea antes de los disparos. ¿Qué cortocircuito se había producido en su cabeza? Un insoportable sentimiento de angustia, ansiedad, pánico: los consabidos síntomas que preceden al arrebato.

En la pantalla, tres albornoces colgados uno junto al otro. Desde el más grande hasta el más pequeño. Juntos. En un vaso, una familia de tres cepillos de dientes. Sandra buscaba una pequeña ranura en el idílico cuadro. La fractura finísima que había dado lugar al derrumbamiento.

A las siete y veinte todo había terminado, había dicho el inspector. A esa hora, los vecinos oyen disparos y llaman a la policía. La ducha dura como máximo un cuarto de hora. Quince minutos para decidirlo todo.

En la pantalla, la pecera con las dos tortugas. La caja con la comida. La palmera de plástico. Las piedrecitas.

«Las tortugas», se dice a sí misma.

Sandra examinó todas las panorámicas, acercando el
zoom
hacia los detalles. Una foto cada tres minutos, seis disparos en total: Sergi había abierto al máximo el agua caliente, el ambiente estaba saturado de vapor… y, sin embargo, las tortugas no se habían movido.

Los objetos hablan. La muerte está en los detalles.

La vista de Sandra se empañó de nuevo, por un instante tuvo miedo de desmayarse. Vio aparecer a De Michelis.

—¿No te sientes bien?

En ese momento Sandra lo entendió todo:

—La estufa de gas.

—¿Qué? —De Michelis no lo entendía. Pero ella no tenía tiempo de explicárselo.

—¡Sergi! ¡Tenemos que sacarlo de ahí en seguida!

Bajo el edificio había aparcado un camión de bomberos y una ambulancia, que se llevaba a Sergi. El técnico de la Científica estaba sin sentido cuando entraron en el baño. Por suerte para él, habían llegado a tiempo. En la acera frente a la vivienda, Sandra mostró a De Michelis la imagen de la pecera con las tortugas muertas, mientras intentaba reconstruir la secuencia de los hechos.

—Cuando llegamos, Sergi estaba intentando hacer funcionar la estufa de gas.

—Un poco más y se queda frito. Sin ventanas, los bomberos han dicho que el baño estaba saturado de monóxido de carbono.

—Sergi simplemente estaba reproduciendo las condiciones del lugar. Por eso, piénsalo: esta mañana ha ocurrido lo mismo mientras el hombre estaba duchándose.

De Michelis frunció el ceño.

—Perdona, pero no te entiendo.

—El monóxido de carbono es un gas producto de la mala combustión. Y es inodoro, incoloro e insípido.

—Sé lo que es… Pero ¿también hace funcionar las pistolas? —ironizó el inspector.

—¿Sabes cuáles son los síntomas del envenenamiento por monóxido de carbono? Dolor de cabeza, vértigo y, en algunos casos, alucinaciones y paranoia… Después de estar expuesto al gas encerrado en el baño, Sergi decía cosas raras. Me habló de arándanos, dijo frases obscenas.

De Michelis hizo una extraña mueca: esa historia no le gustaba.

—Mira, Sandra, sé adónde quieres llegar con este razonamiento, pero no se sostiene.

—El padre también estuvo encerrado en ese baño antes de ponerse a disparar.

—No se puede comprobar.

—Pero es una explicación. Por lo menos admite que podría haber sucedido así: el hombre respira monóxido, está confuso, alucinado y presa de la paranoia. No se desmaya en seguida, como le ha ocurrido a Sergi, sino que sale desnudo del baño, coge la pistola y dispara a su mujer y a su hijo. A continuación vuelve al baño y es entonces cuando la carencia de oxígeno le hace perder el sentido y se golpea la cabeza al caer.

De Michelis cruzó los brazos. Su actitud la exasperaba. Pero ella sabía perfectamente que el inspector no podía refrendar una hipótesis tan arriesgada. Lo conocía desde hacía años, estaba convencida de que para él también habría sido un consuelo admitir que la responsabilidad de esas muertes absurdas recaía en un hecho ajeno a la voluntad del homicida. Sin embargo, tenía razón: no había pruebas evidentes.

—Indicaré este hecho a la oficina del médico forense, que hagan un análisis toxicológico al cadáver del hombre.

«Es mejor que nada», pensó Sandra. De Michelis era un tipo escrupuloso, un buen policía, le gustaba trabajar para él. Era un gran aficionado al arte, y eso para ella era indicativo de sensibilidad. Por lo que sabía, no tenía hijos y programaba las vacaciones con su mujer para visitar museos. Opinaba que cada obra contenía muchos significados y que buscarlos era tarea de quienes las admiraban. Por ese motivo no era la clase de policía que podía conformarse con la primera impresión.

—A veces nos gustaría que la realidad fuera distinta. Y si no podemos cambiar las cosas, intentamos explicárnoslas a nuestro modo. Pero no siempre sale bien.

—Sí —respondió Sandra, arrepintiéndose en seguida. Esa verdad tenía mucho que ver con ella, pero no podía admitirlo. Hizo ademán de irse.

—Espera, quería decirte… —De Michelis se pasó una mano por el pelo gris, buscando las palabras más adecuadas—. Lamento lo que te ha sucedido. Ya sé que han pasado seis meses…

—Cinco —le corrigió ella.

—Sí, aun así tendría que habértelo dicho antes, pero…

—No te preocupes —le respondió, forzando una sonrisa—. Está bien así, gracias.

Sandra se dio la vuelta para ir hacia su coche. Caminaba a paso ligero, con esa extraña sensación bajo el esternón que ahora nunca la abandonaba y que los demás ni siquiera sospechaban. Era ansiedad, pero también rabia mezclada con dolor. Una especie de bola de goma pegajosa. La había bautizado como
la cosa.

No quería admitirlo, pero desde hacía cinco meses la cosa había reemplazado a su corazón.

11.40 h

La lluvia había empezado a caer de nuevo con colérica constancia. A diferencia de la gente con la que se cruzaban, Marcus y Clemente recorrían las callejuelas de la gran clínica universitaria sin apresurar el paso. El Gemelli era el hospital más grande de la ciudad.

—La policía custodia la entrada principal —anunció Clemente—. Y tenemos que evitar las cámaras de vigilancia.

Se desvió hacia la izquierda, saliendo del recorrido del sendero, y guió a Marcus hacia un edificio blanco. Bajo una marquesina había bidones de detergente y carros repletos de sábanas sucias. Una escalera de hierro conducía a una puerta de servicio. Estaba abierta y fue fácil introducirse en el almacén de la lavandería. Después de utilizar un montacargas para ascender a la planta baja, llegaron a un estrecho vestíbulo cerrado por una puerta de seguridad. Antes de entrar, era necesario ponerse batas estériles, mascarillas y cubrezapatos, que cogieron de un carrito. Después Clemente entregó a Marcus una tarjeta magnética. Con ella al cuello, nadie les haría preguntas. La utilizaron para abrir la cerradura electrónica y, al final, consiguieron entrar.

Ante ellos se presentó un largo pasillo de paredes azules. Olía a alcohol y a detergente para suelos.

A diferencia de las demás, la unidad de curas intensivas estaba sumida en el silencio. No había ir y venir de médicos y enfermeras, el personal se movía por los pasillos, sin prisa y sin emitir ningún sonido. El único ruido que se percibía era el murmullo de los aparatos de los que dependía la supervivencia de los pacientes.

Y, sin embargo, en ese lugar de paz se desarrollaba la lucha más cruenta entre la vida y la muerte. Cuando caía uno de los combatientes, lo hacía sin alborotos, sin gritos. No sonaban alarmas, era suficiente con que se encendiera una luz roja en la sala de control para anunciarlo, indicando con gran sencillez el cese de las funciones vitales.

En otras unidades, el objetivo de salvar vidas imponía una continua lucha contra el tiempo. Allí, en cambio, fluía de otro modo. Se dilataba de tal manera que parecía ausente. No por casualidad, en la jerga hospitalaria, que por celeridad lo reducía todo a un acrónimo, aquel sitio se llamaba UOC, que significaba Unidad Operativa Compleja. Los que trabajaban allí, en cambio, la conocían como
la frontera.

—Algunos eligen cruzarla. Otros vuelven atrás —dijo Clemente, después de haber explicado a Marcus el porqué de aquel nombre.

Estaban delante del cristal que separaba el pasillo de una de las salas de reanimación. En la habitación había seis camas.

Sólo una estaba ocupada.

Un hombre de unos cincuenta años estaba conectado a un respirador. Al mirarlo, Marcus se puso a pensar en sí mismo cuando su amigo lo encontró en una cama parecida, mientras libraba su batalla sin saber cuál sería el resultado.

Él eligió quedarse.

Clemente le señaló el cristal:

—La pasada noche una ambulancia acudió a una villa de fuera de la ciudad a causa de un código rojo por infarto. El hombre que llamó al número de emergencias tenía en casa unos objetos, una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda rosa y un patín de cuatro ruedas, pertenecientes a las víctimas de un asesino en serie hasta ahora no identificado. Se llama Jeremiah Smith.

«Jeremiah, un nombre de persona tranquila», fue el primer pensamiento de Marcus. No era adecuado para un asesino en serie.

Clemente sacó del bolsillo interior del impermeable una carpeta doblada sobre la que sólo se veía reflejado un código: «c.g. 97-95-6».

—Cuatro víctimas en el espacio de seis años. Degolladas. Todas de sexo femenino, de edades comprendidas entre los diecisiete y los veintiocho años.

Mientras Clemente enumeraba esos datos estériles e impersonales, Marcus se concentró en el rostro del hombre. No debía dejarse engañar: aquel cuerpo era sólo un disfraz, una manera de pasar desapercibido.

—Los médicos hablan de coma —dijo Clemente, casi intuyendo sus reflexiones—. Y, sin embargo, el equipo de la ambulancia que lo socorrió lo intubó inmediatamente. A propósito…

—¿Qué?

—Por una broma del destino, junto al enfermero estaba la hermana de la primera víctima: tiene veintisiete años, es médica.

Marcus pareció sorprendido.

—¿Y sabe a quién le salvó la vida?

—Fue ella quien indicó la presencia en la casa de un patín que pertenecía a su hermana gemela asesinada hace seis años. De todos modos, hay otro motivo que muestra que no se trató de una intervención rutinaria…

Clemente cogió una foto de la carpeta y se la mostró. Era una imagen del pecho del hombre, en el que destacaba la palabra «Mátame».

—Se paseaba por ahí, en medio de la gente, con ese tatuaje.

—Es el símbolo de su doble naturaleza —consideró Marcus—. Es como si estuviera diciéndonos que, en el fondo, no es difícil ver que las apariencias engañan, porque normalmente nos detenemos en el primer estrato, el de la vestimenta, para emitir un juicio sobre una persona. Cuando la verdad está escrita en la piel se encuentra al alcance de cualquiera, escondida a pesar de estar tan cerca. Pero nadie la ve. Para Jeremiah Smith era lo mismo: la gente lo rozaba por la calle sin imaginar el peligro, nadie podía verlo tal como era realmente.

—Y en esa palabra se escondía un desafío: mátame, si puedes.

Marcus se volvió hacia Clemente.

—Y, ahora, ¿cuál es el desafío?

—Lara.

—¿Quién nos asegura que todavía esté viva?

—Mantuvo en vida a las otras durante al menos un mes, antes de dejar que las encontraran.

—¿Cómo sabemos que fue él quien se la llevó?

—El azúcar. A las otras chicas también las drogó. A todas las cogió del mismo modo: de día, se les acercó con una excusa ofreciéndoles algo de beber. En la bebida siempre había GHB, más conocido como
Rufis,
«la droga de la violación». Es un narcótico con efectos hipnóticos que inhibe la capacidad de entendimiento y la voluntad. La Policía Científica encontró restos en un vaso de plástico abandonado en el lugar en que Jeremiah se cruzó con la primera víctima, y luego en una botellita encontrada en el escenario del tercer secuestro, por lo que se trata de una firma, una especie de marca estilística.

—La droga de la violación —repitió Marcus—. Entonces, ¿el móvil es sexual?

Clemente sacudió la cabeza.

—No hay violencia sexual, ni ningún signo de tortura en las víctimas. Las ataba, las mantenía con vida y las degollaba después de un mes.

—Pero a Lara se la llevó de casa —concluyó Marcus—. ¿Cómo se explica?

—Algunos asesinos en serie perfeccionan su modus operandi a medida que la fantasía sádica que alimenta sus instintos va progresando. De vez en cuando añaden algún detalle, algo que aumente su placer. Con el tiempo, matar se convierte en un trabajo y tienden a querer superarse.

La explicación de Clemente era plausible, pero no le convenció del todo. Decidió aparcar momentáneamente ese detalle.

—Háblame de la villa de Jeremiah Smith.

—La policía todavía está inspeccionándola, por eso no podemos ir de momento. Pero, por lo que parece, no llevaba a sus víctimas allí. Tenía otro sitio. Si lo encontramos, daremos con Lara.

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