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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (41 page)

BOOK: El último Catón
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—Gracias.

—De nada,
Basíleia
.

Aterrizamos en el aeropuerto internacional Ben Gurion, en Tel-Aviv, alrededor de las doce de la mañana. Un vehículo de la compañía El Al nos llevó hasta el cercano helipuerto, donde subimos a un helicóptero militar israelí que nos trasladó a Jerusalén en apenas veinticinco minutos. En cuanto tomamos tierra, un coche oficial, con los cristales negros, nos condujo velozmente a la Delegación Apostólica.

Lo poco que pude ver durante el trayecto me decepcionó: Jerusalén era como cualquier otra ciudad del mundo, con sus avenidas, su tráfico y sus edificios modernos. Difícilmente se distinguían, en la distancia, algunos minaretes musulmanes apuntando al cielo. Entre la población, totalmente corriente, destacaban, eso sí, los judíos ortodoxos, con sus sombreros negros y sus enroscadas patillas, y decenas de árabes tocados con la
kafía
[30]
y el
akal
[31]
. Supongo que Farag vio la decepción pintada en mi cara, porque intentó consolarme:

—No te preocupes,
Basíleia
. Esta es la Jerusalén moderna. La ciudad vieja te gustará más.

Yo no veía, como había esperado, ninguna señal evidente del paso de Dios por la tierra. Soñaba con visitar algún día Jerusalén y siempre había estado segura de que, en el preciso momento en que pusiera el pie en un lugar tan especial, percibiría la indudable presencia de Dios. Pero no era así, al menos por el momento. Lo único que de verdad llamaba mi atención era la abigarrada mezcla de arquitecturas orientales y occidentales, y que todas las señalizaciones urbanas estaban en hebreo, árabe e inglés. También despertó mi curiosidad la gran cantidad de militares israelíes que circulaban por las calles armados hasta los dientes. Entonces recordé que Jerusalén era una ciudad endémicamente en guerra, y que no convenía olvidarlo. Los staurofílakes habían vuelto a acertar con la adjudicación del pecado: Jerusalén seguía estando llena de ira, de sangre, de rencor y de muerte. Bien podía Jesús haber elegido otra ciudad para morir y Mahoma otra para ascender al cielo. Habrían salvado muchas vidas humanas y muchas almas que no hubieran conocido el odio.

La gran sorpresa, sin embargo, la recibí en la Delegación Apostólica, un inmenso edificio que, excepto por su tamaño, no se diferenciaba en nada de sus vecinos más cercanos. Nos recibieron en la puerta varios sacerdotes de edades y nacionalidades variadas, encabezados por el propio Nuncio Apostólico, Monseñor Pietro Sambi, quien nos condujo, a través de numerosas dependencias, hasta una elegante y moderna sala de reuniones en la que, entre otras altas personalidades, ¡se encontraba mi hermano Pierantonio!

—¡Pequeña Ottavia! —exclamó nada más hube cruzado las puertas, tras el capitán y Monseñor.

Mi hermano se abalanzó hacia mí y nos estrechamos en un largo y emotivo abrazo. Del resto de los asistentes, que eran muchos, brotó un divertido clamor.

—¿Cómo estás, eh? —me preguntó, separándome al fin y mirándome de arriba abajo—. Bueno, aparte de sucia y malherida, quiero decir.

—Cansada —repuse al borde de las lágrimas—, muy cansada, Pierantonio. Pero también muy contenta de verte.

Como siempre, mi hermano tenía un aspecto magnífico, imponente, a pesar de su sencillo hábito franciscano. Pocas veces le había visto ataviado de esa manera porque, cuando venía a casa, vestía ropa seglar.

—¡Te has convertido en todo un personaje, hermanita! Mira cuanta gente importante se ha reunido hoy aquí para conocerte.

Glauser-Röist y Farag estaban siendo presentados a los concurrentes por Monseñor Sambi, así que mi hermano hizo los honores conmigo: el arzobispo de Bagdad y vicepresidente de la Conferencia de Obispos Latinos, Paul Dahdah; el Patriarca de Jerusalén y presidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos de Tierra Santa, Su Beatitud Michel Sabbah; el arzobispo de Haifa, el greco-melkita Boutros Mouallem, vicepresidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos; el Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Diodoros I; el Patriarca ortodoxo armenio, Torkom; el exarca grecomelkita Georges El-Murr… Una verdadera pléyade de los más importantes patriarcas y obispos de Tierra Santa. Tras cada nueva presentación, mi desconcierto aumentaba. ¿Acaso nuestra misión ya no era tan secreta como al principio? ¿Es que no había dicho Su Eminencia el cardenal Sodano que debíamos guardar completo silencio sobre lo que estábamos haciendo y lo que estaba pasando?

Farag se dirigió hacia Pierantonio y lo saludó con afecto mientras que Glauser-Röist se mantuvo a una discreta distancia que no me pasó desapercibida. Ya no me cabía la menor duda de que entre mi hermano y la Roca existía una profunda animadversión por algún motivo desconocido. No obstante, a lo largo de la charla que tuvo lugar a continuación, también pude comprobar que muchos de los presentes se dirigían a la Roca con un cierto temor, y algunos, incluso, con un marcado desprecio. Me prometí a mí misma que ese misterio no iba a quedar sin resolver antes de abandonar Jerusalén.

La reunión fue larga y aburrida. Los Patriarcas y obispos de Tierra Santa pusieron de manifiesto, uno tras otro, su gran preocupación por los robos de
Ligna Crucis
. Según nos contaron, las Iglesias cristianas más pequeñas fueron las primeras en sufrir las sustracciones de los staurofílakes, y eso que, a menudo, sólo contaban con alguna astilla diminuta o con un poco de serrín dentro de un relicario. Lo que había comenzado como un oscuro accidente en un monte perdido de Grecia, me dije sorprendida, se había convertido en un incidente internacional de dimensiones desproporcionadas, como una bola de nieve que no había parado de crecer hasta aplastar a la cristiandad. Todos los presentes estaban sumamente preocupados por las consecuencias que aquello pudiera tener en la opinión pública si el escándalo saltaba a los medios de comunicación, pero yo me preguntaba hasta qué punto podía guardarse silencio cuando tanta gente importante estaba ya enterada del asunto. En realidad, aquella reunión no tenía otro fundamento que la curiosidad de Patriarcas, obispos y delegados por conocernos a nosotros, pues, de todo lo que se dijo, ni Farag, ni el capitán, ni yo sacamos nada provechoso. A lo sumo, el hecho de saber que contábamos con la ayuda de todas aquellas Iglesias para cualquier cosa que necesitáramos. De modo que me aproveché.

—Con el debido respeto —dije en inglés, usando las mismas fórmulas de cortesía que ellos utilizaban—, ¿alguno de ustedes ha oído hablar de alguien que guarda unas llaves aquí, en Jerusalén?

Se miraron entre sí, desconcertados.

—Lo siento, hermana Salina —me respondió Monseñor Sambi—. Creo que no hemos entendido muy bien la pregunta.

—Debemos localizar en esta ciudad —le interrumpió Glauser-Röist, impaciente— a alguien que tiene unas llaves y que, cuando abre lo que sea, nadie puede cerrarlo, y viceversa.

Volvieron a mirarse entre sí con cara de no tener ni la más remota idea de lo que les estábamos hablando.

—¡Pero, Ottavia! —me reprendió mi hermano de muy buen humor, ignorando a la Roca—. ¿Sabes cuántas llaves importantes hay en Tierra Santa? ¡Cada iglesia, basílica, mezquita o sinagoga tiene su propio e histórico muestrario de llaves! Lo que dices no tiene sentido en Jerusalén. Lo siento, pero es, simplemente, ridículo.

—¡Procura tomarte este asunto más en serio, Pierantonio! —por un momento, olvidé dónde estábamos, olvidé que me dirigía al importantísimo Custodio de Tierra Santa en mitad de una asamblea ecuménica de prelados (algunos de los cuales eran similares al Papa en dignidad), y sólo vi a mi hermano mayor tomándose a sorna una cuestión que había estado a punto de acabar con mi vida en tres ocasiones—. Es muy importante localizar «al que tiene las llaves», ¿comprendes? Si hay muchas o hay pocas en Jerusalén, no es el tema. El tema es que, en esta ciudad, hay alguien que tiene unas llaves que nosotros necesitamos.

—Muy bien, hermana Salina —me respondió, y yo me quedé de piedra al ver, por primera vez en mi vida, a Pierantonio con un gesto de respeto y comprensión en su gran cara de príncipe soberano. ¿Acaso la «pequeña Ottavia», de repente, era más importante que el Custodio? ¡Oh, Dios mío, eso sí que era una buena noticia! ¡Tenía poder sobre mi hermano!

—Bien, pues… En fin… —Monseñor Sambi no sabía cómo terminar con aquella insólita disputa familiar en el seno de una reunión tan notable—. Creo que todos los presentes debemos tomar nota de lo que, tanto el capitán Glauser-Röist como la hermana Salina, nos han dicho, y disponer que se inicie la búsqueda de ese portador de las llaves.

Hubo consenso general y el cónclave se disolvió amistosamente en una comida servida por la delegación en el lujoso comedor del edificio. Según me contaron, allí era donde, recientemente, había almorzado en varias ocasiones el Papa durante su viaje a Tierra Santa. No pude evitar una sonrisa irónica al pensar que nosotros llevábamos tres días sin duchamos y que debíamos oler bastante mal.

Cuando, tras la sobremesa, subimos a las habitaciones que nos habían asignado, descubrí que un par de monjas húngaras ya habían deshecho mi equipaje y dispuesto mis cosas en perfecto orden en el armario, el cuarto de baño y la mesa de trabajo. Pensé que no deberían haberse tomado tantas molestias porque, al día siguiente, probablemente de madrugada (o a cualquier otra hora intempestiva), estaríamos volando hacia Atenas con más magulladuras, heridas y escarificaciones en el cuerpo. Y, pensando precisamente en las escarificaciones, me dirigí al baño, me quité la ropa de cintura para arriba y despegué cuidadosamente los dos apósitos que cubrían la parte interior de mis antebrazos. Allí estaban las marcas, aún enrojecidas e inflamadas —la de Roma mucho menos que la de Rávena, hecha apenas unas horas antes—; dos bellas cruces que irían conmigo el resto de mi vida, me gustara o no. Ambas tenían unas líneas verdosas profundamente hundidas en la carne, como si hubieran inyectado allí algún extracto de plantas y hierbas. Decidí que no era buena idea sentir aprensión, así que, terminé de desvestirme, me di una buena ducha que me supo a gloria y, una vez seca, con lo que encontré en un armarito sanitario escondido tras la puerta, me hice las curas y me vendé los antebrazos. Afortunadamente, con las mangas largas aquel desaguisado no podía verse.

A media tarde, después de descansar apenas una hora, mi hermano Pierantonio nos propuso acercarnos hasta la ciudad vieja, la antigua Jerusalén, para hacer un breve recorrido turístico. El Nuncio manifestó una cierta preocupación por nuestra seguridad, ya que, apenas unos días antes habían tenido lugar, entre palestinos e israelíes, los enfrentamientos más duros desde el fin de la Intifada. Nosotros, como estábamos tan absortos en nuestros propios problemas, no nos habíamos enterado, pero, por lo visto, en dichos enfrentamientos había habido al menos una decena de muertos y más de cuatrocientos heridos. El gobierno de Israel se había visto obligado a entregar tres barrios de Jerusalén —Abu Dis, Azaria y Sauajra— a la Autoridad Palestina con la esperanza de reabrir una vía de negociación y terminar con la revuelta en los territorios autónomos. De manera que la situación era tensa y se temían nuevos atentados en la ciudad, por eso, y también por el cargo que ocupaba Pierantonio, el Nuncio nos instó a utilizar un discreto vehículo de la delegación para trasladarnos hasta la ciudad vieja. También nos proporcionó al mejor de los guías: el padre Murphy Clark, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, un hombre grande y gordo como una barrica, con una preciosa barba blanca recortada, que era uno de los mejores especialistas del mundo en arqueología bíblica. Aparcamos el coche, también con cristales ahumados, en las proximidades del Muro de las Lamentaciones y, desde allí, andando, hicimos un viaje en el tiempo y retrocedimos dos mil años de historia.

Yo quería verlo todo y no tenía ojos suficientes para abarcar, de una vez, la inmensa belleza de aquellas callejuelas empedradas, con sus tiendas de camisetas y recuerdos, y su extraña población, vestida a la usanza de las tres culturas de la ciudad. Pero lo más emocionante fue recorrer la Vía Dolorosa, el camino seguido por Jesús en dirección al Gólgota con la cruz a cuestas y la corona de espinas clavada en la frente. ¿Cómo se puede explicar emoción semejante? No hay palabras que lo describan. Pierantonio, que podía leer en mí como en un libro abierto, se rezagó y se puso a mi lado, dejando que el capitán, el padre Clark y Farag nos fuesen marcando el camino. Resultaba evidente que mi hermano no estaba pensando precisamente en rezar el Viacrucis conmigo. En realidad, su idea era sonsacarme el máximo de información acerca de la misión que estábamos realizando.

—Pero, vamos a ver, Pierantonio —protesté—, ¿es que no lo sabes todo ya? ¿Por qué no dejas de hacerme preguntas?

—¡Porque no me cuentas nada! ¡Tengo que sacarte las cosas con sacacorchos!

—Pero ¿qué es lo que quieres sacarme, si puede saberse? ¡No hay nada más!

—Cuéntame lo de las pruebas.

Suspiré y miré al cielo en busca de ayuda.

—No son exactamente pruebas, Pierantonio. Estamos recorriendo una especie de Purgatorio que debe purificar nuestras almas para hacernos dignos de llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax. Ese es nuestro único objetivo. Una vez que localicemos la Vera Cruz, llamaremos a la policía y ellos se encargarán del resto.

—Pero ¿y lo de Dante? ¡Dios mío, si parece increíble! ¡Cuéntamelo, anda!

Me detuve en seco, en mitad de una procesión de norteamericanos que rezaba las estaciones del Viacrucis, y me volví hacia él.

—Vamos a hacer un trato —le dije muy seria—. Tú me hablas sobre Glauser-Röist y yo te cuento la historia con todo detalle.

La cara de mi hermano se transformó. Juraría que vi un rayo de odio cruzando sus santos ojos. Negó con la cabeza.

—En Palermo me dijiste —insistí— que Glauser-Röist era el hombre más peligroso del Vaticano y, si la memoria no me falla, me preguntaste qué hacía yo trabajando con alguien al que temían cielo y tierra y que era la mano negra de la Iglesia.

Pierantonio se puso nuevamente en marcha, dejándome atrás.

—Si quieres que te cuente la historia de Dante Alighieri y los staurofílakes —le tenté cuando me puse a su lado—, tendrás que hablarme sobre Glauser-Röist. Recuerda que tú mismo me enseñaste cómo conseguir información, incluso por encima de la propia conciencia.

Mi hermano volvió a detenerse en mitad de la Vía Dolorosa.

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