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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (8 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Si quería comprender sus vericuetos mentales, tenía que reproducir exactamente las condiciones en las que se había movido Jeremiah.

Mientras se reafirmaba en la nueva estrategia, Marcus cogió el impermeable y salió precipitadamente de la buhardilla. Tenía que volver a la casa de la via dei Coronari.

Un año antes

París

El cazador conocía el valor del tiempo. Su principal virtud era la paciencia. Sabía calibrarla y, entretanto, se preparaba para el momento, saboreando el gusto de la victoria.

El paso de una suave ráfaga de brisa levantó el mantel haciendo que las copas de la mesa de al lado tintinearan. El cazador se llevó a los labios su pastis, disfrutando de la luz del último sol de la tarde. Mientras tanto, veía pasar los coches por delante del bistró. Los atareados transeúntes no reparaban en él.

Llevaba un traje azul marino con una camisa azul y la corbata aflojada, como si fuera un oficinista que se hubiera detenido a tomar algo después de salir del trabajo. Como sabía que las personas solitarias llaman la atención, había dejado una bolsa de papel con la compra en la silla de al lado, en la que se veía una barra de pan, un manojo de perejil y un paquete de caramelos de colores: era como si tuviese una familia. Además, llevaba una alianza.

Pero él no tenía a nadie.

Con los años había reducido al mínimo sus necesidades, llevaba una existencia modesta. Le gustaba pensar en sí mismo como en un asceta. Había mitigado cualquier aspiración que no fuera útil para su único objetivo, evitando la distracción del deseo. Sólo necesitaba una cosa.

Una presa.

Después de haberla seguido en vano, las últimas noticias que tenía la situaban en aquella ciudad. Así que se trasladó allí, sin esperar confirmación. Necesitaba conocer su nuevo territorio. Tenía que ver lo que ella veía, caminar por las mismas calles, notar la extraña sensación de poder cruzarse con ella de un momento a otro, incluso sin reconocerla. Necesitaba saber que los dos estaban bajo el mismo cielo, eso le llenaba, le hacía creer que, antes o después, conseguiría sacarla de su madriguera.

Para no llamar la atención cambió de alojamiento cada tres semanas, escogiendo siempre pequeños hoteles o habitaciones de alquiler, para marcar zonas cada vez más amplias de la ciudad. Fue dejando cebos, pero nada más, confiando en que su presa se mostrara por sí sola ante él.

Después esperó.

Hacía poco que vivía en el Hotel des Saints-Pères, en el distrito tres. En la habitación tenía montones de periódicos acumulados en ese largo período, todos subrayados febrilmente en busca de una pista, aunque débil, que pudiese abrir una brecha en ese insoportable muro de oscuridad y silencio.

Hacía casi nueve meses que se había establecido allí, pero no había avanzado nada. Su confianza vacilaba. Pero entonces, inesperadamente, se produjo el acontecimiento que buscaba. Una señal. Algo que sólo él podría haber descifrado. Había resistido, se había mantenido fiel a las normas que se había impuesto. Y ahora recibía el premio.

Veinticuatro horas antes, durante las excavaciones de unas obras en la rue Malmaison, en Bagnolet, los trabajadores encontraron un cuerpo.

Varón, edad alrededor de los treinta, sin ropa ni objetos personales. Dijeron que la muerte se remontaba a hacía más de un año. A la espera de los resultados de la autopsia, nadie se planteó demasiadas preguntas sobre el cadáver. Después del tiempo transcurrido, para la gendarmería era un caso frío. Las pruebas, si es que las hubo en algún momento, a esas alturas se habrían borrado o estropeado.

El hecho de que se hubiera hallado el cadáver en los suburbios hacía pensar en un homicidio atribuible a las bandas que dirigían el tráfico de droga. Para no llamar la atención de las fuerzas del orden, se habían tomado la molestia de hacer desaparecer el cuerpo.

Por la experiencia de la policía, aquella explicación no ofrecía dudas, a pesar de un último detalle macabro que debería haberlos alertado y que, en cambio, no los hizo sospechar.

El hombre que encontraron no tenía rostro.

No había sido un acto de mera crueldad, ni un ultraje final practicado a un enemigo. En el cadáver habían sido meticulosamente destruidos todos los músculos y los huesos de la cara. Alguien que se toma tantas molestias sin duda debe tener un motivo.

Y el cazador estaba atento a ese tipo de detalles.

Desde el día en que llegó a la ciudad, controlaba la llegada de cadáveres a la morgue de los grandes hospitales. Así fue como tuvo noticia del hallazgo. Una hora después, robó una bata y se introdujo en la cámara frigorífica del hospital de St. Antoine. Con un tampón, tomó las huellas dactilares del cuerpo. De regreso al hotel, las escaneó y las introdujo en un programa pirata que rastreaba las bases de datos del gobierno. El cazador sabía que cada vez que se introduce una información en internet, ésta ya no puede eliminarse. Es como la mente humana: sólo se necesita un detalle para despertar una cadena de sinapsis que hace llegar a la memoria algo que creíamos que habíamos olvidado.

La red no olvida.

El cazador esperó el resultado sentado en la oscuridad, rezando y pensando cómo había llegado hasta allí. Habían pasado siete años desde el primer cadáver desfigurado en Memphis. Después hubo otros en Buenos Aires, Toronto y Panamá. Seguidamente en Europa: en Turín, Viena y Budapest. Y al final en París.

Al menos éstos eran los casos que había podido identificar. Podían ser muchos más, pero nunca serían descubiertos. Aquellos homicidios se habían producido en lugares tan distantes entre sí y en épocas tan diferentes que nadie, aparte de él, los había relacionado con una única mano.

Su presa era a su vez un depredador.

Al principio el cazador pensó que se trataba de un «peregrino», es decir, de un asesino en serie que viajaba para ocultar sus crímenes. Sólo necesitaba descubrir dónde tenía su base. Los peregrinos solían ser sujetos socialmente integrados, con familia, hijos y una discreta disponibilidad económica que les permitía viajar con frecuencia. Eran listos, prudentes, escondían su conducta detrás de viajes de negocios.

Pero después se dio cuenta de un detalle en esa cadena de delitos que, de entrada, se le había pasado por alto. Aquello lo iluminó todo con una nueva perspectiva.

La edad de las víctimas era creciente.

En ese momento se dio cuenta de que la mente criminal a la que se enfrentaba era mucho más compleja y aterradora de lo que había pensado en un principio.

No asesinaba y luego se iba. Asesinaba para quedarse.

Ése era el motivo por el que París podía ser el lugar decisivo o un fracaso más. Un par de horas más tarde, llegó la respuesta de los archivos del gobierno.

El cadáver sin rostro de los suburbios estaba fichado.

No era un traficante, sino un hombre normal que había cometido un pecado de juventud: a los dieciséis años robó la maqueta de un Bugatti en una tienda para coleccionistas. En aquel tiempo, la policía también tomaba las huellas a los menores, pero al final retiraron la denuncia y se cerró el caso. Pero su ficha, a pesar de no aparecer en el archivo judicial francés, acabó en el archivo de una asociación gubernamental que en esa época llevaba a cabo estudios estadísticos de los delitos cometidos por adolescentes.

Esta vez su presa había cometido un error. El cadáver sin rostro tenía nombre.

Jean Duez.

A partir de ahí resultó fácil descubrir todo lo demás: treinta y tres años, soltero, perdió a sus padres en un accidente de tráfico, sin ningún familiar próximo aparte de una vieja tía en Aviñón, enferma de Alzheimer. Había emprendido una pequeña actividad comercial en internet que gestionaba desde su casa: sus ingresos procedían de la venta de maquetas de automóviles a coleccionistas. Las relaciones humanas se reducían al mínimo, ninguna compañera o compañero en su vida, no tenía tampoco amigos. Sentía pasión por las miniaturas de coches de carreras.

Jean Duez era perfecto. Nadie iba a notar su falta. Y, sobre todo, nadie lo buscaría.

El cazador imaginó que ese perfil era en todos los aspectos similar a los de las víctimas anteriores. Aspecto anónimo, ningún signo particular. Un empleo que no requería dotes o habilidades especiales. Una vida retirada, sin conocidos, con poquísimos contactos humanos, hasta el punto de rozar la misantropía o incluso la sociofobia. Sin familia ni parientes cercanos.

Al cazador le complació la astucia de su presa. Pecaba de soberbia, pero se sentía contento cuando el nivel de desafío aumentaba.

Miró el reloj: eran casi las siete. Empezaban a llegar al bistró los clientes que habían reservado el primer turno para la cena. Llamó la atención de una camarera y le hizo un gesto para que entendiera que quería pagar. Un chico distribuía entre las mesas la última edición del periódico de la tarde. El cazador cogió un ejemplar, pero sabía perfectamente que la noticia del hallazgo del cuerpo de Jean Duez no se publicaría hasta el día siguiente, por lo que todavía tenía ventaja sobre su presa. Estaba a punto de empezar la mejor parte de la caza. Sólo necesitaba una confirmación. Por eso estaba allí, sentado en aquel bistró.

De nuevo, la ligera brisa barrió la calle, llevándose consigo una nube de polen de colores del puesto de flores de la esquina. No recordaba que la primavera en París fuera tan bonita.

Sintió un escalofrío. Unos segundos después vio aparecer a su presa por la escalera del metro, rodeada de una multitud de gente. Llevaba un anorak azul y unos pantalones de pana gris, zapatillas deportivas y una gorra con visera. La siguió con la mirada mientras caminaba por la acera del otro lado de la calle. Tenía la mirada baja y llevaba las manos en los bolsillos. No imaginaba que hubiera alguien dándole caza, por eso no ponía especial atención ni tomaba precauciones. «Estupendo», se dijo mientras la presa se dirigía tranquilamente hacia un portal verde de la rue Lamarck.

La camarera se acercó con la cuenta.

—¿El pastis era de su gusto?

—Sí, por supuesto —le respondió con una sonrisa.

Y mientras el cazador se metía una mano en el bolsillo para coger la cartera, Jean Duez, ajeno a todo, entraba en su casa.

«La edad de las víctimas siempre es creciente», se repitió a sí mismo. El cazador se había encontrado con la presa casi por casualidad: relacionando entre ellos aquellos cuerpos sin rostro, repartidos por el mundo, se había dado cuenta de que alguien, en el transcurso de los años, se había apropiado de sus existencias. A medida que el asesino envejecía, también cambiaba la edad de las víctimas, como si fuera la talla de un traje.

La presa era un asesino en serie transformista.

Todavía no sabía el motivo de aquel singular comportamiento, pero pronto, muy pronto, obtendría la explicación.

El cazador se apostó a pocos metros del portal verde, sujetando entre las manos la bolsa de papel con la compra, a la espera de aprovechar la salida de algún inquilino para introducirse en el edificio.

Al final obtuvo recompensa. En el umbral apareció un hombre anciano que salía con un cocker marrón. Además de un grueso abrigo, llevaba un sombrero de ala ancha y unas gafas de aumento. Iba distraído porque el perro tiraba de él en dirección a los jardines. El cazador puso la mano para impedir que se cerrara la puerta y entró sin que el viejo se percatara de su presencia.

El hueco de la escalera era oscuro y angosto. Se quedó escuchando. Las voces y los ruidos procedentes de los pisos se mezclaban en un único eco. Miró los buzones: Jean Duez vivía en el 3Q.

Dejó la bolsa con la compra en el primer peldaño, sacó la barra de pan y el manojo de perejil y recuperó del fondo la Beretta M92F, convertida en pistola narcotizante por el ejército americano y comprada a un mercenario en Jerusalén. Para que el sedante tuviera un efecto inmediato había que apuntar a la cabeza, el corazón o la ingle. Se tardaba cinco segundos en sacar el casquillo y volver a recargarla. Demasiado. Eso significaba que el primer disparo tenía que ser certero. Era probable que su presa también tuviese un arma, pero con balas de verdad. Al cazador no le preocupaba: con la pistola narcotizante tendría suficiente.

Lo quería vivo.

No había tenido tiempo de estudiar sus costumbres, pero con los años había descubierto que su norma era la continuidad. La presa no se habría apartado demasiado del estilo de vida que se había fijado. Si repites escrupulosamente los comportamientos en un orden preestablecido, tienes mayores posibilidades de que no se fijen en ti y además puedes controlar la situación: el cazador también había aprendido eso de él. En el fondo, se había convertido en una especie de ejemplo. Le había enseñado el valor de la disciplina y de la abnegación. Se adaptaba a las circunstancias, incluso a las más hostiles. Como aquellos organismos que habitan los abismos de los océanos, donde la luz nunca llega y el frío y la presión matarían a un hombre al instante. Allí donde no debería haber vida, esas criaturas constituyen un desafío. Su presa era así. No conocía otra manera de seguir adelante. En cierto modo el cazador lo admiraba. En el fondo, era una lucha por la supervivencia.

Empuñando la pistola narcotizante, subió la escalera hasta la tercera planta. Se detuvo ante la puerta de la casa de Jean Duez y abrió la cerradura con facilidad. En el silencio sólo se oía el tictac de un reloj de péndulo. El piso no era muy grande, como mucho tendría ochenta metros cuadrados divididos en tres habitaciones, más el baño. Ante él se abría un breve pasillo.

Una luz se filtraba por debajo de la única puerta cerrada.

El cazador empezó a avanzar, intentando equilibrar el peso del cuerpo en sus pasos, para no hacer ruido. Llegó hasta la primera habitación. Con un gesto rápido se colocó en el umbral, apuntando con la pistola al interior. Era una cocina y estaba vacía. Todo se veía en orden, limpio. La loza en el aparador, la tostadora, el paño de cocina colgado del tirador del horno. Tuvo una extraña sensación al encontrarse en la pequeña madriguera de la presa, en contacto con su mundo. Continuó hacia el baño. Allí tampoco había nadie. Baldosas ajedrezadas, blancas y verdes. Un solitario cepillo de dientes. Un peine de imitación de carey. En la siguiente habitación había una gran cama de matrimonio. La colcha era de raso de color burdeos. Había un vaso de agua en la mesilla de noche. Zapatillas de piel. Y una pared de estantes repletos de maquetas de coches de colección: la pasión de Jean Duez.

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