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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (57 page)

BOOK: El último Catón
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Tardamos aproximadamente media hora en cruzar los cinco vientos que nos separaban de Zéfiro y mi agotamiento era ya tan extremo que soñaba con que, al final de la prueba —si es que habíamos acertado con la solución—, los staurofílakes nos durmieran dulcemente con aquella nube de humo blanquinoso que habían utilizado en el laberinto de Rávena. Me daba rabia estar tan cansada y pensaba con envidia en la fortaleza física del capitán y en la resistencia natural de Farag. Otra cosa que tendría que proponerme cuando todo aquello terminara sería hacer un poco de gimnasia. No podía escudarme en los géneros diciendo que las mujeres éramos más débiles que los hombres (una campesina rusa nunca será más débil que un oficinista chino); la culpa de aquel cansancio era totalmente mía, por llevar una vida tan sedentaria.

Por fin arribamos al ángulo muerto entre Libs y Zéfiro. Suspiré con alivio, dibujando una sonrisa en mi cara y, como era la primera de la fila, me tocó acercarme hasta la guarida del viento que, supuestamente, era suave como una brisa y templado como un día de primavera. Acerqué muy despacio la mano derecha hacia la cavidad, temiendo verla salir despedida lejos de mí, y mi corazón estalló de júbilo cuando comprobé que, a pesar de que Zéfiro era un poco más violento de lo que afirmaban los poetas, su vehemencia no tenía nada que ver con la de sus once hermanos. Ni quemaba ni enfriaba, ni tampoco escupía escarcha o granizo, y mi mano extendida ondulaba en sus rizos como si la hubiera sacado por la ventanilla de un coche en marcha. ¡Habíamos encontrado la salida!

Zéfiro me succionó y me salvó la vida. Caí como un saco de piedras sobre su suelo cuando me introduje por el estrecho
bothros
y respiré sin agobios su aire manso y fino que llegó hasta mis pulmones como un perfume. La verdad es que me hubiera quedado allí un buen rato, sin moverme, pero tenía que seguir avanzando para permitir que Farag y el capitán pudieran entrar detrás de mí. Estuve segura de que lo habían hecho en cuanto escuché los gritos furiosos que Farag le lanzaba a Glauser-Röist:

—¡Se puede saber por qué demonios nos ha hecho recorrer tres cuartas partes de la gruta! —bramaba, indignado—. ¡Estábamos casi al lado de Zéfiro cuando le encontramos! ¿No recuerda que Dante decía que había que ir hacia la derecha?

—¡Cállese! —le replicó Glauser-Röist, autoritario—. ¡Eso es lo que hice!

—¿Está loco? ¿No ve que hemos caminado en el sentido de las agujas del reloj? ¿No distingue la derecha de la izquierda?

—¡Por favor! —exclamé, viendo que los ánimos estaban realmente alterados—. ¡Hemos salido y estamos bien! ¡Por favor!

—¡Escuche, profesor Boswell! —tronó la Roca—. ¿Qué decía Dante? Decía que había que llevar siempre por fuera la derecha.

—¡La derecha, Kaspar! ¡La derecha, no la izquierda! ¿Aún no lo comprende?

—¡La derecha por fuera, profesor! ¡El que no lo comprende es usted!

Fruncí el ceño. ¿La derecha por fuera? En ese caso, tenía la razón la Roca. Dante y Virgilio avanzaban por la cornisa de una montaña y su derecha daba, obviamente, al precipicio, al vacío. Pero nosotros caminábamos pegados a una pared, de modo que nuestra derecha era el centro de la gruta, nuestro lado libre era el interior, no el exterior como en el caso de Dante. De todos modos, habíamos llegado a Zéfiro, aunque por el otro lado habríamos tardado menos.

—¡Por el otro lado no habríamos llegado nunca, doctora!

—Pero ¿qué tontería está diciendo? —me sublevé.

—¡Veo que ambos han olvidado a Trascias y Argestes, que eran, casualmente, los dos últimos vientos que había que atravesar antes de llegar a Zéfiro por el otro lado!

El silencio se hizo en aquel corredor abovedado, pues ni Farag ni yo fuimos capaces de contradecirle. El capitán nos había salvado de una buena o, en el mejor de los casos, de andar y desandar inútilmente un camino agotador. Jamás hubiéramos podido cruzar Trascias y Argestes, los vientos que descargaban enormes andanadas de granizo.

—¿Lo comprenden ya o tengo que volver a explicárselo?

Tenía razón. Tenía toda la razón del mundo, y así se lo dije. Farag no tuvo reparos en pedirle disculpas en todas las lenguas que conocía, y, de hecho, empezó por el copto y luego siguió con el griego, el latín, el árabe, el turco, el hebreo, el francés, el inglés y el italiano. Al final, acabamos riéndonos y la tensión se disolvió. La Roca era un héroe y se lo dijimos.

—Déjense de tonterías y avancemos por este agujero.

—¿Por qué tengo que ir yo siempre delante? —refunfuñé de nuevo, harta de tal honor.

—Doctora, por favor…

—Ottavia…

Y ya no hubo nada más que hablar, naturalmente.

A gatas, sujetando mi linterna entre dos botones de la blusa, inicié la marcha, lamentando de nuevo haberme puesto falda aquel día. Me pareció revivir el mal rato del túnel de las catacumbas de Santa Lucía, cuando llevaba, como ahora, a Farag detrás, y me prometí a mí misma que, si salíamos de allí, las tiraría todas a la basura sin contemplaciones.

La verdad es que me costaba gatear, que no podía con mi alma, y por eso me alegré infinitamente cuando un suave aroma a resina me llegó hasta la nariz.

—Creo que vamos a tener suerte —dije—. Esta vez nos libramos del golpe.

—¿Qué dices,
Basíleia
?

—Que nos duermen. ¿No hueles a resina?

—No.

—Bueno, no importa. De todos modos, me despido. Te veré cuando nos despertemos.

—Basíleia…

Yo ya empezaba a notar un leve sopor y me encantaba.

—¿Sí?

—Lo que te dije en el maratón era mentira.

—¿Lo que me dijiste en el maratón?

Ahí estaba el humo blanco, el bendito humo blanco que, como un buen somnífero, me iba a proporcionar unas maravillosas horas de sueño reparador. Me detuve y me tumbé en el suelo. Que los staurofílakes hicieran lo que quisiesen con mi cuerpo, me daba exactamente lo mismo; yo sólo deseaba dormir.

—Sí, aquello de que si te ponías en pie y corrías hasta Atenas conmigo, no insistiría nunca más.

Sonreí. Era el hombre más romántico del mundo. Me hubiera gustado volverme. Pero no, mejor dormir. Además, la Roca estaba escuchándolo todo.

—¿Era mentira?

La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.

—Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?

—¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.

—Vale, pues luego te veo —murmuró—. Kaspar, ¿usted también se duerme?

—No —masculló con voz amodorrada—. Su conversación es muy interesante.

¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.

6

Los gritos de unos niños que jugaban me despertaron. El sol de mediodía caía sobre mí como un chorro de luz. Parpadeé, tosí y me incorporé lanzando gemidos. Estaba tendida boca abajo sobre una alfombra de maleza. El olor era insoportable, un olor a basuras acumuladas durante años y fermentadas por el calor de Oriente. Los niños seguían chillando y diciendo palabras en turco, pero su sonido se alejaba de mí como si ellos o yo nos estuviéramos desplazando.

Conseguí sentarme sobre la hierba y abrí los ojos. Me encontraba en un patio en el que se veían restos de mampostería bizantina mezclados con cúmulos de basuras sobre los que sobrevolaban nubes de moscas azules tan grandes como elefantes. A mi izquierda, un taller de coches de aspecto más bien siniestro emitía ruidos de sierra mecánica y de soplete. Me sentía sucia. Sucia y descalza.

Frente a mí, Farag y el capitán permanecían echados sobre el suelo con la cara hundida en la hierba. Sonreí al ver a Farag, y me dio un tonto vuelco el estómago.

—¿Así que era mentira? —musité acercándome a él y mirándole sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Le aparté las mechas de pelo de la frente y me entretuve observando las pequeñas rayas que tenía marcadas en la piel. Eran las huellas del tiempo que no había pasado conmigo, esos treinta y tantos años largos en los que, incomprensiblemente, había tenido una vida propia lejos de mí. Había vivido, soñado, trabajado, respirado, reído e, incluso, amado, sin sospechar que, al final del camino, yo le estaba esperando. Tampoco yo lo sabía, desde luego. Pero ahí estábamos, y no dejaba de resultar milagroso que alguien como Farag Boswell se hubiera fijado en alguien como yo, que ni en sueños poseía ese atractivo físico que a él le sobraba por todas partes. Desde luego, la belleza física no lo era todo pero, en fin, algo tenía que ver, y aunque eso era algo que jamás me había preocupado, en ese momento hubiera deseado ser guapa y atractiva para que, al despertar, se quedara totalmente deslumbrado.

Suspiré y, luego, me reí bajito. No era cuestión de pedir más milagros. Habría que conformarse. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Nadie me veía, así que me incliné muy despacio para, antes de que se despertara, darle un pequeño beso en aquellas líneas de la frente.

—Doctora… ¿Se encuentra bien, doctora Salina? ¿Y el profesor Boswell?

Me llevé el susto más grande de mi vida. Con el corazón latiéndome a mil por hora y la cara encendida, me incorporé como si tuviera un muelle en la espalda.

—¿Capitán? ¿Está usted bien? —le pregunté, alejándome de Farag, que seguía dormido.

—¿Dónde estamos?

—Eso quisiera saber yo.

—Hay que despertar al profesor. Él habla turco.

Se apoyó en las manos e inició el gesto de una flexión para levantar el cuerpo, pero un rictus de dolor le paralizó a medio camino.

—¿Dónde demonios nos han marcado esta vez? —rezongó.

¡La escarificación! Inconscientemente me llevé la mano a la espalda por encima del hombro, a las cervicales, y sólo entonces sentí las familiares punzadas.

—Creo que hemos recibido la primera de las tres cruces que van sobre la columna.

—¡Pues esta duele!

¿Cómo no me había dado cuenta? El dolor de mi escarificación se hizo repentinamente intenso.

—Sí, sí que duele —convine—. Creo que duele más que las anteriores.

—Ya se pasará… Tenemos que despertar al profesor.

No lo pensó dos veces y empezó a sacudirlo sin misericordia. Farag gimió.

—¿Ottavia? —preguntó sin abrir los ojos.

—Lo siento, profesor —refunfuñó la Roca—. No soy la doctora Salina. Soy el capitán Glauser-Röist.

Farag sonrió.

—No es exactamente lo mismo. ¿Y Ottavia?

—Estoy aquí —dije cogiéndole la mano. Él abrió los ojos y me miro.

—Perdonen que les moleste —dijo de malos modos el capitán—, pero tenemos que volver al Patriarcado.

—¿Ha buscado ya en su ropa, capitán? —le pregunté sin dejar de mirar a Farag y sin dejar de sonreírle—. La pista para la prueba de Alejandría es importante.

Glauser-Röist volvió rápidamente del revés todos los bolsillos de sus pantalones y su chaqueta.

—¡Aquí está! —exclamó satisfecho, alzando el habitual pliego de papel.

—Veámoslo —propuso Farag, incorporándose sin soltarme la mano—. ¿Nos han marcado en la espalda? —preguntó de pronto, muy sorprendido.

—En las cervicales —le confirmé.

—¡Vaya, pues esta vez sí que duele!

El capitán, que ya había mirado lo que decía el papel, se lo tendió.

—Si no suelta la mano de la doctora, le costará mucho verlo.

Farag se rió y me acarició rápidamente los dedos antes de liberarme.

—Espero que no le moleste, Kaspar.

—A mí no me molesta nada, profesor —afirmó la Roca, muy serio—. La doctora Salina ya es adulta y sabe lo que hace. Supongo que arreglará su situación con la Iglesia cuanto antes.

—No se preocupe, capitán —le aclaré—. No me olvido ni por un momento de que todavía soy monja. Este asunto es privado pero, como le conozco, sé que se quedará más tranquilo si le digo que soy consciente de los problemas.

El pobre era tan obtuso para ciertas cosas que preferí tranquilizarle.

Farag, que examinaba el papel, se había quedado con la boca abierta.

—¡Yo sé lo que es esto! —dejó escapar muy alterado.

—Tiene que conocerlo, profesor. La siguiente prueba es en Alejandría.

—¡No, no! —negó frenéticamente con la cabeza—. ¡No lo había visto en mi vida! Pero podría localizarlo si estuviéramos allí.

—¿De qué habláis? —quise saber, arrancando el papel de las manos de Farag. Esta vez no era un texto lo que había en aquella superficie rugosa, sino un dibujo bastante tosco hecho con carboncillo. En él se distinguía perfectamente la forma de una serpiente barbuda ceñida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto sobre las cuales aparecía un medallón con la cabeza de Medusa. De los anillos del animal, enredados como un nudo marinero, emergía el tirso de Dioniso, el dios griego de la vegetación y el vino, y el caduceo de Hermes, el dios mensajero—. ¿Qué es esto?

—No lo sé —me respondió Farag—, pero no nos será difícil averiguarlo. En el Museo tenemos un catálogo informatizado de los restos arqueológicos de la ciudad —se acercó a mí y, mirando por encima de mi hombro, señaló el dibujo con el dedo—. Hubiera jurado que podía reconocer casi cualquier obra alejandrina con los ojos cerrados y, sin embargo, aunque el aspecto me resulta familiar, no consigo recordar esta figura. ¿Ves la mezcla de estilos? ¿Ves el caduceo de Hermes y las coronas de los faraones? La serpiente barbuda es un símbolo romano. Esta combinación tan estrafalaria es característica de Alejandría.

—Profesor, si no le importa, ¿podría acercarse a ese taller y preguntar dónde demonios estamos? —volvió a interrumpirnos la Roca—. Y pregunte si tienen teléfono. Mi móvil se estropeó con el agua de la cisterna.

Farag sonrió.

—Tranquilo, Kaspar. Yo me encargo.

—Este es el número del Patriarcado —añadió Glauser-Röist, entregándole, abierta, su pequeña agenda—. Dígale al padre Kallistos dónde estamos y pídale que vengan a buscarnos.

A mí no me hacía ninguna gracia que Farag caminara tan decidido hacia aquel antro de chatarra y desapareciera en su interior, pero no tardó ni cinco minutos en regresar y, cuando lo hizo, traía en la cara una amplia sonrisa.

—Ya he hablado con el Patriarcado, capitán —gritó mientras volvía—. Vendrán enseguida. Estamos en los restos de lo que fue el Gran Palacio de Justiniano.

—¿El Gran Palacio de Justiniano… esto? —dije con aprensión, mirando alrededor.

—Exacto,
Basíleia
. Nos encontramos en el barrio de Zeyrek, en la parte vieja de la ciudad, y este patio es todo lo que queda del palacio imperial de Justiniano y Teodora.

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