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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (6 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—Pero la policía no está buscándola.

—Tal vez en esa casa haya algo que los conecte con ella.

—¿No deberíamos ponerlos sobre la pista?

—No.

—¿Por qué no? —Marcus dudaba.

Clemente intentó ser resolutivo.

—Nosotros no trabajamos así.

—Lara tendría más posibilidades de salvarse.

—La policía podría ser un estorbo, y tú necesitas libertad de acción.

—¿Qué significa libertad de acción? —protestó Marcus—. ¡No sé ni por dónde empezar!

Clemente se puso frente a él, mirándolo fijamente a los ojos.

—Ya sé que no crees que sea posible, que todo esto te parece nuevo. Pero no es la primera vez que lo haces. Eras bueno en lo que hacías, y todavía puedes serlo. Te aseguro que si hay alguien capaz de encontrar a la chica, ése eres tú. Cuanto antes lo entiendas, mejor será para todos. Porque tengo la impresión de que a Lara no le queda mucho tiempo.

Marcus miró por detrás del hombro de Clemente hacia el paciente que yacía conectado al respirador, que mantenía el equilibrio en la última frontera. Entonces vio el reflejo de su propio rostro en el cristal, sobrepuesto a aquella imagen, en una ilusión óptica.

Apartó la mirada, molesto. No era la visión del monstruo lo que lo molestaba, no soportaba los espejos: todavía no lograba reconocerse.

—¿Qué me ocurrirá si fracaso?

—Entonces es eso, estás preocupado por ti mismo.

—Yo ya no sé quién soy.

—Pronto lo descubrirás, amigo mío —le tendió la carpeta del caso—. Nosotros confiamos en ti. Pero desde este momento, estarás solo.

20.56 h

La tercera lección era que las casas tienen su olor. Pertenece a quienes viven en ella y siempre es distinto, único. Cuando los inquilinos se van, el olor se desvanece. Por eso cada vez que Sandra Vega volvía a su apartamento en los Navigli, en seguida buscaba el de David.

Loción de afeitado y cigarrillos aromatizados de anís.

Sabía que un día, antes o después, volvería a casa, olería el aire y no lo notaría. Una vez desaparecido su olor, David se habría ido de verdad. Para siempre.

Ese pensamiento la desesperaba. E intentaba estar fuera de casa el mayor tiempo posible. Para no contaminar con su presencia las habitaciones, para que su olor no se adueñara del espacio definitivamente.

La verdad era que al principio odiaba la loción barata que David se obstinaba en comprar en el supermercado. Le parecía agresiva y dominante. En los tres años durante los que convivieron, intentó cambiársela varias veces. Cada cumpleaños, Navidad o aniversario, además del regalo oficial había un nuevo perfume. Él lo usaba durante una semana, después lo ponía junto a los otros en una repisa del baño. Luego, para justificarse, usaba la misma frase:

—Lo lamento, Ginger, pero no va conmigo.

La manera en que le guiñaba el ojo mientras lo decía le ponía los nervios de punta.

Sandra nunca se hubiera imaginado que algún tiempo después compraría veinte frascos de aquella loción con la intención de esparcirla por su apartamento. Compró tanta cantidad por el insensato temor de que algún día la retiraran del mercado. Y también compró aquellos tremendos cigarrillos de anís. Los dejaba encendidos en los ceniceros esparcidos por las habitaciones. Pero la mágica alquimia era imperfecta. Era David, su presencia en el mundo, lo que coordinaba indisolublemente aquellas fragancias. Era su piel, su aliento, su humor lo que hacía que aquella unión fuera especial.

Al terminar aquella larga jornada de trabajo, tras haber cerrado la puerta de casa, Sandra esperó unos segundos, quieta en la oscuridad. Después, al final, el olor de su marido le dio la bienvenida.

Dejó las bolsas junto al sillón de la entrada: debería limpiar el equipo, pero últimamente lo dejaba todo para más tarde. Ya lo haría después de cenar. En vez de eso, se preparó un baño caliente y permaneció sumergida en el agua hasta que los dedos se le quedaron arrugados. Se puso una camiseta azul y abrió una botella de vino. Era su manera de aturdirse. No le apetecía ver la televisión y no tenía la concentración necesaria para leer. Así que pasaba las noches en el sofá, con una copa de Negramaro en las manos y la mirada perdida entre mil reflexiones.

Apenas tenía veintinueve años y no conseguía pensar en sí misma como en una viuda.

La segunda lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas también mueren, como las personas.

Desde que David murió, nunca había advertido su presencia en los objetos. Tal vez porque gran parte de las cosas que había en esas habitaciones eran de ella.

Su marido era reportero gráfico por cuenta propia y viajaba por todo el mundo. Antes de conocerla, nunca había necesitado una casa, sólo habitaciones de hotel y alojamiento para salir del paso.

Una vez le contó que en Bosnia durmió en un cementerio, dentro de un nicho.

Todas las posesiones de David cabían en dos grandes petates de tela verde. Allí entraba su armario, con un poco de ropa de verano y otro poco de invierno, porque no sabía adónde podían enviarlo para hacer un reportaje. Llevaba el
notebook
abollado del que no se separaba nunca y también utensilios de todo tipo, navajas multiusos y baterías para sus móviles, incluso un kit para depurar la orina en caso de hallarse en un lugar sin agua potable.

Lo había reducido todo a lo esencial. Por ejemplo, nunca había guardado un libro. Leía muchísimo, pero cada vez que se terminaba uno, lo regalaba. Sólo dejó de hacerlo cuando se fue a vivir con ella. Sandra le buscó un espacio en la librería, y a él empezó a gustarle la idea de tener una colección. Era su modo de echar raíces. Después del funeral, sus amigos fueron a casa de Sandra y cada uno le llevó el libro que David le había regalado. Entre aquellas páginas estaban sus anotaciones, las esquinas dobladas para marcar el punto, pequeñas quemaduras o manchas de aceite de motor. Y entonces ella se lo imaginaba leyendo tranquilamente a Calvino, fumando bajo el sol ardiente de algún desierto, junto a un todoterreno averiado, a la espera de que alguien fuera a prestarle ayuda.

«Seguirás viéndolo por todas partes —le decían—, será difícil desembarazarte de su presencia.» Sin embargo, no era así. Nunca le pareció oír su voz llamándola por su nombre. Nunca había puesto distraídamente la mesa con un plato de más.

Lo que echaba de menos de verdad era la cotidianeidad. Pequeños, repetitivos momentos de una insignificante rutina.

Normalmente, los domingos se levantaba después que él y lo encontraba sentado en la cocina mientras, con la tercera cafetera, ojeaba el periódico en una nube de anís. El codo apoyado en la mesa y el cigarrillo en la punta de los dedos, con la ceniza haciendo equilibrios, tan absorto en la lectura que se olvidaba de ella. En cuanto aparecía en el umbral con aquella cara enfurruñada habitual, él le apartaba la mata de cabellos rizados y alborotados y le sonreía. Intentaba ignorarlo mientras se preparaba el desayuno, pero David continuaba mirándola con aquella sonrisa embobada en la cara hasta que ella no podía aguantarlo más. Era el efecto que causaba su incisivo roto, recuerdo de una caída en bicicleta a los siete años. Eran las gafas graduadas de imitación de tortuga, pegadas con celo, que lo hacían parecer una vieja señora inglesa. Era David, que en unos instantes la acercaría a sus rodillas y le plantaría un beso húmedo en el cuello.

Al recordarlo, Sandra dejó la copa de vino en la mesa junto al sofá. Alargó un brazo para coger el móvil, a continuación marcó el número del buzón de voz.

La voz electrónica la informaba, como siempre, de la existencia de un solo mensaje, ya escuchado. Era de hacía cinco meses.

—Hola, te he llamado varias veces pero siempre sale el contestador… No tengo mucho tiempo, así que te hago una lista de las cosas que echo de menos… Echo de menos tus pies fríos buscándome bajo las sábanas cuando vienes a la cama. Echo de menos cuando haces que pruebe las cosas de la nevera para asegurarte de que no se han estropeado. O cuando me despiertas gritando a las tres de la madrugada porque te ha dado un calambre. Y, no lo creerás, incluso echo de menos cuando usas mi maquinilla de afeitar para depilarte las piernas y luego no me dices nada… Total, aquí en Oslo hace un frío que pela y no veo la hora de volver. ¡Te quiero, Ginger!

Las últimas palabras de David eran la síntesis de una armonía perfecta. La que poseen las mariposas, los copos de nieve y sólo unos pocos bailarines de claqué.

Sandra cerró el móvil.

—Yo también te quiero, Fred.

Cada vez que escuchaba el mensaje, tenía aquella sensación. Nostalgia, dolor, ternura, pero también angustia. En esas últimas palabras anidaba una pregunta a la que Sandra no sabía si tenía intención de responder.

Aquí en Oslo hace un frío que pela y no veo la hora de volver.

Se había habituado a los viajes de David. Era su trabajo, su vida. Siempre lo había sabido. Por mucho que alimentara el deseo de retenerlo, había llegado a entender que su deber era dejarlo marchar.

Era la única manera de que regresara con ella.

Su trabajo de reportero gráfico solía llevarlo a los lugares más hostiles del planeta. A saber la de veces que había arriesgado la piel. Pero David era así, era su naturaleza. Quería verlo todo con sus ojos, sin filtros, tocar con sus manos. Para describir una guerra necesitaba sentir el olor del humo de los incendios, saber que el sonido de los proyectiles es distinto según el objeto contra el que impactan. Nunca había querido aceptar las propuestas de exclusividad de las grandes cabeceras periodísticas que, por otro lado, se lo habrían disputado. No toleraba la idea de que alguien pudiera controlarlo. Y Sandra aprendió a eliminar los peores pensamientos guardando el miedo en un lugar profundo de su mente. Intentando vivir de una manera normal, fingiendo que estaba casada con un obrero o un oficinista.

Existía entre ella y David una especie de pacto no escrito. Se trataba de una extraña serie de cumplidos y atenciones. Era su manera de comunicarse. Así, podía ocurrir que él se quedara en Milán durante largos períodos o que su situación empezara a estabilizarse. Entonces, una noche, ella regresaba a casa y se lo encontraba preparando su famosa sopa de marisco, la que elaboraba con al menos cinco variedades de verdura, acompañada de bizcocho salado. Era su especialidad. Pero, en su código, también era la manera de comunicarle que se marcharía al día siguiente. Así que cenaban como siempre, hablando de esto y de lo otro, él la hacía reír y después hacían el amor. Y a la mañana siguiente, ella se despertaba sola en la cama. Él podía estar fuera durante semanas, incluso meses. Después, un día, abría la puerta y todo volvía a empezar desde el principio.

David nunca le decía cuál era su meta. Excepto esa última vez.

Sandra vació el vino que quedaba en la copa. Se lo bebió todo de un trago. Siempre había desechado la idea de que a su marido pudiera ocurrirle algo malo. Corría riesgos. Si tenía que morir, entonces tendría que ser en una guerra o a manos de los criminales que solía investigar. Sabía que era una tontería, pero no podía aceptar que, en cambio, hubiera muerto de una manera tan banal.

Estaba a punto de adormecerse con esos pensamientos cuando sonó el móvil. Miró la pantalla, pero no identificó el número. Eran casi las once.

—¿Hablo con la mujer de David Leoni?

El hombre tenía un extraño acento alemán.

—Soy yo. ¿Quién es?

—Shalber, trabajo para la Interpol. Somos compañeros.

Sandra se incorporó, frotándose los ojos.

—Disculpe por la hora, pero acabo de conseguir su número.

—¿Y no podía esperar a mañana?

Del otro lado se oyó una alegre carcajada. Shalber, quienquiera que fuese, tenía la voz de un chiquillo.

—Perdóneme, no puedo remediarlo. Cuando tengo una pregunta que me acucia, tengo que hacerla. Podría pasarme la noche sin dormir. ¿A usted nunca le ocurre?

Sandra no sabía interpretar el tono de ese hombre, no acababa de adivinar si era hostil o sólo irreverente. Decidió ir al grano.

—¿Cómo puedo ayudarle?

—Hemos abierto un expediente sobre la muerte de su marido y necesitaría algunas aclaraciones.

Sandra frunció el ceño.

—Se trató de un accidente.

Shalber probablemente se esperaba esa reacción, porque parecía tranquilo.

—He leído el informe de la policía. Espere un momento… —Sandra, por el sonido, identificó que Shalber estaba pasando páginas mientras las consultaba.

—Aquí dice que su marido se precipitó desde un quinto piso pero que sobrevivió a la caída y que murió muchas horas después a causa de las fracturas que sufrió y por una hemorragia interna… —Dejó de leer—. Debe de ser duro para usted, imagino. No es algo que sea fácil de aceptar.

—No sabe cuánto.

A Sandra la respuesta le salió con frialdad, y se odió mientras la pronunciaba.

—Según la policía, el señor Leoni se encontraba en aquel edificio en construcción porque desde allí tenía una vista perfecta para hacer una foto.

—Sí, así es.

—Pero ¿usted ha visto ese lugar?

—No —contestó molesta.

—Bien, yo he estado allí.

—Y, con eso, ¿qué quiere decir?

La pausa de Shalber duró un segundo de más.

—La Canon de su marido quedó destrozada en la caída. Lástima, nunca veremos esa foto —comentó con sarcasmo.

—¿Desde cuándo la Interpol se ocupa de muertes accidentales?

—En efecto, para nosotros es una excepción. Pero mi curiosidad no tiene que ver sólo con las circunstancias en las que murió su marido.

—Entonces, ¿con qué?

—Hay puntos oscuros. He sabido que le mandaron el equipaje del señor Leoni.

—Dos petates.

Empezaba a impacientarse, pero sospechó que tal vez fuera precisamente ése el objetivo de su interlocutor.

—Solicité permiso para verlos, pero por lo que parece no llegué a tiempo.

—¿Por qué motivo? ¿Qué interés pueden tener para usted?

Al otro lado hubo un breve silencio.

—Yo no estoy casado, pero he estado a punto de contraer matrimonio un par de veces.

—¿Y eso tiene algo que ver conmigo?

—No sé si guarda relación con usted, pero creo que cuando confías tu vida a alguien, me refiero a alguien realmente especial como un cónyuge… bueno, dejas de hacerte ciertas preguntas. Por ejemplo, no te preguntas lo que estará haciendo en cada momento en que no está contigo. Algunos lo llaman confianza. La verdad es que, a veces, sólo es miedo… Miedo a las respuestas.

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