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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (27 page)

BOOK: El último Catón
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Farag sonrío.

—¡Es increíble! —dijo—. ¿Hay un templo en Roma que tiene un nombre griego? Santa María la Bella, la Hermosa… Creí que aquí todo sería en italiano o en latín.

—Increíble es poco —murmuré, paseando arriba y debajo de mi pequeño laboratorio—, porque, además, resulta que es una de mis iglesias preferidas. No voy tan a menudo como me gustaría porque queda lejos de casa, pero es el único templo de Roma en el que se celebran oficios religiosos en griego.

—No recuerdo haber estado allí nunca —comentó la Roca.

—¿Ha metido la mano alguna vez en la «Boca de la Verdad», capitán? —le pregunté—. Sí, ya sabe, esa efigie terrorífica cuya boca, según dice la leyenda, muerde los dedos de los mentirosos.

—¡Ah, sí! Claro que he visitado la «Boca de la Verdad». Es un lugar imprescindible de Roma.

—Bueno, pues la «Boca de la Verdad» está situada en el pórtico de Santa María in Cosmedín. Gentes de todas partes del mundo descienden de los autocares que abarrotan la plaza de la iglesia, hacen cola en el pórtico, llegan a la efigie, meten la mano, se hacen la foto de rigor y se van. Nadie entra en el templo, nadie lo ve, nadie sabe que existe, y, sin embargo, es uno de los más hermosos de Roma.

—«El templo de María está bellamente adornado» —recitó Boswell.

—Pero bueno, doctora, ¿cómo sabe usted que se trata de esa iglesia? ¡Ya he dicho que hay cientos de iglesias hermosas en esta ciudad!

—No, capitán —repuse, deteniéndome ante él—, no es sólo porque sea hermosa, que lo es y mucho, ni porque fuera embellecida todavía más por los griegos bizantinos que llegaron a Roma en el siglo
VIII
huyendo de la querella iconoclasta. Es porque la frase de la inscripción de las catacumbas de Santa Lucía la señala directamente: «El templo de María está bellamente adornado»,
kalós kekósmetai
… ¿No lo ve?
Kekósmetai
, Cosmedín.

—No lo puede ver, Ottavia —me reprendió Farag—. Yo se lo explicaré, capitán. Cosmedín deriva del griego
kosmidion
, que significa adornado, ornamentado, hermoso… Cosmético, por ejemplo, también deriva de esta palabra.
Kekósmetai
es el verbo en pasiva de nuestra frase. Si le quitamos la reduplicación
ke
con la que comienza, cuya única función es la de distinguir el perfecto de los demás tiempos verbales, nos queda
kósmetai
, que, como verá comparte la raíz con
kosmidion
y con Cosmedín.

—Santa María in Cosmedín es el lugar señalado por los staurofílakes —afirmé, totalmente convencida—. Sólo tenemos que ir allí y comprobarlo.

—Antes deberíamos repasar las notas sobre la primera cornisa del
Purgatorio
de Dante —señaló Farag, cogiendo mi ejemplar de la
Divina Comedia
que estaba sobre la mesa.

Empecé a quitarme la bata.

—Me parece muy bien pero, mientras tanto, yo haré algunas cosas urgentes.

—No hay nada más urgente, doctora. Esta misma tarde debemos ir a Santa María in Cosmedín.

—Ottavia, siempre te escapas cuando hay que leer a Dante.

Colgué la bata y me volví para mirarles.

—Si tengo que volver a arrastrarme por el suelo, bajar escalones polvorientos y recorrer catacumbas inexploradas, necesito una ropa más adecuada que la que uso para trabajar en el Vaticano.

—¿Vas a comprarte ropa? —se sorprendió Boswell.

Abrí la puerta y salí al corredor.

—En realidad, sólo voy a comprarme unos pantalones.

Jamás hubiera ido a Santa María in Cosmedín sin leer antes el Canto X del
Purgatorio
de Dante, pero las tiendas cerraban a mediodía y no me quedaba mucho tiempo para comprar lo que necesitaba. Quería, además, llamar a casa para ver cómo se encontraba mi madre y el resto de mi familia y para eso necesitaba un poco de tranquilidad.

Cuando volví al Archivo, me dijeron que Farag y el capitán estaban comiendo en el restaurante de la Domus, así que pedí un bocadillo en la cafetería de personal y me encerré en el laboratorio para leer tranquilamente la crónica de las desgracias que íbamos a sufrir aquella tarde. No dejaba de rondarme la cabeza el truco de la tabla de multiplicar con el que había resuelto el enigma de la entrada. Todavía podía verme, con siete u ocho años, sentada en la cocina frente a los deberes del colegio, con Cesare a mi lado explicándome la trampa. ¿Cómo era posible que una simple treta de niños ascendiera a la categoría de prueba iniciática de una secta milenaria? Sólo podía encontrar dos explicaciones: la primera, que lo que siglos atrás se consideraba el
summum
de la ciencia ahora se había reducido al nivel de los estudios primarios, y la otra, inaudita y difícil de aceptar, que la sabiduría del pasado podía cruzar los siglos escondida tras ciertas costumbres populares, cuentos, juegos infantiles, leyendas, tradiciones e, incluso, libros aparentemente inocuos. Para descubrirla, sólo hacía falta cambiar la forma de mirar el mundo, me dije, aceptar que nuestros ojos y nuestros oídos son unos pobres receptores de la completa realidad que nos rodea, abrir nuestra mente y dejar de lado los prejuicios. Y ese era el sorprendente proceso que yo estaba empezando a sufrir, aunque no tenía ni idea de por qué.

Ya no leía el texto dantesco con la indiferencia de antes. Ahora sabía que aquellas palabras ocultaban un significado más profundo del que aparentaban. Dante Alighieri había estado también frente a la imagen del ángel guardián en las catacumbas de Siracusa y había tirado de aquellas mismas cadenas que yo había tenido en mis manos. Entre otras muchas cosas, eso me hacía sentir una cierta familiaridad con el gran autor florentino y me asombraba el hecho de que se hubiera atrevido a escribir el
Purgatorio
sabiendo como sabía que los staurofílakes jamás podrían perdonárselo. Quizá su ambición literaria era enorme, quizá necesitaba demostrar que era un nuevo Virgilio, recibir esa corona de laurel, premio de poetas, que ornaba todos sus retratos y que, según decía él, era lo único que de verdad codiciaba. En Dante existía el irresistible deseo de pasar a la posteridad como el escritor más grande de la historia y así lo manifestó en repetidas ocasiones, por eso debía resultarle muy penoso ver cómo iba pasando el tiempo, como iba cumpliendo años sin alcanzar sus sueños y, al igual que Fausto siglos después, probablemente consideró que podía vender su alma al diablo a cambio de la gloria. Cumplió sus sueños, aunque pagó el precio con su propia vida.

El Canto X daba comienzo cuando Dante y su maestro, Virgilio, cruzaban, por fin, el umbral del Purgatorio. Por el ruido de la puerta al cerrarse a sus espaldas —no podían mirar atrás—, adivinaron que ya no había camino de retorno. Se iniciaba así la purificación del florentino, su propio proceso de limpieza interior. Había visitado el infierno y había visto los castigos que se infligían a los eternamente condenados en los nueve círculos. Ahora se le pedía que se purificara de sus propios pecados para poder acceder, totalmente renovado, al reino celestial donde le esperaba su amada Beatriz, quien, según Glauser-Röist, no era otra cosa que la representación de la Sabiduría y el Conocimiento Supremo.

Ascendimos por la hendidura de una roca,
que se movía de uno y de otro lado
como la ola que huye y se aleja.

«Aquí es preciso usar la destreza
—dijo mi guía— y que nos acerquemos
aquí y allá del lado que se aparta».

¡Dios mío, una roca en movimiento! El trozo de pan que estaba masticando se me volvió amargo en la boca. ¡Menos mal que había comprado aquellos preciosos pantalones de color gris perla! Estaba contenta porque me habían costado muy baratos y me sentaban muy bien. Oculta en el probador de la tienda, yo sola frente al espejo, descubrí que me daban un aspecto juvenil que no había tenido nunca. Deseé con toda mi alma que no existiera ninguna ridícula norma que me prohibiera llevar aquellos pantalones, pero, de haberla, la hubiera ignorado totalmente y sin remordimientos. A mi mente vino el recuerdo de la célebre hermana norteamericana Mary Dominic Ramacciotti, fundadora de la residencia romana
Girls’ Village
, que obtuvo un permiso especial del papa Pío XII para poder llevar abrigos de pieles, hacerse la permanente, usar cosméticos de Elizabeth Arden, frecuentar la ópera y vestir con exquisita elegancia. Yo no aspiraba a tanto; me conformaba con llevar unos simples pantalones —que, por cierto, no me había quitado al salir de la tienda.

Tras grandes dificultades Dante y Virgilio llegaban, por fin, a la primera cornisa, al primer circulo purgatorial.

Desde el borde que cae sobre el vacío,
hasta el pie del alto muro que asciende,
mediría sólo tres veces el cuerpo humano;

y hasta donde alcanzaba con los ojos,
tanto por la izquierda como por la derecha,
esa cornisa igual me parecía.

Pero enseguida Virgilio le obliga a dejar de curiosear para que preste atención a la extraña turba de almas que, penosa y lentamente, se aproxima hasta ellos.

Yo comencé: «Maestro, lo que veo
venir hacia aquí no me parecen personas
y no sé lo que es; se desvanece a mi vista».

Y aquel: «La abrumadora condición
de sus tormentos hacia el suelo les inclina,
y aun mis ojos dudaron al principio.

Pero mira fijamente y descubre
lo que viene debajo de esas peñas:
podrás verlos a todos doblegados».

Se trataba de las almas de los soberbios, aplastadas por el peso de unas enormes piedras que les servían de humillación y de purificación de las vanidades del mundo. Avanzaban dolorosamente por la estrecha cornisa, con las rodillas pegadas al pecho y las caras desencajadas por el agotamiento, recitando una extraña versión del Padrenuestro adaptada a su situación: «¡Oh Padre nuestro, que estás en los cielos, aunque no sólo en ellos…»; de este modo empezaba el Canto XI. Dante, horrorizado por su sufrimiento, les desea una rápida transición por el Purgatorio para que puedan alcanzar pronto «las estrelladas ruedas». Virgilio, por su parte, siempre más práctico para estas cosas, pide a las almas que les indiquen la ruta de subida a la segunda cornisa.

Dijeron: «A mano derecha, por la orilla
veniros, y encontraremos un sendero
por donde pueda subir un hombre vivo».

Por el camino, tienen lugar, como en el Antepurgatorio, largas conversaciones con viejos conocidos de Dante o personajes famosos, todos los cuales le previenen contra la vanidad y la soberbia, como adivinando que es esta cornisa la que le tocaría al poeta de no purificarse a tiempo. Por fin, tras mucho hablar y pasear, se inicia un nuevo Canto, el XII, al principio del cual Virgilio conmina al florentino para que deje en paz de una vez a las almas de los soberbios y se concentre en encontrar la subida:

Y él dijo: «Vuelve al suelo la mirada,
pues para caminar seguro es bueno
ver el lugar donde pones las plantas».

Dante, obediente, mira la calzada y la ve cubierta de maravillosas figuras labradas. A partir de aquí se inicia una larguísima escena de doce o trece tercetos en la que se detallan sucintamente las escenas representadas en los grabados de la piedra: Lucifer cayendo desde el Cielo como un rayo, Briareo agonizando tras sublevarse contra los dioses del Olimpo, Nemrod enloqueciendo al ver el final de su hermosa Torre de Babel, el suicidio de Saúl tras la derrota en Gelboé, etc. Multitud de ejemplos míticos, bíblicos o históricos de soberbia castigada. El poeta florentino, mientras camina completamente inclinado para no perder detalle, se pregunta, admirado, quién será el artista que con su pincel o buril trazó de forma tan magistral aquellas sombras y actitudes.

Por fortuna, me dije, Dante no tuvo que cargar con ninguna piedra, lo cual era un gran consuelo para mí, pero no se libró de doblar el espinazo durante un largo trecho para mirar los relieves. Si la prueba de los staurofílakes consistía en eso, en caminar encorvada unos cuantos kilómetros, estaba lista para empezar, aunque algo me decía que no iba a ser tan sencillo. La experiencia de Siracusa me había marcado profundamente y ya no me fiaba en absoluto de los hermosos versos.

Total, que los dos viajeros llegan, por fin, al extremo opuesto de la cornisa y, en ese momento, Virgilio le dice a Dante que se prepare, que adorne de reverencia su rostro y su actitud porque un ángel, vestido de blanco y centelleando como la estrella matutina, se acerca hasta ellos para ayudarles a salir de allí:

Abrió los brazos, y después las alas
diciendo: «Venid, los peldaños están
cercanos y puede subirse fácilmente.

Muy pocos reciben esta invitación.
¡Oh humanos, nacidos para remontar el vuelo!
¿Cómo un poco de viento os echa a tierra?».

A la roca cortada nos condujo y
allí batió las alas por mi frente,
prometiéndonos una marcha segura.

Unas voces entonan el
Beatus pauperes spiritu
[24]
mientras ellos dos comienzan a subir por la empinada escalera. Entonces Dante, que hasta ese momento ha comentado en diversas ocasiones su gran cansancio físico por las caminatas, se extraña de sentirse ligero como una pluma. Virgilio se vuelve hacia él y le dice que, aunque no se haya dado cuenta, el ángel le ha borrado, con su batir de alas, una de aquellas siete P que lleva grabadas en la frente (una por cada pecado capital), y que ahora lleva menos peso. Así pues, Dante Alighieri acaba de librarse del pecado de la soberbia.

Y en este punto, me dormí sobre la mesa, de puro agotamiento. Yo no tenía tanta suerte como el poeta florentino.

En mi sueño, agitado y lleno de imágenes de la cripta de Siracusa y de peligros indefinibles, Farag aparecía sonriente y me transmitía seguridad. Yo cogía su mano con desesperación porque era la única oportunidad que tenía de salvarme, y él me llamaba por mi nombre con una infinita dulzura.

—Ottavia… Ottavia. Despiértate, Ottavia.

—Doctora, se hace tarde —bramó Glauser-Röist, inmisericorde.

Gemí sin poder salir de mi sueño. Tenía un agudo dolor de cabeza que se intensificaba si trataba de abrir los ojos.

—Ottavia, ya son las tres —seguía diciéndome Farag.

—Lo siento —mascullé, al fin, incorporándome costosamente—. Me he quedado dormida. Lo siento mucho.

—Estamos agotados —afirmó Farag—. Pero esta noche descansaremos, ya lo verás. Cuando salgamos de Santa María in Cosmedín, nos iremos directamente a la Domus y no nos levantaremos en una semana.

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