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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (56 page)

BOOK: El último Catón
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—No creo que el emperador Constantino esté ahí dentro —declaró la Roca de improviso. Farag y yo nos quedamos atónitos mirándole—. ¿No entienden que es imposible? Un personaje tan significativo no ha podido terminar sus días formando parte de las pruebas iniciáticas de una secta de ladrones.

—¡Venga, Kaspar, no sea escéptico! —repuso Farag, iniciando el descenso—. Estas cosas pasan. En Egipto, por ejemplo, cada día se descubren nuevos yacimientos arqueológicos con las cosas más inverosími… ¡Eh! ¿Qué es esto? —exclamó de pronto. La lauda del sarcófago había iniciado un lento desplazamiento y estaba a punto de tirarlo al suelo, empujándole por el cuello.

—¡Salta, Farag! —le urgí—. ¡Déjate caer!

—¿Qué ha hecho, profesor? —bramó la Roca.

—Nada, Kaspar, se lo aseguro —declaró Boswell dando un atrevido salto con pirueta hasta las losas de mármol—. Sólo he apoyado los pies en las argollas de oro para bajar mejor.

—Pues está claro que esa era la forma de abrir el sarcófago —murmuré, mientras la plancha de pórfido terminaba su deslizamiento con un áspero chasquido.

Usando como estribo una de las cabezas de león y sujetándose al borde del sepulcro, Glauser-Röist se impulsó hacia arriba para echar una ojeada.

—¿Qué ve, capitán? —pregunté llena de curiosidad. Juraría que fue en aquel momento cuando comenzó el ruido de las aspas, pero no estoy completamente segura.

—Un muerto.

Farag levantó los ojos al cielo con gesto de resignación y siguió a la Roca en su ascenso utilizando el león contiguo.

—Deberías ver esto, Ottavia —me dijo muy sonriente.

No lo pensé dos veces. Tirando sin miramientos de la chaqueta del capitán, conseguí que bajara y que me dejara el sitio y, con un supremo esfuerzo deportivo, alcancé la altura precisa para contemplar el increíble cuadro que se ofreció ante mis ojos: igual que esas muñecas rusas que contienen otras muñecas más pequeñas y estas, a su vez, otras más, el gigantesco sarcófago incluía varios ataúdes hasta llegar al que acogía de verdad el cuerpo del emperador. Todos tenían una lámina de cristal por cubierta, de modo que podían contemplarse los restos de Constantino con bastante facilidad. Por supuesto, decir que
aquello
era Constantino el Grande resultaba una gran temeridad porque, aparte de poseer una calavera como la de cualquiera, sólo los adornos imperiales delataban su alto linaje: Ahora bien, aquella vulgar calavera portaba una
stemma
[47]
de oro cuajada de joyas que cortaba el aliento y, para mayor asombro, estaba adornada con bellísimos
catatheistae
[48]
que nacían desde debajo de la
toufa
[49]
. El resto del esqueleto estaba cubierto por un impresionante
skaramangion
[50]
que se sujetaba con una fíbula sobre el hombro derecho y que estaba íntegramente bordado en oro y plata, con cenefas de amatistas, rubíes y esmeraldas, y ribeteado de perlas, a cual más extraordinaria. Al cuello llevaba un
loros
[51]
y al cinto una ajada
akakia
[52]
, imprescindible para cualquier emperador bizantino que se preciara de tal.

—Es Constantino —afirmó Farag con voz débil.

—Supongo que sí…

—Cuando publiquemos todo esto,
Basíleia
, nos vamos a hacer muy famosos.

Giré la cabeza hacia él rápidamente.

—¿Cómo que cuando publiquemos todo esto? —me indigné, y de repente comprendí que ambos teníamos el mismo derecho a explotar científicamente aquel descubrimiento y que debería compartir la gloria con Farag y Glauser-Röist—. ¿Usted también quiere publicarlo, capitán? —le pregunté, mirándole desde arriba.

—Por supuesto, doctora. ¿Acaso creía que todo esto sería exclusivamente suyo?

Farag soltó una risita y se dejó caer al suelo.

—No se lo tome a mal, Kaspar. La doctora Salina tiene la cabeza dura pero su corazón es de oro.

Iba a contestarle como se merecía, cuando, de súbito, el tenue ruido que había empezado apenas unos minutos antes se convirtió en un fragor semejante al de muchas aspas de molino movidas furiosamente por el viento. Esta imagen, al fin y al cabo, no era tan descabellada, porque una inesperada corriente de aire que surgió de los
bothroi
me arremolinó la falda y me empujó contra el sarcófago.

—Pero ¿qué está pasando? —me enfadé.

—Me temo que empieza la fiesta, doctora.

—Sujétate fuerte, Ottavia.

Antes de que Farag hubiera terminado de hablar, la racha de aire se había convertido en una ventisca e, inmediatamente, en un huracán. Las antorchas se apagaron de golpe y nos quedamos a oscuras.

—¡Los vientos! —gritó Farag, asiéndose con fuerza al borde del sarcófago.

El capitán Glauser-Röist, al que el aire había pillado al descubierto, encendió su linterna y se tapó los ojos con el brazo mientras trataba de llegar hasta nosotros, apenas a dos o tres metros de distancia. Pero los remolinos eran tan violentos que le resultaba imposible avanzar.

Yo, como Farag, me aferraba también al borde del sarcófago para impedir que aquel ciclón demencial me arrastrara hasta el suelo, pero pronto me di cuenta de que no iba a tardar mucho en soltarme porque me dolían los dedos de tanto apretar la piedra y ya no me quedaban fuerzas.

La velocidad de los vientos aumentaba sin cesar, haciendo que me llorasen los ojos y que me rodasen ríos de lágrimas por las mejillas, pero no era eso lo peor; lo peor empezó cuando cada uno de los hijos de Eolo añadió a su corriente el pequeño detalle por el que también era conocido: Bóreas, Aparctias y Helespontio se fueron enfriando paulatinamente hasta alcanzar una temperatura gélida insoportable. Trascias y Argestes no llegaron a tanto, pero en su caudal empezaron a aparecer gotas de agua que, por efecto del frío se fueron cuajando y se convirtieron en granizo, pareciendo que nos disparaban desde algún lado con una escopeta de perdigones. Llegó un momento que el dolor era tan insoportable que mis manos se soltaron, por fin, del sarcófago y fui a dar con el cuerpo en tierra, a la cual, como decía Dante —y ahora sus palabras se volvían meridianamente claras— me quedé adherida mientras mis ojos seguían llorando por efecto del furioso aire, seco y áspero, de Afeliotes y Euro. Pero si Trascias y Argeste escupían granizo, Euronoto, Noto y Libanoto empezaron a exhalar rabiosas bocanadas ardientes que derretían el hielo y quemaban la piel. Recuerdo que en aquellos momentos eché de menos los pantalones, porque la lluvia de granizo me hacía un daño horrible en las piernas y el calor de Noto me las estaba abrasando. Trataba de cubrirme la cara con los brazos, pero el aire se colaba por los agujeros y me dificultaba la respiración. Pensé que, por encima de todo, necesitaba acercarme a Farag, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo y tampoco podía mirar para ver dónde se encontraba porque resultaba imposible despegarse del suelo o mover siquiera un brazo o una pierna, así que lo llamé, gritando con todas mis fuerzas. Sin embargo, el estruendo era tan ensordecedor, que ni siquiera yo conseguí escuchar el sonido mi propia voz. Aquello era el fin. ¿Cómo se suponía que íbamos a salir de allí? Era completamente imposible.

Al principio sólo noté un roce contra el tobillo que me pasó desapercibido. Luego, el roce se transformó en una mano que me agarró con fuerza y que fue usando mi pierna de asidero para ir reptando lentamente hasta mi cara. No me cupo la menor duda de que se trataba de Farag, pues el capitán nunca se hubiera atrevido a tocarme de aquella manera y, además, la última vez que le había visto, estaba delante de mí y no detrás. De modo que, dentro de lo angustiosa que resultaba la situación, hubo algo que me ayudó a mantener la esperanza y a no perder la cabeza… aunque a lo mejor si la perdí un poco, porque, cuando las piernas se terminaron, el tacto de la mano desapareció para convertirse en un brazo que me rodeó la cintura y en un cuerpo que se pegó al mío y que siguió subiendo, dibujando la línea de mi costado. Debo reconocer que, aunque estaba a punto de volverme loca por las ráfagas de viento congelado e incandescente y por los terribles puyazos del pedrisco, aquel largo instante que tardó Farag en llegar hasta mi cara, fue uno de los más turbadores de mi vida. Y lo más extraño era que todas aquellas nuevas sensaciones que deberían haberme hecho sentir no ya culpable sino culpabilísima, me convertían en una persona libre y feliz, como si por fin emprendiera un viaje largamente postergado. Ni siquiera me inquietaba tener que responder ante Dios por estos sentimientos, como si tuviera claro que Él estaba conforme.

En cuanto Farag se puso a mi altura, pegó los labios a mi oreja y pronunció unos sonidos inconexos que no pude comprender. Los repitió una y otra vez hasta que, uniendo fragmentos con mucha imaginación, conseguí formar las palabras «Zéfiro» y «Dante». Me puse a pensar en Zéfiro, el viento del oeste, el que tira flores en compañía de su amante, la joven Cloris; Zéfiro, el viento elogiado en los grandes poemas de la Antigüedad por ser como una brisa ligera y suave que empieza con la primavera —sonaba cursi, pero lo había leído en alguna parte, seguramente en Plinio—; Zéfiro, el viento del ocaso, del poniente, del día que termina, del invierno que termina… Que termina. A lo mejor era eso lo que intentaba decirme Farag. El fin de aquella pesadilla, la salida. Zéfiro era la salida. Pero ¿cómo llegar? ¡Si no podía mover ni un dedo!, y, además, ¿dónde estaba el
bothroi
de Zéfiro? Había perdido por completo la orientación. Y, de repente, recordé:

Si venís libres de yacer aquí con nosotros,
y queréis pronto hallar el camino,
llevad siempre por fuera la derecha.

¡El terceto de Dante! ¡Eso era lo que quería decirme Farag, que recordara las palabras de Dante! Exprimí mi memoria para recordar lo que habíamos leído en el avión aquella mañana:

Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas.

¡Había que llegar al muro, a la pared! Y, una vez allí, pegados a la roca, avanzar siempre hacia la derecha hasta llegar a Zéfiro, el viento suave y templado que nos libraría del huracán y de los balines de hielo y que, quizá, nos permitiría salir.

Haciendo un gran esfuerzo, con mi mano cogí la mano de Farag y la apreté para que supiera que le había comprendido y, no sé muy bien cómo, ayudándonos el uno al otro, avanzamos lentamente, como serpientes aplastadas por una bota, sin dejar de llorar y de abrir la boca para atrapar un aire difícil de respirar. Tardamos mucho tiempo en ganar el muro y tuvimos que ir esquivando los furiosos tifones que salían por los
bothroi
, zigzagueando en busca de ángulos muertos que nos permitieran movernos un poco mejor. En más de una ocasión pensé que no íbamos a conseguirlo, que era un esfuerzo inútil, pero, por fin, chocamos contra la roca y supe que teníamos una oportunidad. Ahora sólo me preocupaba Glauser-Röist. Si conseguíamos ponernos en pie y, como decía Dante, pegarnos a la pared, quizá lograríamos verle gracias a la luz de la linterna.

Pero alzarse del suelo no era tan sencillo. Como niños que empiezan a caminar y se cogen a los muebles para incorporarse, tuvimos que clavar los dedos en los resquicios más inverosímiles para pasar de reptiles a bípedos, y aún eso con muchos problemas. Sin embargo, el poeta florentino había dejado sus pistas muy bien puestas, porque, en cuanto logramos adherirnos a la pared, la fuerza de los vientos dejó de aplastarnos y pudimos respirar mejor. No es que hubiera calma, ni mucho menos, pero las aberturas de los
bothroi
estaban dispuestas de tal forma que los cañones de aire se neutralizaban unos a otros, creando unos diminutos recodos parcialmente libres marcados por los antorcheros.

Pero si moverse y respirar era difícil, abrir los ojos era angustioso, pues se secaban en cuestión de segundos y pinchaban como si llevaran alfileres. Y, aunque las lágrimas nos caían a litros, hasta los párpados se negaban a deslizarse sobre las corneas resecas. Sin embargo, había que localizar a Glauser-Röist como fuera, así que le eché valor (y dolor) y no paré hasta que le divisé al otro extremo de la gruta, entre Trascias y Aparctias, pegado al muro como una sombra, con la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Llamarle era inútil, porque no nos hubiera oído, así que debíamos llegar hasta él. Como nosotros nos encontrábamos entre Euronoto y Noto, iniciamos el ascenso hacia el norte, hacia Bóreas, siguiendo las indicaciones de Dante de caminar siempre hacia la derecha. Lamentablemente, el capitán, que no debía recordar las pistas de la
Divina Comedia
, en lugar de avanzar hacia Zéfiro en la misma dirección, se aproximaba hacia nosotros, echándose al suelo cada vez que tenía que pasar por delante de uno de los vientos para impedir que la tromba le lanzara por los aires contra el sarcófago.

Yo estaba agotada. Si no hubiera sido por la mano de Farag, probablemente nunca hubiese conseguido salir de allí; y ese cansancio que me impulsaba a quedarme en el suelo cada vez que teníamos que tumbarnos para atravesar un
bothros
, se volvía más y más acusado con cada metro que adelantábamos.

Por fin, nos encontramos con el capitán a la altura de Helespontio y, por todo gesto, los tres fundimos nuestras manos en un estrecho y emocionado apretón que fue más elocuente que cualquier palabra que hubiéramos podido decirnos. El problema comenzó cuando Farag quiso reanudar el paso para seguir avanzando hacia Zéfiro. Por increíble que pueda resultar, Glauser-Röist se negó en redondo a desandar el camino, haciendo barrera con su cuerpo para impedírnoslo tercamente. Vi a Farag acercarse al oído del capitán y gritarle con toda su alma, pero el otro seguía diciendo que no con la cabeza y señalando con el dedo en dirección contraria. Farag volvió a intentarlo una y otra vez, pero la Roca, tan Roca como siempre, continuaba denegando y empujando a Farag hacia mí, que iba la última y que tenía a Afeliotes a menos de medio metro de mis piernas.

No hubo manera de convencerle. Por más que gritamos, gesticulamos e intentamos avanzar hacia la derecha, el capitán se opuso tenazmente, obligándonos, al final, a obedecerle. No se me ocurría qué cosa terrible podría pasar si no hacíamos lo que decía Dante, pero preferí no pensar en ello mientras iniciábamos el camino de vuelta hacia Euronoto. Mi desesperación y la de Farag se reflejaban en nuestras caras cuando nos mirábamos. El capitán se equivocaba, pero ¿cómo hacérselo comprender?

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