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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (60 page)

BOOK: El último Catón
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—Todavía me cuesta creer lo que me contaste. Fue terrible lo que les pasó.

—Es mejor no recordarlo —dijo, quitándome las bolsas de las manos y cerrando la puerta tras de mí—. Hay otras cosas que debemos hacer.

Y sí, las había. Es verdad. Pero entre ellas no estaba encender la luz ni abrir las celosías ni tampoco conocer la casa. Nunca hubiera sospechado que me resultaría tan difícil, tan terriblemente difícil mantener mi segundo voto. Sabía que había un límite, pero yo… yo no tenía ni idea de lo sencillo que resultaba de cruzar. No lo hice, sin embargo. Pero no lo hice porque, en el último momento, luchando atormentadamente contra mis propios instintos y sentimientos, recordé que debía cumplir una promesa. Era absurdo, era una locura, era lo más ridículo del mundo, lo sabía. Pero, por alguna razón, debía ser fiel al compromiso que aún tenía con Dios, con mi Orden y con la Iglesia. Fue espantoso separarme de los labios de Farag, del cuerpo de Farag, de la ternura y la pasión de Farag. Fue como romperme en mil pedazos.

—Me aseguraste… Me aseguraste que me ayudarías —le dije mientras, con las manos, le apartaba de mí.

—No puedo, Ottavia.

—Farag, por favor —le supliqué—. ¡Ayúdame! ¡Te quiero tanto!

Se quedó en suspenso, inmóvil como una estatua durante unos segundos. Luego se inclinó hacia mí y me besó.

—Te amo,
Basíleia
—dijo alejándose—. Esperaré.

—Te prometo que esta misma noche llamaré a Roma —le dije, poniéndole la mano sobre la barbuda mejilla—. Hablaré con la hermana Sarolli, la subdirectora de mi Orden y le explicaré la situación.

—Hazlo, por favor —susurró, besándome de nuevo—. Por favor.

—Te lo prometo —repetí—. Esta misma noche.

Mientras yo me duchaba, me cambiaba el apósito de la escarificación de las cervicales (esta vez, una cruz ebrancada) y me ponía ropa limpia, Farag, obedeciendo mis órdenes, abrió puertas y ventanas, quitó el polvo de los muebles y preparó su casa para recibir visitas. Después, intercambiamos los lugares, y él, que ya había encargado la cena por teléfono al restaurante del cercano hotel Mercure, se metió en el cuarto de baño —no sin invitarme a acompañarle, por supuesto— y me dejó libre en aquel lugar desconocido para que curioseara a mis anchas. Hipócritamente, le pregunté si había algo que no quería que fisgara.

—La casa es tuya,
Basíleia
. Mira lo que quieras —dijo antes de desaparecer.

Y así lo hice. Si creía que yo no tenía dotes de espía estaba muy equivocado porque en la media hora que tardó en salir no dejé títere con cabeza. La casa de Farag, de paredes lisas y blancas y suelos de terrazo claro, sólo tenía dos habitaciones pero, como en todas las casas antiguas, las dimensiones eran tremendas. Una de ellas, muy austera, con una gran cama en el centro, era la suya; la otra, situada en el otro extremo de la vivienda, tenía dos camas más pequeñas y parecía no servir para otra cosa que para almacenar libros, docenas de libros, cientos de libros y revistas de historia, arqueología y paleografía. El salón, con un gran sofá y varios sillones de tapicería color crema, ocupaba el mismo espacio que el resto de la casa —cocina y despacho incluidos—, de modo que, en uno de sus lados, se había dispuesto una gran mesa de comedor de madera oscura. El resto del mobiliario era también del mismo material y tono: camas, armarios, librerías, mesas, cómodas, vitrinas… Debían gustarle mucho los cojines, porque, en la gama que va del cobrizo al blanco, los tenía por todas partes. Otra cosa eran las fotografías, tan abundantes como en la casa de abajo: Farag con su padre, con su madre, con su hermano, con su cuñada, con su sobrino, de nuevo con su padre y volvemos a empezar. Descubrí varias en las que se le veía, de pequeño, con los compañeros de clase, otras con los compañeros y amigos de universidad, y otras más con dos amigos que se repetían bastante. Pero las fotografías de viajes por el mundo eran, unívocamente, con chicas muy atractivas que se renovaban continuamente. Es decir, las fotografías tomadas en Roma, por ejemplo, mostraban a Farag bastante joven con una chica de nariz picuda y pelo rubio; las de París, con una morena de graciosa sonrisa; las de Londres, con una mujer oriental de pelo corto y negro; las de Amsterdam, con una escultural modelo de dientes perfectos; las de… En fin, ¿para qué seguir? Terminé por darme cuenta de que me había enamorado de Casanova o, lo que es peor, de un sinvergüenza de marca mayor. Y eso que no lo parecía.

Me dejé caer, desolada, en el sofá y abracé uno de los cojines mientras miraba el cielo del anochecer por los ventanales. Dudé seriamente si hacer esa llamada a la hermana Sarolli. Todavía estaba a tiempo de echarme atrás y refugiarme en la casa de Connaught. En ese momento, sonó la musiquilla del móvil de Farag, que descansaba sobre una de las librerías pequeñas que había en el pasillo, junto a la puerta del baño.

—¡Ottavia! —gritó Casanova—. ¡Cógelo! ¡Debe ser el capitán!

No le contesté. Me limité a pulsar el botón verde del teléfono y a saludar a la Roca, que parecía disgustado.

—¿Ha terminado ya la reunión, capitán? ¿Cómo ha ido?

—Como siempre.

—Pues salga de allí y véngase con nosotros. La cena ya está casi preparada.

Por la cuenta que me traía, esperaba que los del restaurante se dieran prisa.

—¿Dónde va a dormir usted esta noche, doctora? —me preguntó a bocajarro.

—Pues… —vacilé—. No lo había pensado. ¿Dónde dormirá usted?

—¿El profesor tiene habitaciones suficientes para los tres?

—Sí. Tiene dos habitaciones y tres camas.

—Aquí, en el Patriarcado, también hay sitio. Quieren saber qué vamos a hacer.

—¿Necesitamos ordenadores o alguna otra cosa para preparar la prueba?

—¿Es que el profesor no tiene? —preguntó Glauser-Röist, muy sorprendido, entendiendo al revés mi pregunta.

—Sí, tiene uno en su despacho, pero no sé si estará conectado a la red.

—¡Sí lo está! —gritó Casanova, que, al parecer, seguía punto por punto nuestra conversación—. ¡Tengo conexión a Internet y acceso a la base de datos del museo!

—Dice que sí tiene, capitán —repetí.

—Pues decida usted, doctora.

Y me pareció percibir un cierto tono de desconfianza en su voz. Supongo que se sentía inseguro.

—Véngase, capitán. Aquí estaremos más cómodos. ¿Cuál es la dirección de esta casa, Farag? —pregunté a mi príncipe sin corona a través de la puerta.

—¡El 33 de Moharrem Bey, último piso!

—Ya lo ha oído, capitán.

—Dentro de media hora estaré ahí —dijo, y colgó sin despedirse.

Afortunadamente, el repartidor del restaurante Mercure llegó antes que la Roca, así que arreglamos la mesa con rapidez para seguir haciendo creer al capitán que la habíamos preparado nosotros.

—¿No prefieres llamar a la hermana Sarolli antes de que llegue Kaspar? —me preguntó Farag mientras sacábamos de la cocina los vasos y la copas. No se me ocurrió qué decir, así que me mantuve callada. Pero él insistió—. Ottavia, ¿no vas a llamar a la hermana Sarolli?

—¡Pues no lo sé, Farag! ¡No lo tengo claro! —exploté.

—Pero ¿qué dices? —se sorprendió—. ¿Me he perdido algo?

Si le explicaba el motivo, seguramente se reiría de mí. No dejaba de ser ridículo sentir aquellos celos absurdos, pero es que tampoco tenía claro que fueran celos. En realidad, se trataba más de un agravio comparativo: mientras que yo no tenía a nadie en mi pasado y era como un piso a estrenar, él coleccionaba un surtido variado de ex amantes y parecía una habitación de hotel con derecho a cocina. Por muchas vueltas que le diera y por más balances que hiciera, yo salía perdiendo.

Algo debió notarme en la cara porque, dejando sobre la mesa lo que llevaba, se acercó a mí y me rodeó los hombros con sus brazos.

—¿Qué pasa,
Basíleia
? ¿Vamos a empezar ya a tener secretos?

—¡De eso se trata! —clamé, extendiendo un dedo acusador hacia el grupo de fotografías de viajes—. ¿Has estado casado? Porque, si es así… —dejé la amenaza en el aire.

—No he estado casado nunca —balbuceó—. ¿A qué viene esto?

Continué señalando acusadoramente las fotografías, pero, para mi desesperación e incredulidad, él seguía sin comprender.

—¡Dios mio, Farag! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ha habido demasiadas mujeres en tu vida!

—¡Ah, bueno! —suspiró—. ¡No sabía que te referías a eso! —entonces, reaccionó—. ¡Pero, vamos a ver, Ottavia! No esperarías en serio que me hubiera mantenido virgen hasta los treinta y nueve años.

Fue tan amable de añadir uno para igualarse conmigo.

—¿Por qué no? ¡Yo lo he hecho!

Si esperaba unas excusas o que me rebatiera con aquello de que yo era monja, me quedé con las ganas, porque todo lo que hizo fue tirarse en el sofá, cuan largo era, riéndose a carcajadas como un loco. Cuando vi que no se le pasaba el ataque y que tenía la cara congestionada y totalmente mojada de lágrimas, cogí mi orgullo herido y me fui con él hacia la habitación donde estaba mi equipaje. Pero no pude llegar, porque, a grandes zancadas, el profesor Boswell me alcanzó por el pasillo y me acorraló contra la pared.

—No seas tonta,
Basíleia
—dijo entre hipos, intentando todavía aguantarse la risa—. Sólo te lo diré una vez y espero que te quede claro: haz esa llamada a Italia, despídete de la hermana Sarolli y de la Venturosa Virgen María y borra de tu mente a todas las mujeres que haya podido haber en mi vida. No sentí por ninguna lo que siento por ti. Esta es la primera vez que estoy seguro de lo que siento y lo que siento es que te amo como no he amado a nadie antes —se inclinó despacito y me besó—. Mientras hablas con Sarolli, quitaré de en medio todas esas fotografías y las haré desaparecer, ¿vale?

—Vale.

—Entonces, vale —asintió cabeceando, rozando su nariz con la mía—. Tienes cinco segundos. Coge el maldito teléfono de una maldita vez.

—Ya hablas como Glauser-Röist.

—Creo que empiezo a comprenderle.

Continué mi camino hacia la habitación bajo la inquisitiva mirada de Farag. Prefería hablar desde allí, a solas y tranquilamente, antes que tenerle pegado a mí como una sombra, pendiente de mis palabras. Cuando escuchaba ya la señal de comunicación con la casa central de mi Orden en Roma, oí también el timbre de la puerta. El capitán acababa de llegar y Butros subió poco después.

Fue una conversación bastante difícil la que mantuve con la hermana Giulia Sarolli. Utilizó el mismo tono despectivo que cuando me anunció que había sido desterrada a Irlanda, lejos de mi comunidad y de mi familia. Por más que insistía, no conseguía que me explicara cuáles eran los pasos que tenía que dar para dejar la Orden. Se obcecaba en repetirme, una y otra vez, que la parte jurídica del asunto no era importante, que lo único que importaba era el espíritu, la donación que yo había hecho de mi vida.

—Esa donación, hermana Salina —me decía—, es una donación de amor, de un amor que trata de superar los propios egoísmos abriéndose a los demás. Para eso está la vida en comunidad, y el ideal al que todas las hermanas aspiramos es a poder decir como san Pablo «tengo libertad para hacer esto o aquello pero también tengo libertad para no hacer lo que yo quiera sino lo que los demás esperan de mí». ¿Lo comprende?

—Lo comprendo, hermana Sarolli, pero le he dado muchas vueltas y estoy segura de que no podría volver a ser feliz si continuase con la vida religiosa.

—¡Pero esa vida consiste en seguir a Cristo! —Giulia Sarolli no podía entender que yo renunciara voluntariamente a tan alta meta y hablaba como si cualquier otra opción no fuera digna de tenerse en consideración—. Usted fue llamada por Dios, ¿cómo puede hacer oídos sordos a la voz de Nuestro Señor?

—No se trata de eso, hermana. Comprendo que sea difícil de entender, pero las cosas no son siempre tan sencillas.

—No se habrá enamorado de un hombre, ¿verdad? —preguntó con voz tétrica, después de unos segundos de silencio.

—Me temo que sí.

El silencio persistió algunos segundos más.

—Usted hizo unos votos —recalcó acusadoramente.

—No los he incumplido, hermana. Por eso quiero que usted me expliqué qué debo hacer exactamente para reintegrarme en la vida seglar.

Pero tampoco esta vez hubo suerte. Sarolli no entendía, o no quería entender, que cuando ciertas cosas llegan a su fin, no hay camino de retorno. Así que siguió intentando convencerme de que debía recapacitar un poco más antes de adoptar una decisión tan grave. Sabía que aquella conversación telefónica sería larga, pero no sospeché que tanto.

—Debe confiar en que Dios la sigue llamando —me repetía.

—Escuche, hermana —le dije, molesta y cansada—. Dios, seguramente, me sigue llamando, pero yo la estoy llamando a usted desde Egipto y usted tampoco me responde, así que estamos en las mismas. Por favor, ¡dígame de una vez qué debo hacer para dejar la Orden!

La subdirectora enmudeció, pero debió darse cuenta de que, puesto que no había nada que hacer, ya era hora de quitarme de en medio:

—El próximo mes de diciembre, cuando hable usted con la Superiora de su comunidad para la revisión anual, dígale que no quiere renovar los votos el siguiente Cuarto Domingo de Pascua y ya está.

—Pero ¿qué dice? —me espanté—. ¿Hasta la revisión anual? Hermana Sarolli, esa solución ya la conocía. Le estoy preguntando qué debo hacer para dejar la Orden ahora.

La oí suspirar a través del cable telefónico. También escuché la lejana sirena de una ambulancia que debía estar pasando por debajo del despacho de la hermana Sarolli, allá en Roma.

—Necesita usted una dispensa del obispo —gruñó—. Le recuerdo que no hace ni un mes que renovó sus votos.

Una pequeña luz se encendió al final del túnel.

—No, hermana Sarolli, no renové los votos.

—¿Qué dice? —se sobresaltó.

—El Cuarto Domingo de Pascua fue el 14 de mayo, y ese día tuve que ir a Sicilia, al funeral de mi padre y de mi hermano, que murieron en un accidente… de tráfico.

—¿Y no los renovó tampoco al domingo siguiente? ¿No llegó a firmar el papel?

—La misión que estoy llevando a cabo para el Vaticano no me lo permitió. Hice, eso sí, una renovación
in pectore
.

La oí abrir y cerrar cajones y revolver papeles. Luego, tapó el micrófono con la mano y la escuché decir algo a alguien que se encontraba cerca. Yo empezaba a sufrir por lo que le iba a costar a Farag aquella larga llamada internacional. Al cabo de un tiempo, al parecer convencida por fin de la verdad de mis palabras, con voz resignada me dio la noticia:

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