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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (24 page)

BOOK: El último Catón
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—Estamos ascendiendo —anunció, a lo lejos, la voz del capitán.

Era cierto. Aquel corredor se volvía más y más empinado y parte del peso de la piedra comenzaba a recaer sobre mis cansadas muñecas. Desde luego, no parecía un lugar para que pasara por allí ningún ser humano. Un perro o un gato, a lo mejor, pero una persona, en absoluto. La idea de que, luego, en algún momento, habría que retroceder todo lo avanzado, volver a la siniestra escalera de caracol, ascenderla y subir dos niveles de catacumbas, me hacía pensar en lo lejos que me hallaba del sol y del aire libre.

Por fin me pareció notar que el extremo opuesto de la piedra salía del túnel. La pendiente estaba para entonces muy realzada y yo apenas podía sujetar el peso del bloque, que se venía continuamente contra mí. En un último esfuerzo, le propiné un empellón, y el sillar cayó al vacío, golpeando enseguida contra algo metálico.

—¡Se acabó!

—¿Qué puede ver?

—Espere un minuto a que recupere el aliento y le contestaré.

Sujeté la linterna con la mano derecha y enfoqué a través del agujero. Como no vi nada, avancé un poco más y asomé la cabeza. Era un cubículo de idénticas dimensiones a los que habíamos visto en las catacumbas, pero este estaba completamente desocupado. Tras una primera ojeada me pareció que sólo eran cuatro paredes vacías, directamente excavadas en la roca, con un techo más bien bajo y un extraño suelo cubierto por una plancha de hierro. Lo curioso es que, en ese momento, no me llamara la atención el hecho de que todo estuviera perfectamente limpio, como tampoco me di cuenta de que me estaba apoyando sobre la misma piedra que había venido empujando durante tantos metros de rampa. Su altura coincidía aproximadamente con la distancia que había desde el suelo hasta la abertura por la que yo emergía.

Inspirando como un saltador antes de tomar impulso, hice una contorsión estrambótica y salté dentro del cubículo con un gran estruendo. Inmediatamente después, salió Farag por el agujero, y luego el capitán, que no tenía muy buen aspecto. Su cuerpo era demasiado grande y, en lugar de gatear, había tenido que reptar como una culebra durante todo el camino, arrastrando, además, su mochila de tela. Farag era casi tan alto como él, pero, al ser más delgado, había podido moverse con mayor facilidad.

—Un suelo muy original —musitó el profesor, zapateando sobre la plancha de hierro.

—Deme la linterna, doctora.

—Toda suya.

Entonces ocurrió algo chocante. Apenas hubo salido el capitán del agujero, oímos un hosco chirrido, algo así como la dolorosa contorsión de unas viejas cuerdas de esparto, y el ruido de un engranaje que se ponía lentamente en marcha. Glauser-Röist iluminó todo el cubículo, girando sobre sí mismo velozmente, pero no vimos nada. Fue el profesor quien lo descubrió.

—¡La piedra, miren la piedra!

Mi querido pedrusco, el que tan amorosamente me había precedido hasta llegar allí, se elevaba del suelo impulsado por una especie de plataforma que lo depositó en la boca del túnel, por el que se deslizó nuevamente desapareciendo de nuestra vista en menos de lo que se tarda en decir amén.

—¡Estamos encerrados! —grité, angustiada. El sillar resbalaría imparablemente por el conducto hasta encajar de nuevo en la moldura de piedra de la entrada y, desde dentro, resultaría imposible moverlo de allí. A marco no estaba pensado para sellar la entrada, descubrí en aquel momento, sino para impedir la salida.

Pero otro mecanismo se había puesto también en marcha. Justo en la pared de enfrente de la abertura, una losa de piedra giraba como una puerta sobre sus goznes, dejando al descubierto una hornacina del tamaño de una persona en la que se observaban, sin ninguna duda, tres escalones de colores (mármol blanco, granito negro y pórfido rojo) y, encima, labrada sobre la roca del fondo, la enorme figura de un ángel que levantaba sus brazos en actitud orante y sobre cuya cabeza, apuntando al cielo, se veía una gran espada. El relieve aparecía coloreado. Tal y como decía Dante en la
Divina Comedia
, las largas vestiduras estaban pintadas del color de la ceniza o de la tierra seca, la carne de rosa pálido y el pelo de un negro muy oscuro. De las palmas de sus manos, que se elevaban implorantes, salían, por unos agujeros practicados en la roca, dos fragmentos de cadena de similar longitud. Una era, indiscutiblemente, de oro. La otra, desde luego, de plata. Ambas estaban limpias y relucientes y centelleaban bajo la luz de la linterna.

—¿Qué querrá decir todo esto? —preguntó Farag, aproximándose a la figura.

—¡Quieto, profesor!

—¿Qué ocurre? —se sobresaltó este.

—¿No recuerda las palabras de Dante?

—¿Las palabras…? —Boswell arrugó el ceño—. ¿No había traído usted un ejemplar de la
Divina Comedia
?

Pero la Roca ya lo había sacado de su mochila y estaba abriéndolo por la página correspondiente.

—«A los pies santos me postré devoto —leyó—; y pedí que me abrieran compasivos, mas antes di tres golpes en mi pecho.»

—¡Por favor! ¿Vamos a repetir todos los gestos de Dante, uno por uno? —protesté.

—El ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro —continuó recordándonos Glauser-Röist—. Primero con la de plata y luego con la de oro, abre las cerraduras. Y dice muy claramente que, cuando una de las llaves falla, la puerta no se abre. «Una de ellas es más rica; pero la otra requiere más arte e inteligencia porque es la que mueve el resorte.»

—¡Dios mío!

—Vamos, Ottavia —me animó Farag—. Intenta disfrutar con todo esto. A fin de cuentas, no deja de ser un ritual hermoso.

Bueno, en parte tenía razón. Si no hubiéramos estado a muchísimos metros bajo tierra, enterrados en un sepulcro y con la salida sellada, quizá hubiera sido capaz de encontrar esa belleza de la que hablaba Farag. Pero la cautividad me irritaba y tenía una aguda sensación de peligro subiéndome por la columna vertebral.

—Supongo —continuó Farag— que los staurofílakes eligieron los tres colores alquímicos en un sentido puramente simbólico. Para ellos, como para cualquiera que llegara hasta aquí, las tres fases de la Gran Obra alquímica se corresponderían con el proceso que el aspirante iba a realizar en su camino hasta la Vera Cruz y el Paraíso Terrenal.

—No te comprendo.

—Es muy sencillo. A lo largo de la Edad Media, la Alquimia fue una ciencia muy valorada y el número de sabios que la practicaron, incontable: Roger Bacon, Ramon Llull, Arnau de Vilanova, Paracelso… Los alquimistas pasaban buena parte de sus vidas encerrados en sus laboratorios entre atanores, retortas, crisoles y alambiques. Buscaban la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida Eterna —Boswell sonrió—. En realidad, la Alquimia era un camino de perfeccionamiento interior, una especie de práctica mística.

—¿Podrías concretar, Farag? Estamos encerrados en un sepulcro y hay que salir de aquí.

—Lo lamento… —tartamudeó, encajándose las gafas en la frente—. Los grandes estudiosos de la Alquimia, como el psiquiatra Carl Jung, sostienen que era un camino de autoconocimiento, un proceso de búsqueda de uno mismo que pasaba por la disolución, la coagulación y la sublimación, es decir, las tres Obras o escalones alquímicos. Quizá los aspirantes a staurofílakes tengan que sufrir un proceso similar de destrucción, integración y perfección, y de ahí que la hermandad haya utilizado este lenguaje simbólico.

—En cualquier caso, profesor —atajó el capitán, adelantándose hacia el ángel guardián—, nosotros somos ahora esos aspirantes a staurofílakes.

Glauser-Röist se postró ante la figura e inclinó la cabeza hasta tocar con la frente el primer escalón. Aquella escena era, realmente, digna de ver. De hecho, sentí una profunda vergüenza ajena, pero, enseguida, Farag le imitó, así que yo no tuve más remedio que hacer lo mismo si no quería provocar una disputa. Nos dimos tres golpes en el pecho mientras pronunciábamos una especie de solicitud misericordiosa para que se nos abriera la puerta. Pero, por supuesto, la puerta no se abrió.

—Vamos con las llaves —murmuró el profesor, incorporándose y subiendo los impresionantes peldaños. Estaba cara a cara con el ángel, pero, en realidad, su atención recaía en las cadenas que le salían de las manos. Eran unas cadenas gruesas y, de cada palma, colgaban tres eslabones.

—Pruebe tirando primero de la de plata y luego de la de oro —le indicó la Roca.

El profesor le obedeció. Al primer tirón de la cadena salió otro eslabón más. Ahora había cuatro en la mano izquierda y tres en la derecha. Farag cogió entonces la de oro y estiró también. Ocurrió exactamente lo mismo: salió un nuevo eslabón, sólo que, esta vez, no fue lo único que pasó, porque un nuevo chirrido, mucho más fuerte que el de la plataforma que se había llevado mi sillar, se escuchó bajo nuestros pies, bajo aquel frío suelo de hierro. La piel se me erizó, aunque, al menos en apariencia, no ocurrió nada.

—Tire otra vez —insistió la Roca—. Primero de la de plata y luego de la de oro.

Yo no lo veía claro. Allí había algo que fallaba. Nos estábamos olvidando de algún detalle importante e intuía que no podíamos andar jugando con las cadenas. Pero no dije nada, de modo que Boswell repitió la operación anterior y el ángel mostró cinco eslabones en cada mano.

De repente sentí mucho calor, un calor insoportable. Glauser-Röist, sin apercibirse de su propio gesto, se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. Farag se desabrochó el cuello de la camisa y empezó a resoplar. El calor aumentaba a una velocidad vertiginosa.

—¿No les parece que aquí pasa algo raro? —pregunte.

—El aire se está volviendo irrespirable —advirtió Farag.

—No es el aire… —murmuró la Roca, perplejo, mirando hacia abajo—. Es el suelo. ¡El suelo se está recalentando!

Era cierto. La plancha de hierro irradiaba una altísima temperatura y, de no ser por los zapatos, nos estaría quemando los pies como si pisáramos arena de playa en pleno verano.

—¡Tenemos que darnos prisa o nos abrasaremos aquí dentro! —exclamé, horrorizada.

El capitán y yo saltamos precipitadamente a los escalones, pero yo seguí subiendo hasta el peldaño de pórfido, junto a Farag, y miré fijamente al ángel. Una luz, una chispa de claridad se iba abriendo camino en mi cerebro. La solución estaba allí. Debía estar allí. Y que Dios quisiera que estuviera, porque en cuestión de minutos aquello iba a convertirse en un horno crematorio. El ángel sonreía tan levemente como la Gioconda de Leonardo y parecía estar tomándose a broma lo que estaba pasando. Con sus manos elevadas al cielo, se divertía… ¡Las manos! Debía fijarme en las manos. Examiné las cadenas minuciosamente. No tenían nada especial, a parte de su valor crematístico. Eran unas cadenas normales y corrientes, gruesas. Pero las manos…

—¿Qué está haciendo, doctora?

Las manos no eran normales, no señor. En la mano derecha faltaba el dedo índice. El ángel estaba mutilado. ¿A qué me recordaba todo aquello…?

—¡Miren aquella esquina del suelo! —vociferó Farag—. ¡Se está poniendo al rojo!

Un rugido sordo, un fragor de llamas enfurecidas, subía hasta nosotros desde el piso inferior.

—Hay un incendio allá abajo —masculló la Roca y, luego, enfadado, insistió—. ¿Qué demonios está usted haciendo, doctora?

—El ángel está mutilado —le expliqué, con el cerebro funcionando a toda máquina, buscando un lejano recuerdo que no conseguía despertar—. Le falta el dedo índice de la mano derecha.

—¡Pues muy bien! ¿Y qué?

—¿Es que no lo entiende? —grité, girándome hacia él—. ¡A este ángel le falta un dedo! ¡No puede ser una casualidad! ¡Tiene que significar algo!

—Ottavia tiene razón, Kaspar —resolvió Farag, quitándose la chaqueta y desabrochándose totalmente la camisa—. Utilicemos la cabeza. Es lo único que puede salvarnos.

—Le falta un dedo. Estupendo.

—Quizá sea una especie de combinación —pensé en voz alta—. Como en una caja fuerte. Quizá debamos poner un eslabón en la cadena de plata y nueve en la cadena de oro. O sea, los diez dedos.

—¡Adelante, Ottavia! No nos queda mucho tiempo.

Por cada eslabón que volvía a introducir en la mano del ángel, se oía un «¡clac!» metálico detrás. Dejé, pues, un eslabón de plata y estiré de la cadena de oro hasta que se vieron nueve eslabones. Nada.

—¡Las cuatro esquinas del suelo están al rojo vivo, Ottavia! —me gritó Farag.

—No puedo ir más rápida. ¡No puedo ir más rápida!

Empezaba a marearme. El fuerte olor a lavadora quemada me estaba dando angustia.

—No son uno y nueve —aventuró el capitán—. Así que quizá debamos mirarlo de otra manera. Hay seis dedos a un lado y tres al otro del que falta, ¿no es cierto? Pruebe seis y tres.

Tiré de la cadena de plata como una posesa y dejé al aire seis eslabones. Íbamos a morir, me dije. Por primera vez en toda mi vida, empezaba a creer de verdad que había llegado el final. Recé. Recé desesperadamente mientras introducía seis eslabones de oro en la mano derecha y dejaba fuera sólo tres. Pero tampoco ocurrió nada.

El capitán, Farag y yo nos miramos desolados. Una llamarada surgió entonces del suelo: la chaqueta que el capitán había dejado caer de cualquier modo, acababa de prenderse fuego. El sudor me chorreaba a mares por el cuerpo, pero lo peor era el zumbido en los oídos. Empecé a quitarme el jersey.

—Nos estamos quedando sin oxígeno —anuncio la Roca en ese momento con voz neutra. En sus ojos grisáceos pude percibir que sabía, como yo, que se acercaba el final.

—Más vale que recemos, capitán —dije.

—Vosotros, al menos… —susurró el profesor, mirando la chaqueta incendiada y retirándose los mechones de pelo mojado de la frente—, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida.

Un súbito acceso de temor me inundó por dentro.

—¿No eres creyente, Farag?

—No, Ottavia, no lo soy —se disculpó con una tímida sonrisa—. Pero no te preocupes por mí. Llevo muchos años preparándome para este momento.

—¿Preparándote? —me escandalicé—. Lo único que debes hacer es volverte hacia Dios y confiar en su misericordia.

—Dormiré, sencillamente —dijo con toda la ternura de la que era capaz—. Durante bastante tiempo tuve miedo a la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? —sonrió—. Los hermanos gemelos, Hýpnos
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y Thánatos
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, hijos de Nyx, la Noche… ¿te acuerdas?

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